sábado, 26 de enero de 2019

EL MUSEO NAVAL DE LAS PALMAS. UN PEQUEÑO PERO INTERESANTE DEPÓSITO DE LA HISTORIA DE ESPAÑA


Algunos museos, a pesar de su aparente humildad, esconden en sus salas algunos objetos interesantes que son la prueba viva de la historia de este país llamado España, un país que, por otra parte, es una de las naciones más antiguas del mundo, a pesar de que desde algunos lugares, y desde algunas ideologías, se nos quiere hacer creer lo contrario. Este es el caso del Museo Naval de Las Palmas, que se encuentra en el Arsenal de la capital canaria, motivo que lo ha convertido en uno de los más desconocidos, pero a la vez uno de los más interesantes, de todo el archipiélago. El museo recoge en sí mismo la historia de la Zona Marítima de Canarias, desde la ubicación en la ciudad, en 1916, de la Comandancia de Marina, pero cuenta también con algunos objetos anteriores, que permiten conocer al visitante diferentes aspectos relacionados con la historia naval de un país que llego a ser, una verdadera potencia militar y política, y que protagonizó, no hay que olvidarlo, la importante gesta universal de los descubrimientos.

              Uno de los reclamos más curiosos para el visitante es su importante colección de maquetas. Maquetas de los diferentes puntos defensivos con los que contaba Las Palmas en los siglos precedentes, que posibilitaron, en algunas ocasiones, el rechazo de las tropas inglesas y holandesas que a lo largo del tiempo intentaron conquistarlas; como en 1797, cuando los canarios lograron rechazar las tropas de Nelson, muy superiores en número. Y también maquetas de barcos, entre los que destaca quizá el Juan Sebastián Elcano, buque escuela de Armada española que todavía hoy surca los mares de todo el mundo, como una escuela flotante de marinos, y que se ha ganado desde hace mucho tiempo el respeto del todas las armadas. También la del San Juan Nepomuceno, un buque de línea que participó en la batalla de Trafalgar, donde fue hecho prisionero por las tropas inglesas del propio Nelson, pero sólo después de que los enemigos hubieran matado a su capitán, el brigadier Cosme Churruca, y también a su segundo comandante, Francisco de Mayúa.


              También es interesante su colección de armas antiguas, relacionadas siempre con la Armada, de armas blancas y armas de fuego, y también algunas armas pesadas, como un torpedo sonar igual a los que fueron utilizados por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, y trajes y escafandras, utilizadas antiguamente para la inmersión a gran profundidad, y entre ellos, una que fue utilizada durante las primeras misiones científicas de la Armada en la Antártida. Además, cuenta el museo con algunos recuerdos interesantes de las últimas colonias españolas en África, Río Muni y el Sahara; entre ellas destacan, por encima de todas, las banderas que fueron arriadas definitivamente en El Aiun y Villa Cisneros, cuando las últimas tropas españolas abandonaron las colonias. De especial interés es la sala dedicada al crucero Canarias, un crucero pesado que se mantuvo activo como tal entre 1931 y 1975, periodo en el que mantuvo una relación especial con esta zona marítima de Las Palmas. Objetos que en buena parte han sido fruto de las donaciones privadas de algunos de sus usuarios, que junto a los objetos procedentes de la propia Comandancia de Marina, han conformado una colección bastante interesante y

              Para finalizar, no quisiera olvidarme de su personal, a cuyo frente se encuentra desde hace poco tiempo el teniente coronel Valeriano Rey Martínez, de Infantería de Marina. Un personal eficiente que ama su trabajo, en mar o en tierra, y que atiende siempre al visitante con la amabilidad y la seriedad que es característica del estamento militar. Gracias a ellos, una parte de la historia de España puede entenderse mejor en las salas de este museo sencillo, tan sencillo cómo interesante e instructivo.   

viernes, 18 de enero de 2019

LA DIÓCESIS DE CUENCA ENTRE LOS SIGLOS XV Y XVI. PODER ECONÓMICO Y RENOVACIÓN ARTÍSTICA (III)


El doctor Eustaquio Muñoz y su capilla




              Sí Gómez Carrillo fue uno de los eclesiásticos más poderosos de la Cuenca de principios del siglo XVI, por razón en parte de su nacimiento, aunque ilegítimo, en el seno de uno de los linajes más importantes de la ciudad, y también por su propia personalidad, algo parecido habría que decir del doctor Eustaquio Muñoz, aunque en este caso el origen familiar debió pesar menos, por más que perteneciera también a una importante familia de origen aragonés, pero asentada en la provincia conquense desde varios siglos antes, la de los barones de Escriche. Ambos religiosos compartían amistad y peripecias biográficas, y eligieron para pasar a la posteridad un mismo espacio sagrado, una misma zona cultual dentro de los muros de la catedral de Cuenca. De esta manera describe Anselmo Sanz Serrano la forma en la que el doctor Muñoz se decidió a construir su capilla, justo al lado de la que por aquel entonces acababa de renovar el propio Gómez Carrillo:
              “Fue compañero de cabildo y tuvo buena amistad con don Gómez Carrillo protonotario, tesorero y canónigo, reformador de la Capilla de los Caballeros, y viendo que esté prebendado atendía a restaurar la capilla de sus familiares, el deán don Eustaquio se decidió entonces a fundar también una capilla próxima al lugar de la de los Carrillo y Albornoz. Dieron comienzo las obras en el año 1537, y en virtud de una bula del Papa Pablo III, anexionó a esta capilla don Eustaquio Muñoz el curato de Alcantud y una prestamera en Valdecabras, que le pertenecían por ser familiar de los barones de Escriche.”

