martes, 21 de agosto de 2018

Mito y realidad de la transición




El 20 de diciembre de 1975 moría Francisco Franco, después de treinta y seis años de dictadura. Se iniciaba así una nueva etapa en la historia de España, en su camino para recuperar la democracia. Es lo que ha venido a llamarse la transición, una transición que durante mucho tiempo ha sido tomada como modelo para otras transiciones posteriores, desde postura dictatoriales, de derechas o de izquierdas, hacia gobiernos democráticos. Principalmente, para aquellas transiciones que a partir sobre todo de los años noventa fueron surgiendo en el subcontinente sudamericano, o en los países que hasta entonces habían permanecido bajo el yugo comunista. Fue en efecto, una transición ejemplar, con todas sus deficiencias, que sin duda las tuvo, pero la mejor, sin duda, que podía haberse realizado en aquellos años difíciles, y sin embargo, en los últimos años se viene criticando desde diversas instancias. Unas veces, desde grupos políticos procedentes de una ideología de tendencia ultraizquierdista, desde los populismos y los nacionalistas. Otras veces, desde postras más analíticas, realizadas con cierto rigor historiográfico. Éste es el caso del libro de Sophie Baby, El mito de la transición pacífica. Violencia y política en España (1975-1982).

No pretendo realizar en esta nueva entrada un pormenorizado análisis del libro de la hispanista francesa, sino compartir con los lectores del blog ciertas reflexiones sobre la transición, que la lectura del libro me ha llevado a hacer.  Sobre el texto, no obstante, sí quiero decir que estoy de acuerdo en algunas cosas y en otras no tanto; como en el hecho de haber puesto al mismo nivel la violencia terrorista, y aquella otra de baja intensidad, que se llevaba a cabo contra los bienes materiales y no contra las personas, o de haber hecho lo mismo con la violencia desencadenada por aquellos grupos ideológicos que estaban fuera del sistema político (ultraderechistas, ultraizquierdistas y nacionalistas violentos) y la que fue llevada a cabo por las fuerzas de seguridad del Estado, casi siempre actuando en su propia defensa. Es cierto que en algunos momentos estos se mantuvieron en posturas represivas, pero esa no fue nunca la manera usual de actuar de los grupos policiales mayoritarios.

En este sentido, sí es criticable algunas de las manifestaciones que realiza la autora del libro, como cuando dice que en España las fuerzas de seguridad eran “de gatillo fácil”, generalizando, y sobre todo, no teniendo en cuenta la extremada tensión a la que sus miembros, especialmente la Guardia Civil, estaban siendo sometidos en aquellos años del plomo. Eran años difíciles para todos, pero sobre todo, para los miembros de la Benemérita, y también para sus familiares. Día sí y día también, las patrullas de la Guardia Civil sufrían emboscadas, en alguno de los cuales llegaron a morir “de una sola tacada” seis u ocho de sus miembros, o explotaban bombas en sus cuarteles, como sucedió en Vic o en Zaragoza, en las que no sólo fueron asesinados los propios guardias, sino también sus mujeres y sus hijos, indefensos ante la forma de actuar de los terroristas. Estos atentados se llevaron a cabo en fechas posteriores, en 1987 y en 1991, es cierto, pero forman parte de esa forma de actuar de los terroristas ya antes incluso de la muerte de Franco. Y más allá del dolor causado por las bombas y las metralletas, hay que tener en cuenta también la tensión psicológica a la que tenían que enfrentarse, cuando los familiares de los guardias no podían decir a nadie quién era el esposo o el padre, a qué se dedicaba éste en realidad. ¿Cómo puede afectar a un niño de ocho o diez años tener que esconder a sus compañeros de colegio cuál era su nombre verdadero, o no tener ningún amigo entre esos compañeros de colegio, porque, a fin de cuentas, en el País Vasco los pueblos no son tan grandes, y antes o después, la verdad sale a la luz?

