viernes, 31 de agosto de 2018

Melchor Josef Ortineri, un comerciante en la Cuenca del siglo XVIII



En alguna entrada anterior de este mismo blog ya he señalado antes la importancia que puede tener los documentos notariales, y en concreto los testamentos, para llegar a conocer mejor algunos aspectos relacionados con nuestro propio pasado histórico: aspectos económicos relacionados con las mandas, aspectos sociológicos relacionados con las creencias, incluso determinados aspectos psicológicos, son de interés, y si bien, en apariencia, afectan individualmente a las personas que han redactado cada uno de esos documentos, y a su más estrecho círculo familiar, que recibe esas mandas, estudiándolos en su conjunto pueden dar una información precisa de cómo es la sociedad en la que a esos individuos les ha tocado vivir, o morir. Un escenario de este tipo no es el lugar más adecuado para hacer un análisis de conjunto de una colección numerosa de estos testamentos, pero sí lo puede ser el estudio individual de uno de ellos. En esta ocasión, por la especial relevancia personal del protagonista, he elegido el caso de un comerciante de éxito, inmigrante en la sociedad conquense del último tercio del siglo XVIII, pero que supo adaptarse a esa sociedad conquense conformada por una ciudad de pequeñas dimensiones, y hacerse un hueco entre sus habitantes más considerados: Melchor Josef Ortineri de la Vega Martínez de Pransport, que hizo testamento el 12 de enero de 1795 ante el notario Diego Antonio Valdeolivas[1].  


Pero antes de pasar a examinar el testamento en sí mismo, creo conveniente trazar algunos datos de su biografía, extraídos de otras fuentes diversas. No es demasiado lo que de él se sabía con anterioridad al hallazgo de su documento, pero ayudarán al lector a conocer mejor a este hombre de negocios, que vivió en Cuenca en el último tramo de aquella centuria. Según  cita Miguel Ángel Troitiño en un libro ya clásico, José Ortineri, mercader de telas, era una de las personas más ricas de la Cuenca dieciochesca, con una renta anual de seis mil reales[2]. Por otra parte, en 1753 la hermandad de esclavos de Nuestra Señora de las Angustias, establecida en la ermita homónima de la ribera del Júcar, junto al convento de franciscanos descalzos de San Lorenzo, recibió un doble donativo de, por un elevado importe, siete mil quinientos reales por una parte y otros quinientos cincuenta por la otra, que habían otorgado respectivamente Nicolás Peinado Valenzuela y Juan del Olmo. El primero provenía de una familia de linaje oriunda de la villa de Landete, en la serranía baja conquense, y en el momento de hacer la cesión era maestro mayor de moneda en la ceca de México, y por lo que respecta al segundo era canónigo de la catedral conquense. La cantidad debía ser tan elevada que para no cargarle con excesiva responsabilidad al tesorero de la cofradía, Hipólito de la Peña, se firmó un contrato con Melchor José Ortineri, mercader, según el cual la hermandad dejaba en depósito de éste la totalidad de la donación, en tanto en cuanto el dinero fuera necesario, aunque se reservaba el derecho de recuperarlo en el momento en que así lo quisiera. Firmaban el contrato, como fiadores, el prebendado de la catedral Martín Antonio Tello, y el así mismo presbítero Alfonso Castellanos[3].

Volviendo al documento es cuestión, el protagonista, después de realizar la encomendación cristiana que era tradicional en este tipo de documentos (“en el nombre de Dios todopoderoso, y de su Purísima y Bendita Madre la Virgen María, y de todos los santos y santas de la corte celestial”) da los primeros datos de su filiación personal: había nacido en Valdegardena, obispado de Brisent, según aparece en la documentación, esto es Val Gardena, un pequeño lugar en el norte de Italia, en la provincia autónoma de Bolzano, enclavado en el Alto Adagio, en la cordillera de las Dolomitas. Una región que cuenta con un idioma autóctono, el ladino, fruto de su reciente dominación por los romanos, en el año 15 a.C., y de su historia posterior, dominada por italianos, alemanes y austriacos. Y es que a partir del siglo VII por dominada por los bávaros, quienes germanizaron por primera vez la zona durante bastantes siglos. Su capital, Bolzano (sin duda, la Brisent del documento) fue escenario durante toda la Edad Media de las luchas entre los longobardos y los propios alemanes, pasando en los siglos siguientes a depender del principado de Trento, primero, y después, hasta 1918, del imperio austriaco de los Habsburgo. Después de la derrota durante la Primera Guerra Mundial, toda la región fue entregada definitivamente a Italia, como provincia autónoma.
Resultado de imagen de VAL GARDENA

Sin embargo, y a pesar de ese origen italiano, en 1795 Ortineri estaba ya naturalizado español, en virtud de una real cédula firmada por el monarca, Carlos IV, y probablemente también por el propio origen familiar de sus padres, quienes combinaban apellidos españoles y extranjeros: Cristóbal Ortineri de la Vega y Úrsula Martínez de Pransport. Por otra parte, el otorgante reconocía haber estado casado en dos ocasiones. Primero, con Ana Pérez Ferrer y Salamanca, con la cual había tenido dos hijas (veremos después que en realidad habían sido cuatro vástagos, aunque dos de ellos habían fallecido para entonces), María Josefa del Pilar, religiosa concepcionista franciscana, profesa en el convento que la orden tenía en Pastrana (Guadalajara), y María Vicenta, que era esposa de Juan Jorge Graubner, directos de las Reales Fábricas de Alcaraz (Albacete), y Florencia Pérez de Tudela y Alarcón, con quien sólo tenía un hijo, Miguel, que en el momento de redactar su padre testamento era todavía menor de edad, pero que estaba siguiendo ya la carrera militar, en concepto de cadete en el regimiento de las Órdenes.

