A finales del pasado mes de enero, en una página de Facebook relacionada con la historia de Cuenca, y administrada por el histroriador Julián Torrecillas Moya, se publicaron algunas fotografías de diversos objetos artísticos que, procedentes de la provincia de Cuenca, se encuentran en la actualidad entre los fondos del Victoria & Albert Museum de Londres. Se trata de una colección de fotografías y sobre todo, algunas obras de arte pictórica y decorativa, entre los que se encuentra un cuadro realizado en el siglo XIX por el pintor madrileño José Robles Martínez, realmente una copia de un lienzo del pintor conquense Juan Bautista Martínez del Mazo, en el que se representa a la infanta Margarita, hija del rey Felipe IV y de su esposa, Mariana de Austria. Otra de las piezas es una arqueta de marfil y hierro, una hermosa obra de eboraria perteneciente al primer cuarto del siglo XI, posiblemente perteneciente al taller que en la ciudad del Júcar estableció el cordobés Mohamed ben Zeiyán, después de haber huido de la capital del califato, tras su descomposición y la creación de los diversos reinos de taifas en los que se dividió Al Andalus, del que ya hemos hablado en alguna ocasión anterior (ver “Un taller de eboraria musulmana en Cuenca en el siglo XI”, 11 de marzo de 2022). Pero, sobre todo, destaca en el catálogo del museo londinense varias piezas interesantes de orfebrería datadas entre los siglos XVI y XVII, entre las cuales figuran algunas piezas que proceden de la famosa custodia de la catedral, de Francisco Becerril, que fuera destruida por las tropas napoleónicas durante la Guerra de la Independencia. Robadas algunas de sus piezas, una vez destruido el conjunto de la obra, por soldados franceses a su país, serían robadas a su vez más tarde por las tropas inglesas, quizá cuando Napoleón fue definitivamente derrotado durante la batalla de Waterloo.
Entre esas piezas procedentes de Cuenca, y que se conservan
en el museo londinense, figura también una medalla de plata sobredorada y
filigrana de plata, que forma parte de un rosario que, según el catálogo actual
del museo es de procedencia desconocida, pero que figuraba también entre las
piezas conquenses publicadas en la página del ya citado historiador Julián
Torrecillas (ver https://www.facebook.com/photo/?fbid=1048814508516956&set=gm.1078224092252216).
Ignoramos el motivo de esta aparente contradicción, pero no cabe duda de que
esta pieza nos recuerda mucho a un medallón conquense, que pertenece a la
hermandad de Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto, de San Antón, que adorna
a la imagen durante la procesión del Jueves Santo y en los actos litúrgicos,
cuya procedencia es desconocida, y del que ya hemos hablado también en alguna
ocasión anterior (ver “Una estirpe de cofrades e impresores: los Mariana y la
hermandad del Paso del Huerto”, 22 de marzo de 2018). Se trata de un medallón
ovalado, como el de la pieza conquense, grabado también en las dos caras,
rodeado con un marco muy amplio de filigrana de plata decorado con motivos
vegetales. Forma parte en realidad de un rosario, realizado con cuentas de
ámbar rojo, del que cuelga el propio medallón y una cruz cuadrada, realizada
también con el mismo tipo de filigrana.
Según el catálogo del museo, la pieza puede estar fechada en
la primera mitad del siglo XIX, lo que concuerda también con la datación
aproximada que pudimos hacer en su momento de la pieza conquense, cuando estaba
realizando la monografía sobre la historia de la hermandad, según la cual ésta
se puede corresponder con una filigrana de principios del siglo XIX, sobre una
medalla grabada a finales de la centuria anterior. A continuación, paso a citar
el contenido de la ficha referente a la pieza, tal y como aparece en la página
web de dicho museo: “Rosario de seis décadas [sic] de cuentas de ámbar
facetadas, con paters de ámbar envueltos en filigrana de plata, ensartados en
cordón de seda roja. Al final hay una cruz de credo equilátero de filigrana de
plata, sobre un collar de tres cuentas de ámbar, y un gran medallón ovalado de
filigrana, con una medalla dorada de la Virgen de Altötting en un lado, y la
Virgen de Dorfen en el otro. Un colgante de filigrana ovalada más pequeño que
encierra medallas doradas de la Virgen está unido al rosario”.
