En un tiempo en el que la información se confunde con la
propaganda y la emoción suplanta a la razón, leer un libro como El hijo de
Hamás, de Mosab Hassan Yousef, supone una bocanada de aire limpio. Su autor,
hijo de uno de los fundadores del grupo terrorista palestino, Sheikh Hassan
Yousef, decidió colaborar con los servicios de inteligencia israelíes, después
de haber descubierto, desde dentro, la perversión del sistema que lo había
educado en el odio. Y es que el autor del texto no es solo el hijo de uno de
los fundadores del grupo terrorista, sino que llego a ser uno de ellos,
destinado a ser, incluso, uno de sus más destacados dirigentes, y que era
llamado por los miembros del grupo como el "príncipe verde"; y
precisamente el verde no es solo un color sagrado para el Islam, con el que
tradicionalmente se pintan las cúpulas de las mezquitas, sino, también, el
color de la bandera de Hamas.
Hamás desencadenó la tragedia, y lo hizo sabiendo que el
sufrimiento de su propio pueblo sería el combustible de su causa. No hay mayor
crueldad que la de quien entrega a sus civiles a la muerte para ganar un
relato. El pueblo palestino lleva años secuestrado por su propio poder,
manipulado por un liderazgo que se esconde en túneles, mientras predica la
muerte desde los minaretes. Pero tampoco Israel puede mirar hacia otro lado. Su
respuesta, en ocasiones desproporcionada, ha multiplicado el dolor civil hasta
límites que rebasan la legítima defensa. Los bombardeos indiscriminados, la
destrucción de infraestructuras básicas, la privación de agua o electricidad a
poblaciones enteras, constituyen, según el derecho internacional humanitario,
violaciones graves que pueden calificarse como crímenes de guerra.
No debe confundirse, sin embargo, este concepto con el de
genocidio, que es algo mucho más preciso y grave. El genocidio no es un
calificativo moral ni político, sino una definición jurídica, que sólo un
tribunal competente puede establecer. Para que exista genocidio, deben
cumplirse ciertos requisitos: la intención expresa de destruir, total o
parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal; la
planificación sistemática de esa destrucción; la existencia de actos materiales
que la ejecuten —asesinatos, torturas, traslado forzoso de niños, imposición de
condiciones de vida que conduzcan a la eliminación del grupo—; y la implicación
de un mando o estructura estatal que impulse esa política. Israel podrá ser
acusado de abusar de la fuerza, y eso merece un reproche, e incluso podría
quejarse que ha cumplido algunos, solo algunos, de esos requisitos. Pero
el genocidio requiere que se cumplan
todos ellos, no solo algunos, y porque hasta hoy, ningún tribunal internacional
ha dictado sentencia en ese sentido. El abuso de la fuerza no equivale a la
voluntad de exterminar un pueblo entero, más aún cuando, como es el caso,
también hay palestinos fuera de Gaza, en Cisjordania y en el resto de Israel,
incluso en las propias instituciones del país, y contra esos palestinos, el
ejército israelí no ha mostrado la misma actitud que con Gaza.
En este contexto, resulta llamativo el modo con el que
ciertos gobiernos europeos, y en particular el español, se han atribuido un
protagonismo desmesurado en el proceso de paz. Escuché con perplejidad al
ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, afirmar que España ha sido
“uno de los países que más han hecho por la firma del tratado”. La frase, más
que orgullo diplomático, destila vanidad política. Es cierto que España ha
mantenido un papel activo en el reconocimiento del Estado palestino y que ha
participado en diversas gestiones internacionales, pero afirmar que nuestro
país ha sido decisivo es confundir las palabras con los hechos. La diplomacia
no se mide por el número de titulares, sino por la influencia real en las mesas
de negociación, y España, con toda honestidad, no ha tenido ese peso. En todo
caso, con sus últimas decisiones políticas, se puede decir que lo único que ha
hecho ha sido, más bien, poner palos en las ruedas del proceso.
A ello se une la incoherencia de ciertas decisiones
políticas, que parecen dictadas más por la necesidad de contentar a
determinadas sensibilidades ideológicas, que por una estrategia de Estado. El
llamado “embargo de armas” a Israel, o auto embargo, podríamos decir, anunciado
con tono solemne, no es más que un gesto simbólico, una suspensión de ventas
que apenas tiene efectos prácticos, porque España importa de Israel mucho más
material tecnológico y de defensa del que exporta. La medida carece de sentido,
especialmente en un momento en el que se estaban produciendo ya avances
diplomáticos, incluso con la participación de algunos países árabes moderados.
No puede construirse la paz sobre la base de gestos teatrales, ni alinearse uno
moralmente con quienes utilizan el pacifismo como arma arrojadiza, mientras
callan ante la opresión de sus propios pueblos.
Algo similar ocurre con episodios como el de la flotilla
Global Sumud, que partió hacia Gaza hace unos días, presentada como misión humanitaria,
y en parte integrada por activistas con vínculos con organizaciones
extremistas; incluso, en algunos casos, como ha demostrado la prensa, con ETA y
con el terrorismo fundamentalista. Este embarque no ha sido una operación
inocente, sino una provocación calculada, que buscaba más el impacto mediático
que una ayuda real al pueblo palestino. La defensa de la causa palestina, tan
legítima en sus fundamentos como necesaria en su horizonte, se desvirtúa cuando
se convierte en altavoz de grupos que instrumentalizan el sufrimiento, y
confunden la solidaridad con la complicidad más partidista.