Las primeras cláusulas del testamento son, como es tradicional en este tipo de documentos, puramente religiosas: encomienda su alma a Dios, manifiesta querer ser amortajado con el hábito mercedario y sepultado en la iglesia del propio convento de la orden, en una sepultura propia que él tenía en dicho templo, con un número de misas desconocido, que se hallaban expresas en una memoria aparte, y otorgaba la limosna acostumbrada a las mandas pías y a los santos lugares de Jerusalén. Las dos cláusulas siguientes, cuarta y quinta, son las ya citadas, referentes a las dos sucesivas familias creadas por él.

A partir de la cláusula sexta, ya empezamos a vislumbrar la capacidad económica del protagonista: “Item declaro que al tiempo y quando falleció la dicha Ana Pérez Ferrer mi primera mujer, hice la correspondiente descripción de vienes, importando ciento ochenta y nueve mil nuebecientos cinquenta y dos reales y veinte maravedíes de vellón, como consta de los papeles de liquidación, de los quales cupieron a cada uno de mis quatro hijos que me quedaron en la susodicha, treinta y cinco mil y noventa reales y veinte y dos maravedíes, y de segundas nupcias que casé con la expresada doña Florencia Pérez de Tudela Alarcón, echa su liquidación del cuerpo de mis vienes, con inclusión de la referida parte de herencia de mi hija difunta, ascendió todo mi caudal a ciento ochenta y nuebe mil nuevecientos y cinquenta y dos reales de vellón, lo que manifiesto con la devida distinción para evitar dudas y disputas, en descargo de mi conciencia, y que se le de la fuerza correspondiente, y lo tenga exivido al presente escribano, por el que está puesto testimonio en relación de su contexto, que queda colocado en la cabeza de dicha descripción.”

Hasta el momento, sólo se ha hablado aquí de las mandas relacionadas con los bienes propios del interesado que se hallaban en la casa familiar, o con la herrería de Mijares, que también era de su propiedad. Con respecto a los bienes que se hallaban en la tienda, hay que decir que con fecha 1 de enero de aquel mismo año en que haría testamento había hecho “el competente ymbentario de los efectos y géneros existentes en la lonja, y deudas que en favor della aparecen de los libros de caja, y asciende el actual ymbentario a ciento diez mil reales, de cuios géneros se a echo cargo Andrés Aguirre, mi mancebo, como consta en escritura otorgada de dicho día primero de enero y año referido, por dos años, que cumplirán en fin de diciembre de mil settecientos noventa y seis, bajo de las cláusulas que en ella se expresan, para que con el debido conocimiento y verificado mi fallecimiento, se puedan aclarar las deudas, pérdidas y ganancias que hubiere bajo del mismo, se proceda a la partición entre los legítimos interesados.”

          Se Conserva también, adjunto al testamento, el convenio firmado el 1 de enero de 1795 entre el propio Melchor José Ortineri y Andrés Aguirre, realizado en virtud de ese inventario, de la avanzada edad de aquél, y de que su hijo, Miguel Ortineri, no era aún práctico en el comercio, creando de esta forma una nueva compañía comercial, bajo de nombre de Ortineri Aguirre.. El convenio tenía una validez de dos años, periodo en el que no se podría disolver la sociedad. Por otra parte, el comerciante italiano aportaba al fondo la cantidad de ciento diez mil reales en género, dinero y deudas a su favor. Al término del plazo señalado, las ganancias obtenidas serían repartidas entre los dos firmantes, al cincuenta por ciento cada uno. Por otra parte, del fondo de la lonja de los Ortineri, situado en la calle de la Correduría, se pagarían los gastos de ésta (manutención de la familia, salario de la criada, leña y carbón, lavandera e incluso cirujano). Además, Aguirre daría a Ortineri la cantidad diaria de veintidós reales. Para la adquisición de nuevos géneros, esta se realizará con la aquiescencia de ambos socios. Además, la compañía quedaría disuelta inmediatamente en el caso de que alguno de los socios muriese, o si contrajesen matrimonio. Finalmente, si alguno de los dos faltara a sus obligaciones, sería condenado en la cantidad de cien ducados.

Esta parte del documento también despierta dudas interesantes sobre el origen de la fortuna de este Andrés Aguirre, mancebo en la tienda de Melchor Josef Ortineri en sus años mozos, quien no es otro que el mismo que ya en el siglo siguiente se convertiría a su vez en uno de los más ricos comerciantes y empresarios de la ciudad, apoyado sin duda, cuando menos, en esos inicios profesionales en el comercio del italiano-español. De ideología liberal (a partir de 1823 se había visto sometido a un proceso por su actividad durante el Trienio Liberal), sería con uno de sus hijos, Lucas Aguirre, uno de los más prósperos compradores de bienes desamortizados. En los años siguientes, la fortuna familiar seguiría ascendiendo por medio de diversos negocios, y ya durante la segunda mitad de la centuria, éste último devolvería a la sociedad una parte importante de ese capital, al fundar, tanto en Cuenca como en Madrid, las escuelas que llevan su nombre.

Por otra parte, el testarario mandaba a los albaceas realizar inventario y tasación de todos sus bienes. Estos eran Manuel Fernández Manrique, canónigo lectoral del cabildo catedralicio, Manuel Tutor y Miranda, cura de la iglesia parroquial de la Santa Cruz (o el que lo fuera en el momento de su fallecimiento), José Pérez de Tudela, hermano de su segunda esposa, su propio hijo, Miguel Ortineri Pérez de Tudela, y Manuel Ruiz Escalera, otro de los mercaderes de la ciudad.  

