viernes, 15 de diciembre de 2023

Una monografía sobre la Primera República Española

 

“Ya hay un español que quiere / vivir, y a vivir empieza / entre una España que muere / y otra España que bosteza. / Españolito que vienes / al mundo, te guarde Dios, / una de las dos Españas / ha de helarte el corazón.” ¿Quién no conoce el famoso poema de Antonio Machado, sobre esas dos Españas eternamente enfrentadas, que han teñido de dolor y de sangre esta España, la única España en realidad, durante al menos dos siglos?  Sin embargo, no fue el poeta andaluz, castellanizado por esa fría Soria de la meseta, y que pudo haber terminado su carrera como profesor en Cuenca -es sabido su deseo de  permutar su plaza en Baeza con el catedrático de francés del instituto conquense, en un desesperado intento por regresar a su querida Castilla, deseo que finalmente pudo hacerse realidad con su traslado definitivo a Segovia-. Antes de él, ya había hablado de esas dos Españas el novelista canario Benito Pérez Galdós, en alguno de sus inolvidables Episodios Nacionales, precursores de esa novela histórica que tan de moda está en la actualidad, y que de manera acertada retratan toda la historia de España a lo largo del siglo XIX.

¿Cuándo nace, en realidad, el mito de las dos Españas, que ya es consustancial con toda la historia de España? Difícil sería encontrar una respuesta a la pregunta que se nos hace. El pintor aragonés Francisco de Goya ya retrató a esas dos Españas enfrentadas en una de sus pinturas negras, la que tituló “Duelo a garrotazos”, y que actualmente puede ser contemplada en el Museo del Prado. No es casual, por otra parte, que este lienzo fuese pintado, precisamente, entre los años 1820 y 1823, durante el Trienio Liberal, el mismo arco temporal en el que, para muchos historiadores, el mito de las dos Españas se convirtió ya en una realidad incuestionable. En efecto, la España inmediatamente anterior, la de la Guerra de la Independencia y las Cortes de Cádiz, la que significó la aprobación de la primera Constitución de nuestra historia, era también una España dividida: dividida entre absolutistas y liberales; dividida entre patriotas y afrancesados; dividida entre quienes buscaban renovar las instituciones políticas, al estilo de lo que ya estaba empezando a suceder en otros países europeos, y los que deseaban la pervivencia del Antiguo Régimen. Pero no será hasta los años del Trienio, con el triunfo temporal de los liberales exaltados, enfrentados incluso con los otros liberales más moderados, los doceañistas, cuando las posiciones políticas y sociales terminarán de enfrentarse para siempre; y sólo diez años más tarde, por culpa de ese enfrentamiento, se iniciará el ciclo periódico de guerras sangrientas -las tres guerras carlistas más la propia Guerra Civil-, que hasta hace muy poco tiempo, y gracias a la Transición, creíamos cerrado para siempre.

       Uno de los momentos más álgidos de ese enfrentamiento político y social, sin duda, fue la revolución mal llamada Gloriosa, iniciada en 1868, y su apoteosis final, la Primera República Española, en la que, en muy pocos meses, los que van desde febrero de 1873 hasta diciembre de 1874, se sucedieron, en el más alto poder del Estado, cuatro presidentes, además de otro presidente de facto, al propio Francisco Serrano; el mismo Serrano que había sido amante de la propia reina Isabel II, y que en muy poco tiempo pasó a convertirse en uno de los cabecillas de la revolución, llegando incluso a regente del reino, y que en 1874 terminó por constituirse en el definitivo enterrador de la propia República. Etapa ésta, la de la Primera República, que ha sido tenida por algunos historiadores, como una de las más importantes en la historia de España, a pesar de que no pudo mantenerse en el tiempo por la acción dinamitadora, según ellos, de los sectores más reaccionarios de la sociedad; y tenida por otros, por una de las épocas más oscuras, más sórdidas, por las que ha pasado nuestro país en las últimas centurias. 

Sobre la realidad histórica de esta Primera República, sobre sus virtudes y, sobre todo, sobre sus múltiples defectos, es sobre lo que trata el nuevo libro  de Jorge Vilches, doctor en Ciencias Políticas y Sociología, y profesor del Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense de Madrid. El libro lleva un título bastante clarificador: “La Primera República Española (1873-1874). De la utopía al caos”, y en su contraportada podemos leer lo siguiente: “La Federal, como fue conocida, se predicó como una utopía política y social que traería paz, prosperidad y felicidad. Sin embargo, la élite dirigente demostró su desprecio a la democracia prefiriendo la Revolución, el golpe de Estado y la conspiración a la legalidad, el consenso y la educación del pueblo en costumbres públicas democráticas. Pronto el país quedó desgarrado. Entre febrero de 1873 y diciembre de 1874 hubo cinco presidentes, cuyos mandatos estuvieron marcados por la guerra, el desdén de Europa, el desorden público, la desorganización e indisciplina del Ejército y la amenaza de una guerra con Estados Unidos, así como por el cuestionamiento de la unidad nacional con la proclamación del Estado catalán y la expansión del movimiento cantonalista desde Cartagena. El fracaso de la República, último episodio de la Revolución de 1868, se llevó por delante la confianza ciega en el ejercicio de las libertades, y perjudicó la evolución democrática de España.”   

