Teniendo en cuenta la
situación actual en la que se encuentra la ciudad y la provincia de Cuenca,
sometidas ambas a un olvido y a una depresión injustificadas por parte incluso
de algunos de sus vecinos, no podemos olvidarnos de otros periodos de la historia
en los que los territorios que hoy componen la provincia eran de los más
importantes de Castilla, lo que es lo mismo que decir que eran de los más
importantes de toda la península ibérica. Y es que, sobre todo a lo largo del
siglo XV y la primera mitad de la centuria siguiente, el obispado de Cuenca era
uno de los más ricos de todo el reino, incluso que alguno de los arzobispados,
lo que significó que la capital se convirtiera en un foco de atracción de
artistas, también de banqueros, que transformaron la ciudad en una urbe de
cierta importancia. Eso hizo también que algunos conquenses, miembros de
familias nobiliarias, alcanzaran puestos de importancia en la corte.
El proceso se había iniciado ya en el siglo anterior,
cuando personajes de gran influencia como el futuro cardenal Gil de Albornoz,
arzobispo de Toledo, llegó a poner contra las cuerdas a Pedro I, el último
monarca de la casa de Borgoña, en el asunto venial de sus amores con María de
Padilla y la defenestración que el monarca había hecho de la reina, doña Blanca
de Borbón, y sobre todo en el asunto, más importante en la política, de su
enfrentamiento con su hermanastro Enrique de Trastámara, que desembocaría en la
guerra civil que dejó en el poder a esta nueva dinastía. Y siguió durante la
primera mitad del “cuatrochento”, con figuras como Álvaro de Luna, condestable
de Castilla que había nacido en Cañete, maestre también de la orden de Santiago
y valido del rey Juan II, que sin embargo pagó su ambición desmedida: acusado
por la envidia del resto de los nobles, fue ejecutado en Valladolid por orden
del rey en el mes de junio de 1453. Por su parte Lope de Barrientos, que fue
obispo de Cuenca entre 1444 y 1469, había ejercido también cargos importantes
en la corte antes de su nombramiento como tal, y seguiría haciéndolo en los
primeros años del reinado de Enrique IV. Sustituyó a Álvaro de Luna en el
gobierno de Castilla cuando éste cayó en desgracia. No era de Cuenca, pero
había sido enviado a la ciudad con el fin de controlar a los levantiscos nobles
conquenses, especialmente a los Hurtado de Mendoza, señores de Cañete y
guardias mayores de la mismad.
Pero sería durante el reinado de Enrique IV, y sobre todo
en el marco de su enfrentamiento, primero con el príncipe Alfonso de Ávila y
después con su otra hermana, la futura Isabel “la Católica”, cuando algunos
conquenses brillaron sobremanera en los dos bandos de la nueva guerra civil. En
efecto, los linajes nobiliarios de Cuenca y su provincia, los Hurtado de
Mendoza, los Carrillo, los Villena, los Acuña,… todos ellos van a participar de
forma activa en esa difícil partida de ajedrez en la que se había convertido la
política castellana. Tello Fernández de Anguix, de Buendía, fue árbitro de la
elección del nuevo rey de Navarra, votando en el conflicto por su incorporación
al reino de Castilla. Juan Hurtado de Mendoza fue montero mayor de Enrique IV,
quien premió sus servicios con el marquesado de Cañete. Miguel Lucas de Iranzo,
de Belmonte, fue condestable de Castilla en tiempos de este rey, y como su antecesor
en el cargo, el ya citado Luna, tuvo que retirarse de la política por la
animadversión del resto de los nobles, en este caso, por la del portugués
Beltrán de la Cueva y de su paisano, el marqués de Villena.
Pero
de todos ellos destacan sobre todo cuatro personajes, cuatro conquenses que
también iniciaron su carrera política en la corte del mismo Enrique IV, y que
después, durante los años difíciles de la guerra civil, bien desde el bando de
éste o desde el bando de Alfonso y de Isabel, o bien, en algún caso, jugando a
las dos caras de la moneda, determinaron con su actuación el curso de la
historia. Pedro Carrillo de Acuña había nacido en la capital de la provincia o
en Buendía, villa que por entonces formaba parte del señorío de su padre, Lope
Vázquez de Acuña, en la primera mitad del siglo XV, y a partir de 1447, a la
muerte de éste, él mismo se convertiría en el nuevo dueño del pueblo alcarreño.