Es cierto que la transición española no fue tan pacífica como puede parecer desde una perspectiva actual. Es cierto que fueron años de plomo, y que los conflictos de todo tipo abundaron en el país en aquellos años difíciles. Manifestaciones que terminaban con violentas cargas policiales, ataques a los miembros o a las sedes de los partidos de ideologías opuestas, grupos políticos que paralelamente desembocaban en grupos terroristas, como el GRAPO o el FRAP, ambos comunistas, el MPAIAC canario o la catalana Terra Lliure, y por encima de todos, ETA, con su persistencia en seguir matando hasta bien entrado el siglo XXI. Sin embargo, durante los años sesenta y setenta, esos procesos violentos se fueron dando también en otros países de honda tradición democrática, como en la Francia de la descolonización argelina y del mayo universitario. ¿Y qué decir de Estados Unidos y su black power, su movimiento por los derechos civiles, que en ocasiones fue un movimiento pacífico, como los seguidores de Martin Luther King, y en ocasiones, también, extremadamente violento? ¿Qué decir de Ku-Klus-Klan, ese movimiento contra los propios afroamericanos del black power, siempre extremadamente violento?

Las equiparaciones con otros países europeos ajenos a esa transición democrática son todavía más claras cuando hablamos exclusivamente de terrorismo. En efecto, casi todos los países del continente europeo tuvieron su propia organización terrorista, y aunque el caso más similar al nuestro es el del Reino Unido, que durante muchos años tuvo que hacer frente también al IRA, este caso no es el único. Las Brigadas Rojas en Italia, la Fracción del Ejército Rojo (la conocida banda de Baader-Meinhoff) en Alemania, Acción Directa en Francia, son otros ejemplos muy cercanos. En este sentido, Baby reconoce lo siguiente: “La década de 1970 será asimismo el escenario en el que vaya a surgir el fenómeno del terrorismo revolucionario en las democracias occidentales, tanto de Europa como de América o Asia. Entre 1969 y finales de 1980, las Brigadas Rojas causarán estragos en Italia; a principios de la década de 1970, la RAF (Fracción del Ejército Rojo) aterrorizará a los alemanes; Acción Directa aparece en Francia a finales de esa misma década; en Estados Unidos se padece la agitación provocada por la llamada Weather Men; y Japón se ve sometido a la esporádica intervención del Ejército Rojo japonés. Las raíces de este auge del uso de la lucha armada en las naciones democráticas se remonta a la década anterior y al desarrollo de la nueva izquierda contestataria organizada al calor de los acontecimientos de mayo de 1968.”
Y si la transición se ha visto sometida a crítica en estos últimos tiempos por las ideologías extremistas, lo mismo hay que decir también, como es lógico desde el punto de vista de esas mismas ideologías extremistas, la cuestión de la amnistía que fue aprobada en octubre de 1977. Pero la historiadora también ha dejado claro en su libro, lo que significaba esa amnistía, que no significaba sólo una apuesta de perdón de todos los delitos de carácter político del tardofranquismo y de los primeros años de la transición, sino que en realidad se trató de una reivindicación de todas las fuerzas políticas y sociales, de una y otra ideología, con el fin de lograr por fin una reconciliación nacional en todos los órdenes de la vida, pasar página definitiva a una guerra civil que ahora parece querer ser renacida desde esas mismas ideologías extremistas. Un deseo de reconciliación, en fin, que había nacido ya en la misma posguerra, como reconoce la autora: “De hecho, se trata de una reivindicación surgida de los sectores de la oposición en los años de la posguerra. En 1947, el acuerdo firmado en San Juan de Luz entre la Confederación de las Fuerzas Monárquicas y el PSOE, preveía ya la aplicación de una amnistía a los delitos políticos, así como la prohibición de toda forma de represalia. En 1956, el PCE había puesto a su vez en marcha la llamada política de reconciliación nacional, que instaba a las partes a renunciar a todo ánimo de venganza, y que consideraba la anulación de las responsabilidades derivadas  de los dos bandos como el punto de partida de una transición pacífica”.