              Tal y como hemos dicho, Eustaquio Muñoz había nacido en el seno de un importante linaje aragonés, los Sánchez Muñoz, barones de Escriche, cuyo origen hay que remontarlo al año 1171, durante la conquista de Teruel, la Tirwal de los musulmanes, por las tropas del rey Alfonso II el Casto. En aquella acción de guerra participaron también algunos caballeros castellanos, y entre ellos Munio Sancho, señor de La Hinojosa, en la sierra soriana, a quien el monarca le compensó con la antigua villa de Escriche, dándole además este título, que en Castilla sería comparable con el señorío. Al menos dos de sus hijos, Pascual y Martín Sánchez Muñoz, volverían de nuevo a Castilla, incorporados a las tropas enviadas por los sucesivos reyes aragoneses, Alfonso II y Pedro II, para luchar al lado de su primo, Rodrigo Ximénez de Rada, arzobispo de Toledo y consejero del rey Alfonso VIII, teniendo un peso importante en la batalla de Las Navas de Tolosa, en 1212.

              A partir de este momento, los miembros de la familia Sánchez Muñoz se fueron extendiendo por toda la provincia de Teruel, pasando también a las provincias limítrofes de Valencia y Cuenca. En concreto, fue en la segunda mitad del siglo XIII cuando los hermanos Pascual y Martín Sánchez Muñoz, hijos del segundo barón de Escriche, Pascual Sánchez Muñoz, el anónimo caballero que había estado en la batalla de Las Navas, y hermanos del siguiente barón de Escriche, Gil Sánchez Muñoz, abandonaron la provincia de Teruel para instalarse definitivamente en la cercana serranía de Cuenca. Martín Sánchez Muñoz se afincó entonces el pueblo conquense de Valdemeca. Casado con una hermana del primer señor de Cañete, Juan Hurtado de Mendoza, sus descendientes, los Muñoz y los Muñoz Cejudo, se fueron extendiendo por otros pueblos cercanos (Tragacete, Uña, Buenache de la Sierra, …), gracias a las posibilidades que la sierra les ofrecía para el desarrollo de la ganadería, de modo que con el tiempo llegarían a convertirse también en uno de los linajes conquenses más importantes de la provincia.  


              Eustaquio Muñoz había nacido en 1469 en el pueblo de Buenache de la Sierra (Cuenca), y en los años iniciales del siglo XVI era uno de los miembros más destacados del cabildo diocesano conquense. En este sentido, y aunque Anselmo Sanz Serrano, basándose en otros cronistas anteriores, afirma que fue deán del cabildo, Jesús Bermejo, basándose a su vez en las actas capitulares, niega este hecho. Sí fue, sin embargo, inquisidor ordinario del tribunal conquense. Hombre de letras, tal y como se desprende de su testamento, conservado en el Archivo Diocesano de Cuenca, parece ser que escribió una historia de la ciudad y una biografía de San Julian, obras ambas que actualmente se consideran desaparecidas. En 1521, durante el conflicto de las Comunidades, su casa fue quemada por los revolucionarios. Falleció en 1546, y a su muerte donó toda su biblioteca, compuesta por numerosos libros que se hallaban profusamente anotados, con múltiples referencias remarcando los márgenes, al colegio mayor de San Bartolomé de la Universidad de Salamanca, en donde había estudiado. De sus títulos se desprende que también era aficionado a temáticas de carácter científico, como la astronomía y la cosmografía. Jesús Bermejo, en su monografía sobre la catedral de Cuenca, destaca su fuerte personalidad, en el seno de un cabildo diocesano que en aquella época estaba formada por hombres realmente doctos e influyentes:
              “Uno de los hombres de más acusada personalidad entre los capitulares, realmente importantes, que formaron el Cabildo de Cuenca, durante toda la primera mitad del citado siglo. De la intensidad desarrollada por él dentro del ámbito de la vida capitular, tenemos un elocuente y continuado testimonio en las actas capitulares de su tiempo, que nos lo muestran interviniendo en casi todos los actos, decisiones y comisiones importantes del Cabildo. Era de agudo ingenio y tenía una profunda formación humanística. “

              Tal cómo hemos dicho, la capilla del doctor Eustaquio Muñoz comparte espacio en el plano de la catedral con la capilla de Caballeros, conformando entre las dos un ángulo privilegiado al comienzo de la girola, en la nave del evangelio. Aunque las obras comenzaron algunos años  más tarde que las de la capilla familiar de los Carrillo de Albornoz, su portada es todavía claramente goticista en sus elementos centrales, con un arco polilobulado de factura isabelina, rematado en un espacio adintelado, que sirve de marco a su vez a un universo plateresco de entalladuras, en el que cobran vida multitud de elementos vegetales y animales fabulosos. No sería extraño pensar, pues, tal y como afirma Jesús Bermejo, que esta parte de la capilla hubiera comenzado a trazarse todavía en los primeros años del siglo XVI. Pero no toda la portada de resume a estos elementos de clara tradición gótica, pues se enmarcan a su vez en otro tipo de elementos mucho más renovadores, propios ya del renacimiento. Así lo ha descrito, una vez más, del propio Jesús Bermejo:
              “Destacan, en primer lugar, las tres monumentales columnas estriadas, que son parte fundamental de la composición y división de esta portada. Se aprecia en ellas la singularidad de presentársenos como dos columnas superpuestas, sin mengua de su unidad. En su mitad inferior, las tres son estriadas, y las tres se adornan en su parte superior con un gran mascarón central y otros dos, más pequeños, laterales, que llevan una suave moldura cilíndrica por debajo; y como arrancando de ellos, un gigantesco rosario, tallado en la piedra, que desciende en distintas direcciones, por el centro y laterales de cada columna, en torno a la cual se ven, tallados en bajo relieve, dos brazos de guerrero, que parecen pertenecer a la imaginativa figura del mascarón superior, y se abrazan fuertemente de su columna respectiva.”