Con respecto a las mandas puramente económicas del testamento, hay que decir que el mercader, en virtud del derecho que tenía para ello, mejoraría en el tercio de sus bienes al único hijo que había tenido con su segundo matrimonio, Miguel Ortineri, como pago por el tiempo que éste le había asistido en el comercio familiar. A su mujer, Florencia Pérez de Tudela, le entregaba todos los bienes que pudieran encontrarse en su casa familiar, a excepción de lo que se pudiera encontrar en la tienda, esto es, “ropas, cortinas, cofres, papeles, adornos, cobre, cristal y asientos, y demás ajuares y comestibles de todas las oficinas de la casa que se encontrasen, y también la plata labrada y relox de sobre mesa, exceptuando ocho cubiertos, dos cuchillos, un salero y una vandeja, todo de plata, que estas partidas deberán entrar en el cuerpo de vienes.”

La cláusula trece del testamento también es bastante rica en información. El otorgante dejaba a su hija primogénita, la religiosa María Josefa del Pilar, la cantidad de diez mil reales de vellón, que en realidad le había otorgado ya en su testamento uno de sus hijos difuntos, Gil Ortineri, además de otros diez mil reales que le había correspondido a ella por el fallecimiento de su madre, Ana Pérez Ferrer. Dinero que sería invertido al tres por ciento, bien en la fábrica de los Cinco Gremios de Madrid, o bien en la propia herrería que el propio Ortineri poseía en Mijares. Pero se reservaba también el derecho a desheredarla en el caso de que ella, por algún motivo, faltara a su voluntad, de modo que esta parte de la herencia “recaiga en mis dos hijos, Miguel y Vicenta, y faltando estos quero que recaigan en mis nietos si los tuviere, y si no en la sobrina de la religiosa, María Juliana Ortineri (hija legítima de mi hermano Joseph), residente actualmente en Madrid, en quien quiere recaigan siete mil reales, y si ésta no hubiere pase esta manda a mi hermana María Ortineri, y si ésta falleciese es mi voluntad recaigan en sus hijos legítimos, mis sobrinos, con más diez mil reales que es mi voluntad se entreguen a dicha mi hermana, y si ésta hubiese fallecido pasen y se entreguen a sus hijos, mis sobrinos, y se partan entre estos por higuales partes.”

Por otra parte, el interesado mandaba que del total de ese dinero que en principio sería para la hija religiosa, se extrajeran mil quinientos reales para el propio convento en el que ella era profesa, la mitad de ellos para celebrar misas en beneficio de su alma, y la otra mitad para los pobres de la ciudad. También dejaba otros mil quinientos reales para las monjas más pobres del convento de Pastrana, en el que ella había profesado. Y por fin, extraídas todas estas partidas, incluidas las mejoras realizadas en favor de su segunda esposa y del único hijo que había tenido con ésta y habiendo reconocido la dote entregada por el matrimonio de su otra hija, Vicenta, que había ascendido a la cantidad de 65.210 reales de vellón y dos maravedíes, ordenaba que todos sus bienes, tanto los que se encontraban en la casa como en la tienda, y también los beneficios proporcionados por la herrería de Mijares se repartiera a partes iguales entre todos sus herederos legales, es decir, su esposa y los tres hijos que en aquel momento le sobrevivían.

Y finalmente, la cláusula decimoctava decía lo siguiente: “Y del remanente   que quedare y fincare de todos mis vienes, hacienda, muebles raíces, efectos, derechos, acciones, que en qualquier manera o por qualquier razón, motibo o causa me toquen o tocar puedan ahora y en qualquier tiempo, así en esta ciudad como fuera de ella, en que se a de incluir todo el ymporte de comercio, sus efectos, créditos por escritura, vales y asientos de libros, géneros, dinero y derechos correspondientes, y que sea fructífero y redituable, y gravámenes que haya contra dicho mi caudal de comercio y demás hacienda, y cumplido este mi testamento, última y postrimera voluntad, y la memoria o memorias que dejo declaradas, o las que en adelante hiciere o formare, ynstituyo, nombro y dejo por mis únicos y unibersales herederos a los expresados doña María Vicenta y don Miguel Ortineri, mis hijos, para que los hayan y disfruten y hereden, con la bendición de Dios y la nuestra, y pido me encomienden ante Divino Señor.”   

A pesar de la fecha de redacción del documento, Ortineri debió vivir algunos años más. Desde luego, se conserva en este mismo archivo otro testamento redactado por el, el 4 de julio de 1809, ante el notario Eusebio Calero[4]. Para entonces, y teniendo en cuenta que, como hemos visto, éste ya se había mostrado activo en la ciudad durante toda la segunda mitad de la centuria anterior, Ortineri ya debía ser para entonces bastante mayor.





