“Ya hay un español que quiere / vivir, y a
vivir empieza / entre una España que muere / y otra España que bosteza. /
Españolito que vienes / al mundo, te guarde Dios, / una de las dos Españas / ha
de helarte el corazón.” ¿Quién no conoce el famoso poema de
Antonio Machado, sobre esas dos Españas eternamente enfrentadas, que han teñido
de dolor y de sangre esta España, la única España en realidad, durante al menos
dos siglos? Sin embargo, no fue el poeta
andaluz, castellanizado por esa fría Soria de la meseta, y que pudo haber
terminado su carrera como profesor en Cuenca -es sabido su deseo de permutar su plaza en Baeza con el catedrático
de francés del instituto conquense, en un desesperado intento por regresar a su
querida Castilla, deseo que finalmente pudo hacerse realidad con su traslado
definitivo a Segovia-. Antes de él, ya había hablado de esas dos Españas el
novelista canario Benito Pérez Galdós, en alguno de sus inolvidables Episodios
Nacionales, precursores de esa novela histórica que tan de moda está en la
actualidad, y que de manera acertada retratan toda la historia de España a lo
largo del siglo XIX.
¿Cuándo nace, en realidad, el mito de las
dos Españas, que ya es consustancial con toda la historia de España? Difícil
sería encontrar una respuesta a la pregunta que se nos hace. El pintor aragonés
Francisco de Goya ya retrató a esas dos Españas enfrentadas en una de sus
pinturas negras, la que tituló “Duelo a garrotazos”, y que actualmente puede
ser contemplada en el Museo del Prado. No es casual, por otra parte, que este
lienzo fuese pintado, precisamente, entre los años 1820 y 1823, durante el
Trienio Liberal, el mismo arco temporal en el que, para muchos historiadores,
el mito de las dos Españas se convirtió ya en una realidad incuestionable. En
efecto, la España inmediatamente anterior, la de la Guerra de la Independencia
y las Cortes de Cádiz, la que significó la aprobación de la primera
Constitución de nuestra historia, era también una España dividida: dividida
entre absolutistas y liberales; dividida entre patriotas y afrancesados;
dividida entre quienes buscaban renovar las instituciones políticas, al estilo
de lo que ya estaba empezando a suceder en otros países europeos, y los que
deseaban la pervivencia del Antiguo Régimen. Pero no será hasta los años del
Trienio, con el triunfo temporal de los liberales exaltados, enfrentados
incluso con los otros liberales más moderados, los doceañistas, cuando las
posiciones políticas y sociales terminarán de enfrentarse para siempre; y sólo
diez años más tarde, por culpa de ese enfrentamiento, se iniciará el ciclo
periódico de guerras sangrientas -las tres guerras carlistas más la propia
Guerra Civil-, que hasta hace muy poco tiempo, y gracias a la Transición,
creíamos cerrado para siempre.
Sobre la realidad histórica de esta Primera República, sobre sus virtudes y, sobre todo, sobre sus múltiples defectos, es sobre lo que trata el nuevo libro de Jorge Vilches, doctor en Ciencias Políticas y Sociología, y profesor del Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense de Madrid. El libro lleva un título bastante clarificador: “La Primera República Española (1873-1874). De la utopía al caos”, y en su contraportada podemos leer lo siguiente: “La Federal, como fue conocida, se predicó como una utopía política y social que traería paz, prosperidad y felicidad. Sin embargo, la élite dirigente demostró su desprecio a la democracia prefiriendo la Revolución, el golpe de Estado y la conspiración a la legalidad, el consenso y la educación del pueblo en costumbres públicas democráticas. Pronto el país quedó desgarrado. Entre febrero de 1873 y diciembre de 1874 hubo cinco presidentes, cuyos mandatos estuvieron marcados por la guerra, el desdén de Europa, el desorden público, la desorganización e indisciplina del Ejército y la amenaza de una guerra con Estados Unidos, así como por el cuestionamiento de la unidad nacional con la proclamación del Estado catalán y la expansión del movimiento cantonalista desde Cartagena. El fracaso de la República, último episodio de la Revolución de 1868, se llevó por delante la confianza ciega en el ejercicio de las libertades, y perjudicó la evolución democrática de España.”
Dicho esto, ¿quiénes fueron los
responsables del fracaso de esta primera aventura republicana en nuestro país?