              Junto a esta fachada principal hay también una segunda fachada, o un segundo cuerpo, que se corresponde con la reja del comulgatorio, que se presenta a modo de gigantesco retablo en piedra. En el centro del retablo, sobre el comulgatorio, aparece un nicho con una elegante imagen de la Virgen con el Niño en brazos, y coronando el entablamiento, dos ángeles. A un lado y otro de este nicho central aparecen sendas esculturas de San Jerónimo y San Juan Bautista. Mientras tanto, en el cuerpo inferior de este retablo pétreo, rodeando el comulgatorio, y enmarcados en cariátides, otros dos nichos, en los que figuran Tobías, con traje de peregrino y con un perro a su izquierda, y San Rafael, con túnica, capa y báculo. Todo ello se enmarca en un cuerpo superior, que abarca toda la fachada, con un friso de crestería qué ocupa la totalidad de la cornisa. Sí la primera parte de la fachada se relaciona todavía, como hemos visto, con el arte goticista y plateresco, esta segunda parte es ya puramente renacentista. 
             Por su parte, el interior es también claramente clasicista, aunque algunos de sus elementos nos siguen recordando todavía el plateresco de la fachada. Este dominio renacentista se puede apreciar sobre todo en la profusa ornamentación de las ménsulas que soportan la bóveda, formada por más de cincuenta casetones, y en las cuatro figuras que, talladas de cuerpo entero, aparecen grabadas en las enjutas del arco central.
              Toda la decoración de la capilla se debe al escultor Diego de Tiedra, que por aquellas fechas acababa de llegar a Cuenca, para renovar la aletargada escuela conquense de escultura, dominada en ese momento por Antonio Flórez y su hijo, Diego. Es muy probable que fuera llamado por el propio Muñoz para ello, pues se trata ésta de la primera obra conocida que este tallista realizó en la ciudad del Júcar. Fue además entallador y arquitecto, e incluso tallador de la casa de la moneda, y es también el autor del altar mayor de la capilla, también de estilo plateresco. En el nicho central figura una representación en bulto redondo de la Virgen con el niño en brazos, rodeadas ambas figuras por los dos Santos Juanes, también niños. En el coronamiento figura del Padre Eterno, en altorrelieve, y en el banco, en bajorrelieve, Cristo yacente. Y rodeando la figura central hay también sendas calles laterales, separadas de aquéllas y remarcadas por columnas abalaustradas, en las que destacan sobre los diferentes adornos de mascarones y cabezas de cabra, diversos relieves en los que se representan figuras relacionadas con la vida de la Virgen (Santa Ana, San Joaquín, Santa Isabel y Zacarías), tres de los apóstoles (San Pedro, San Pablo y Santiago) y San Cristóbal, como elemento discordante, pues no pertenece a ninguna de las dos tradiciones iconográficas.

              Y también son renacentistas las dos rejas, la de la entrada y la del comulgatorio, que también han sido atribuidas por Jesús Bermejo, como las del contigua capilla de Caballeros, al rejero francés Esteban Lemosín.  
              Pero ni Gómez Carrillo de Albornoz ni el doctor Eustaquio Muñoz, son excepciones en el conjunto del cabildo diocesano de Cuenca. Las crónicas y las actas capitulares nos muestran que también otros eclesiásticos rivalizaron con ellos en sabiduría y personalidad, colocando a la institución conquense en una situación privilegiada dentro de las diócesis españolas. Se podrían citar a otros religiosos que vivieron también por esas mismas fechas: el chantre García de Villarreal, quien había sido comisionado para debatir en Worms con el propio Lutero algunas de las doctrinas del reformador alemán, quien fundó también en la catedral conquense, otra de sus grandes capillas, la de los Apóstoles, construida también en los años veinte de la misma centuria; Miguel de Carrascosa, que fue arcediano de Moya, gran canonista y gobernador del obispado de Cuenca durante los años en los que éste estuvo al frente de Alessandro Cesarini (1538-1542), familiar del Papa y por ello eterno ausente de su cátedra; Rodrigo de Anaya, teniente de deán, quien también probablemente realizaría sus estudios superiores en el mismo colegio de San Bartolomé; el propio Juan del Pozo, fundador del convento de San Pablo,…

              Esta situación privilegiada de este grupo de eclesiásticos, por origen nobiliario, por cultura y por propia personalidad, muchos de ellos fundadores de espacios sagrados dentro y fuera de los límites catedralicios, tal y como se ha visto, tuvieron una vital importancia sobre el arte que en ese momento se estaba realizando en la capital de la diócesis, siendo, como comitentes y mecenas de pintores y escultores, de arquitectos, orfebres y rejeros, los grandes renovadores del estilo; y la catedral, como principal templo de la diócesis, el gran marco en el que se producía toda esa renovación. Las obras patrocinadas por ellos sirvieron como polos de atracción de los artistas, llegados en algunas ocasiones desde otras partes de España, o directamente desde más allá de los Pirineos, artistas que traían consigo el nuevo estilo renacentista, influyendo de esta manera, en los estudios de los pintores y escultores locales. Pocos años después, el goticismo será definitivamente abandonado también por los autores autóctonos.
              De esta forma, el renacimiento como forma de belleza, se iría asentando poco a poco en el obispado de Cuenca, al principio de manera tímida, rivalizando con el gótico, tal y como se ha podido ver en la capilla Muñoz, en cuya portada se superponen los elementos góticos, platerescos y puramente renacentistas. Sin embargo, poco tiempos después, en los años intermedios del siglo XVI, serían ya las formas puramente clasicistas las que terminarían por triunfar definitivamente. El llamado Arco de Jamete, situado en el brazo izquierdo del crucero, contiguo a las capillas de Eustaquio Muñoz y de Gómez Carrillo de Albornoz, es una clara muestra ya del triunfo del renacimiento, ahora claramente consolidado. Concebido como entrada principal al claustro, fue mandado hacer por el obispo Sebastián Ramírez de Fuenleal a partir del año 1545, aunque la obra continuó también durante el obispado de su sucesor, el prelado Miguel Muñoz (1547-1553). Su autor, el escultor Esteban Jamete, fue uno de los artistas de más fuerte personalidad que trabajaron por aquellas fechas en la ciudad de Cuenca, lo que le llevó a ser procesado varias veces por el tribunal de la Inquisición. Francés de origen, oriundo de Orleans, había trabajado antes en Toledo con Diego de Siloé y Alonso de Covarrubias, y con Andrés de Vandelvira en Úbeda (Jaén), así como también en el pueblo natal de este último, Alcaraz (Albacete).