[1] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1935.
[2] TROITIÑO VINUESA, Miguel Ángel, Cuenca, evolución y crisis de una vieja ciudad castellana. Madrid, Ministerio de Obras Públicas - Universidad Complutense, 1984. 69 p.
[3] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. Francisco Antonio de Villafdolalla. P-1753.
[4] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial.  Eusebio Calero. P-1607.

lunes, 27 de agosto de 2018

Forasteros en Cuenca: movilidad geográfica en la segunda mitad del siglo XVI


Resultado de imagen de el mediterráneo en la época de felipe iiLa “Escuela de los Annales” surgió en Francia en el siglo pasado, como una nueva manera de realizar el estudio histórico, una forma de luchar contra la historiografía positivista de la centuria anterior. Se trataba de dar más importancia a la historia social y económica que a la historia política propiamente dicha, historia de las estructuras más que historia de los hechos, utilizando por ello nuevas metodologías, como las tablas seriadas y los gráficos. Dentro de esta corriente surgió más tarde, a mediados de la centuria, lo que ha venido a llamarse el estructuralismo histórico, cuyo máximo representante es el historiador francés Fernand Braudel, autor de El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, una historia del mar interior, y de los países que rodean a ese mar interior, desde todos los puntos de vista: social, económico, político,…

La edición española del libro de Braudel, realizada en 1953 por el Fondo de Cultura Económica, se ha convertido hoy en un clásico no fácil de encontrar. No trataré aquí, sin embargo, de realizar aquí un comentario de conjunto de un libro como éste, tarea complicada, casi imposible, en un texto corto como debe ser una entrada de blog. Sólo pretendo, de momento, poner en valor alguno de los aspectos desarrollados en el texto, como es en concreto, el de la movilidad geográfica de las personas, en un mundo, el de la segunda mitad del siglo XVI, en el que los medios de comunicación no estaban tan desarrollados como en la actualidad. Y es que a menudo se ha pensado que en aquellos tiempos del reinado de Felipe II, los hombres pasaban prácticamente toda su vida en aquel lugar en el que habían nacido, salvando algunas excepciones, como los altos funcionarios del Estado, enviados para representar a éste en las tierras lejanas, o los soldados de los Tercios, que a menudo no volvían a sus tierras desde el momento de su incorporación al ejército, o aquellos que buscaban en el continente americano la fortuna que en Europa se les había negado.

Tesis errónea, como el historiador francés demuestra a lo largo de toda su obra. Braudel no hace en su libro la historia de un país concreto o de una comarca, sino de toda una región extensa: todo el mar Mediterráneo, que en aquel momento es como decir prácticamente todo el mundo entonces conocido; porque el Mediterráneo, en el siglo XVI, no es sólo el propio perímetro del mar interior, sino también toda su zona de influencia, desde el norte de Europa hasta el oriente musulmán, incluso Japón, alcanzando incluso, en algunos aspectos, las tierras que acababan de descubrir esos imperios que estaban a las orillas de ese mar Mediterráneo. Porque las rutas comerciales que llegaban a ese mar Mediterráneo partían de las tierras lejanas de América o de extremo oriente. Y Braudel, en su libro, pone en valor todas esas rutas comerciales que eran, también, caminos que de forma continua eran atravesados por las personas, en una o en otra dirección.

Cuenca también estaba inserta en esas rutas comerciales, rutas de personas, como han puesto de manifiesto en los últimos años, sobre todo, los historiadores del arte. Desde finales de la Edad Media, incluso desde antes, se fueron asentando en la ciudad castellana canteros procedentes del País Vasco y de la región cántabra, para hacer las iglesias que durante todo el siglo XVI se fueron construyendo en todos los pueblos de la diócesis. También procedían de aquellos territorios del norte del país, incluso de Francia como Lemosín, los artesanos que fueron poblando de hermosas rejerías el primer templo conquense, enseñando incluso el oficio a otros rejeros conquenses que lograron destacar en el oficio, como Hernando de Arenas. De Paredes de Nava, también en el norte peninsular, llegó la familia de los Becerril, para poblar las iglesias de cálices y cruces parroquiales.

En la ciudad establecieron sus talleres pintores y escultores, procedentes de distintas poblaciones italianas, de Francia, de los Países Bajos, de Alemania (Bartolomé Matarana, Giraldo de Flugo, Diego de Tiedra, Esteban Jamete,…). La rica ganadería, que había desarrollado en la ciudad una industria textil que todavía hoy es reconocida por los expertos, trajo también a la ciudad a un grupo de comerciantes y banqueros, que procedían a su vez de Génova y de otras regiones de Italia. Cuenca, como otras ciudades castellanas, fue en el siglo XVI, incluso, en parte, también durante toda la centuria siguiente, una especie de metrópoli, en la que tenían cabida forasteros procedentes de diferentes partes de Europa.

Y no se trataba sólo de artesanos y de comerciantes, de esa burguesía que entonces estaba empezando a desarrollarse en Europa. Ese movimiento de personas se daba también entre los miembros del llamado “tercer estado”. Braudel nos informa que en la segunda mitad del siglo XVI y en las primeras décadas de la centuria siguiente, por ejemplo, se establecieron en las comarcas valencianas diversas familias procedentes del centro de Francia. Una de esas familias, sabemos nosotros, era la de los Landes, quienes procedían de la comarca de las Landas (de ahí su apellido), y que algunas generaciones más tarde, a caballo entre los siglos XVII y XVIII, dos de sus descendientes, hermanos, terminaron por establecerse en Cuenca, iniciando de esta forma una dinastía de hortelanos y labradores de más honda tradición en la ciudad del Júcar, los Llandres.