Desde luego, y como ha sucedido siempre en todos los procesos revolucionarios,
los propios líderes que protagonizan la Revolución, por querer avanzar
demasiado deprisa en ese proceso revolucionario. En efecto, el autor ha puesto,
negro sobre blanco, quienes fueron esos culpables: los políticos, y
principalmente, los políticos radicales,
con sus dirigentes, Manuel Ruiz Zorrilla y Cristino Martos, a la cabeza; los
mismos que, pocos meses antes, habían obligado a abdicar a Amadeo I, aquel rey
extranjero al que habían llamado los propios revolucionarios, conscientes de
que el país todavía no estaba preparado para la República, para convertirlo en su propia marioneta política. Y junto a los
radicales, el resto de dirigentes republicanos de Francisco Pi y Margall, quien
fuera segundo presidente republicano, al frente. A este respecto, recogemos a
continuación las palabras del propio Jorge Vilches:
“La República no murió el 3 de enero de
1874, sino con el golpe de Francisco Pi y Margall del 23 de abril. Aquel acto
de fuerza contra la legalidad hizo que fuera imposible que los dirigentes de
los grandes partidos llegaran a una fórmula de gobierno aceptable para todos o,
al menos, para la mayoría. Sin los radicales y los conservadores, cualquier
acción política era imposible, porque el país era muy plural, y entre sus filas
había grandes cuadros de la Administración, del Ejército y de la sociedad civil.
Así, la política quedó en manos de golpistas y revolucionarios, o de federales
taimados, incapaces de asentar por sí mismos un sistema político perdurable.
Sin entendimiento entre las élites políticas y sin respeto a la legalidad no
era viable levantar un régimen liberal y democrático. Aquel 23 de abril se
rompieron las reglas del juego político establecidas el 11 de febrero, que eran
la reconciliación en torno a la República como forma de Estado, y la reunión de
unas Cortes Constituyentes. El golpe de Pi y Margall, urdido para impedir que
legalmente se cambiara el Gobierno -el suyo-, rompió una reconciliación, que ya
estaba maltrecha por los enfrentamientos del 24 de febrero y del 8 de marzo,
entre la Asamblea Nacional, dominada por los radicales, y el Gobierno en manos
de los federales. El desprecio al
adversario y la falta de un proyecto definido, junto con la irresponsabilidad y
el mesianismo político, hundieron la posibilidad de sostener la República. Los
republicanos prefirieron contentar a los federales intransigentes y cantonales
antes de conciliar con radicales y conservadores. Usaron la fuerza el 23 de
abril, y la República murió.”
La cita es demasiado larga, es cierto,
pero consideramos que es, también, clarificadora de la situación en la que el
país se encontraba en aquellos momentos; y resulta, además, demasiado cercana
si la comparamos con la situación actual de España. En este sentido, el autor
termina afirmando lo siguiente: “La incompatibilidad de Pi y Margall con el
proyecto de establecer una República basada en la democracia, pluralista,
conciliadora y de progreso, era completa. Tantos años predicando la utopía,
excitando al pueblo para imponer la solución universal, para, una vez en el
Gobierno, obsesionarse con calmar a los utópicos -a los cantonales- pero sin
reprimirlos, para no perder su apoyo. En realidad, su pretensión era convertir
la Federal -construida desde arriba- en un proyecto equidistante entre los
cantonales y los partidos liberales, y con gran ingenuidad o miopía política,
albergaba la esperanza de que los que rechazan la federación porque
realmente la temen, como escribió, se irían convenciendo de que no
pretendemos romper la unidad de la patria, y de que el orden se impondría.”
El subrayado responde a las propias palabras del presidente republicano.
En efecto, muchos de los problemas repetitivos por los que tuvo que pasar nuestro país a lo largo del siglo XIX, y sobre todo durante la Primera República, y que volverán a aflorar durante el segundo intento republicano, cincuenta años más tarde, son los mismos que en la actualidad vuelven a florar en pleno siglo XXI, pese a que ya los creíamos superados, después de una Transición que, pese a sus indudables defectos, ha sido vista, en muchos escenarios internacionales, como un proceso político y democratizador ejemplar: una clase política, en buena parte, corrupta, que mira más hacia su beneficio propio que al del país; un nuevo auge de los nacionalismos excluyentes, sobre todo del catalán y del vasco, que, como ha pasado siempre que el Estado no es lo suficientemente fuerte como para hacerle frente con convicción, se apoya en su propia corrupción y en la de las élites gobernantes de la nación; la polarización del conjunto de la sociedad, consecuencia de todo ello, con el consiguiente abandono de las posiciones centrales y la basculación hacia los dos extremos del espectro político; el aumento de las posturas populistas, de uno y otro signo,…
La lectura de este nuevo libro del Jorge
Vilches, colaborador habitual en diferentes medios de comunicación, radiados y
escritos, en papel y en la web, nos resulta, ya lo hemos dicho, demasiado próxima
a sus lectores, por su comparación con la realidad en la que nuestro país,
España, se encuentra en estos momentos difíciles, tanto en lo que se refiere a
la política interior como, desgraciadamente, también en la política exterior: “España
se encontró aislada de Europa -gracias a la pertenencia de nuestro país a
la Unión Europea, el aislamiento de nuestro país no es tan claro como entonces,
pero también es cierto el retroceso que en este sentido ha sufrido nuestro país
en los últimos años, después de la presidencia de Aznar -, lo que era una
anomalía sin precedentes. Las potencias no se fiaban de la República española,
ni siquiera la República francesa, porque no era estable y porque ni siquiera
los propios federales se ponían de acuerdo. No hay que olvidar que la minoría
republicana de las Cortes de 1871 apoyó a la Comuna de París en contra del
Gobierno republicano de Versalles, el de la III República, y que eso tuvo sus
consecuencias. Reino Unido y Francia decidieron esperar, y el resto de países
europeos, salvo Suiza, aguardaron a que británicos y franceses tomaran una
decisión. El problema de España era que, como demostró la historiadora
Gómez-Ferrer, en Europa había pasado el tiempo de las utopías, en gran parte
por el impacto de la Comuna de París, y se había instalado la realpolitik.