              Y también renacentista, pero de un renacimiento ya mucho más avanzado, será la capilla del Espíritu Santo, fundada por los Hurtado de Mendoza en el claustro y reformada a partir de 1561 por Francisco de Mendoza, arcediano de Toledo y de Moya, así como también el propio claustro catedralicio. De carácter puramente herreriano ambos espacios, y relacionados en un principio con el arquitecto albaceteño Andrés de Vandelvira, uno y otro, capilla y claustro, serían realizadas en realidad por el italiano Juan Andrea Rodi,

viernes, 11 de enero de 2019

LA DIÓCESIS DE CUENCA ENTRE LOS SIGLOS XV Y XVI. PODER ECONÓMICO Y RENOVACIÓN ARTÍSTICA (II)


Gómez Carrillo de Mendoza y la Capilla de Caballeros




              Cuando en la segunda mitad del siglo XV se decidió ampliar la catedral de Cuenca por el lado de la cabecera, rodeando el ábside antiguo con una girola que permitiera deambular por detrás del nuevo altar mayor desde una nave a la otra, no hubo más remedio que destruir las capillas que hasta entonces se encontraban en los ábsides laterales. Acabada a la obra, por lo tanto, se tuvo que buscar un nuevo emplazamiento para esas capillas de patronato particular, algunas de las cuales pertenecían a las familias más importantes de la sociedad conquense. Una de esas capillas era la que venía rigiendo la familia Albornoz al menos desde los años intermedios del siglo XIV, pues aparece ya documentada en el testamento del propio cardenal Gil de Albornoz, tal y cómo recogen tanto Mateo López, en sus Memorias históricas del obispado de Cuenca, como Jesús Bermejo, en su magno estudio sobre la catedral, que publico en 1976.
              Existe también otra referencia de archivo, que también recoge el propio Jesús Bermejo, referente a una fundación anterior de la capilla, que se remontaría, como mínimo, a los años del padre del cardenal, don García Álvarez de Albornoz. Según estas referencias, existían ya en el siglo XIV, adscritas a ella, menos cinco capellanías, fundadas por el propio García Álvarez de Albornoz, por su esposa, Teresa de Luna, y por el hijo, el propio cardenal, a las que se añadirían ya en los años siguientes las fundadas por otros familiares, y que fueron recogidas en sendas ordenaciones de capellanías, que se hicieron a lo largo del siglo XV, durante el tiempo de los prelados Juan Cabeza de Vaca  (1390-1403) y Lope de Barrientos (1440-1469).
              Tal y como se ha dicho, la capilla se encontraba antiguamente en uno de los ábsides de la catedral vieja, que tuvieron que ser derribados al trazar la nueva girola, por lo que en el mes de noviembre de 1517 se reunía el cabildo diocesano en pleno, con el fin de determinar las condiciones por las que se debía realizar la nueva capilla. Ésta se hallaba frente a la capilla mayor, donde en aquel tiempo se encontraba también el coro, en el lado del Evangelio, y justo en el arranque por ese lado de dicha girola. Para entonces, a la vieja capilla ya se le llamaba Capilla de los Caballeros. Precisamente, uno de los canónigos que estaban presentes en aquella reunión era Gómez Carrillo de Albornoz, hermano de padre de Luis Carrillo de Albornoz, quién era en ese momento cabeza del linaje, y titular por ello de aquel espacio sagrado. Dice así le documento en cuestión:
              “Paresció presente el magnifico señor Luis Carrillo de Albornoz, señor de la casa de Albornoz e de las viñas de Torralba e Beteta, e alcalde mayor de los fijosdalgo de Castilla, e dixo a los dicho señores que bien sabían como él tenía la dicha Iglesia de Cuenca una capilla muy antigua que le dicen la Capilla de los Cavalleros, en que está sepultado el señor Pedro Carrillo de Albornoz, sus progenitor padre, e Sta. gloria aya, e otros muchos caballeros de su linaje, e que al tiempo que hicieron el trascoro de la dicha Iglesia derribaron mucha parte de la dicha capilla, que no dexaron sino el sitio della. Por ende que les rogava a los dicho señores Provisor e canónigos y cabª le mandasen cerrar como antiguamente estaba puesto que era justo, e sus antepasados la dotaron bien e dieron muchas cosas a la dicha iglesia. E los dicho señores pidieron por md. al dicho señor Luis Carrillo que se fuese a ori misa, e que platicarían en ello. E salido el dicho señor Luis Carrillo, los dicho señores votaron e platicaron en ello como lo tienen de costumbre. E todos los dicho señores, así el dicho señor Provisor el nombre del prelado como administrador de la obra y fábrica de la dicha Iglesia, e los dichos señores canónigos e cavildo se resolvieron e determinaron, justas las causas que ee dicho señor Luis Carrillo de Albornoz faga cerrar la dicha su capilla libremente cómo a su merced paresciera e bien visto le fuere.”