Dicho esto, ¿quiénes fueron los responsables del fracaso de esta primera aventura republicana en nuestro país? Desde luego, y como ha sucedido siempre en todos los procesos revolucionarios, los propios líderes que protagonizan la Revolución, por querer avanzar demasiado deprisa en ese proceso revolucionario. En efecto, el autor ha puesto, negro sobre blanco, quienes fueron esos culpables: los políticos, y principalmente, los  políticos radicales, con sus dirigentes, Manuel Ruiz Zorrilla y Cristino Martos, a la cabeza; los mismos que, pocos meses antes, habían obligado a abdicar a Amadeo I, aquel rey extranjero al que habían llamado los propios revolucionarios, conscientes de que el país todavía no estaba preparado para la República, para convertirlo en  su propia marioneta política. Y junto a los radicales, el resto de dirigentes republicanos de Francisco Pi y Margall, quien fuera segundo presidente republicano, al frente. A este respecto, recogemos a continuación las palabras del propio Jorge Vilches:

“La República no murió el 3 de enero de 1874, sino con el golpe de Francisco Pi y Margall del 23 de abril. Aquel acto de fuerza contra la legalidad hizo que fuera imposible que los dirigentes de los grandes partidos llegaran a una fórmula de gobierno aceptable para todos o, al menos, para la mayoría. Sin los radicales y los conservadores, cualquier acción política era imposible, porque el país era muy plural, y entre sus filas había grandes cuadros de la Administración, del Ejército y de la sociedad civil. Así, la política quedó en manos de golpistas y revolucionarios, o de federales taimados, incapaces de asentar por sí mismos un sistema político perdurable. Sin entendimiento entre las élites políticas y sin respeto a la legalidad no era viable levantar un régimen liberal y democrático. Aquel 23 de abril se rompieron las reglas del juego político establecidas el 11 de febrero, que eran la reconciliación en torno a la República como forma de Estado, y la reunión de unas Cortes Constituyentes. El golpe de Pi y Margall, urdido para impedir que legalmente se cambiara el Gobierno -el suyo-, rompió una reconciliación, que ya estaba maltrecha por los enfrentamientos del 24 de febrero y del 8 de marzo, entre la Asamblea Nacional, dominada por los radicales, y el Gobierno en manos de los federales.  El desprecio al adversario y la falta de un proyecto definido, junto con la irresponsabilidad y el mesianismo político, hundieron la posibilidad de sostener la República. Los republicanos prefirieron contentar a los federales intransigentes y cantonales antes de conciliar con radicales y conservadores. Usaron la fuerza el 23 de abril, y la República murió.”

La cita es demasiado larga, es cierto, pero consideramos que es, también, clarificadora de la situación en la que el país se encontraba en aquellos momentos; y resulta, además, demasiado cercana si la comparamos con la situación actual de España. En este sentido, el autor termina afirmando lo siguiente: “La incompatibilidad de Pi y Margall con el proyecto de establecer una República basada en la democracia, pluralista, conciliadora y de progreso, era completa. Tantos años predicando la utopía, excitando al pueblo para imponer la solución universal, para, una vez en el Gobierno, obsesionarse con calmar a los utópicos -a los cantonales- pero sin reprimirlos, para no perder su apoyo. En realidad, su pretensión era convertir la Federal -construida desde arriba- en un proyecto equidistante entre los cantonales y los partidos liberales, y con gran ingenuidad o miopía política, albergaba la esperanza de que los que rechazan la federación porque realmente la temen, como escribió, se irían convenciendo de que no pretendemos romper la unidad de la patria, y de que el orden se impondría.” El subrayado responde a las propias palabras del presidente republicano.

En efecto, muchos de los problemas repetitivos por los que tuvo que pasar nuestro país a lo largo del siglo XIX, y sobre todo durante la Primera República, y que volverán a aflorar durante el segundo intento republicano, cincuenta años más tarde, son los mismos que en la actualidad vuelven a florar en pleno siglo XXI, pese a que ya los creíamos superados, después de una Transición que, pese a sus indudables defectos, ha sido vista, en muchos escenarios internacionales, como un proceso político y democratizador ejemplar: una clase política, en buena parte, corrupta, que mira más hacia su beneficio propio que al del país; un nuevo auge de los nacionalismos excluyentes, sobre todo del catalán y del vasco, que, como ha pasado siempre que el Estado no es lo suficientemente fuerte como para hacerle frente con convicción, se apoya en su propia corrupción y en la de las élites gobernantes de la nación; la polarización del conjunto de la sociedad, consecuencia de todo ello, con el consiguiente abandono de las posiciones centrales y la basculación hacia los dos extremos del espectro político; el aumento de las posturas populistas, de uno y otro signo,…


