jueves, 14 de julio de 2016

Dos novelas históricas escritas desde Cuenca


Muchas veces se ha destacado el valor que la novela histórica puede llegar a tener para la enseñanza de la historia. En efecto, algunas veces el hecho histórico puede resultar demasiado incómodo, aburrido de digerir, para las personas que no están acostumbradas al estudio del pasado, y cuando eso sucede, el lenguaje narrativo y dialogado que es propio de la novela también puede hacer llegar a ese tipo de lectores la belleza y la seriedad de la historia. Así, soy consciente de que el historiador no debe dejar nunca de lado la posibilidad que la literatura le otorga (también el cine, y alguna vez traeré aquí alguna película interesante de temática histórica) para poder llegar a un público diferente. En este sentido, en alguna ocasión anterior ya había comentado algunos libros de estas características; hoy quiero también hablar de dos novelas distintas, muy diferentes entre sí, pero que tienen dos aspectos en común: su autoría conquense y, sobre todo, su valor histórico.

La primera es la última novela de Ana Belén Rodríguez Patiño, la segunda de esta autora conquense, residente en Madrid, quien también acudió a este blog hace algunos meses con su primera novela, Donde acaban los mapas. Doctora en Historia Contemporánea con un trabajo muy serio sobre la Guerra Civil en Cuenca, unifica en Todo mortal sus dos grandes pasiones: la historia y la literatura. En efecto la novela, con la que la autora ganó el año pasado el premio Mujer al Viento, que convoca el ayuntamiento madrileño de Torrejón de Ardoz, nos acerca a un joven Gustavo Adolfo Bécquer cuando, joven todavía, se dispone a abandonar Sevilla para encontrarse a sí mismo.

Y junto al futuro poeta romántico, otro protagonista que trasciende al escritor: ese nuevo mundo que, tal y como puede leerse en la contraportada del libro, “comienza a gestarse en el convulso y fascinante siglo XIX”. Y es que, tal y como vislumbramos a través del propio título que, para aquel que no lo sepa, hace referencia a las últimas palabras del poeta pronunciadas poco antes de morir (hay quien sostiene que se trata de unas líneas escritas halladas en el bolsillo de su abrigo, a modo de un pequeño verso de una última rima), el Romanticismo es consciente de cuál es el sentido último de la vida. Espronceda lo sabía cuándo escribió El estudiante de Salamanca, y Bécquer también lo supo al escribir alguna de sus más fantasmagóricas leyendas; o aquella otra rima:

Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y, otra vez, con el ala a sus cristales
jugando llamarán;
pero aquéllas que el vuelo refrenaban          
tu hermosura y mi dicha al contemplar,
aquéllas que aprendieron nuestros nombres...
ésas... ¡no volverán!


              Por su parte, David Izquierdo profundiza en otro tipo de historia novelada. Lo suyo es principalmente la novela histórica, tal y como demostró en su éxito anterior, Roma Victrix, y tal y como demuestra ahora en esta nueva entrega, que apenas lleva unos pocos meses en las librerías, Memorias de Dídimo. Y es que en esta nueva novela, David Izquierdo profundiza en la historia de un personaje apenas conocido entre todos aquellos que no son iniciados en el tema, Dídimo. Un personaje real, un guerrero hispanorromano que combatió al lado de Teodosio, el último emperador de la Roma unificada, a cuya familia, parece ser, también pertenecía, para traer al lector un mundo que, como él, también agoniza. Un mundo, el de la vieja Roma pagana, que ya está siendo eliminado por ese Cristianismo que comienza a coquetear con el poder. Porque el Cristianismo ya había empezado a ser tolerado en todo el imperio cien años antes, a partir de edicto de Milán, promulgado en el año 313 por Constantino, y que fue convertido en religión oficial del estado por el propio Teodosio en el 380, en virtud del nuevo edicto de Tesalónica. Un mundo que agoniza también porque los bárbaros, con sus nuevas costumbres, ya están llamando a las puertas del limes romano.
            Dos personajes históricos diferentes. Dos novelas históricas distintas entre sí. Pero Dídimo y Bécquer, Bécquer y Dídimo, tiene una cosa en común: ambos representan el final de un mundo que se va y el principio de un universo diferente. Y si uno, Dídimo, tiene que consumirse en el mismo fuego de ese Bécquer, también debe enfrentarse a las sombras de una ciudad, Sevilla, que ya nunca será la misma. Porque todo, absolutamente todo, tiene la mortalidad de la carne.

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