              Antes de proseguir con la descripción y las circunstancias propias de la construcción de la capilla, considero conveniente realizar un pequeño acercamiento a las figuras históricas mencionadas en el documento. Pedro Carrillo de Albornoz en hijo de cierto Gómez Carrillo de Albornoz, conocido en la historiografía como “El Feo” para diferenciarlo de otros familiares del mismo nombre y apellido, y nieto de Alvar Carrillo de Albornoz (quién, por su parte, era el heredero de la casa de Albornoz, cómo nieto que era de Urraca Álvarez de Albornoz, hija a su vez de Alvar García de Albornoz, “el Joven”, y sobrino, por lo tanto, del cardenal). Su madre era Teresa de Toledo, hija del primer conde de Alba de Tormes, Hernán Álvarez de Toledo. Alcalde de los hijosdalgo de Castilla, como lo fueron también otros miembros de su familia, su padre se había convertido en el heredero legal del linaje, a pesar de su origen segundón, después de haber matado con sus propias manos a su hermano, Juan de Albornoz, en un oscuro suceso relacionado con los malos tratos que esté le daba a la madre de ambos , “arrastrándola por los pelos”, tal y como figura en las crónicas. A su muerte, fue su hijo Pedro quien heredó los señoríos de Ocentejo, Beteta y Torralba, y estuvo casado con Mencía de Mendoza, hija de Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, el famoso autor de las coplas, y hermana de Diego Hurtado de Mendoza y de la Vega, primer duque del Infantado, y de Íñigo López de Mendoza Figueroa, primer conde de Tendilla.
              Cuando falleció, heredó todos sus títulos hijo primogénito, Luis Carrillo de Albornoz, quien era el que ostentaba el patronato sobre la capilla en 1517. Éste, igual que su padre y también su abuelo, fue alcalde de los hijosdalgo de Castilla. En el año 1520, cuando estalló en Castilla la revolución de los comuneros contra Carlos I, Luis Carrillo fue el líder de los comuneros conquenses, aunque al poco tiempo se pasaría el bando del futuro emperador, de manera que Cuenca dejó de ser también una de las ciudades que permanecían levantadas contra éste, ya desde algunos meses antes ya de la batalla de Villalar. Son difíciles de precisar los motivos de aquel cambio de bando del noble conquense, aunque más allá de leyendas absurdas, hay que ver en el hecho la triste realidad en la que el movimiento se encontraba en el mes de febrero de 1521, “herido de muerte por las divisiones internas entre los moderados y los revolucionarios”, en palabras de uno de los principales estudiosos del movimiento, el hispanista Joseph Pérez. A su muerte, acaecida a mediados de la centuria, sin haber podido tener descendencia masculina, le sucedió en el título su hija primogénita, Mencía Carrillo de Albornoz y Barrientos, esposa de Gutiérrez de Crdenas, señor de Colmenar, quién era hijo del duque de Maqueda. Otra de sus hijas; Juana Carrillo de Albornoz, emparentó a su vez por matrimonio con Fernando Carrillo de Mendoza, Conde de Priego.  
              Pero la labor real de la reconstrucción de la capilla la llevo a cabo su hermanastro, Gómez Carrillo de Albornoz, canónigo de la catedral, además de protonotario y tesorero mayor del propio cabildo, quien fundo cuatro capellanías más que sumar a las tres que había fundado su hermano, además de la dotación de un sacristán para la capilla. Este Gómez Carrillo de Albornoz en realidad hijo ilegitimo de Pedro Carrillo de Albornoz, pero ello no fue obstáculo para impedirle el disfrute de un gran ascendente sobre la sociedad conquense de la época, aunque su origen oscuro no le hubiera permitido otra cosa que dedicarse el servicio de la Iglesia. A pesar de ese origen ilegítimo, acudió al Colegio de los Españoles de Bolonia, que había fundado el cardenal Gil de Albornoz, al que llegó el 30 de abril de 1486, y en donde permanecería está 1498, después de haber disfrutado de diferentes cargos en el centro: rector, consiliario, consiliario médico y visitador extraordinario.
              Después de unos años de conflictos personales por las autoridades del centro (1490-1494), volvería a destacar con autoridad en el mismo. En 1498, el Papa Alejandro VI encargó a Bernardino de Carvajal, cardenal protector del colegio, la tarea de reformar sus estatutos. A su vez, Carvajal responsabilizó de esta misión a Gómez Carrillo. Éste, como visitador extraordinario, gozaba de poderes especiales para reformar los estatutos y castigar cuándo fue la necesario (“tam in capite quim in membris”). La reforma fue confirmada por Bernardino el Carvajal 31 de julio de 1498. Nada más sabemos de su estancia en Italia. En los primeros años del siglo XVI regresó a Cuenca, portando consigo un ara consagrada, de pórfido, que hizo colocar en el altar de la piedad. El 15 de abril del año siguiente tomó posesión de su canonjía de la catedral de Cuenca, incorporándose con plenos derechos a la familia, pese a su condición de bastardo.  