La lectura de este nuevo libro del Jorge Vilches, colaborador habitual en diferentes medios de comunicación, radiados y escritos, en papel y en la web, nos resulta, ya lo hemos dicho, demasiado próxima a sus lectores, por su comparación con la realidad en la que nuestro país, España, se encuentra en estos momentos difíciles, tanto en lo que se refiere a la política interior como, desgraciadamente, también en la política exterior: “España se encontró aislada de Europa -gracias a la pertenencia de nuestro país a la Unión Europea, el aislamiento de nuestro país no es tan claro como entonces, pero también es cierto el retroceso que en este sentido ha sufrido nuestro país en los últimos años, después de la presidencia de Aznar -, lo que era una anomalía sin precedentes. Las potencias no se fiaban de la República española, ni siquiera la República francesa, porque no era estable y porque ni siquiera los propios federales se ponían de acuerdo. No hay que olvidar que la minoría republicana de las Cortes de 1871 apoyó a la Comuna de París en contra del Gobierno republicano de Versalles, el de la III República, y que eso tuvo sus consecuencias. Reino Unido y Francia decidieron esperar, y el resto de países europeos, salvo Suiza, aguardaron a que británicos y franceses tomaran una decisión. El problema de España era que, como demostró la historiadora Gómez-Ferrer, en Europa había pasado el tiempo de las utopías, en gran parte por el impacto de la Comuna de París, y se había instalado la realpolitik. La pugna española entre cantonalistas y carlistas asustaba en Europa. España era un país que se alejaba del camino que habían tomado las potencias europeas, y la cosa se complicaba aún más con los fusilamientos de la tripulación del Virginius. -el 31 de octubre de 1873, en el marco de la Guerra de los Diez Años contra los insurgentes cubanos, el Virginius, un veloz barco de vapor norteamericano que había tenido un importante papel en la Guerra de la Secesión, fue capturado por la corbeta española Tornado cerca de Morant Bay, en Jamaica, llevando a bordo alrededor de ciento cincuenta pasajeros, la mayoría de ellos cubanos, pero también estadounidenses y británicos; más tarde, el vapor americano fue llevado a Santiago de Cuba, y después de  una corte marcial, cincuenta y tres de esos pasajeros fueron ejecutados entre el día 4 y el 8 de noviembre, acusados de piratería, incluyendo entre ellos al capitán de la embarcación,  Joseph Fry, un antiguo héroe de la Guerra de Secesión americana, y a varios ciudadanos de aquellos dos países, ajenos al conflicto-. Castelar preguntó a Jovellar si obedecerían en Cuba la orden de entrega del Virginius a Estados Unidos y el saludo a su bandera. Esto era una cuestión de orgullo y honor que pesaba mucho entre los peninsulares de la isla. La respuesta debería ser urgentísima, porque, de ser negativa, se iría a la guerra y habría que abrir las Cortes.”

La Primera República Española terminó con la Restauración de Alfonso XII, promovida, sobre todo, por Antonio Cánovas del Castillo, pero también por Práxedes Mateo Sagasta, líderes respectivos del partido conservador y del partido liberal -la derecha y la izquierda moderadas de la época-, quienes crearon la idea de un turnismo político que, con todos sus defectos, fue capaz de traer al país, por primera vez después de mucho tiempo, un periodo de paz más o menos largo. Todos sabemos también como terminó la segunda aventura republicana que ha conocido nuestro país: en una guerra sangrienta, que volvió a enfrentar con las armas a esas dos Españas durante casi tres años, y que después seguiría enfrentándolas, durante cuarenta años más. A nosotros, los españoles del siglo XXI, los de la inteligencia artificial y los vuelos espaciales, nos toca elegir cómo queremos que termine esta nueva etapa de las dos Españas enfrentadas; nos toca elegir si preferimos el doloroso final que sucedió a la Segunda República, o si preferimos una nueva Restauración, en la que los partidos moderados, los que se llaman a sí mismos partidos de Estado, se alejen definitivamente de esas posiciones extremas, y vuelvan a trabajar en beneficio de España.

Galdós abogó por una tercera España, la España “de la razón frente a la barbarie, la de la moderación frente al fanatismo”, en palabras de María Ángeles Valera Olea, profesora también de la misma Universidad Complutense, y también del CEU San Pablo, en Madrid, aunque en el campo de la literatura. Así lo pronosticó en otras novelas suyas el escritor canario, y entre ellas, en “Doña Perfecta”. Es deseable que esa tercera España logre hacer olvidar en un futuro más o menos próximo a esas dos Españas enfrentadas, para que, de esta manera, y definitivamente, podamos los españoles que no pertenecemos a  ninguna de esas dos Españas, sino a la tercera, empezar a trazar el camino verdadero del progreso democrático.

Cromolitografías de Tomás Padró para la revista "La Flaca". Marzo de 1873.
En la imagen superior, la República, montada sobre un león, tal y como solía representarse,
intentando someter a sus enemigos: carlistas, federales, conservadores,...
En la imagen inferior, alegoría de la República, vestida con toga romana y con un pecho 
al descubierto, tal y como se representó a Hispania en algunas monedas romanas.
Lleva en una mano la balanza de la justicia, y en la otra, las tablas de la ley,
al estilo de la representación judeo-cristiana propia de la iconografía de Moisés.


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