En
la mañana del 17 de julio de 1936, hace ahora exactamente ochenta años, las
guarniciones militares que se hallaban al otro lado del estrecho, es decir, las
de Melilla, Ceuta y Tetuán, se sublevaron contra el gobierno de la República
Española, iniciándose de esta manera el golpe de estado que tendría carácter
nacional al día siguiente, cuando los generales Francisco Franco y Luis Orgaz
tomaron un avión desde Las Palmas para ponerse al frente del levantamiento. Un
golpe de estado que se convirtió en una sangrienta guerra civil que duró casi
tres años, y que terminaría por provocar la muerte a un indeterminado número de
españoles. Los historiadores no se ponen de acuerdo al numerar los muertos de
la guerra, pero probablemente se acercaron al millón de personas, entre los que
murieron a causa directa del conflicto, bien en el frente o bien por culpa de
los bombardeos, y los que murieron lejos del campo de batalla, por
malnutrición, hambre o enfermedades asociadas a la guerra.
No es mi intención traer a estas
líneas, para conmemorar este hecho que nunca debería repetirse, las grandes batallas
de la Guerra Civil, sino una sencilla historia familiar que, de alguna manera, también
forma parte de esa historia. En 1976, el historiador italiano Carlo Ginzburg
publicaba El queso y los gusanos, que
no fue traducido al castellano hasta 1994. En este libro, el italiano
reconstruía la vida de un molinero del siglo XVI que había sido procesado por
la Inquisición por su original visión del cosmos; en efecto, a través de un
único proceso inquisitorial, Ginzburg pudo demostrar que existía en la comarca
de Friuli, en la que vivía el molinero Menocchio, toda una forma heterodoxa de
ver el mundo que durante años trajo de cabeza a la Iglesia católica. Con el
historiador italiano había nacido la historia nueva o microhistoria.
No es que con la historia de los
hermanos Pérez Llandres se vaya a renovar por completo la historiografía de la
Guerra Civil. Pero sí es cierto que su historia forma parte de esa guerra, como
la de tantos y tantos españoles que lucharon en un bando u otro, algunos de
ellos voluntarios, la mayoría obligados por una situación en la que ellos no
habían tenido nada que ver. Los hermanos Pérez Llandres descendían de una
familia de labradores, una familia que en parte tenían una tendencia política
de carácter progresista. Valentín Pérez Montero, había sido en 1871 alcalde de
Cuenca, durante el reinado de Amadeo I, y había sido elegido por sus compañeros
capitán de la compañía de granaderos de la Milicia Nacional, y poco después, en
los años de la Primera República, comandante de los Voluntarios de la Libertad,
en cuyas filas también estaba su hermano, Julián Pérez Montero, el bisabuelo de
nuestros protagonistas. Por su parte, el abuelo, Nemesio Pérez Vindel, había
sido también concejal en los primeros años de la Restauración, integrado en el
Partido Progresista.
Juan
Antonio Pérez Llandres, el mayor de los hermanos, era guardia civil, y estaba
destinado en Madrid aquel 17 de julio en que estalló el conflicto. Algunos
meses antes le habían ofrecido el traslado a Toledo, traslado que rehusó. ¿Cuál
hubiera sido su destino durante la guerra de haber aceptado el traslado? ¿Habría
sido entonces uno de los cerca de mil guardias y falangistas que se encerraron
en el Alcázar de Toledo en los primeros meses de la guerra al mando del coronel
Moscardó? ¿Habría sobrevivido a aquélla situación difícil, convirtiéndose
entonces en uno de esos “héroes del Alcázar” para la historiografía nacional?
Difícil es saberlo. Lo cierto es que permaneció en Madrid, y en Madrid fue uno
de los guardias civiles que, en compañía de un grupo de milicianos, asaltaron
el 20 de julio el madrileño Cuartel de la Montaña, en el que se había refugiado
el general Fanjul con un grupo de militares pronunciados. La victoria del
Cuartel de la Montaña fue crucial para que el golpe no llegara a triunfar en la
capital, y en el asalto también participó Valentín González, el afamado “Campesino”,
que en los meses siguientes se convertiría en uno de los más destacados líderes
republicanos.