Fue ese mismo espíritu de reconciliación lo que permitió en 1977 la aprobación del Partido Comunista, y que éste, a su vez, reconociera la bandera rojigualda y la figura del monarca como jefe del estado. Fue, en definitiva, lo que posibilitó la disminución paulatina de toda la violencia política en los años siguientes, excepción hecha del fanatismo terrorista que siguió desarrollando ETA durante los años siguientes. Continúa de estas forma la autora francesa: “Lejos de ser una invención de la transición, la propia posibilidad de la amnistía de 1977, que fija las responsabilidades en una absolución mutua, se debió justamente a esta representación de la Guerra Civil como una matanza entre hermanos en la que la culpabilidad tiene un perfil colectivo y despersonalizado –y fue esta concepción la que arrancó de raíz todo espíritu de revancha-. La sesión parlamentaria  por la que se aprueba la ley de amnistía de 1977 aparece impregnada de ese espíritu de reconciliación y de olvido de las heridas pasadas. Todos coinciden en que lo que procede es borrar, liquidar, cerrar, enterrar y superar los conflictos de épocas pretéritas, rebasando no sólo el pasado dictatorial, sino también la propia Guerra Civil, dado que, como recuerda el líder del PNV, hechos de sangre ha habido por ambas partes. Hubo un momento en que decidimos hacer un pacto, hacer la paz en forma de armisticio, refiere Nicolás Sartorius: yo te absuelvo a ti, tú a mí. La amnistía no es por tanto una miserable propina concedida a los vencidos, por emplear aquí los términos con los que se expresaba Carl Schmitt en 1949, sino la palabra clave de la paz. La amnistía sella el final de la guerra y el principio de la paz. Y si también significaba el olvido, un olvido de todos para todos, un olvido mutuo, es porque viene a clausurar una etapa marcada por los enfrentamientos, y a abrir otra opuesta en todos los extremos a la anterior, dado que las voces que se emplean para definirla son ahora las de paz, entendimiento, calma, confianza, convivencia y esperanza. De lo que se trata es de dejar a un lado los enfrentamientos anteriores, cuyo recuerdo activo bloquea la reconstrucción del vínculo social, y de excluir del ámbito presente los conflictos del pasado a fin de elaborar un futuro compartido. De este modo, la amnistía se percibe como un punto de partida de la democracia, como su presupuesto ético-político, por emplear la expresión del representante de UCD. En este sentido, la amnistía general de 1977 es ante todo simbólica, el gesto fundador de una reconciliación nacional que da significación al futuro y establece a su vez el verdadero inicio de la construcción de la democracia.”

Aunque la cita es demasiado larga, la considero interesante porque sugiere, desde el punto de vista incluso de alguno de sus actores de izquierda, lo que realmente se pretendía en aquella amnistía, y que ahora pretenden tergiversar algunos recalcitrantes herederos de aquella izquierda más extremista. Tanto el PSOE como el PCE supieron estar a la altura en aquellas circunstancias, porque supieron que actuar de otra forma hubiera sido repetir otra vez los mismos hechos violentos que han iniciado siempre en España aquellos periodos históricos en los que se había intentado una cierta revisión democrática, desde la Revolución Gloriosa de 1869-1874 a la proclamación de la Segunda República en 1931; unos hechos violentos que significaron en parte, a la postre, su propia derrota. “¡No es esto! ¡No es esto!”, fue lo que repitió Ortega y Gasset, uno de los fundadores de la Agrupación al Servicio de la República, en octubre de 1931, pocos meses después de la proclamación de esa República que para entonces, apenas seis meses después de su proclamación, ya había efectuado esa deriva violenta contra sus enemigos.



Etiquetas