Cuando pude ver por primera vez la reproducción de la pieza
londinense, inducido sin duda por su procedencia conquense, pensé que podrían
tratarse de dos piezas salidas de un mismo taller, aunque la descripción del
rosario conservado en Londres, realizada por el mismo museo, parece sugerir lo
contrario. Pese a todo, el desconocido origen, tanto de la pieza conquense como
el de la conservada en ese importante museo de la ciudad del Támesis, sirve
para mantener el misterio de las dos piezas. Por otra parte, la reproducción de
esta última en la página web del museo no tiene la suficiente calidad como para
evitar que nos surjan algunas dudas. ¿Se trata realmente de una representación
de la Virgen de Gracia que recibe culto en esa localidad de Baviera, que está
relacionada históricamente con la casa real de Wittelbach, reinante en este
principado alemán, y que actualmente es la patrona oficial de toda Alemania?
¿Podría tratarse, sin embargo, de cualquier otra advocación mariana?
En todo caso, tal y como hemos dicho, el parecido entre
ambas piezas es bastante razonable, y me sirve para traer a la memoria de los
lectores un artículo que, sobre la pieza conquense y su relación con la
hermandad del Jueves Santo, publique hace ya algunos años en la revista “Cuenca
Nazarena”, y que reproduzco a continuación.
Un elemento realmente querido por muchos hermanos del Paso
del Huerto es, sin duda alguna, el relicario, el medallón, la querida y popular
joya que cada Jueves Santo, con cariño, cuando está a punto de salir la
procesión, colgamos del cuello de la imagen de Jesús. Aunque en algún artículo
hemos podido leer que se trata de una pieza de orfebrería del siglo XVII, la
medalla en sí misma, realizada muy probablemente en plata dorada, no va más
allá de la centuria siguiente. En una de sus caras figura la imagen de Cristo
en la Cruz, rodeado de tres santos mártires, respondiendo todo ello a una
iconografía muy definida; en la otra cara, el motivo que se representa, en una
composición vertical, a la Santísima Trinidad en sus tres personas, flanqueada
a la altura del Hijo por una Virgen coronada y la imagen de San Miguel
Arcángel. Todo ello está revestido por una filigrana de plata de la segunda
mitad del siglo XIX, realizada por la escuela salmantina de la Tierra de Campos
o, al menos, con influencia manifiesta de ésta, algo que se puede apreciar por
los motivos decorativos que aparecen en dicha filigrana: el típico botón
charro.
¿Cuál es el origen de este medallón? ¿Cómo ha llegado la
pieza a manos de la hermandad? Todos conocemos leyenda que, como todas las
leyendas, no tiene un definido. En alguna ocasión, durante algún desfile del
Jueves Santo, la abundante lluvia que había empezado a caer sobre la ciudad una
vez iniciada la procesión, obligó a encerrar todos los pasos antes de tiempo,
para protegerlos del agua, allí donde la situación de los mismos y su volumen
lo permitiera. El Paso del Huerto se guardó en el antiguo palacio de Luis
Carrillo de Albornoz, convertido después en a sede del viejo Palacio de
Justicia. Los nazarenos esperaron un tiempo prudencial para que la procesión
pudiera reanudarse, y al comprobar que aquello sería ya inposible| por la
llegada, ya próxima, de la noche, decidieron finalmente regresar a sus casas y
dejar el paso allí; a la mañana volverían al viejo palacio para trasladar de
nuevo las imágenes hasta la iglesia.
