La historia es bastante bien conocida de todos. El 29 de septiembre de 1833 falleció en el Palacio Real de Madrid, dejando viuda a su cuarta esposa, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, hija del rey Francisco I de las Dos Sicilias, quien a su vez era infante de España, como nieto que era del rey Carlos III, y de su segunda esposa, y de su segunda esposa, María Isabel de Borbón, quien a su vez era hija de Carlos IV. También dejaba dos hijas muy pequeños, la princesa Isabel, que se convertiría en la nueva reina, Isabel II, y la infanta María Luisa. Muy poco después, en el mismo año, la reina madre contraía matrimonio morganático y secreto con un joven sargento de la Guardia de Corps, Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, al que otorgó el título de duque de Riansares. El segundo marido de la reina madre había nacido en el pueblo conquense de Tarancón, y del que nacerían, en los años siguientes, hasta un total de ocho hijos.
También es bastante conocida la historia posterior del matrimonio, que sólo pudo mantenerse en secreto hasta el año 1840, cuando, conocido por el general Baldomero Espartero, forzó éste el exilio de los esposos en París, y su sustitución como regente del reino por el propio Espartero. Y regresados a España después de que la Isabel II alcanzara su mayoría de edad, también es bastante conocido de todos el rápido ascenso social y económico del taranconero, hijo de un humilde estanquero, gracias en parte a ciertos negocios realizados al albur de la brillante posición que había conseguido alcanzar a través de su matrimonio, y entre los que figuraba su vinculación con la naciente red ferroviaria que en esos momentos se estaba desarrollando en el país.Recientemente, he podido
conseguir un documento que incide en esa falta de escrúpulos que tanto la reina
madre como su esposo, el propio Fernando Muñoz, tuvieron a la hora de
granjearse un importante patrimonio, y que debo a la generosidad de Adolfo Ruiz
Calleja, un reconocido divulgador numismático, quien me ha proporcionado una
copia del dictamen firmado de la comisión que ya tardíamente, en 1858,
nombraron las propias Cortes, con el fin de averiguar lo qué había podido pasar
con ciertas alhajas que eran propiedad de la Corona, y que habían desaparecido
después de la redacción del testamento del primer esposo de María Cristina, el
propio Fernando VII. La comisión, que firma al final del documento, estaba
formada por las siguientes personas: Joaquín Alfonso, Carlos M. de la Torre,
Laureano de los Llanos, José Antonio Aguilar, Francisco Salmerón, Nicolás M.
Rivero, Juan Antonio Serrano, Manuel Bortemati, Ambrosio González, José
Trinidad Herreros y Álvaro Gil Sanz. El dictamen fue publicado por el Diario de
Avisos y Semanario de las Provincias en los días 16 y 20 de agosto de ese año.
El documento consta de un
total de nueve páginas, más la de encabezamiento, que dice lo siguiente: “Dictamen
de la comisión nombrada por las Cortes Españolas para informar sobre los actos
de Doña María Cristina, viuda del Sr. Fernando Sétimo de Borbón, Regente de
España, esposa del Don Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, Duque de Riansares,
proscripta en Francia.”. y al margen de la siguiente hoja, también puede leerse
lo siguiente: “Es hija del 2ª matrimonio de Francisco 1º, Rey de las Dos
Sicilias, y hermana del actual Rey de Nápoles, Fernando “.
El documento, después de
un breve índice de lo que contiene, nos advierte de que la reina madre, pese a
su alta posición en la sociedad, por ser madre de la reina, ya en ese momento gobernadora,
no debe estar exenta a lo que marcan las leyes: “Reflexionando sobre el vasto
campo en que debían girar las averiguaciones y sobre los diversos conceptos de
regenta, tutora y mera, aunque poderosa e influyente señora, que tuvo Doña
María Cristina, creyó que debía sistematizar sus trabajos, analizando y
apreciándolos actos en que pudiera encontrar responsabilidad por el desempeño
de la tutoría, por la gestión de la regencia, por las consecuencias inmediatas e
indeclinables del estado civil relativamente a su unión con Don Fernando Muñoz,
y por ese lamentable influjo en negocios públicos y en especulaciones privadas
que han ocupado la atención del país con posterioridad al año de 1844: tutora,
regenta, viuda de un Rey 7 enlazada después a un particular, bajo todos
aspectos ha podido influir en buen o en mal sentido sobre las cosas públicas”.