Descendía éste de una familia noble portuguesa (los Cunha, reconvertidos en
Acuña al pasar al servicio del rey de Castilla). El abuelo, Vasco Martínez de
Cunha, era uno de los líderes de la facción legitimista que, a finales de la
centuria anterior, tras el fallecimiento del rey Fernando I, había apoyado a
los infantes portugueses, Dionisio y Juan, en el conflicto que ambos tuvieron
con su hermanastro, Juan de Avis. La victoria de éste había dejado en situación
difícil al abuelo de nuestro protagonista, y aunque en un primer momento éste
se mantuvo fiel al nuevo monarca, con el que participó incluso en la batalla de
Aljubarrota, tres de sus hijos se verían obligados en 1397 a exiliarse en
Castilla, pasando entonces al servicio de Enrique III.
Así,
el monarca Trastámara premiaría los servicios de los hermanos Acuña con diversos
señoríos, entre ellos los que Buendía (Cuenca) y Azañón (Guadalajara), que
fueron entregados a Lope en los primeros años del siglo siguiente. Y desde
Buendía, Lope pasó muy pronto a la capital de la provincia, donde ejerció los
cargos de alcalde, almotacén y caballero de la sierra, y donde contrajo
matrimonio con Urraca Carrillo de Albornoz, hija de Gómez Carrillo de Albornoz,
que a su vez era descendiente de uno de los linajes más antiguos de la ciudad
del Júcar, los Albornoz, por medio de su madre, Urraca Álvarez de Albornoz,
señor éste de los pueblos de Portilla y Valdejudíos, e hija a su vez de un
sobrino del cardenal, Alvar García de Albornoz “el Mozo”.
Volviendo a la figura de su hijo
primogénito, Pedro Vázquez de Acuña, éste ocupó diversos cargos cortesanos
durante el reinado de Juan II y de su hijo, Enrique IV. Apoyó a su sobrino,
Álvaro de Luna (su padre, Álvaro Martínez de Luna, era hijo de Teresa de
Albornoz, hija también de Alvar García de Albornoz) en su enfrentamiento con
los infantes de Aragón, y en 1439 había sido nombrado embajador de la corte
navarra en el asunto relativo al matrimonio del futuro Enrique IV con la
infanta Blanca de Navarra. Y cuando aquél accedió al trono, en 1454, le apoyó
primero, aunque después pasaría a ser uno de los principales dirigentes de la
liga de nobles que pretendía la coronación de su hermano, el príncipe Alfonso
de Ávila. Por este motivo, participó activamente en la llamada “farsa de
Ávila”, en la que el rey, o una efigie del rey, fue despojada visiblemente de
todos sus emblemas reales. Y muerto el príncipe, pasó también a liderar el
partido de su otra hermana, Isabel. Por todo ello fue premiado con el condado
de Buendía, primero por el propio Alfonso, en 1465, y después de su muerte,
acaecida tres años después, el título sería otra vez ratificado por los Reyes
Católicos a favor de su primogénito, otro Lope Vázquez de Acuña, en 1475.
Alonso
Carrillo de Albornoz era también hijo de Lope Vázquez de Acuña, aunque como
segundón de la familia, siguió la carrera eclesiástica, en la que también llegó
a ocupar puestos de importancia. Sin embargo, no por ello abandonó las intrigas
palaciegas, en las que tan bien se movía su hermano Pedro, sobre todo a partir
de 1435, cuando fue nombrado arzobispo de Toledo, sede a la que había llegado
desde el obispado de Sigüenza. Fue durante algunos años gobernador general del
reino, y ministro de Enrique IV, aunque ante la difícil situación en la que se
encontraba la monarquía, siguió a su hermano, primero cuando éste se afilió al
partido de Alfonso, y después cuando siguió a Isabel, de cuyo matrimonio con
Fernando de Aragón fue el gran valedor. En la “farsa de Ávila” fue el encargado
de quitar la corona real de la cabeza de la efigie que representaba al rey
Enrique. Sin embargo, durante la guerra civil que tras la muerte de Enrique IV
mantuvo la reina Isabel con Juana “la Beltraneja”, se pasó al partido de ésta
última, celoso del poder que con la reina había alcanzado el arzobispo de
Sevilla, Pedro González de Mendoza. Mantuvo su enemistad con la reina hasta
1478, algunos años después de la derrota del partido portugués.
