viernes, 4 de enero de 2019

LA DIÓCESIS DE CUENCA ENTRE LOS SIGLOS XV Y XVI. PODER ECONÓMICO Y RENOVACIÓN ARTÍSTICA (I)



Cuenca y su diócesis entre los siglos xv y xvi


              Durante el último tercio del siglo XV y toda la primera mitad de la centuria siguiente, la ciudad de Cuenca vivió los momentos culminantes de un gran desarrollo económico el cénit de un poderío que se había venido planteando a lo largo de toda la Baja Edad Media, y qué ya no se lograría en ningún momento más de su historia. Es difícil poder precisar cuáles fueron los motivos que habían llevado a una pequeña ciudad castellana como Cuenca, a ocupar una posición privilegiada en el conjunto de ciudades del reino, con representación en Cortes, pero sin duda los motivos más remotos habría que buscarlos en el mismo año 1177, cuando el monarca Alfonso VIII logró conquistarla, arrebatándosela de esta forma, y ya definitivamente, a los musulmanes. Hay que tener en cuenta que el rey tenía en este momento veintidós años, y está iniciando propiamente su carrera cómo gobernante de Castilla, librado por fin de la dictadura a la que había estado sometido durante los años de su minoría de edad, cuando las dos familias más poderosas de Castilla, los Castro y los Lara, habían rivalizado por el poder, sometiendo al reino a una guerra civil que había paralizado la reconquista hacia el sur.
            
  Cuenca fue por ello la primera ciudad importante que fue conquistada por el joven rey Alfonso, y por ello se convirtió durante mucho tiempo, en una de sus favoritas. En Cuenca nació uno de sus hijos, el príncipe Fernando, que estaba destinado a suceder a su padre en el trono de Castilla, destino que se quebró, sin embargo, después de la temprana muerte de éste en 1211. Y como favorita, Alfonso le dio a Cuenca importantes regalos: la sede catedralicia, a la vera de las antiguas sedes de Ercávica y Segóbriga; un territorio, que ocupaba, y ocupa, una gran espacio a lo largo de toda la serranía conquense; y sobre todo un fuero, que fue espejo de otros fueros posteriores quería otorgando también a otras ciudades y lugares de Castilla, conforme esos lugares si fueran conquistando. Un fuero que, en definitiva, sería el reconocimiento para la ciudad del Júcar de su jurisdicción cómo ciudad de realengo, alejando de ella una parte de la ambición de los nobles castellanos. Sobre estos aspectos, sobre el fuero como marca del poder temporal, sobre la catedral como marca del poder sagrado, y sobre el basto territorio que rodea la ciudad como marca del poder económico, y enlace de los otros dos poderes, es sobre lo que se iría construyendo durante los años siguientes el desarrollo futuro de la ciudad.
              El fuero había alejado de Cuenca a un sector importante de los nobles principalmente a esas familias poderosas de Castilla que habían ostentado todo el poder en el reino durante los lustros anteriores, y también había alejado de ella a las grandes órdenes militares; al menos, las había alejado como poseedores de grandes latifundios, en el sentido en el que después, durante todo el siglo siguiente, sí se llevará a cabo en las nuevas zonas de repoblación que se extendían en los confines de la Mancha y en Andalucía. Las órdenes militares también estarán presentes en Cuenca desde los primeros años de la conquista, es cierto, pero con un poder muy limitado, como también era limitado el poder los nobles en todo el territorio que ocupaba el obispado de Cuenca.   
              Y a falta de esos grandes nobles territoriales, en Cuenca fue tomando forma un nuevo tipo de nobleza, el caballero villano, que estaba formado por aquellas familias que, descendientes en muchas ocasiones de aquellos guerreros que habían participado con el rey Alfonso en la conquista de la ciudad, se fueron convirtiendo paulatinamente en la oligarquía que regía sus designios, familias que fueron copando en las regidurías y el resto de los cargos concejiles. Y al mismo tiempo, también por aquellas otras familias que se fueran ennobleciendo a lo largo de los siglos siguientes, en virtud los beneficios producidos por ese extenso territorio que también, de alguna manera, formaba parte de la propia ciudad. En este sentido, hay que tener en cuenta que los monarcas de la dinastía Trastámara habían dirigido varias disposiciones en el sentido de que la práctica de la ganadería no era uno de los oficios que imposibilitaban la incorporación de las familias a las clases privilegiadas. Este hecho posibilitó la aparición en la ciudad, además del nobiliario Cabildo de Caballeros y Escuderos, que bajo la advocación del Espíritu Santo existía ya desde los años siguientes a la conquista, la aparición del Cabildo de Caballeros Guisadas de Caballo, formado por ese otro tipo de caballeros vinculados a la riqueza ganadera, con el fin primordial de defender la serranía en la que pastaban sus ganados. Con el tiempo, ambas cofradías terminarían por unirse.
              Así pues, sí bien la ciudad de Cuenca se había visto desde el primer momento de su conquista libre de una jurisdicción señorial, las élites nobiliarias conquenses, enriquecidas en gran parte gracias a la ganadería, y a los derechos que generaba esa ganadería, fueron copando una red   señorial de gran importancia por toda la sierra y también por la alcarria, alrededor de esos terrenos que seguían siendo de la ciudad de Cuenca. La familia fue paradigmática en este sentido. Descendiente de uno de los caballeros que habían participado en la conquista de Cuenca, Gómez García de Aza (de origen borgoñón y navarro, señor de Aza, Ayllón y Roa), fue premiado por su participación en la conquista de Cuenca con el señorío de Albornoz Su hijo, Fernán Gómez de Aza, segundo señor de Albornoz, cambió el apellido familiar, adoptando de esta forma el nombre de su villa, e iniciando de esta forma un linaje que en el siglo XIV, sobre todo, era el más importante de la ciudad, y uno de los más señeros de Castilla. La familia, con el tiempo, fue obteniendo nuevos señoríos, de tal forma que durante la primera mitad del siglo XV, la última descendiente directa del linaje, María de Albornoz, poseía por ella misma más de treinta señoríos, distribuidos por todo el norte de la provincia de Cuenca.
              Ya en el siglo XV, durante las guerras nobiliarias que asolaron primero el reino de Juan II, y más tarde también durante las guerras civiles entre Enrique IV y sus hermanos, nuevas familias se vinieron a asentar también en los lugares cercanos a la ciudad de Cuenca, emparentando con las élites antiguas, e incorporándose de esta forma con esa oligarquía conquense. Surgieron así nuevos linajes, como los Carrillo de Albornoz (surgido a raíz de la unión matrimonial entre Gómez Carrillo y Castañeda, señor de Ocentejo y de Paredes, y ayo del futuro rey Juan II, y Urraca Álvarez de Albornoz, señora de Portilla y hermana del cardenal Gil de Albornoz) o los Acuña. También es paradigmático de esta nueva situación el caso del señor de Buendía, Lope Vázquez de Acuña, descendiente de un linaje portugués, los Cunha, que habían tenido que emigrar a Castilla a raíz del enfrentamiento dinástico que se produjo en su país entre los infantes, Juan y Dionis, y la nueva dinastía Avis, Por sus servicios de la corona de Castilla, y en recompensa por el abandono que había tenido que hacer de sus posesiones en el país vecino, Enrique IIIle entregó los señoríos de Buendía y Azañón. Casado con Teresa Carrillo de Albornoz, quien era hija precisamente de los fundadores de este linaje, mencionados más arriba, pasó pronto también a la ciudad de Cuenca, donde ocupó también, como el resto de su familia política, importantes cargos concejiles. Uno de sus hijos, Pedro Vázquez de Acuña fue premiado por infante Alfonso con el condado de Buendía; otro de ellos, Alonso Carrillo de Albornoz, siguió como segundón de la familia la carrera eclesiástica, llegando a alcanzar el arzobispado de Toledo.
              Unos y otros formaron parte de esas nuevas élites que ya en el siglo XV trascienden los límites del obispado conquense, y se van a hacer con el poder también en las más altas instancias del reino. Cortesanos poderosos, como los Hurtado de Mendoza, señores de Cañete, quienes habían ostentado sucesivamente en Cuenca el cargo de guardia mayor de la ciudad, y en la corte también el de montero mayor del rey; a uno de ello, Juan Hurtado de Mendoza, le premió Juan II con el marquesado de Cañete, por sus leales servicios contra el infante de Aragón, Enrique de Villena, y los Reyes Católicos confirmaron la sus descendientes con el mismo título. O como el díscolo y desleal marqués de Villena, Pedro Pacheco, que desde sus territorios manchegos en Belmonte o en Garcimuñoz, o también en la propia del corte, intrigó durante toda su vida, buscando más su propio beneficio personal que el del reino de Castilla. O como el siempre leal Andrés de Cabrera, quien los Reyes Católicos premiaron también con el marquesado de Moya. Estos y otros muchos conquenses formaron las nuevas élites de la ciudad, bien por sí mismos o bien mediante intermediarios, emparentando entre ello, y uniendo sus apellidos de abolengo. Pero también formaron parte de las élites de Castilla.

              De esta forma, en esta época la ciudad de Cuenca logró alcanzar una situación económica que nunca antes había llegado a tener, y que nunca más volverá a alcanzar durante los siglos siguientes. En aquella época, el obispado de Cuenca era uno de los más ricos de todo el reino, llegando a sobrepasar en este sentido incluso a algunos arzobispados. Por este motivo, la rivalidad entre el Papa y el monarca por controlar la diócesis conquense fue importante, tal y como se puede ver en casi todos los nombramientos que se hicieron en este momento. Así, se sucedieron algunos prelados designados directamente desde Roma, como Jacobo Antonio de Veneris (1469-1479) o Rafael Galeote Riario (1493-1518), nombramientos todos ellos muy polémicos, y siempre contestados tanto por el rey como por el propio cabildo. Pero también fueron nombrados algunos miembros destacados de la corte, como Lope de Barrientos (1445-1469), Alonso de Fonseca (1485-1493), o el conquense Diego Ramírez de Fuenleal (1518-1537).
              Y no sólo obispos. También muchos de los canónigos del cabildo, sobre todos los que disfrutaban de las dignidades más importantes, podían disfrutar de unas rentas elevadas, lo que hacía que los segundones de esos linajes nobiliarios y ennoblecidos de la ciudad desearan ocupare aquellas canonjías. No se trataba ya sólo de esas familias de origen conquense: también los se segundones de otras familias ajenas en un primer momento a la ciudad intrigaron para disfrutar de aquellos beneficios, atrayendo así a nuevas familias importantes. De esta forma, de los años finales del siglo XV, y también durante las primeras décadas de la centuria siguiente, abundaran la ciudad fundaciones de nuevos conventos y de iglesias. A mediados del siglo XV ya se había realizado la fundación del convento de benedictinas, por encargo de Nuño Álvarez de Fuente Encalada, chantre de la catedral. En 1504, Álvaro Pérez de Montemayor fundó el convento de la concepción franciscana, y por esas mismas fechas, Juan Pérez de Cabrera ordenaba la edificación del convento de San Francisco y del colegio de latinidad de Santa Catalina. Ambos formaban parte del cabildo diocesano de Toledo, pero eran miembros de sendos linajes importantes asentados desde hacía mucho tiempo en la ciudad del Júcar. Y algunos años más tarde, en 1523, el canónigo Juan del Pozo llevó a cabo la fundación del convento de San Pablo, de dominicos, a la que se añadió en los años siguientes la construcción del homónimo puente de piedra, una obra ciclópea concebida por el mismo religioso con el único fin de poder cruzar la abrupta hoz del Húecar de una manera más sencilla, desde la ciudad al propio convento.
              Son sólo unos pocos ejemplos de esta fiebre constructiva y fundadora, pero suficientes para hacernos una idea de la situación en la que se encontraba la ciudad a caballo de estas dos centurias. De la misma forma, también dentro de los muros catedralicios se va a extender esa fiebre renovadora. Así, la ciudad se convirtió en un importante polo de atracción para los artistas procedentes no sólo de todas las regiones españolas, sino también de Europa: italianos, franceses, flamencos,… Y junto a ellos, también banqueros y comerciantes, llegados al olor de una economía floreciente, basada aún en la ganadería y también, como derivada de ésta, en la creciente industria textil. Y con aquellos artistas llegó también el nuevo arte, el renacimiento, que lleva ya un siglo de desarrollo en otras regiones de Europa, principalmente en la península italiana, pero que en España era todavía prácticamente un desconocido para todos. Pero no solo fueron los artistas extranjeros los que tuvieron una importancia fundamental para que nuestra ciudad se convirtiera en uno de los focos de entrada del nuevo arte en España; también lo fueron los propios comitentes, miembros, como hemos dicho, de la aristocracia conquense.
              De esta forma, si en los años iniciales de la construcción de la catedral de Cuenca, del edificio había sido uno de los primeros puntos de entrada para el nuevo arte gótico en la península, principalmente en el reino de Castilla, gracias sobre todo a la importante participación en su construcción que tuvieron los artífices de origen aquitano y normando que había traído consigo la reina Leonor, ahora, a caballo entre los siglos XV y XVI, la catedral de Cuenca volvía a ocupar un lugar de la relevancia en los nuevos gustos artísticos, procedentes esta vez de la península itálica.     

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