Pero cuando entonces regresaron al lugar, se sorprendieron al
ver que, del pecho de Jesús pendía una hermosa pieza de apariencia antigua, el medallón
famoso que todavía porta con orgullo cada nuevo Jueves Santo. Intentaron
averiguar quién era el propietario de aquella joya, y al no tener éxito en sus
pesquisas, surgió una historia que ha dado pábulo a la leyenda: un ladrón había
entrado durante la noche en los locales del palacio, acosado por la policía,
acorralado también por su culpa y su delito, y al encontrarse frente a frente
con la imagen sagrada de Jesús, arrepentido, se dejó llevar por un impulso
extraño que le movía hacia el rincón donde el paso había sido dejado. Sin
comprender en realidad por qué lo subió a las andas y dejó el botín de su robo,
un hermoso y antiguo relicario de filigrana de plata. Esperaron para ver si
alguien reclamaba aquel objeto, y como nunca lo reclamó nadie, los hermanos
decidieron que el comportamiento de aquel hombre podía haberse visto marcado
por el milagro. Por ello, decidieron que, a partir de la Semana Santa de aquel
año, la imagen del Maestro sería revestida con esa joya preciosa en la
procesión del Jueves Santo.
¿Qué hay de verdad en todo ello? Pocos son los datos objetivos
que tenemos sobre el hecho, aunque el lugar del milagro existió en realidad.
Luis Carrillo de Albornoz descendiente directo del célebre cardenal Gil de Albornoz,
y emparentado por línea materna con el duque del Infantado, fue alcalde mayor
de los hijosdalgo de Cuenca y uno de los miembros de la pequeña nobleza local
que, allá por 1520, se rebelaron contra el poder centralizador del futuro
emperador Carlos V, en lo que los historiadores han venido a llamar Guerra de
las Comunidades. Sin embargo, en un momento determinado, cuando estaba
empezando a girar la moneda de la lucha hacia una cruz desoladora y sangrienta
que terminará en Villalar, Carrillo se pasó al bando realista, por lo cual tuvo
que soportar durante mucho tiempo, con paciencia, las burlas despiadadas de sus
antiguos compañeros. Pero su esposa era más rencorosa que el antiguo comunero,
y un día, simulando un olvido que en realidad no se había producido, invitó a
cenar a todos los que antes se habían burlado de su marido. Cuando la cena
estaba llegando a su final, y los invitados estaban afectados por el efecto del
exceso de vino, todas las luces de la casa se apagaron, y de la oscuridad
apareció un grupo de sicarios que durante la cena habían permanecido escondidos
detrás de la cortina, que acuchillaron sin piedad a todos los invitados. Estos
fueron decapitados, y al día siguiente sus cabezas colgaban ya de los balcones
de la casa, como tétrico y cruel adorno de la casa.
La dolorosa historia de Luis Carrillo quedó en el recuerdo
de los conquenses como un homenaje a la traición y al engaño, aunque con el
paso del tiempo su antigua casa solariega, edificada a caballo de los siglos XV
y XVI en la parte baja de la ciudad antigua, fuera derribada allá por los años
setenta, para edificar sobre su solar, del que solo se mantiene, muy
trastocado, el antiguo patio columnado, el nuevo Palacio de Justicia. Por evolución
fonética, el nombre del viejo comunero quedó convertido en Escardillo, término
con el que todavía hoy es conocida la fuente y el paraje que aún se encuentran
en esa zona, fuente que ya existía en este lugar desde el primer tercio del
siglo XVI, cuando se produjo la primera traída de aguas hasta la ciudad, desde
la Cueva del Fraile.
Por otra parte, José María García Atienza cuenta en los
“Cuadernos de Semana Santa”, en su edición de 1986, una historia muy diferente.
