Cuando
escribo estas líneas está a punto de cumplirse el primer año de guerra en
Ucrania. En efecto, era el 24 de febrero del año pasado cuando, sin declaración
previa de guerra, y en contra de lo que pensaba buena parte de la opinión
pública y algunas de las inteligencias de los estados occidentales
-probablemente de todas excepto la de Estados Unidos-, y a pesar también de las
múltiples negativas de Vladimir Putin y de otros políticos rusos de que aquello
iba a suceder, un ejército de invasión ruso cruzó la frontera y desplegó una
importante ofensiva artillera contra el país vecino. Lo que para Rusia nunca ha
sido una guerra, sino un simple ejercicio de maniobras militares, tal y como ha
sido definido por el propio Putin, lo que él pensaba que iba a ser una campaña
victoriosa, y que en pocos días tendría a Ucrania a sus pies, se ha convertido
en una guerra total, en la que nunca se ha respetado a la población civil, con
una indiferencia absoluta por los derechos humanos y por la Convención de
Ginebra, que, de momento, no tiene visos de terminar. Una guerra que hasta el
momento, y según los datos más conservadores, ofrecidos por la agencia de
noticias Reuters, ha causado en Ucrania la muerte de cerca de cuarenta y cinco
mil personas, más de esa cantidad de ucranianos heridos, más de quince mil
desaparecidos, catorce millones de desplazados, al menos ciento cuarenta mil
edificios destruidos y más de cincuenta mil millones de euros en pérdidas
económicas; dato, este último, proporcionado por el Banco Mundial.
A partir
del año 1995, la guerra de Chechenia nos descubrió un ejército ruso mucho menos
potente del que nos suponíamos, sobre todo para un país que había sido
considerado la segunda potencia militar del mundo, formado en su gran mayoría
por simples reclutas de dieciocho años, mal preparados, e incluso, en algunos
casos, mal nutridos, y con armas en muchos casos obsoletas. En estos casi
treinta años que han transcurrido desde entonces, la realidad no parece haber
cambiado demasiado, y los estrategas y los especialistas de diferentes países
nos han hablado de las deficiencias del ejército de invasión, muchos de cuyos
vehículos han tenido que ser abandonados en los campos de Ucrania por falta de
las revisiones adecuadas o, incluso, por falta de combustible. Sólo así se
entiende que lo que, en principio, debería haber sido una operación relámpago,
haya resultado un fracaso, al menos en las pretensiones iniciales de Putin, y
que después de un año entero de guerra, los avances del ejército ruso en el
teatro de operaciones hayan sido prácticamente nulos.
Por
supuesto, la guerra de Ucrania ha sido politizada por parte de los partidos
occidentales. Los de derechas dicen que la guerra es sólo el resultado de una
resovietización de Rusia, que quiere volver a ser lo que fue antes de 1990. Los
de izquierdas dicen que Putin es un ideólogo de la derecha, y quizá tengan
razón en un sentido: Putin llegó al poder amparado en el partido Rusia Unida,
que se fundó en el año 2001 amparado a su vez por los partidos Unidad, Patria y
Toda Rusia, un partido que se presenta como conservador, centrista y
nacionalista, y que se sitúa en la derecha del espectro político internacional.
Pero en realidad, ¿qué significa ser de derechas actualmente en Rusia? ¿Es
Putin, verdaderamente, un político de derechas, tal y como se entiende
normalmente el término en los países occidentales, o es en realidad un líder
neososoviético, tal y como afirmar algunos, a pesar de la ideología del partido
que preside? Es, sobre todo, un nacionalista ruso, lo que ya es decir bastante,
si se mira con la perspectiva de toda la historia rusa, desde los tiempos de
los zares.
Por
otra parte, también se ha dicho que Rusia es Ucrania de la misma manera que
Ucrania es Rusia, y que, en este sentido, lo único que Rusia pretende con la
invasión es una vuelta a sus orígenes, a la antigua Rus que, es cierto, de
alguna manera nació en Kiev. Pero ello es, sólo, ver el problema con una
perspectiva ciertamente sesgada. Es verdad que ambos países tienen una historia
común muy marcada, como también lo es que esa Panrusia no deja de ser un ente
político, muchas veces ficticio, provocado por un nacionalismo exacerbado. En
la antigua Unión Soviética, extensión de la Rusia de los zares, habitaban
multitud de etnias diferentes, que mantenían diferentes religiones, y la
realidad no ha cambiado demasiado, a pesar de los múltiples genocidios y los
progromos que se han llevado a cabo en el país a lo largo del último siglo.