"La farsa de Ávila". Antonio Pérez Rubio. Museo de Arte Moderno
Tan
levantisco e intrigante como el prelado conquense, y mucho más tornadizo que
éste, fue Juan Pacheco, convertido en primer marqués de Villena por decisión de
Enrique IV, de quien el de Belmonte había sido doncel durante sus años
juveniles, y más tarde valido. Ya en los tiempos de Juan II había jugado a dos
bandas con los nobles y con el propio rey, en el conflicto que aquellos
tuvieron con Álvaro de Luna, antiguo aliado suyo (él había sido quien había
introducido en la corte al joven Juan Pacheco), y después mortal enemigo suyo. Más
tarde, los servicios que había realizado al monarca desde su entrada en palacio
no fueron óbice para que, como otros nobles del reino, empezara a conspirar
contra él, habiendo sido uno de los valedores de que Enrique llegara a nombrar
a su hermana Isabel como heredera al trono, por la firma del tratado de los
Toros de Guisando. Fracasó, sin embargo, en la maniobra de casar a ésta con el
rey Alfonso de Portugal (cuñado del monarca, al ser hermano de la segunda
esposa de éste, Juana de Avis), lo que le llevó a convencer al monarca de que cambiara
otra vez el testamento, nombrando como sucesora a su supuesta hija Juana que
según las malas lenguas su esposa había tenido con uno de sus validos, Beltrán
de la Cueva, destituyendo de esta forma a Isabel y abandonando otra vez el
partido de ésta.
Y
si intrigantes y advenedizos habían sido el marqués y el prelado, la fidelidad
fue siempre la enseña de nuestro cuarto protagonista, Andrés de Cabrera. Éste
había nacido en Cuenca en 1430, hijo de Pedro López de Jibara, uno de los
alcaldes de la ciudad. Fue el propio marqués de Villena, amigo de su padre,
quien le introdujo en la corte, como doncel al servicio del infante don
Enrique, el mismo cargo que él había ostentado con anterioridad. Por ello, una
de las primeras cosas que hizo el nuevo monarca al ascender al trono fue
encomendarle la tesorería de la casa real. Al contrario que la mayor parte de los
nobles, Cabrera fue siempre fiel a Enrique mientras el rey vivió, y con la
ayuda de su esposa Beatriz de Bobadilla, camarera de Isabel y siempre fiel a la
reina, hecho por el que los esposos se vieron obligados a vivir separados
durante gran parte de su matrimonio, consiguió que ambos hermanos se
reconciliaran definitivamente. Muerto Enrique, y habiéndose reavivado la guerra
civil entre los partidarios de Isabel y los de Juana, Cabrera puso todos los
tesoros reales en las manos de aquélla, lo que facilitó en gran manera su
victoria definitiva. Por todo ello, los Reyes Católicos premiaron su compromiso
activo con el marquesado de Moya.
"Muerte de Isabel la Católica". Eduardo Rosales. Museo del Prado
Cuatro
conquenses que marcaron, en la segunda mitad del siglo XV, los destinos de
Castila, incluso los destinos del conjunto de España, como ejemplificaría el
obispo Carrillo, al intrigar, incluso con el Papa, para conseguir la boda de
los dos herederos, transformando así el curso de la historia y logrando por fin
la unidad de casi toda la península. Lo mismo, pero en sentido contrario,
habría que decir de otro de los conquenses de aquella centuria, Pedro Girón.
Éste había nacido también en Belmonte como su hermano, el futuro marqués de
Villena, y también pertenecía a la familia de los Vázquez de Acuña (su padre,
Alfonso Téllez Girón y Vázquez de Acuña, primer conde de Valencia de Don Juan
era a su vez hijo de Martín Vázquez de Acuña, otro de los hijos de Vasco
Martínez de Acuña que habían pasado desde Portugal al servicio de Enrique IV de
Castilla. Consejero de Juan II y de Enrique IV, notario mayor de Castilla,
capitán general de la frontera de Andalucía, intrigó con su hermano en la
corte, hasta el punto de conseguir del rey la promesa de matrimonio con su
propia hermana Isabel cuando ella era todavía casi una niña. Pero falleció en
Villarrubia de los Ojos el 2 de mayo de 1466, cuando se dirigía a Madrid para
contraer un matrimonio desigual que, no cabe duda, habría cambiado el curso dela
historia de haber llegado a producirse.