Aunque la crisis en la que se vio inmersa la ciudad de manera trágica desde finales del siglo XVI hasta la mitad del XVIII ralentizó esta movilidad geográfica, no la interrumpió por completo. Todavía en el siglo XVIII veremos instalarse en la ciudad, de manera definitiva, a un rico comerciante extranjero, Melchor José Ortineri, que era oriundo del Alto Adagio, en la comarca de Bolzano, una región alpina en la frontera entre Italia y el imperio de los Habsburgo (prometo hablar más detenidamente de este interesante personaje en alguna entrada posterior). Y en las primeras centurias de la década siguiente, también se establecieron en un pueblo de tamaño mediano, como San Lorenzo de la Parrilla, se establecieron a principios del siglo XIX tres caldereros de origen napolitano, oriundos de Rivello, Juan, José, y Juan Luis Lacorti, o Lacorte, caldereros de profesión, que hacia el año 1820 solicitaban del tribunal diocesano la autorización de sus matrimonios respectivos con tres mujeres de ese pueblo (Águeda de Lucas, Estanislá Peraile y Mariana Álvarez, respectivamente), iniciando de esa forma una nueva dinastía conquense, los Lacort. Y es que hacia se había establecido en este pueblo una compañía de caldereros napolitanos, a cuyo frente figuraba un miembro de esta estirpe, Bartolomé Lacorti, que fallecería en el pueblo a finales de 1815.

Otro de los miembros de esta compañía, Blas Sandoro, también terminó por establecerse en el pueblo, al haber contraído matrimonio con Jesusa Guijarro. No eran estos, por otra parte, no eran estos caldereros los únicos extranjeros que se habían establecido en aquellos tiempos en esta localidad mediana: en 1816, Juan Francisco Berres, de nación francesa, solicitaba del mismo tribunal diocesano que se le despachara atestado de libertad para poder contraer el matrimonio que tenía tratado con Jacinta Recien, natural de San Felipe de la Oriva, pequeña localidad del reino de Valencia.

martes, 21 de agosto de 2018

Mito y realidad de la transición




El 20 de diciembre de 1975 moría Francisco Franco, después de treinta y seis años de dictadura. Se iniciaba así una nueva etapa en la historia de España, en su camino para recuperar la democracia. Es lo que ha venido a llamarse la transición, una transición que durante mucho tiempo ha sido tomada como modelo para otras transiciones posteriores, desde postura dictatoriales, de derechas o de izquierdas, hacia gobiernos democráticos. Principalmente, para aquellas transiciones que a partir sobre todo de los años noventa fueron surgiendo en el subcontinente sudamericano, o en los países que hasta entonces habían permanecido bajo el yugo comunista. Fue en efecto, una transición ejemplar, con todas sus deficiencias, que sin duda las tuvo, pero la mejor, sin duda, que podía haberse realizado en aquellos años difíciles, y sin embargo, en los últimos años se viene criticando desde diversas instancias. Unas veces, desde grupos políticos procedentes de una ideología de tendencia ultraizquierdista, desde los populismos y los nacionalistas. Otras veces, desde postras más analíticas, realizadas con cierto rigor historiográfico. Éste es el caso del libro de Sophie Baby, El mito de la transición pacífica. Violencia y política en España (1975-1982).

No pretendo realizar en esta nueva entrada un pormenorizado análisis del libro de la hispanista francesa, sino compartir con los lectores del blog ciertas reflexiones sobre la transición, que la lectura del libro me ha llevado a hacer.  Sobre el texto, no obstante, sí quiero decir que estoy de acuerdo en algunas cosas y en otras no tanto; como en el hecho de haber puesto al mismo nivel la violencia terrorista, y aquella otra de baja intensidad, que se llevaba a cabo contra los bienes materiales y no contra las personas, o de haber hecho lo mismo con la violencia desencadenada por aquellos grupos ideológicos que estaban fuera del sistema político (ultraderechistas, ultraizquierdistas y nacionalistas violentos) y la que fue llevada a cabo por las fuerzas de seguridad del Estado, casi siempre actuando en su propia defensa. Es cierto que en algunos momentos estos se mantuvieron en posturas represivas, pero esa no fue nunca la manera usual de actuar de los grupos policiales mayoritarios.

En este sentido, sí es criticable algunas de las manifestaciones que realiza la autora del libro, como cuando dice que en España las fuerzas de seguridad eran “de gatillo fácil”, generalizando, y sobre todo, no teniendo en cuenta la extremada tensión a la que sus miembros, especialmente la Guardia Civil, estaban siendo sometidos en aquellos años del plomo. Eran años difíciles para todos, pero sobre todo, para los miembros de la Benemérita, y también para sus familiares. Día sí y día también, las patrullas de la Guardia Civil sufrían emboscadas, en alguno de los cuales llegaron a morir “de una sola tacada” seis u ocho de sus miembros, o explotaban bombas en sus cuarteles, como sucedió en Vic o en Zaragoza, en las que no sólo fueron asesinados los propios guardias, sino también sus mujeres y sus hijos, indefensos ante la forma de actuar de los terroristas. Estos atentados se llevaron a cabo en fechas posteriores, en 1987 y en 1991, es cierto, pero forman parte de esa forma de actuar de los terroristas ya antes incluso de la muerte de Franco. Y más allá del dolor causado por las bombas y las metralletas, hay que tener en cuenta también la tensión psicológica a la que tenían que enfrentarse, cuando los familiares de los guardias no podían decir a nadie quién era el esposo o el padre, a qué se dedicaba éste en realidad. ¿Cómo puede afectar a un niño de ocho o diez años tener que esconder a sus compañeros de colegio cuál era su nombre verdadero, o no tener ningún amigo entre esos compañeros de colegio, porque, a fin de cuentas, en el País Vasco los pueblos no son tan grandes, y antes o después, la verdad sale a la luz?