Y a continuación, nos da
una breve pincelada sobre la naturaleza pública de los bienes pertenecientes a
la monarquía: “No son de naturaleza privada los negocios de tutela y ejecución
testamentaria, cuando reyes o hijos de reyes se interesan en una y otra. Los
reyes, así en los sistemas absolutos como en los constitucionales, son la
personificación de la autoridad social; y carácter público toman por tanto
hasta los sucesos más íntimos, hasta las amistades y los matrimonios. Esto era
admisible así cuando los reyes podían decir con Luis XIV: El Estado soy yo; y
consideraban a manera de patrimonio las vidas y haciendas de sus vasallos, como
ahora quo el pueblo revindica la soberanía. Las herencias y tutelas de los
reyes son, pues, asuntos de alta administración, si no de alta política;
prohijados de la nación los regios huérfanos, la nación representada en Cortes
ejerce, respecto a sus cosas y personas, una eminente tutela; teoría que, en
juicio de la comisión, no puede ser fundadamente controvertida.”
Avanza el documento desarrollando algunos aspectos relacionados con el propio testamento de Fernando VII, sobre los cuales la comisión se manifiesta en contra, y en concreto, en todo lo relacionado con la partición de algunos bienes, obras de arte principalmente, que en ningún momento debían haber formado parte del mismo, por tratarse de bienes nacionales: “En efecto, no puede menos de causar extrañeza que se inventariasen y partiesen los cuadros un Museo de Pinturas, los objetos del de Esculturas, las medallas de mármol pertenecientes a la galería principal de palacio, las esculturas, vidrios y adornos adheridos al mismo y casas de los sitios, los estanques que hoy se hallan en la plazuela de Oriente y paseos del Retiro; las fuentes y objetos artísticos de lo reservado; las galerías para los centinelas, y en fin, repitiendo las palabras de la primera comisión citada, muchos objetos artísticos, monumentos de nuestras glorias y antiguas grandezas, que desde remotos tiempos han venido poseyendo los augustos predecesores de S. M., respecto a los cuales repugna toda idea de división, y que nunca fueron poseídos por otro título que el de monarcas. Por eso, y con una previsión cuerda para lo futuro, si bien tardía para lo presente, aconsejaron á S. M. un proyecto de decreto cuyo primer artículo declaraba inenajenables y no sujetos a partición los bienes muebles y efectos que acababan de partirse. El perjuicio que esto irrogaba a la corona quiso subsanarse adoptando el medio de que la reina recuperase dichos bienes muebles y efectos, excepto los que escogiesen sus augustas madre y hermana, abandonándolas en metálico dos terceras partes de la tasación. En efecto, Doña María Cristina percibió la cantidad de 9.979.898 reales, y la Serenísima Señora Infanta 33.769,476 reales. El Sr. Calvet, delegado especial para la testamentaría, no pensó “ en lo repugnante” de la división que practicaba; no consideró que había cosas de indudable y exclusiva pertenencia de la corona, por su origen, por su destino y hasta por decoro público; no advirtió al menos que, aumentándose en 70, 80 o mas millones el caudal repartible, se perjudicaba a la Reina en tanto cuanto indebidamente subiesen el quinto legado a la ilustre viuda y la porción legítima de la Infanta. La Reina y la nación en su persona quedaron sin género de duda perjudicadas. Los hechos hablan.”
Y a continuación, y sin
solución de continuidad, se aducen los verdaderos motivos del dictamen: las
joyas desaparecidas, y que habían sido propiedad de la Corona: “Y no es esto
solo. En la cláusula cuarta de su testamento quería el Rey Don Fernando que se
considerasen como parte de bienes de la Corona las mejoras que en ellos había
hecho, así como también los diamantes y otras alhajas de oro y plata que, por
ser propias de la corona, constaban en el inventario firmado y rubricado de su
mano, todo lo cual (concluía) pertenece a mi sucesor o sucesora en el trono.”