              Su larga estancia en la península italiana, inmersa ya por aquel entonces en el más puro estilo renacentista, influyó sin duda en la manera en la que debería de hacerse la vieja capilla familiar. Ese nuevo estilo se puede apreciar ya desde su misma entrada, de estilo plateresco clasicista, en la que cobran una fuerza especial los motivos alegóricos, como se puede apreciar sobre todo en el esqueleto, símbolo de la muerte, que la corona, y la expresiva locución latina que figura sobre el dintel: DEVICTIS MIITIBUS MORS TRIUMPHAT. La portada es, cómo se ha dicho, adintelada, con un frontón triangular que abarca toda la anchura del vano y las pilastras que las flanquean, y dos medallones, en los que se representa a San Pedro y San Pablo, flanqueados a su vez con el escudo la familia Carrillo de Albornoz, que está sostenido por dos ángeles. La obra fue realizada por escultor Antonio Flórez. Y también es renacentista la magnífica reja que cierra la capilla por el lado de la epístola, obra del rejero de origen francés Esteban Lemosín, una delicada pieza de orfebrería en hierro, formada por dos cuerpos con montante y cenefas. Destaca el enorme medallón qué hay sobre la puerta de entrada a la capilla de este lado, en el que se representa el misterio de la Anunciación.
              La decoración interior de la capilla es también renacentista, lo que contrasta con la sobria arquitectura de sus bóvedas, todavía góticas cómo corresponde a la propia girola, en la que el recinto de los Albornoz se encuentra inserto. Destaca de toda esta decoración los soberbios sepulcros que se hallan junto a una de sus paredes, en el lado de la epístola, y qué corresponden a los entrenamientos de García Álvarez de Albornoz y Alvar García de Albornoz, el padre y el hermano del cardenal Gil de Albornoz, y que, salvando el decorado arquitectónico en el que se enmarcan, formado por sendos arcos conopiales de clara influencia tardogótica, no se corresponden artísticamente con la época en la que vivieron ambos caballeros, sino con esta otra en la que se reformó la capilla. Ambos sepulcros contrastan bellamente con el todavía goticista enterramiento de la madre del cardenal, Teresa de Luna, que es sin duda el único elemento original que el refundador la capilla dejó en ésta.
              Pero lo más claramente renacentista de toda la capilla es la pintura de sus tres altares, que son obra del pintor manchego Fernando Yáñez de la Almedina. Las dos pinturas laterales son La adoración de los Reyes y El entierro de Cristo, conocido también este último cómo La piedad (se trata del mismo en el que el tesorero depositó el ara de pórfido que se había traído desde Italia). Y en el altar mayor se encuentra también un impresionante retablo, digno de admiración, en cuyo lienzo central se representa La Crucifixión, con Cristo entre los dos ladrones. Sobre el autor, hay que decir que este ha sido considerado como uno de los principales introductores en España de las fórmulas propias del cuatrochento italiano, que había aprendido el propio Leonardo da Vinci, con lo que pudo haber colaborado incluso en la desaparecida Batalla de Anghieri, y también, según algunos autores, de Rafael. Aunque después de su regreso Italia, el artista había estado trabajando antes en Valencia, con Hernando de los Llanos, no sería extraño que el canónigo Carrillo de Albornoz pudiera haberlo conocido en la propia península italiana, y qué sería este hecho el que le hubiera movido al sacerdote a reclamarle, entre 1525 1531, a la ciudad del Turia, donde entonces encontraba, para que pudiera terminar la decoración pictórica de su capilla. En este sentido, otros críticos también ven en la obra del manchego ciertas reminiscencias del pintor italiano Filippino Lippi, lo que nos lleva a pensar una estancia del manchego no sólo en Florencia, sino también en Roma.
              En el siglo XVIII, el patronato de la capilla pertenecía a los marqueses de Ariza, a cuya familia pertenecía el obispo para Antonio Palafox, por lo que éste también fue enterrado a su muerte en el interior de la capilla. Y en la actualidad, dicho patronato corresponde a los duques del Infantado.  

viernes, 4 de enero de 2019

LA DIÓCESIS DE CUENCA ENTRE LOS SIGLOS XV Y XVI. PODER ECONÓMICO Y RENOVACIÓN ARTÍSTICA (I)



Cuenca y su diócesis entre los siglos xv y xvi


              Durante el último tercio del siglo XV y toda la primera mitad de la centuria siguiente, la ciudad de Cuenca vivió los momentos culminantes de un gran desarrollo económico el cénit de un poderío que se había venido planteando a lo largo de toda la Baja Edad Media, y qué ya no se lograría en ningún momento más de su historia. Es difícil poder precisar cuáles fueron los motivos que habían llevado a una pequeña ciudad castellana como Cuenca, a ocupar una posición privilegiada en el conjunto de ciudades del reino, con representación en Cortes, pero sin duda los motivos más remotos habría que buscarlos en el mismo año 1177, cuando el monarca Alfonso VIII logró conquistarla, arrebatándosela de esta forma, y ya definitivamente, a los musulmanes. Hay que tener en cuenta que el rey tenía en este momento veintidós años, y está iniciando propiamente su carrera cómo gobernante de Castilla, librado por fin de la dictadura a la que había estado sometido durante los años de su minoría de edad, cuando las dos familias más poderosas de Castilla, los Castro y los Lara, habían rivalizado por el poder, sometiendo al reino a una guerra civil que había paralizado la reconquista hacia el sur.
            