Es cierto que la transición española no fue tan pacífica como puede parecer desde una perspectiva actual. Es cierto que fueron años de plomo, y que los conflictos de todo tipo abundaron en el país en aquellos años difíciles. Manifestaciones que terminaban con violentas cargas policiales, ataques a los miembros o a las sedes de los partidos de ideologías opuestas, grupos políticos que paralelamente desembocaban en grupos terroristas, como el GRAPO o el FRAP, ambos comunistas, el MPAIAC canario o la catalana Terra Lliure, y por encima de todos, ETA, con su persistencia en seguir matando hasta bien entrado el siglo XXI. Sin embargo, durante los años sesenta y setenta, esos procesos violentos se fueron dando también en otros países de honda tradición democrática, como en la Francia de la descolonización argelina y del mayo universitario. ¿Y qué decir de Estados Unidos y su black power, su movimiento por los derechos civiles, que en ocasiones fue un movimiento pacífico, como los seguidores de Martin Luther King, y en ocasiones, también, extremadamente violento? ¿Qué decir de Ku-Klus-Klan, ese movimiento contra los propios afroamericanos del black power, siempre extremadamente violento?

Las equiparaciones con otros países europeos ajenos a esa transición democrática son todavía más claras cuando hablamos exclusivamente de terrorismo. En efecto, casi todos los países del continente europeo tuvieron su propia organización terrorista, y aunque el caso más similar al nuestro es el del Reino Unido, que durante muchos años tuvo que hacer frente también al IRA, este caso no es el único. Las Brigadas Rojas en Italia, la Fracción del Ejército Rojo (la conocida banda de Baader-Meinhoff) en Alemania, Acción Directa en Francia, son otros ejemplos muy cercanos. En este sentido, Baby reconoce lo siguiente: “La década de 1970 será asimismo el escenario en el que vaya a surgir el fenómeno del terrorismo revolucionario en las democracias occidentales, tanto de Europa como de América o Asia. Entre 1969 y finales de 1980, las Brigadas Rojas causarán estragos en Italia; a principios de la década de 1970, la RAF (Fracción del Ejército Rojo) aterrorizará a los alemanes; Acción Directa aparece en Francia a finales de esa misma década; en Estados Unidos se padece la agitación provocada por la llamada Weather Men; y Japón se ve sometido a la esporádica intervención del Ejército Rojo japonés. Las raíces de este auge del uso de la lucha armada en las naciones democráticas se remonta a la década anterior y al desarrollo de la nueva izquierda contestataria organizada al calor de los acontecimientos de mayo de 1968.”
Y si la transición se ha visto sometida a crítica en estos últimos tiempos por las ideologías extremistas, lo mismo hay que decir también, como es lógico desde el punto de vista de esas mismas ideologías extremistas, la cuestión de la amnistía que fue aprobada en octubre de 1977. Pero la historiadora también ha dejado claro en su libro, lo que significaba esa amnistía, que no significaba sólo una apuesta de perdón de todos los delitos de carácter político del tardofranquismo y de los primeros años de la transición, sino que en realidad se trató de una reivindicación de todas las fuerzas políticas y sociales, de una y otra ideología, con el fin de lograr por fin una reconciliación nacional en todos los órdenes de la vida, pasar página definitiva a una guerra civil que ahora parece querer ser renacida desde esas mismas ideologías extremistas. Un deseo de reconciliación, en fin, que había nacido ya en la misma posguerra, como reconoce la autora: “De hecho, se trata de una reivindicación surgida de los sectores de la oposición en los años de la posguerra. En 1947, el acuerdo firmado en San Juan de Luz entre la Confederación de las Fuerzas Monárquicas y el PSOE, preveía ya la aplicación de una amnistía a los delitos políticos, así como la prohibición de toda forma de represalia. En 1956, el PCE había puesto a su vez en marcha la llamada política de reconciliación nacional, que instaba a las partes a renunciar a todo ánimo de venganza, y que consideraba la anulación de las responsabilidades derivadas  de los dos bandos como el punto de partida de una transición pacífica”.

Fue ese mismo espíritu de reconciliación lo que permitió en 1977 la aprobación del Partido Comunista, y que éste, a su vez, reconociera la bandera rojigualda y la figura del monarca como jefe del estado. Fue, en definitiva, lo que posibilitó la disminución paulatina de toda la violencia política en los años siguientes, excepción hecha del fanatismo terrorista que siguió desarrollando ETA durante los años siguientes. Continúa de estas forma la autora francesa: “Lejos de ser una invención de la transición, la propia posibilidad de la amnistía de 1977, que fija las responsabilidades en una absolución mutua, se debió justamente a esta representación de la Guerra Civil como una matanza entre hermanos en la que la culpabilidad tiene un perfil colectivo y despersonalizado –y fue esta concepción la que arrancó de raíz todo espíritu de revancha-. La sesión parlamentaria  por la que se aprueba la ley de amnistía de 1977 aparece impregnada de ese espíritu de reconciliación y de olvido de las heridas pasadas. Todos coinciden en que lo que procede es borrar, liquidar, cerrar, enterrar y superar los conflictos de épocas pretéritas, rebasando no sólo el pasado dictatorial, sino también la propia Guerra Civil, dado que, como recuerda el líder del PNV, hechos de sangre ha habido por ambas partes. Hubo un momento en que decidimos hacer un pacto, hacer la paz en forma de armisticio, refiere Nicolás Sartorius: yo te absuelvo a ti, tú a mí. La amnistía no es por tanto una miserable propina concedida a los vencidos, por emplear aquí los términos con los que se expresaba Carl Schmitt en 1949, sino la palabra clave de la paz. La amnistía sella el final de la guerra y el principio de la paz. Y si también significaba el olvido, un olvido de todos para todos, un olvido mutuo, es porque viene a clausurar una etapa marcada por los enfrentamientos, y a abrir otra opuesta en todos los extremos a la anterior, dado que las voces que se emplean para definirla son ahora las de paz, entendimiento, calma, confianza, convivencia y esperanza. De lo que se trata es de dejar a un lado los enfrentamientos anteriores, cuyo recuerdo activo bloquea la reconstrucción del vínculo social, y de excluir del ámbito presente los conflictos del pasado a fin de elaborar un futuro compartido. De este modo, la amnistía se percibe como un punto de partida de la democracia, como su presupuesto ético-político, por emplear la expresión del representante de UCD. En este sentido, la amnistía general de 1977 es ante todo simbólica, el gesto fundador de una reconciliación nacional que da significación al futuro y establece a su vez el verdadero inicio de la construcción de la democracia.”