Pues bien, ese inventario no apareció al fallecimiento del Rey; la comisión
nombrada en 1840 (de que se hablará más adelante) no pudo hallar indicio de su
paradero; las diligencias del Gobierno, encaminadas al mismo objeto, han sido
inútiles; al inventariarse en 1841 las existencias del guardajoyas, no se halló
sino una porción insignificante; los estuches estaban vacíos; se encontraron
los nidos, pero los pájaros habían volado, según la significativa locución del
señor Rodríguez Bustos, en la sesión del 10 de enero del año próximo pasado; el
encargado del guardajoyas respondió (y esto es muy digno de notarse) declinando
su responsabilidad con el nombre de la Reina madre, de cuya mano decía haber
recibido las llaves pocos días antes de su viaje a Barcelona; y los Sres.
Capaz, Bustos y Hernáez observaron faltas de que las Cortes podrán enterarse en
sus respectivos informes.”
Aunque en un primer
momento se advierte que las joyas en cuestión podían haber sido robadas durante
la Guerra de la Independencia, el hecho
de que, una vez finalizada ésta el Gobierno no hubiera realizado ningún tipo de
gestiones para recuperarlas, así como la referencia que a ellas se hace en el
propio testamento real, parecen incidir en que la desaparición de las alhajas
había sido real. También, el inventario que se había hecho en Roma, entre 1818
y 1819, de los bienes de los anteriores reyes, Carlos IV y María Luisa de
Parma, en el que figuraban algunas de esas joyas: “Poco después aquellos
efectos fueron traídos a Madrid, y depositados en palacio, resultando por un
cotejo que se verificó en 1824, que gran parte pertenecía a la Corona. ¿Qué fue
de esas alhajas y objetos preciosos, cuyo número puede conjeturarse al saber
que componían diez y seis o diez v siete bultos trasportados por una fragata
napolitana? ¿Cómo es que ni una sola de tales alhajas se encuentran entre las
inventariadas al fallecimiento de don Fernando VII? Y nótese que entre las adjudicadas
al mencionado Rey había algunas que por sus especiales condiciones no era fácil
pasasen desapercibidas : por ejemplo, unos pendiente de brillantes valuados, en
2.591,040 reales; un brillante figura de almendra en 739,260; otro ovalado
blanco en 638,450, …”
No sólo eso. El propio
testamento del monarca había desaparecido poco tiempo después, con la
connivencia de su propia viuda: ”Motivo grave era de sospecha y asombro, que
los inventarios, las particiones, todo lo tocante en fin a la testamentaría,
hubiese desaparecido, como para encubrir un resultado. Ni en el archivo, ni en
el juzgado de la real casa, ni en la escribanía de la junta patrimonial, había
quedado rastro de unas operaciones que aun tratándose de simples particulares
no pueden sustraerse sin delito. A instancia pues de la comisión empezóse causa
en 1841, contra el escribano don Ramón Carranza, y allí tras de largas
dificultades, oídos muchos testigos, entre ellos don Ramón López Pelegrín, don
Salvador Calvet, don Tomas Cortina, don Luis Piernas, don José del Valle
Rafart, don Francisco Cáceles, y otros dependientes de Palacio, se adquirió el
convencimiento de que los libros y papeles de la testamentaría “fueron al poder
de la Reina madre.” ¿ Por qué ?, ¿ Para qué ? ¿ De dónde tanta inusitada
cautela? No debía por cierto servir de disculpa de esa ocultación el propósito
de no renunciar directa ni indirectamente a su derecho como única tutora, y
curadora legítima de sus augustas hijas, según contestó cuando fue
respetuosamente interrogada en París, por el representante de nuestro gobierno,
porque sin necesidad de acudir a tan singular extremo, podía sostener, en
cuanto sostenible fuese, el insinuado propósito.”
Después de realizadas
todas las averiguaciones y conjeturas, la comisión redactaba el dictamen
propiamente dicho, el cual, por su extensión, y debido a que ésta entrada
resulta ya demasiado extensa, publicaré en una próxima entrega.
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