Muchas
veces se ha destacado el valor que la novela histórica puede llegar a tener
para la enseñanza de la historia. En efecto, algunas veces el hecho histórico
puede resultar demasiado incómodo, aburrido de digerir, para las personas que
no están acostumbradas al estudio del pasado, y cuando eso sucede, el lenguaje
narrativo y dialogado que es propio de la novela también puede hacer llegar a
ese tipo de lectores la belleza y la seriedad de la historia. Así, soy
consciente de que el historiador no debe dejar nunca de lado la posibilidad que
la literatura le otorga (también el cine, y alguna vez traeré aquí alguna
película interesante de temática histórica) para poder llegar a un público
diferente. En este sentido, en alguna ocasión anterior ya había comentado
algunos libros de estas características; hoy quiero también hablar de dos
novelas distintas, muy diferentes entre sí, pero que tienen dos aspectos en
común: su autoría conquense y, sobre todo, su valor histórico.
La
primera es la última novela de Ana Belén Rodríguez Patiño, la segunda de esta
autora conquense, residente en Madrid, quien también acudió a este blog
hace algunos meses con su primera novela, Donde
acaban los mapas. Doctora en Historia Contemporánea con un trabajo muy
serio sobre la Guerra Civil en Cuenca, unifica en Todo mortal sus dos grandes pasiones: la historia y la literatura.
En efecto la novela, con la que la autora ganó el año pasado el premio Mujer al
Viento, que convoca el ayuntamiento madrileño de Torrejón de Ardoz, nos acerca
a un joven Gustavo Adolfo Bécquer cuando, joven todavía, se dispone a abandonar
Sevilla para encontrarse a sí mismo.
Y
junto al futuro poeta romántico, otro protagonista que trasciende al escritor:
ese nuevo mundo que, tal y como puede leerse en la contraportada del libro,
“comienza a gestarse en el convulso y fascinante siglo XIX”. Y es que, tal y
como vislumbramos a través del propio título que, para aquel que no lo sepa,
hace referencia a las últimas palabras del poeta pronunciadas poco antes de
morir (hay quien sostiene que se trata de unas líneas escritas halladas en el
bolsillo de su abrigo, a modo de un pequeño verso de una última rima), el
Romanticismo es consciente de cuál es el sentido último de la vida. Espronceda
lo sabía cuándo escribió El estudiante de
Salamanca, y Bécquer también lo supo al escribir alguna de sus más
fantasmagóricas leyendas; o aquella otra rima:
en tu balcón sus nidos a colgar,
y, otra vez, con el ala a sus cristales
jugando llamarán;
pero aquéllas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha al contemplar,
aquéllas que aprendieron nuestros nombres...
ésas... ¡no volverán!
Dos personajes históricos
diferentes. Dos novelas históricas distintas entre sí. Pero Dídimo y Bécquer, Bécquer
y Dídimo, tiene una cosa en común: ambos representan el final de un mundo que
se va y el principio de un universo diferente. Y si uno, Dídimo, tiene que
consumirse en el mismo fuego de ese Bécquer, también debe enfrentarse a las
sombras de una ciudad, Sevilla, que ya nunca será la misma. Porque todo,
absolutamente todo, tiene la mortalidad de la carne.