Es una historia que se olvida de misterios y milagros (no del todo, como
veremos), y manteniendo el papel dado al arrepentimiento, le convierte a él mismo
en protagonista de la historia. Heredero de una tradición nazarena que pasaba,
sobre todo, por las hermandades del Ecce-Homo de San Miguel y la del Paso del
Huerto, un año rompió, así lo confirma él mismo, la vinculación que había
tenido con la ciudad del Júcar y con su propia historia familiar. Al año
siguiente no pudo por más que sentir el arrepentimiento, y una fuerza invisible
le llevó de regreso a Cuenca en esos días sagrados en los que Cuenca se
convierte en la Jerusalén soñada. A partir de este momento, por más explícitas
y directas, recogemos las palabras del propio narrador:
“Aquella tarde de Jueves Santo amenazaba lluvia, el sol no había
querido asomarse al drama de la pasión. En los nazarenos se advertía
preocupación. Un negro nubarrón se cernía sobre Mangana y se acercaba a pasos
agigantados. A pesar de todo salió la procesión. Cuando todas las hermandades
cruzaron el puente se desató la lluvia, al principio con parsimonia. El
desconcierto empezó a reinar en el desfile, entre un nervioso ir y venir de
hermanos mayores. Como cada vez llovía menos, se decidió seguir adelante. Una
vez acabada la calle de la Trinidad la lluvia arreció y todas las cofradías
buscaron un lugar para guarecer a sus figuras. El Huerto se metió en las
cocheras de don Luis Carrillo. Allí se resguardaron también los hermanos y
muchos de los que estábamos viendo la procesión. Esperamos durante más de una
hora y después se decidió que había que suspender el desfile. Poco a poco todos
nos fuimos marchando. La Plaza Mayor permanecía desierta, la multitud se
apiñaba bajo los arcos del ayuntamiento. A todos nos faltaba algo, sentíamos
una desazón cercana a la desolación.
“Al llegar a la casa no pude evitar asomarme a la ventana,
hechizado por los infinitos regueros plateados que se iban formando con el
empedrado como cauce. Parecía como si la ciudad enamorada de la primavera
deshiciese su unción y su encanto. Al sentarme en la mesa descubrí el relicario
de plata que mi madre siempre acostumbraba a llevar en los días de la Pasión.
Estaba seguro que el día anterior no estaba allí y yo no podía haberlo puesto
ya que desconocía el lugar donde mi madre lo guardaba.
“No sé por qué lo hice, el caso es que me metí el relicario
en el bolsillo y me dirigí hacia las cocheras de don Luis Carrillo. La cofradía
no pasaría a recoger el paso hasta el día siguiente. Intenté abrir la puerta y
cuál fue mi sorpresa al descubrir que estaba cerrada. No me desanimé, algo se
me ocurriría. Empecé a dar vueltas alrededor de la casa y descubrí una pequeña
ventana abierta en el primer piso. Como un vulgar ladrón me encaramé sobre ella
y caí en una pequeña estancia repleta de muebles viejos. Me costó una hora dar
con la cochera. Jesucristo y el ángel adolescente estaban envueltos en sombras.
Me dio la impresión de que me miró con curiosidad. Me subí a las andas y
deposité el relicario de plata en el cuello de Jesús. Por unos instantes me
envolvió una serenidad muy placentera.
“Al día siguiente, cuando los hermanos pasaron a recoger el
paso, se dieron cuenta de la existencia del relicario. Lo tomaron por un acto
milagroso, y yo creo que en cierto modo así fue. La leyenda habla de un ladrón
que acosado por la policía se refugió en la cochera y al ver a Jesús se
arrepintió de sus fechorías y puso el relicario. Desde entonces acudo fiel a mi
cita con Cuenca y su Semana Santa, y así espero que ocurra hasta que muera. “
La lectura del relato anterior deja en el alero, sin
embargo, algunas preguntas sin resolver, preguntas que quizá podrían haber sido
respondidas a partir de una entrevista personal imposible de realizar por otra
parte, con el autor del mismo. Si fue él personalmente quien dejó la pieza de
orfebrería en el cuello de Jesús, ello significaría que el hecho había
sucedido, seguro, en este mismo siglo, más probablemente después de la guerra
civil. Sin embargo, el silencio que las actas, conservadas a partir ya de 1940,
guardan con relación a este tema, es total hasta que en la reunión del día 7 de
enero de 1980,” se acuerda que por expertos en la materia vean valorados un
relicario de plata y una corona del mismo metal, en la actualidad en desuso,
propiedad de la Hermandad.” Consulta que, por otra parte, aunque llegó a
realizarse, no consta en el archivo de la cofradía ningún documento que avale
cuál fue su resultado.
