Los
conquenses sabemos muy bien quién era Alfonso VIII. Sabemos bien que fue éste
el rey castellano que conquistó definitivamente Cuenca en 1177, quitándosela a
los moros para siempre. Sabemos que Cuenca fue la primera ciudad importante que
conquistó este joven monarca castellano, llamado el Bueno y el Noble por sus
súbditos, y que por ello se encariñó de la ciudad, hasta el punto de que le dio
un obispado, uno de los más grandes obispados de la Castilla medieval, y un
término, un alfoz, que abarcaba gran parte de la serranía, y uno de los fueros
más importantes de la época, espejo en el que se miraron otros fueros
posteriores. Y sabemos quién fue su esposa, Leonor, la hija de una de las
mujeres más poderosas de Europa en aquel lejano siglo XII. Y sabemos también
que en Cuenca nació Fernando, su hijo primogénito, el destinado a reinar en el
trono de Castilla pero que no llegó a hacerlo porque el destino le quitó la
vida antes de la muerte de sus padres.
Pero, ¿sabemos realmente los
conquenses quién era de verdad Alfonso VIII y lo que representa en la España de
su época? El futuro Alfonso VIII vivió y creció en uno de los periodos más
cruciales de ese período difícil, trágico, que conocemos con el nombre de la
Reconquista. Hijo de Sancho III, quien apenas logró reinar tres años antes de
haberle dejado en manos de sus nobles; nieto de Alfonso VII, llamado así mismo
el Emperador porque gobernó diferentes reinos de la península, aunque después
el mismo lo volvió a distribuir entre sus hijos a su antojo; nieto de Urraca,
quien a su vez estaba casada con otro Alfonso que en realidad no fue nunca rey
de Castilla, sino de Aragón,… El joven Alfonso llegó a ese particular “juego de
tronos” que era la península ibérica durante el siglo XII cuando todavía era u
niño. Castilla en ese momento estaba sometida a una especie de guerra civil
entre las dos familias más poderosas del reino, los Castros y los Laras, guerra
que además sería aprovechada en beneficio propio por el tío del joven monarca, Fernando
II de León.
Alfonso creció como rey, pero un rey
sometido a la tutela de aquellas dos familias. Por eso los árabes le llamaron
“el rey pequeño”, aunque el tiempo terminaría por convertirlo en uno de los
reyes más grandes de Castilla. Y alcanzada la mayoría de edad cuando cumplió
los quince años, se vio por fin libre de aquella tutela. Los Castro, que no
contentos aún con aquella antigua alianza con el rey de León habían incluso
firmado una nueva alianza con los almohades, habían caído ya en la desgracia
real. Los Lara, siempre fieles a Alfonso, habían ganado la guerra, y el jefe de
la casa, don Nuño Pérez de Lara, muerte en 1177 durante el sitio de Cuenca, se
había convertido en la persona más importante del reino después del propio
monarca. Además, su boda con Leonor, la hija de Leonor de Aquitania y de
Enrique II de Inglaterra, la hermana de Ricardo Corazón de León y del felón
Juan Sin Tierra, aumentó el poder de Castilla dentro del continente europeo y
permitió la llegada a la península de guerreros gascones y de los mejores
artífices del gótico europeo, algo que ya se había iniciado en las décadas
anteriores gracias a los monjes cirtescienses lo que sin duda ayudó a convertir
a la catedral conquense en una de las grandes obras de ese estilo artístico en
España. Después, y aunque la derrota en Alarcos en 1195 había puesto freno
temporalmente a la expansión cristiana hacia el sur, la victoria definitiva
contra los almohades en Las Navas de Tolosa, en 1212, permitió a las tropas
castellanas alejar de la meseta la frontera, con lo que ello supondría en
cuanto a la repoblación de los territorios conquenses y alcarreños.
Todo ello es lo que nos cuenta
Antonio Pérez Henares en su última novela, titulada precisamente tal y como los
árabes llamaron a ese rey tan nuestro, tan de Cuenca, “El Rey Pequeño”. Y lo
hace con un lenguaje y un estilo narrativo con el que al lector apenas le
cuesta trabajo viajar hasta esa Edad Media de poemas juglarescos y de lances de
caballería. Pero también, a la Edad Media de los recueros y de las gentes de
villa, obligados siempre a trabajar para un señor distante, lejano, y deseosos
por ello, siempre, de poder establecerse en un lugar de realengo, con fuero, en
el que sólo tendrían que rendir cuentas al monarca. Lugar de realengo con
fuero, como lo fue Cuenca, o la Atienza donde crece y empieza a hacerse hombre
Pedro el Pardo.
Y es que en la novela se nos
muestran algunos personajes históricos, reales, de la Castilla del siglo XII,
como Alfonso VIII y su esposa, Leonor; o Cerebruno, obispo de Sigüenza y
después Rodríguez de Castro; o los otros reyes cristianos, Fernando II de León,
o Alfonso II de Aragón, o Sancho VII de Navarra; o los califas almohades, Abu
Yacub, o Abu Yusuf al-Mansur, el Victorioso. Pero con ellos hay también otros
personajes de ficción, tan importantes para la narración como los personajes
históricos: los dos hermanos juglares, Fortum y Elisa; o Domingo de Urgel, el
caballero calatravo, o Constanza de Castro, espía entre los mismos miembros de
su familia en beneficio del reino castellano. O, sobre todo, Pedro el Pardo,
narrador y protagonista de la novela más aún que el propio Alfonso el Noble, y
el resto de su familia alcarreña de recueros, labradores y canteros.
En definitiva, un mundo duro de
frontera, un verdadero “juego de tronos” donde las enemistades y las alianzas
no saben siquiera de razas y de etnias. Pérez Henares, durante la presentación
del libro en Cuenca, contaba que en una tumba de la vieja Recopolis los
arqueólogos habían encontrado juntos, enterrados al mismo tiempo, los restos de
dos hombres. Uno era un viejo caballero castellano de complexión casi
gigantesca, y el autor lo convirtió en el padre de su protagonista. El otro,
aunque había sido enterrado también por el rito cristiano, conservaba aún junto
a su cuerpo un amuleto musulmán. Un reflejo sin duda de lo que fue ese mundo de
fronteras en los duros, terribles, años de aquella lejana centuria.