Si algo ha caracterizado a la política rusa ya desde la época de los zares ha sido, ya lo hemos dicho, su exacerbado nacionalismo, un nacionalismo excluyente respecto al resto de los nacionalismos que pudieron existir dentro del territorio. Un nacionalismo panruso, imperialista, tal y como lo presenta uno de sus mayores especialistas, el historiador francés, naturalizado mexicano, Jean Meyer, en uno de sus libros: “Rusia y sus imperios (1894-2005)”. El subtítulo del libro, en su edición española, es bastante revelador en este sentido: “La Rusia de los zares: de los últimos Romanov a Vladimir Putin.” Y es que, si queremos comprender la historia de Rusia, el papel que la invasión de Ucrania juega en el conjunto de esa historia, no podemos hacerlo de otra forma que, bajo el prisma de ese imperialismo tenaz, que acompañó a la Rusia de los zares, pero que tuvo sus consecuencias más álgidas en la etapa soviética.
En
efecto, ya desde el siglo XVIII, si no antes, en los tiempos de Pedro I, de la
zarina Catalina y de Pedro II, se observa un fuerte imperialismo, hasta el
punto de que el primero cambió el tradicional título de zar por el de emperador
de todas las Rusias. Durante el siglo XIX, el imperio ruso, un gigante de barro
según fue definido por algunos políticos occidentales, se fue aislando en sí
mismo, y ese aislamiento internacional tuvo como consecuencia una creciente
opresión sobre las etnias minoritarias del imperio. Esta política se mantuvo
hasta el último de los Romanov, Nicolás II, hasta el punto de que su ministro
de Gobernación, Viacheslav von Pleve, fue el ideario de una gran represión,
principalmente en Ucrania y en Moldavia, pero también en otros territorios del
imperio. Provocó la rusificación forzada de los finlandeses, que en ese momento
se encontraban todavía bajo el yugo de Rusia. Sin embargo, ese tipo de
política, en el contexto de la política mundial, no era tan diferente a la de
los países occidentales. Estamos todavía en la época de los grandes imperios,
que sería finiquitada poco tiempo después, como una consecuencia lógica de la
Primera Guerra Mundial.
En la historia ha habido pueblos que defienden sus libertades y pueblos que, por tradición, han tenido tendencia a ser sometidos, a la opresión, sea ésta provocada por otros pueblos externos, o por sus propios gobernantes. El pueblo ruso es, por tradición, un pueblo sometido. Sólo así se entiende que todavía en la segunda mitad del siglo XIX, cuando en el resto de Europa se habían producido ya las primeras revoluciones liberales, Rusia ocupara todavía un espacio político propio de la Edad Media, sometidos la mayor parte de sus habitantes a la esclavitud. Sólo así se entiende que después, durante la etapa soviética, a lo largo de todo el siglo XX, no hubiera sido capaz de levantarse contra la opresión bolchevique, ni siquiera en su última etapa. Sólo así se explica que, en la actualidad, en pleno siglo XXI, la oposición, que desde luego la hay, no sea capaz de rebelarse contra ese nuevo dictador que es Putin. Puede ser, como algunos afirman, que la secular opresión nacionalista contra el resto de las etnias establecidas en el país, no sea más que una válvula de escape contra esa opresión interior que el conjunto de los rusos mantienen en su ADN.
Sí.
Rusia y Ucrania no son lo mismo, aunque nacieron como dos hermanos gemelos.
Después de los propios rusos, los ucranianos han sido la segunda mayoría en el
conjunto de la población del imperio. Quizá por ello, la represión contra los
ucranianos haya sido siempre mayor que la realizada contra el resto de etnias.
Ya en los últimos años del imperio, en 1907, la lengua ucraniana fue prohibida
en las escuelas, y la Iglesia ortodoxa uniata, la propia del país, también fue
perseguida. A partir de la revolución bolchevique, las cosas fueron a peor.
Aunque al principio los bolcheviques reconocieron el derecho de las naciones a
su independencia, no tardaron en empezar a someterlas, y para ello utilizaron
medios tan drásticos como el genocidio y el terrorismo de estado. Hay quien
opina que el periodo de Stalin no tiene nada que ver con el verdadero
comunismo, que la represión del estalinismo, con sus millones de muertos, es,
“sólo”, la cara mala de la revolución. Sin embargo, en los escritos del propio
Lenin, y sobre todo en sus actos, se demuestra que ese terrorismo de estado
estaba ya presente desde el primer momento de la revolución soviética.