La pugna española entre cantonalistas y carlistas asustaba en Europa. España
era un país que se alejaba del camino que habían tomado las potencias europeas,
y la cosa se complicaba aún más con los fusilamientos de la tripulación del
Virginius. -el 31 de octubre de 1873, en el marco de la Guerra de los Diez Años
contra los insurgentes cubanos, el Virginius, un veloz barco de vapor
norteamericano que había tenido un importante papel en la Guerra de la
Secesión, fue capturado por la corbeta española Tornado cerca de Morant Bay, en Jamaica, llevando a bordo alrededor de ciento cincuenta
pasajeros, la mayoría de ellos cubanos, pero también estadounidenses y
británicos; más tarde, el vapor americano fue llevado a Santiago de Cuba, y después de una corte marcial, cincuenta y tres de esos pasajeros fueron ejecutados entre el día 4 y
el 8 de noviembre, acusados de piratería, incluyendo entre ellos al capitán de
la embarcación, Joseph Fry, un antiguo
héroe de la Guerra de Secesión americana, y a varios ciudadanos de aquellos dos
países, ajenos al conflicto-. Castelar preguntó a Jovellar si
obedecerían en Cuba la orden de entrega del Virginius a Estados Unidos y el
saludo a su bandera. Esto era una cuestión de orgullo y honor que pesaba mucho
entre los peninsulares de la isla. La respuesta debería ser urgentísima,
porque, de ser negativa, se iría a la guerra y habría que abrir las Cortes.”
La Primera República Española terminó con
la Restauración de Alfonso XII, promovida, sobre todo, por Antonio Cánovas del
Castillo, pero también por Práxedes Mateo Sagasta, líderes respectivos del
partido conservador y del partido liberal -la derecha y la izquierda moderadas
de la época-, quienes crearon la idea de un turnismo político que, con todos
sus defectos, fue capaz de traer al país, por primera vez después de mucho
tiempo, un periodo de paz más o menos largo. Todos sabemos también como terminó
la segunda aventura republicana que ha conocido nuestro país: en una guerra
sangrienta, que volvió a enfrentar con las armas a esas dos Españas durante
casi tres años, y que después seguiría enfrentándolas, durante cuarenta años
más. A nosotros, los españoles del siglo XXI, los de la inteligencia artificial
y los vuelos espaciales, nos toca elegir cómo queremos que termine esta nueva
etapa de las dos Españas enfrentadas; nos toca elegir si preferimos el doloroso
final que sucedió a la Segunda República, o si preferimos una nueva
Restauración, en la que los partidos moderados, los que se llaman a sí mismos
partidos de Estado, se alejen definitivamente de esas posiciones extremas, y
vuelvan a trabajar en beneficio de España.
Galdós abogó por una tercera España, la
España “de la razón frente a la barbarie, la de la moderación frente al
fanatismo”, en palabras de María Ángeles Valera Olea, profesora también de la
misma Universidad Complutense, y también del CEU San Pablo, en Madrid, aunque
en el campo de la literatura. Así lo pronosticó en otras novelas suyas el
escritor canario, y entre ellas, en “Doña Perfecta”. Es deseable que esa
tercera España logre hacer olvidar en un futuro más o menos próximo a esas dos
Españas enfrentadas, para que, de esta manera, y definitivamente, podamos los
españoles que no pertenecemos a ninguna
de esas dos Españas, sino a la tercera, empezar a trazar el camino verdadero
del progreso democrático.
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