  Cuenca fue por ello la primera ciudad importante que fue conquistada por el joven rey Alfonso, y por ello se convirtió durante mucho tiempo, en una de sus favoritas. En Cuenca nació uno de sus hijos, el príncipe Fernando, que estaba destinado a suceder a su padre en el trono de Castilla, destino que se quebró, sin embargo, después de la temprana muerte de éste en 1211. Y como favorita, Alfonso le dio a Cuenca importantes regalos: la sede catedralicia, a la vera de las antiguas sedes de Ercávica y Segóbriga; un territorio, que ocupaba, y ocupa, una gran espacio a lo largo de toda la serranía conquense; y sobre todo un fuero, que fue espejo de otros fueros posteriores quería otorgando también a otras ciudades y lugares de Castilla, conforme esos lugares si fueran conquistando. Un fuero que, en definitiva, sería el reconocimiento para la ciudad del Júcar de su jurisdicción cómo ciudad de realengo, alejando de ella una parte de la ambición de los nobles castellanos. Sobre estos aspectos, sobre el fuero como marca del poder temporal, sobre la catedral como marca del poder sagrado, y sobre el basto territorio que rodea la ciudad como marca del poder económico, y enlace de los otros dos poderes, es sobre lo que se iría construyendo durante los años siguientes el desarrollo futuro de la ciudad.
              El fuero había alejado de Cuenca a un sector importante de los nobles principalmente a esas familias poderosas de Castilla que habían ostentado todo el poder en el reino durante los lustros anteriores, y también había alejado de ella a las grandes órdenes militares; al menos, las había alejado como poseedores de grandes latifundios, en el sentido en el que después, durante todo el siglo siguiente, sí se llevará a cabo en las nuevas zonas de repoblación que se extendían en los confines de la Mancha y en Andalucía. Las órdenes militares también estarán presentes en Cuenca desde los primeros años de la conquista, es cierto, pero con un poder muy limitado, como también era limitado el poder los nobles en todo el territorio que ocupaba el obispado de Cuenca.   
              Y a falta de esos grandes nobles territoriales, en Cuenca fue tomando forma un nuevo tipo de nobleza, el caballero villano, que estaba formado por aquellas familias que, descendientes en muchas ocasiones de aquellos guerreros que habían participado con el rey Alfonso en la conquista de la ciudad, se fueron convirtiendo paulatinamente en la oligarquía que regía sus designios, familias que fueron copando en las regidurías y el resto de los cargos concejiles. Y al mismo tiempo, también por aquellas otras familias que se fueran ennobleciendo a lo largo de los siglos siguientes, en virtud los beneficios producidos por ese extenso territorio que también, de alguna manera, formaba parte de la propia ciudad. En este sentido, hay que tener en cuenta que los monarcas de la dinastía Trastámara habían dirigido varias disposiciones en el sentido de que la práctica de la ganadería no era uno de los oficios que imposibilitaban la incorporación de las familias a las clases privilegiadas. Este hecho posibilitó la aparición en la ciudad, además del nobiliario Cabildo de Caballeros y Escuderos, que bajo la advocación del Espíritu Santo existía ya desde los años siguientes a la conquista, la aparición del Cabildo de Caballeros Guisadas de Caballo, formado por ese otro tipo de caballeros vinculados a la riqueza ganadera, con el fin primordial de defender la serranía en la que pastaban sus ganados. Con el tiempo, ambas cofradías terminarían por unirse.
              Así pues, sí bien la ciudad de Cuenca se había visto desde el primer momento de su conquista libre de una jurisdicción señorial, las élites nobiliarias conquenses, enriquecidas en gran parte gracias a la ganadería, y a los derechos que generaba esa ganadería, fueron copando una red   señorial de gran importancia por toda la sierra y también por la alcarria, alrededor de esos terrenos que seguían siendo de la ciudad de Cuenca. La familia fue paradigmática en este sentido. Descendiente de uno de los caballeros que habían participado en la conquista de Cuenca, Gómez García de Aza (de origen borgoñón y navarro, señor de Aza, Ayllón y Roa), fue premiado por su participación en la conquista de Cuenca con el señorío de Albornoz Su hijo, Fernán Gómez de Aza, segundo señor de Albornoz, cambió el apellido familiar, adoptando de esta forma el nombre de su villa, e iniciando de esta forma un linaje que en el siglo XIV, sobre todo, era el más importante de la ciudad, y uno de los más señeros de Castilla. La familia, con el tiempo, fue obteniendo nuevos señoríos, de tal forma que durante la primera mitad del siglo XV, la última descendiente directa del linaje, María de Albornoz, poseía por ella misma más de treinta señoríos, distribuidos por todo el norte de la provincia de Cuenca.
              Ya en el siglo XV, durante las guerras nobiliarias que asolaron primero el reino de Juan II, y más tarde también durante las guerras civiles entre Enrique IV y sus hermanos, nuevas familias se vinieron a asentar también en los lugares cercanos a la ciudad de Cuenca, emparentando con las élites antiguas, e incorporándose de esta forma con esa oligarquía conquense. Surgieron así nuevos linajes, como los Carrillo de Albornoz (surgido a raíz de la unión matrimonial entre Gómez Carrillo y Castañeda, señor de Ocentejo y de Paredes, y ayo del futuro rey Juan II, y Urraca Álvarez de Albornoz, señora de Portilla y hermana del cardenal Gil de Albornoz) o los Acuña. También es paradigmático de esta nueva situación el caso del señor de Buendía, Lope Vázquez de Acuña, descendiente de un linaje portugués, los Cunha, que habían tenido que emigrar a Castilla a raíz del enfrentamiento dinástico que se produjo en su país entre los infantes, Juan y Dionis, y la nueva dinastía Avis, Por sus servicios de la corona de Castilla, y en recompensa por el abandono que había tenido que hacer de sus posesiones en el país vecino, Enrique IIIle entregó los señoríos de Buendía y Azañón. Casado con Teresa Carrillo de Albornoz, quien era hija precisamente de los fundadores de este linaje, mencionados más arriba, pasó pronto también a la ciudad de Cuenca, donde ocupó también, como el resto de su familia política, importantes cargos concejiles. Uno de sus hijos, Pedro Vázquez de Acuña fue premiado por infante Alfonso con el condado de Buendía; otro de ellos, Alonso Carrillo de Albornoz, siguió como segundón de la familia la carrera eclesiástica, llegando a alcanzar el arzobispado de Toledo.
              Unos y otros formaron parte de esas nuevas élites que ya en el siglo XV trascienden los límites del obispado conquense, y se van a hacer con el poder también en las más altas instancias del reino. Cortesanos poderosos, como los Hurtado de Mendoza, señores de Cañete, quienes habían ostentado sucesivamente en Cuenca el cargo de guardia mayor de la ciudad, y en la corte también el de montero mayor del rey; a uno de ello, Juan Hurtado de Mendoza, le premió Juan II con el marquesado de Cañete, por sus leales servicios contra el infante de Aragón, Enrique de Villena, y los Reyes Católicos confirmaron la sus descendientes con el mismo título. O como el díscolo y desleal marqués de Villena, Pedro Pacheco, que desde sus territorios manchegos en Belmonte o en Garcimuñoz, o también en la propia del corte, intrigó durante toda su vida, buscando más su propio beneficio personal que el del reino de Castilla. O como el siempre leal Andrés de Cabrera, quien los Reyes Católicos premiaron también con el marquesado de Moya. Estos y otros muchos conquenses formaron las nuevas élites de la ciudad, bien por sí mismos o bien mediante intermediarios, emparentando entre ello, y uniendo sus apellidos de abolengo. Pero también formaron parte de las élites de Castilla.