Desde
luego, las cosas empeoraron, y mucho, a raíz de la toma del poder por el propio
Stalin. A raíz de la “deskulakización” obligatoria del campo ruso, la hambruna
que el hecho llevó consigo provocó la muerte a muchos miles de personas. Se
diría que fue una hambruna, que no fue una decisión programada por las
autoridades soviéticas, pero no es cierto. Los datos son concluyentes, y no
creo necesario aquí repetirlos. Sólo resaltar que, mientras en el campo los
hombres y las mujeres se morían de hambre, las autoridades exportaban toneladas
de trigo y de otros cereales, anteriormente robadas a los propios campesinos, a
cambio de los bienes de equipo que al gobierno les era necesario para la
industrialización que, según ellos, le llevaría a convertirse en una potencia
económica. Es cierto que el proceso no afectó sólo a los ucranianos, pero ellos
fueron los que más lo sufrieron -también, desde luego, los propios campesinos
rusos, los bielorrusos, los moldavos, y el resto de las etnias-. Según cálculos
realizados por observadores alemanes, más de tres millones de ucranianos
murieron de hambre sólo en los primeros meses de 1933, un número que se iría ampliando en los meses
siguientes. Y quien se oponía al proceso era asesinado o enviado a Siberia,
donde se hicieron famosos los gulags, campos de concentración, de la
famosa novela de Alexandr Solzhenitsyn. En 1932, sólo en la corte de Járkov
fueron ordenadas mil quinientas ejecuciones en apenas un mes.
Aquello
no fue un hecho aislado. En 1939, inmediatamente después del reparto Dde
Polonia entre Rusia y Alemania, consecuencia del acuerdo entre Ribbentrop y
Molotov, se produjo una deportación masiva de polacos y de ucranianos hacia
otros territorios de la Unión Soviética. Nuevas deportaciones de nacionalistas
ucranianos se llevaron a cabo al final de la Segunda Guerra Mundial. Por todo ello, la visión que de
Ucrania se tiene por gran parte de la población rusa, como de un país fascista,
colaborador con los invasores alemanes durante la guerra mundial, no deja de
ser un efecto de la política represiva que desde hacía mucho tiempo ellos
mismos habían mantenido contra el nacionalismo ucraniano. No es extraño, desde
luego, que gran parte de los ucranianos vieran al “enemigo” alemán como un
libertador, por más que después, la realidad de la nueva situación se mostrara
en toda su crudeza: la represión alemana sobre el país no sería inferior a la
que antes habían realizado los rusos; sólo en la ciudad de Odesa, los alemanes
habían ejecutado en tres años y medio a unas noventa mil personas, casi una
sexta parte de su población.
No,
decididamente Rusia no es Ucrania, ni tampoco, en términos de política y
derecho internacional, ésta es una parte de aquélla. Afirmar esto sería como
decir que Ucrania es una parte de Polonia, sólo por el hecho que durante más de
dos siglos, entre 1569 y 1791, la Unión de Lublin entre Polonia y Lituania,
había puesto gran parte de Ucrania en manos de la República de las Dos
Naciones. Otro aspecto a tener en cuenta cuando se habla del multiculturalismo
ucraniano, razón que esgrime el gobierno ruso para iniciar el conflicto de
Ucrania -la protección de la población rusa del país-, es la secular
rusificación de ésta y otras antiguas repúblicas soviéticas: al tiempo que se
deportaba a los campos de trabajo del archipiélago Gulag a los ucranianos, se
entregaban a los rusos, como nuevos pobladores del territorio, importantes
propiedades en él. Esta política, que se había iniciado con Lenin y con Stalin,
no se interrumpiría con los siguientes presidentes, Nikita Jruschov y Leonid
Brézhnev, éste último ucraniano de nacimiento. Durante el mandato de este
último, la población rusa en Ucrania pasó del 17 al 21 por ciento.