Desde luego, y volviendo a nuestro tema, no es lógico que,
de ser un hecho aparentemente tan próximo en el tiempo, nadie de las personas
consultadas sobre el tema sea capaz de responder a nuestras preguntas sobre el
origen de este objeto, y su vinculación con la cofradía. Por otra parte, de
entre los datos sacados por Luis Calvo sobre las diferentes suspensiones de
nuestras procesiones de Semana Santa, en el periodo comprendido entre los años
1940 y 1990, sabemos que, en lo que respecta a la de Paz y Caridad, ésta tuvo
que ser suspendida en los años 1952 y 1956. En el primero de los casos citados,
la procesión terminó en la iglesia de El Salvador, aunque no se sabe si todos
los pasos pudieron ser guardados en dicha iglesia. Podría darse el caso de que
nuestra imagen, que tres años antes había estrenado manto, fuera resguardada de
la lluvia incluso antes de llegar a dicho templo.
Más explícita es la conversación mantenida con la hermana.
María Martínez Frías, nieta de Juan Martínez Vindel, último depositario de la
hermandad antes de 1936, y prima además de Julián Castellanos, primer
secretario de la posguerra. Dice así nuestra entrevistada: “Cuando en la guerra…
como registraban las casas, nos decía el abuelo: No vaya a ser que venga alguno
con mala intención y se lleve la comida. Hay que guardar la joya del santo.
¿Dónde la guardaremos? Vas a hacer un taleguillo -me dice-, un taleguillo negro
… Pues yo cogí mi aguja, mi tela, la cosí... ¿Y a dónde la guardamos? Como
entonces teníamos la chimenea, que se hacía con leña la comida, aunque era en
alto, pero con leña, pues allí me hicieron clavar un clavo y allí colgamos el
taleguillo con la joya, y allí estuvo toda la guerra. Y las horquillas que las
teníamos siempre allí en una habitación sola, con todos los arcones, con las
tulipas, y la cera. >”
Como vemos, la joya se había ya incorporado en la hermandad
algún tiempo antes de la guerra civil, y retrocediendo en el tiempo, su pista
se pierde en la leyenda. Todas las leyendas tienen un componente romántico, lo
sé; es por eso por lo que son tan populares en todas las sociedades. Sin
embargo, lo que la leyenda pierde en este sentido, la historia lo gana en
rigor, en objetividad, en certeza, Por lo tanto, una de las asignaturas
pendientes de este trabajo sigue siendo encontrar más datos objetivos sobre
este objeto que, si bien puede no tener un gran valor material, como fragmento
de nuestra historia se ha convertido en una pieza insustituible para la
hermandad.
La conversación mantenida con María Martínez Frías muestra
una cosa al menos: la joya era ya propiedad de la hermandad desde algún tiempo
antes de iniciada la guerra, lo cual hace ya más comprensible el hecho de que,
ni siquiera los hermanos más antiguos hayan sabido responder a nuestras
preguntas sobre el origen de dicha propiedad. Y por otra parte, como es lógico,
cuanto más nos retrotraigamos en el tiempo, y por alguna conversación mantenida
con algunos de los hermanos más antiguos, nos estamos metiendo ya en el siglo
XIX, más improbable resulta dar credibilidad al artículo antes citado de José María
García Atienza.
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