              De esta forma, en esta época la ciudad de Cuenca logró alcanzar una situación económica que nunca antes había llegado a tener, y que nunca más volverá a alcanzar durante los siglos siguientes. En aquella época, el obispado de Cuenca era uno de los más ricos de todo el reino, llegando a sobrepasar en este sentido incluso a algunos arzobispados. Por este motivo, la rivalidad entre el Papa y el monarca por controlar la diócesis conquense fue importante, tal y como se puede ver en casi todos los nombramientos que se hicieron en este momento. Así, se sucedieron algunos prelados designados directamente desde Roma, como Jacobo Antonio de Veneris (1469-1479) o Rafael Galeote Riario (1493-1518), nombramientos todos ellos muy polémicos, y siempre contestados tanto por el rey como por el propio cabildo. Pero también fueron nombrados algunos miembros destacados de la corte, como Lope de Barrientos (1445-1469), Alonso de Fonseca (1485-1493), o el conquense Diego Ramírez de Fuenleal (1518-1537).
              Y no sólo obispos. También muchos de los canónigos del cabildo, sobre todos los que disfrutaban de las dignidades más importantes, podían disfrutar de unas rentas elevadas, lo que hacía que los segundones de esos linajes nobiliarios y ennoblecidos de la ciudad desearan ocupare aquellas canonjías. No se trataba ya sólo de esas familias de origen conquense: también los se segundones de otras familias ajenas en un primer momento a la ciudad intrigaron para disfrutar de aquellos beneficios, atrayendo así a nuevas familias importantes. De esta forma, de los años finales del siglo XV, y también durante las primeras décadas de la centuria siguiente, abundaran la ciudad fundaciones de nuevos conventos y de iglesias. A mediados del siglo XV ya se había realizado la fundación del convento de benedictinas, por encargo de Nuño Álvarez de Fuente Encalada, chantre de la catedral. En 1504, Álvaro Pérez de Montemayor fundó el convento de la concepción franciscana, y por esas mismas fechas, Juan Pérez de Cabrera ordenaba la edificación del convento de San Francisco y del colegio de latinidad de Santa Catalina. Ambos formaban parte del cabildo diocesano de Toledo, pero eran miembros de sendos linajes importantes asentados desde hacía mucho tiempo en la ciudad del Júcar. Y algunos años más tarde, en 1523, el canónigo Juan del Pozo llevó a cabo la fundación del convento de San Pablo, de dominicos, a la que se añadió en los años siguientes la construcción del homónimo puente de piedra, una obra ciclópea concebida por el mismo religioso con el único fin de poder cruzar la abrupta hoz del Húecar de una manera más sencilla, desde la ciudad al propio convento.
              Son sólo unos pocos ejemplos de esta fiebre constructiva y fundadora, pero suficientes para hacernos una idea de la situación en la que se encontraba la ciudad a caballo de estas dos centurias. De la misma forma, también dentro de los muros catedralicios se va a extender esa fiebre renovadora. Así, la ciudad se convirtió en un importante polo de atracción para los artistas procedentes no sólo de todas las regiones españolas, sino también de Europa: italianos, franceses, flamencos,… Y junto a ellos, también banqueros y comerciantes, llegados al olor de una economía floreciente, basada aún en la ganadería y también, como derivada de ésta, en la creciente industria textil. Y con aquellos artistas llegó también el nuevo arte, el renacimiento, que lleva ya un siglo de desarrollo en otras regiones de Europa, principalmente en la península italiana, pero que en España era todavía prácticamente un desconocido para todos. Pero no solo fueron los artistas extranjeros los que tuvieron una importancia fundamental para que nuestra ciudad se convirtiera en uno de los focos de entrada del nuevo arte en España; también lo fueron los propios comitentes, miembros, como hemos dicho, de la aristocracia conquense.
              De esta forma, si en los años iniciales de la construcción de la catedral de Cuenca, del edificio había sido uno de los primeros puntos de entrada para el nuevo arte gótico en la península, principalmente en el reino de Castilla, gracias sobre todo a la importante participación en su construcción que tuvieron los artífices de origen aquitano y normando que había traído consigo la reina Leonor, ahora, a caballo entre los siglos XV y XVI, la catedral de Cuenca volvía a ocupar un lugar de la relevancia en los nuevos gustos artísticos, procedentes esta vez de la península itálica.