Y
volviendo a la pregunta que nos hacíamos inicialmente sobre si Putin es un
político de izquierdas o de derechas, merece la pena recoger las palabras del
ya citado Jean Meyer: “El movimiento nacional ruso empezó a manifestarse
desde los últimos años de Jruschov. Al principio del siglo XX, los rusos habían
quedado muy por detrás de los polacos, finlandeses y ucranianos en cuanto al
nacionalismo. Su élite se identificaba con el imperio multinacional, de tal
manera que su sentir era más rossislii (rusiano) que ruski (ruso). En cuanto al
pueblo, , aún rural en su gran mayoría, sus referencias eran sociales,
religiosas y nacionales, en absoluto nacionalistas.” Sin embargo, “en
los años setenta muchos rusos empezaron a pensar que los intereses de su nación
habían sido sacrificados a la causa del internacionalismo o del Tercer Mundo,
cuando no tenían por qué invertir en Asia Central o en el Cáucaso, ni mucho
menos en Cuba o en Angola… Para todos resultaba muy difícil distinguir lo que
era ruso de lo que era imperial, en sus sentimientos hacia la URSS y las otras
repúblicas. La confusión facilitó el desarrollo de las emociones, perfectamente
negativas.”
Y el
historiador franco-mexicano termina concluyendo: “Ese nacionalismo cultural
llevó a un nuevo interés por la filosofía religiosa… Pasó lo mismo con la
literatura eslavófila del siglo XIX, la cual inspiró una corriente que no dudó
en considerarse como eslavófila. Por aquel entonces, tales tendencias no podían
catalogarse en términos de derechas y de izquierdas, como lo prueba la obra de
Alexandr Solzhenistyn. En la misma época empezó a forjarse una alianza nada
santa entre la KGB y ciertos nacionalismos, entre la extrema derecha y la
extrema izquierda”. Vladimir Putin, antiguo agente del KGB que además
estaba destinado en Alemania Oriental precisamente en los años de la caída del
muro de Berlín, y nacionalista confeso, es un claro ejemplo de esta nueva
política rusa.
Recientemente,
un espía danés dice haber dado con la clave de la invasión de Ucrania por parte
de Putin: serían los medicamentos que el dirigente ruso toma para combatir el
cáncer que le afecta lo que provoca los delirios de grandeza del dictador. Poco
importa si ello es cierto o no, más allá de reflexionar un poco en qué manos
estamos los habitantes de todo el planeta, de pensar que la locura de cualquier
mandatario, sea una locura consustancial con esa persona o una locura
coyuntural, provocada por el alcohol, las drogas o un medicamento más o menos
fuerte, puede en cualquier momento hacer que éste apriete finalmente el botón
rojo de la destrucción. Por ello, y principalmente por todo lo que he querido
relatar en las páginas anteriores, otro especialista como el historiador
británico Orlando Figes, ha dicho recientemente que el putinismo, el régimen de
Putin, no va a acabar necesariamente con la muerte del propio Putin, que “si
Putin muriese mañana, lo sustituiría alguien de su mismo entorno, con visiones
tal vez más extremas que las del mismo Putin… No empecemos a desear la muerte
de Putin hasta que sepamos quien va a entrar en su lugar”. En ese sentido,
dice Figes, la propia Rusia es víctima de esta guerra contra Ucrania, una Rusia
que debería ser, dice él, “desputinizada”, o lo que es lo mismo, pasada por el
tamiz de una verdadera democracia. Frases demoledoras para los que queremos que
la paz vuelva a este rincón de Europa, pero que son necesarias para comprender
la verdadera dimensión del conflicto.
Post Scriptum
Como
en otras ocasiones anteriores, esta
entrada reproduce al pie de la letra el artículo publicado en el semanario La
Opinión de Cuenca, en este caso en el número correspondiente al día 5 de
febrero. Por razones de espacio, no consideré en este momento hablar de otros
aspectos de la historia de Rusia, o de la Unión soviética, que, siendo
interesantes en sí mismo, se alejaban un poco del asunto principal que se
trataba en el texto: la guerra de Ucrania. Y es que la historia de Rusia es
demasiado compleja para ser comprendida en todas sus aristas basándonos sólo en
un punto de vista occidental, y más en un breve artículo de prensa. La antigua
Unión Soviética, y también la actual Rusia, desde luego, siempre ha sido un
estado cerrado, con una fuerte censura tanto sobren los medios de comunicación
como sobre la intelectualidad del país. Por ello, resulta muy complicado llegar
a conocer los entresijos de una realidad que sigue siendo ocultada por parte
del gobierno. Vaya por delante, además, que yo no puedo considerarme como un
especialista en el tema, que etas líneas son, sólo, breves reflexiones
realizadas a partir de la lectura de la obra de otros historiadores y
periodistas, estos sí, verdaderos especialistas en la historia del país
euroasiático.