Aunque la cita es demasiado larga, la considero interesante porque sugiere, desde el punto de vista incluso de alguno de sus actores de izquierda, lo que realmente se pretendía en aquella amnistía, y que ahora pretenden tergiversar algunos recalcitrantes herederos de aquella izquierda más extremista. Tanto el PSOE como el PCE supieron estar a la altura en aquellas circunstancias, porque supieron que actuar de otra forma hubiera sido repetir otra vez los mismos hechos violentos que han iniciado siempre en España aquellos periodos históricos en los que se había intentado una cierta revisión democrática, desde la Revolución Gloriosa de 1869-1874 a la proclamación de la Segunda República en 1931; unos hechos violentos que significaron en parte, a la postre, su propia derrota. “¡No es esto! ¡No es esto!”, fue lo que repitió Ortega y Gasset, uno de los fundadores de la Agrupación al Servicio de la República, en octubre de 1931, pocos meses después de la proclamación de esa República que para entonces, apenas seis meses después de su proclamación, ya había efectuado esa deriva violenta contra sus enemigos.



domingo, 5 de agosto de 2018

La traición del Sahara


En los años setenta del siglo pasado, con una década de retraso respecto al proceso de descolonización universal que dio pie al nacimiento de un número importante de países en los continentes asiático y africano, España entregó el Sahara. Desde entonces, esta zona desértica que linda con el océano Atlántico se ha convertido, quizá junto a Palestina y el Kurdistán, en uno de los territorios más olvidados por la historia, y también por la política internacional. Sin duda, España es en buena parte responsable de ese olvido, al no cumplir con su promesa de descolonizarlo pacíficamente en beneficio de su propia independencia, poniendo el territorio en manos, de alguna manera, de su vecino marroquí; o al menos, permitiendo que el gobierno alauita lo ocupara, en espera de una determinación internacional por parte de la Organización de Naciones Unidas que nunca llegaría.

Sin embargo, ¿podía haberse actuado de otro modo en el proceso de descolonización? Para poder tener una respuesta en perspectiva, debemos tener en cuenta la situación política internacional en que se vivía entonces, con el mundo inmerso en una guerra fría entre oriente y occidente. Desde luego, visto con perspectiva histórica, se puede afirmar rotundamente que una actuación diferente por parte del gobierno español sería, cuando menos, complicado, y con toda probabilidad, imposible. La carta de la independencia la jugaba en aquel momento el Frente Polisario, y el Frente Polisario tenía a su vez el apoyo de Argelia, un país que estaba en aquel momento enfrentado con Marruecos y tenía, a su vez, el apoyo de la Unión Soviética. Desde algunos años antes, Marruecos no había tenido más remedio que echarse en manos de Estados Unidos con el fin de poder defenderse del rival argelino, y Estados Unidos, a su vez, no podía permitir tampoco la existencia de una gran Argelia que llegara incluso hasta el Atlántico.

En aquel momento, como ahora, España esta inmersa en un juego de intereses en política internacional, en el que la parte del león la jugaban entonces Estados Unidos y la Unión Soviética, con Europa como poco más que un convidado de piedra relativamente poderoso. Y ni Estados Unidos, ni Francia por la parte europea, podía permitir un Sahara demasiado influido por Argelia. José Luis Rodríguez Jiménez, profesor de historia contemporánea en la Universidad Rey Juan Carlos, y especialista en historia del mundo actual y en terrorismo en perspectiva histórica, lo ha descrito acertadamente en su libro más reciente, Agonía, traición, huida. El final del Sahara español: “Los gobiernos de Marruecos y de España trataron de que Washington se implicara en la resolución de la crisis. Como se ha dicho, el gobierno marroquí fue el que más se esforzó para conseguir el respaldo norteamericano a su política para el Sahara. Y con éxito. No porque la administración norteamericana desease perjudicar a la política interior o a la exterior española, o a ambas.  Simplemente porque Washington nunca quiso que naciera un nuevo Estado como consecuencia de la descolonización del Sahara atlántico y, una vez que España anunció que se retiraba de allí, Kissinger y en general la diplomacia norteamericana interpretaron que la mejor solución era que Marruecos se apoderase del territorio. Los norteamericanos no hicieron esfuerzo alguno para disuadir a Hassán II de su propósito anexionista”.

Esto en lo que respecta al interés norteamericano en el Sahara. Y con respecto a Francia, el principal interesado europeo en esta parte del continente africano afirma también lo siguiente el autor del libro citado: “Otro actor importante en la crisis del Sahara fue Francia. El gobierno de París movió su diplomacia para respaldar a Marruecos y para defender sus propios intereses en la zona. Los gobiernos franceses siempre han sido contrarios a un Sahara independiente, pues entendían, y entienden, que un Estado saharaui mantendría relaciones de dependencia con España, o con Argelia. Por lo ya dicho, y en previsión de una desestabilización del Magreb, o de su control por la URSS, los franceses apostaron por fortalecer a Marruecos. No disponemos de datos sobre si esta política se coordinó con la de Estados Unidos para la zona, pero creemos que cada uno defendió sus intereses de forma autónoma.”