El embarazo de su esposa primero, y
después el nacimiento de su primera hija en abril de 1937, facilitaron su
traslado a la retaguardia en su ciudad natal, Cuenca, en los primeros meses de
la guerra. En la ciudad del Júcar no había entonces ninguna guarnición militar,
y la Guardia Civil, que desde un primer momento se había mantenido fiel al gobierno
constituido, era necesaria para mantener el orden. Esto le mantuvo ya lejos del
frente, y una vez terminada la guerra, y después sin duda de haber tenido que
enfrentarse a una comisión para depurar las posibles responsabilidades, tuvo que
hacer frente a otra guerra distinta, no declarada pero guerra al fin y al cabo,
contra los guerrilleros del Maquis. Los años de la guerra, por otra parte, le
habían supuesto un ascenso a cabo primero, de la que él nunca llegó a enterarse
hasta los años ochenta, un cuarto de siglo después de haber pasado a la
reserva, porque el superior que le había ascendido no había seguido los
trámites adecuados, y porque el gobierno de Franco nunca reconoció muchos de
los ascensos concedidos por el bando republicano.
Su
hermano Esteban era un joven de apenas unos dieciocho años cuando se presentó
voluntario ante las autoridades republicanas y fue enviado al frente del Ebro.
Nunca regresaría de la guerra y ni siquiera pudo recuperarse su cuerpo. En el
transcurso de aquella batalla, las tropas franquistas abrieron las esclusas de
los embalses de la cabecera del río, provocando con ello una inundación que
hizo que muchos soldados republicanos murieran ahogados, aumentando con ello la
desolación en el ejército que se mantenía fiel al gobierno. Luis María Mezquida
refleja bastante bien la situación: “Particularmente
dramáticas fueron las últimas jornadas de la retirada por cuanto a la
hostilidad de los carros de combate se unió la aviación en bombardeo y picado.
Los batallones se agruparon en torno a la pasarela entre Vinebre y Ascó, puente
especial de Jarde (volado a las 6 horas del día 11), puente de hierro de Flix y
paso sobre la presa de la central eléctrica, para ganar la otra orilla. Algunas
tropas efectuaban la evacuación utilizando botes y barcazas, y muchos soldados
atravesaron el río nadando, pereciendo bastantes en el empeño.”[1]
Una vez terminada la guerra, el
dolor provocado por ésta siguió aún haciendo mella en la familia Pérez
Llandres. A la muerte de Esteban habría que añadirse en los días siguientes el
proceso criminal al que sería sometido
el suegro de Juan Antonio, Florencio Royuela Santa Coloma. Miembro del
sindicato U.G.T. durante la Segunda República, vocal de la agrupación forestal
del sindicato y acusado de haber denunciado a un compañero suyo y de haber
testificado contra un ingeniero de
montes que había sido acusado por las autoridades republicanas, fue sometido a
un consejo de guerra y condenado a la pena de doce años de exilio en la
provincia de Valencia. Sin embargo, el 23 de agosto de 1946 fue sobreseída su
causa, pudiendo entonces regresar a Cuenca y la vida familiar junto
a su hija y a su yerno, algunos años antes de haber terminado de cumplir la
pena a la que había sido condenado.
Es ésta una vida familiar de dolor y
sufrimiento, como la de tantas otras familias que tuvieron que enfrentarse a la
dureza de la Guerra Civil, en un bando u otro. Tantas y tantas historias
familiares que, sin duda, contribuyen a tener un conocimiento de la guerra
mucho más real y cercano. Max Hastings sabía la importancia de todas estas historias
personales al escribir sus historias de la Segunda Guerra Mundial, y
especialmente la derrota final de la Alemania nazi[2]. Un conocimiento, en
definitiva, que nos debería servir para que hechos como éste no vuelvan nunca a
repetirse.
[1] Recogido
en Alonso Baquer, Miguel, El Ebro. La
batalla decisiva de los cien días, Madrid, Esfera de los Libros, 2002, 397
p.