Varios
son los ejemplos que podrían aducirse sobre esa complejidad subyacente en
determinados procesos históricos en el pasado de la antigua Unión Soviética,
procesos que, tratados muchas veces de manera demasiado superficial, no han
sido bien conocidos por la opinión pública en los países occidentales. Uno de
ellos, sin duda, está relacionado con la utilización adecuada de la diferente
terminología que debe aplicarse cuando hablamos del país, la clara diferencia
existente entre la propia Rusia, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas,
o la llamada Comunidad de Estados Independientes, ese ente intermedio que
surgió, de manera temporal, con la caída de la Unión Soviética. Tampoco ha sido
bien comprendido, más allá de la lectura realizada de ello por los especialistas,
el llamado putsch, el fracasado golpe de estado de agosto de 1991, que
durante tres días puso en vilo al conjunto de la población rusa. ¿Quién estaba
realmente detrás de ese golpe de estado? ¡Qué era lo que se pretendía por parte
de los golpistas? Otro tanto habría que decir respecto al diálogo mantenido
entre el estado, sea éste la URSS, el CEI o la propia Rusia, con las diferentes
minorías existentes dentro de la propia Federación Rusa o en el Cáucaso,
minorías que nunca han llegado a ser reconocidas políticamente: Osetia del
norte y del sur, Abjasia, Chechenia, Ingusetia, Cherkesia, Transnitria, Nagorni
Karabaj, …
Otro
aspecto a tener en cuenta es los relativo al diagolo entre dos aspectos tan
supuestamente opuestos como son el comunismo y el fascismo, y en este sentido
ha escrito el propio Jean Meyer lo siguiente: Nos es difícil admitir la
unión del fascismo y el comunismo, porque la mitología progresista en la cual
nos criamos nos enseñó, de manera errónea, que representan dos extremos
opuestos, a partir del ejemplo de la batalla de Stalingrado, olvidando todos
los ejemplos contrarios, como el pacto Germano-Soviético.” Y también el
diálogo, las múltiples alianzas de intereses, entre los oligarcas, la
élite que surgió a partir del neocapitalismo agresivo que caracterizó al
periodo postsoviético, e incluso de la propia mafia rusa, con la nueva clase
política, surgida en su mayor parte de la vieja Nomenklatura, renovada en una
supuesta democracia.
La
dificultad de entender la realidad rusa afecta también a la propia economía del
país. La caída del imperio soviético en la última década del siglo pasado puso
de relieve para la opinión pública occidental la verdadera situación en la que
se encontraba el país en los últimos años del imperio soviético. La que se
creía segunda economía del mundo, después de Estados Unidos, resulta que en
realidad era un gigante con los pies de barro -la expresión, que ha sido
utilizada hasta la saciedad, se utilizaba ya también hacia 1900, durante el
reinado del zar Nicolás II, para definir a un país gigantesco en extensión,
pero enormemente atrasada en cuanto al bienestar de sus habitantes-. La
situación, tanto a principios del siglo XX como a finales de la centuria, lejos
de ser coyuntural, estaba ya en la estructura de una economía basada más en la
propaganda que en la realidad, hasta el punto de estar en la base de varias
crisis humanitarias y ecológicas. Entre 1965 y 1985, la muerte del mar de Aral,
entre Kazajistán y Uzbekistán, provocada por los descontrolados trasvases de
agua con el fin de regar los cultivos de algodón, provocó un enorme aumento de
la mortalidad infantil en la región. La catástrofe de la central nuclear de
Chernóbil, en el norte de Ucrania, que afectó a varios miles de habitantes de
esta república y de la vecina Bielorrusia y cuya nube tóxica llegó incluso hasta
Centroeuropa, más que un accidente en sí mismo, como se ha dicho, fue realmente
”un desastre predecible, el resultado de factores sistémicos”, en
palabras del propio Jean Meyer.