Así pues, el gobierno español no podría haber mantenido su promesa de permitir el autogobierno del territorio saharaui. Ni Francia, ni por supuesto Estados Unidos, se lo hubiera permitido nunca. Algunos miembros del gobierno, y también de la jefatura del ejército, se dio pronto cuenta de ello. Un caso bastante esclarecedor es el del futuro vicepresidente del gobierno durante la presidencia de Adolfo Suárez, el teniente general Manuel Gutiérrez Mellado, que había trabajado en los servicios de información del Alto Estado Mayor del Ejército, y que en aquel momento desempeñaba el cargo de comandante general de Ceuta. En una carta dirigida el 21 de agosto de 1975 a quien entonces era presidente del gobierno, Carlos Arias Navarro, y que recoge el propio José Luis Rodríguez en la monografía citada, le hacía partícipe de sus opiniones personales: “Me atengo una vez más a mi postura pro marroquí expuesta a lo largo de más de un año en cuantas ocasiones he podido; sin que esto signifique ser un loby, ni que no ponga a España por encima de todo. Los cantos de sirena de Argelia han tocado a personas y organismos españoles. Soy totalmente antiargelino… No me sirve el argumento de que no nos podemos fiar de las promesas de Hassán; ¡ni de nadie, incluida USAS, en política exterior! Y menos de cualquier país árabe.”

Han pasado más de cuarenta años desde entonces. Ahora, el asunto pasa desapercibido para una gran parte de la opinión pública, sobre todo para aquellas generaciones más jóvenes, que no llegaron a vivir directamente la huida española del Sahara. Gutiérrez Mellado tenía una gran parte de razón en aquella carta remitida al presidente del gobierno, en la que afirmaba también que el rey de Marruecos, Hassán II, se mantendría agradecido al gobierno español si entregaba el Sahara a su país, fortaleciéndole de esta forma respecto a sus enemigos políticos, que también, como en la vecina Argelia, se habían echado en manos de la izquierda. Y también lo tuvo con la advertencia realizada en aquella carta. Desde entonces, las relaciones entre los dos reinos, a un lado y otro del estrecho, han sido opuestas, desde la amistad al enfrentamiento; unas relaciones en las que la escalada de tensión que provocó en 2002 la invasión marroquí del prácticamente desconocido islote Perejil, poco importante en definitiva a pesar de todo, fue uno de los momentos más conflictivos.
El 6 de noviembre de 1975, la “marcha verde”, organizada por el rey alauita como forma de presión contra el gobierno español, cruzaba la frontera entre Marruecos y el Sáhara. El 14 de noviembre se firmaba en Madrid un acuerdo tripartito entre España, Marruecos y Mauritania, según el cual se partiría la colonia española, entregándose ésta a los dos países africanos. El 20 de noviembre, el mismo día en que Franco fallecía oficialmente en el madrileño Hospital de la Paz, el Boletín Oficial del Estado publicaba la Ley de Descolonización del Sáhara, y a los pocos días empezaron a llegar al territorio las primeras autoridades marroquíes y mauritanas, con el fin de empezar a hacerse cargo de su administración. Mientras tanto, las primeras unidades del ejército español que hasta entonces se habían hecho cargo de su defensa, lo empezaron a abandonar, siguiendo órdenes políticas. A partir del 11 de diciembre, tropas de las Fuerzas Armadas Reales, el ejército marroquí, fueron sustituyendo paulatinamente a los soldados españoles. El proceso de sustitución de la administración española por la marroquí fue paulatino, hasta el 12 de enero de 1976, la actual Dajla, dos buques de la Armada española, que transportaban a las últimas tropas que habían permanecido en la ya entregada colonia; el día anterior, se había arriado por última vez la bandera española en el campamento.

El ambiente, sobre todo entre los militares, fue lúgubre. Sentían la sensación de haber sido traicionados por el poder político. El profesor Rodríguez Jiménez se hace eco en una parte de su libro de las sensaciones vividas en un momento similar por Josep Cornellá, un soldado de reemplazo catalán que, por sus estudios de medicina, tuvo que ejercer su labor asistencial entre la población civil y militar de la colonia durante los últimos meses de la colonia, cuando, el 2 de diciembre de 1975, fue abandonado a los marroquíes el campamento militar de Daora, donde el militar de más alta graduación mandó destruir todo lo que pudieran antes de proceder a la entre a los marroquíes. Esta actuación de los soldados españoles no fue la tónica general de la entrega, pero aquí, los militares quisieron expresar de alguna forma su queja por comportamiento de su gobierno. El soldado Cornellá dejó por escrito sus propias sensaciones:

 “El capitán ha dado la orden de destrozar la base militar. Sólo han quedado en pie las paredes. Se ha hecho una hoguera con todos los muebles que no servían. Todos los cristales y sanitarios han sido rotos. La tropa ha liberado las tensiones acumuladas durante tantos meses. Sobre las cuatro y media de la tarde, los coches han arrancado los motores. Finalmente, se ha arriado la bandera por última vez, con la solemnidad permitida: formación de las compañías, presentación de las armas y toque de cornetín. Bajaba la bandera en medio del humo de las hogueras y de una sensación apocalíptica. Después, la patrulla de comandos y los coches de radio. Los seguía la segunda patrulla, cuatro camiones de material, y la tercera patrulla.