Cuando en algún barco de la flotilla, o en las calles de
cualquier país occidental, se grita el famoso lema de Hamas, "Palestina,
del río al mar", ¿se dan cuenta aquellos que lo gritan cual es el
verdadero sentido de la frase?: una Palestina ubicada geográficamente entre el
río Jordán y el mar Mediterráneo supone, irremediablemente, la negación total
de cualquier otra entidad política en dicho espacio, y por ende, la desaparición
del estado de Israel. ¿No es eso, en esencia, otro genocidio, aunque en fase
desiderativa?
El testimonio de “El hijo de Hamás” resulta, en este sentido, una advertencia moral. Mosab Hassan Yousef describe con precisión el modo con el que Hamás ha sabido explotar la culpa del mundo occidental, presentar su causa como una epopeya de liberación, y convertir cada víctima en un argumento en beneficio de su propia propaganda. Pero detrás de esa épica hay una maquinaria que oprime, censura y castiga a los propios palestinos que se atreven a disentir. La tragedia del pueblo palestino no es sólo la ocupación ni el bloqueo: es también el miedo a sus propios dirigentes, la imposibilidad de una crítica interna, el peso del fanatismo, disfrazado de identidad.
Por eso el nuevo tratado de paz sólo podrá tener sentido si
sirve para liberar también a los palestinos de ese cautiverio interno; no sólo
de las bombas, sino de los dogmas. La paz no se construye con declaraciones de
ministros ni con sanciones simbólicas, sino con justicia y con verdad. Y la
verdad exige llamar a las cosas por su nombre: Hamás es un grupo terrorista;
Israel, un Estado democrático que debe rendir cuentas cuando se excede; y
Europa, un continente que no puede seguir refugiándose en su ambigüedad moral.
Si este acuerdo logra abrir un espacio de diálogo verdadero, será mérito de
todos y de nadie, fruto de la fatiga del dolor más que del talento diplomático.
Pero si fracasa, como tantos otros a lo largo de la historia, no podremos
culpar sólo a los extremistas: también pesará la frivolidad de quienes, desde
la comodidad de sus despachos, confundieron el protagonismo con la paz.
Así, Mosab Hassan Yousef, se ha visto obligado a cabalgar
sus propias contradicciones, en una expresión que está muy de moda, y que en
pocas ocasiones resulta más acertada. Porque “cabalgar contradicciones”
significa tener que asumir y vivir con las tensiones internas profundas de su
pasado y de su presente, sin negarlas, pero avanzando pese a ellas. En el caso
de este palestino, hijo de uno de los fundadores de Hamás, la expresión refleja
su tránsito vital desde la fidelidad a una causa heredada hasta el descubrimiento
de que el verdadero enemigo de su pueblo no es Israel, sino el fanatismo de su
propia organización. Al colaborar con los servicios secretos israelíes, su vida
se convierte en una lucha interior entre la violencia necesaria para sobrevivir
y el mensaje de amor y perdón de Jesucristo que comienza a guiarlo. Cabalga así
entre la lealtad y la traición, la fe y la guerra, la justicia y la
misericordia: un jinete sobre el filo de sus propias contradicciones.
En su prefacio, el propio Yousef resume así sus propios
sentimientos, en este caso referidos a su padre, pero que no dejan de ser,
también, su propia peripecia vital: “Durante el periodo de diez años que siguió
a mi encarcelamiento, le veía luchar con un conflicto interno e irracional. Por
un lado, él no creía que estuviera mal lo que hacían aquellos musulmanes que
asesinaban colonos, soldados, mujeres y niños inocentes. Creía que Alá les
había dado autoridad para llevar a cabo tales actos. Pero, por otro lado, él
personalmente no podía hacer lo que ellos hacían. Algo muy dentro del alma lo
rechazaba. Aquello que no podía aceptar como correcto para sí mismo era capaz
de justificarlo para los demás. Sin embargo, como niño yo sólo veía sus
virtudes, y suponía que eran fruto de sus creencias. Como yo quería ser como
él, creía en los que él creía sin hacerme preguntas. Lo que no sabía en
aquellos tiempos era que no importaba lo que pesáramos en la balanza de Alá,
porque toda nuestra justicia y nuestras buenas obras eran como trapos de
inmundicia para Dios.” Y continúa un poco más adelante: “Por primera vez empecé
a cuestionarme aquello en lo que siempre había creído.”
Quizá la mayor lección de “El hijo de Hamás” sea que la
verdad siempre tiene un precio. Mosab Hassan Yousef pagó el suyo con el exilio
y con la traición a los suyos. Ojalá los líderes de hoy estuvieran dispuestos a
pagar, al menos, el precio de la honestidad. Su testimonio no es sólo una
confesión personal; es una denuncia de cómo el fanatismo religioso y la
manipulación política han secuestrado durante décadas al pueblo palestino,
convertido por sus propios dirigentes en un pueblo rehén. A través de sus
páginas, uno comprende que Hamás no es la expresión de un pueblo oprimido, sino
de un poder que ha aprendido a convertir el sufrimiento de su gente en un arma
de propaganda.
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