La
propia Peretroika, la reforma política y económica llevada a cabo por Mijail
Gorbachov a partir de 1985, es también otro ejemplo del escaso conocimiento que
en occidente se tiene de la historia de Rusia. En efecto, alabada por la prensa
y la opinión pública occidental como una auténtica revolución del pueblo ruso
en busca de su libertad, en su origen no fue realmente una revolución, sino una
involución, que sólo trataba de salvar el sistema comunista a partir, eso sí,
de una pequeña liberalización de los modos: cambiarlo todo para que nada
cambie, como se suele decir en estas situaciones. Fue precisamente en su
aparente fracaso, en donde reside su victoria final. Jean Meyer en su aludido
libro “Rusia y sus imperios”, lo ha dicho de manera más clarificadora: “Cuando
Gorbachov y su grupo intentaron salvar al enfermo de muerte, descubrieron que
el régimen descansaba sobre la nada, que la sociedad estaba totalmente
desestructurada y vivía en estado de anomia. Ahí está la causa fundamental de
su fracaso. ¿Cuántos se movilizaron en agosto de 1991 a fin de parar la
intentona golpista de los últimos comunistas? Unas decenas de mjles en Moscú y
Piter… Nada que ver con las movilizaciones masivas, de cientos de miles, de
millones, en 1905 y en marzo de 1917. El régimen cayó sólo, no fue derribado
por un inmenso movimiento popular contra la tiranía. La revolución de agosto de
1991 fue una victoria de Boris Yeltsin, pero ocurrió al final de una larga
serie de luchas palaciegas en la mejor tradición de las intrigas y de los
misterios del Kremlin.”
Y
volviendo al asunto principal que he querido tratar en el texto, el papel
jugado por Putin no sólo en la invasión
de Ucrania, sino en toda la política interior y exterior de la actual Rusia,
recojo otra vez las palabras del historiador franco-mexicano: “Como
Bonaparte, Putin ofrece tanto la síntesis entre el pasado y el presente -habla
de la necesidad de reconstruir la vertical del poder- y desde el centro- Seduce
por igual a comunistas y ultranacionalistas nostálgicos del pasado, pero
también a los nuevos rusos y a la juventud. Así como Bonaparte sintetizaba la
antigua monarquía y la revolución, Putin integra la grandeza soviética y la
Segunda República rusa: da a Rusia, como himno nacional, la música del tiempo
de Stalin con una nueva letra. Eso corresponde a sus convicciones personales y
satisface a la mayoría de los rusos, viejos y jóvenes. Cruza el orgullo
soviético con el patriotismo ruso y un cristianismo ortodoxo ostentoso; su
éxito desemboca en un verdadero culto a la personalidad.”
Hay
que tener en cuenta que el ensayo de Jean Meyer fue publicado en 2007, cuando
Putin aún no había mostrado su cara más terrible, la que, desde los últimos
años ha venido mostrando tanto en Ucrania como en algunas otras antiguas
repúblicas soviética. Por ello, continúa afirmando lo siguiente: “Europa y
Estados Unidos no saben que pensar de Putin, “el mejor amigo de Occidente”,
después de los atentados del 11 de septiembre de 2001. ¿Será un reformador enérgico pero
democrático? ¿O un déspota disfrazado de demócrata? Los suspicaces dicen que el
FSB (antiguo KGB) es una excelente escuela de disfraces” Por desgracia, la
realidad de la guerra de Ucrania
se ha encargado de dar una respuesta al interrogante planteado.
Contrastan estas reflexiones con las de un supuesto experto en Europa oriental, el lingüista y polítólogo estadounidense Noam Chomsky, quien, en una entrevista publicada el 4 de febrero de 2022, apenas unos días antes de que se llevara a cabo la invasión, e incorporada más tarde a un libro bajo el título “¿Por qué Ucrania?, dudaba todavía de la inminencia de ésta. Y en otra entrevista posterior, incorporada también al mismo texto, reafirmaba la neutralidad de Ucrania en el teatro de la política actual, como única salida pacífica al conflicto, culpando además de éste a Estados Unidos y a la OTAN, por haber invitado al antiguo país soviético a incorporarse a la organización, una incorporación que, según él mismo reconoce, era casi imposible de llevarse a cabo antes del mes de febrero del año pasado. Dejando a un lado la fase anterior al conflicto, entre 2014 y 2015, iniciado también por Rusia con el fin de que terminó con la anexión de facto de las regiones de Donestk y Lugansk, la región conocida como el Dombás, y la declaración de independencia de Crimea y Sabastopol, sólo reconocida internacionalmente por Rusia y su incondicional alidada, Bielorrusia, cabe preguntarse si no ha sido precisamente la invasión rusa lo que ha provocado nuevos acercamientos a la organización atlántica de Ucrania, y también de otros países vecinos, hasta ahora neutrales, como Finlandia, o la propia Suecia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario