Aunque publicado en el año 2002, el libro La imprenta en Cuenca (1528-1679), de
Paloma Alfaro Torres, tiene todavía el valor de un texto que todavía no ha sido
superado por nuevas investigaciones posteriores. Y, sobre todo, de la propia
temática en la que está inserto. Porque la imprenta, desde su nacimiento en
1440, al menos en el mundo occidental, ha estado siempre ligado al mundo de la
cultura y de la civilización. Por eso, conocer de qué manera se desarrolló ese
invento de Johannes Gutenberg en una ciudad pequeña como Cuenca, pero instalada
en aquella época en la efervescencia propia de una actividad económica
creciente, al menos durante el siglo XVI, es conocer también una parte vital de
aquella ciudad renacentista y barroca.
El libro
de Paloma Alfaro surgió a raíz de su propia tesis doctoral, que bajo el título
de Tipobibliografía conquense (1528-1579),
fue defendida en la Universidad Autónoma de Madrid en 1997. En la obra, la
autora hace un recorrido por ciento cincuenta años de imprenta en la ciudad del
Júcar, desde el establecimiento en ella de su primer impresor conocido,
Francisco de Alfaro (no existe ninguna relación familiar entre el impresor y la
autora del libro), llegado hasta ella desde la vecina Toledo, hasta el cierre
definitivo del último taller de la edad moderna, el de Antonio Núñez Enríquez,
sumida ya la ciudad en plena crisis del siglo XVII. Y sin olvidar tampoco los
precedentes históricos, representados por el efímero taller que el calígrafo e
impresor ambulante Álvaro de Castro, estableció en Huete entre 1484 y 1485, en
plena época del libro incunable.
El
conocimiento de la imprenta conquense es complicado de hacer, por la dispersión
de los libros impresos en Cuenca. Por ello, el trabajo de Paloma Alfaro es
mucho más de agradecer por el conjunto de los conquenses. Una imprenta, la
conquense, que siempre ha venido marcada por la existencia, ya desde aquellos
años, de una importante fábrica de papel en la ribera del río Huécar. Y una
imprenta que siempre ha estado vinculada, también, al cabildo diocesano, que se
constituyó ya desde aquellos años en el más importante comitente de los
impresores, a quienes encargó una gran cantidad de trabajos, sermonarios, constituciones
sinodales, libros de devoción,… Pero en esta historia aparecen también otros
personajes importantes de aquella ciudad histórica, que en la primera mitad del
siglo XVI vivía en el cénit de su desarrollo cultural y demográfico. Personajes
ya conocidos por otras investigaciones históricas, investigaciones sobre
diferentes aspectos de nuestra historia; personajes como Fernando de Valdés, el
padre de los gemelos Alfonso y Juan de Valdés, quien, en 1528, firmó un
contrato con los impresores Francisco de Alfaro y Cristóbal Francés, por el que
ambos se obligaba a imprimir cien oficios a la Virgen María, a cambio de un
pago de doscientos reales.
Gracias a
todos estos impresores, que trabajaron en Cuenca en los años gloriosos de
nuestra Edad de Oro, los conquenses pudieron leer las obras de algunos de
aquellos escritores, que fueron gloria de las letras españolas. Escritores como
Jorge Manrique o Lope de Vega, de cuyas obras se realizaron en Cuenca algunas
impresiones más o menos interesantes. Y por otra parte, también las obras de
algunos escritores conquenses vieron la luz por primera vez en aquellos
talleres, a pesar de que la mayor parte de ellos apenas permanecieron abiertas
en Cuenca unos pocos años: el jesuita Luis de Molina, experto teólogo y jurista,
contrario al determinismo y declarado defensor del libre albedrío; el
taranconero fray Melchor de Huélamo, autor de una de las más importantes
historias de la provincia franciscana de Cartagena; el también franciscano fray
Pedro Simón, de San Lorenzo de la Parrilla, uno de los más importantes, y
desconocidos, cronistas de Indias,…
Durante
el siglo XVII, la ciudad de Cuenca va a entrar en una profunda crisis, una
crisis que ya empezaba a vislumbrarse sobre todo desde el último tercio de la
centuria anterior. Y también, como no podía ser de otra forma, la imprenta
conquense empezó también a verse afectada por esa aguda crisis, que en
realidad, por otra parte, no dejaba de reflejar incluso la propia crisis
nacional de toda la imprenta española. En Cuenca, los tipos tienen muestras
claras de desgaste y degradación, y empiezan a abundar también los errores
tipográficos, pese a algunas excepciones importantes, como la del impresor
Salvador de Viader. Sin embargo, son también los años de José de Villaviciosa, conquense
a pesar de su nacimiento en Sigüenza (Guadalajara), poeta burlesco a pesar de
su condición eclesiástica y de ser miembro del cabildo diocesano como arcediano
de Moya (aunque renunció al cargo a favor de uno de sus parientes), y su obra
más famosa, La Mosquea, que fue
impreso por primera vez en 1615 en Cuenca, en la casa de Domingo de la Iglesia.
El propio
Domingo de la Iglesia, junto a su homónimo Julián de la Iglesia, posiblemente
hijo suyo, y al también citado Salvador de Viader, fue uno de los últimos
impresores que mantuvieron su taller abierto en la ciudad del Júcar. Los
primeros lo cerraron en 1637, mientras que Viader mantendría su casa abierta
hasta 1654. Desde entonces, sólo el breve paréntesis representado por Antonio
Núñez Enríquez, entre 1670 y 1679, interrumpiría brevemente un largo silencio,
una etapa histórica sin presencia de la historia en nuestra ciudad, hasta
principios del siglo XIX, momento en el que se establecieron Fernando Antonio
de Lamadrid, primero, a instancias del obispo Antonio Palafox, y más tarde
Valentín Mariana, dando inicio de esta forma a un taller que terminaría por
convertirse en el más duradero de toda la historia de la imprenta conquense,
abarcando buena parte de todo el siglo XIX a través sucesivamente de Pedro y
Manuel Mariana hijo y nieto de Valentín. Sin embargo, esas son ya otras
historias, otros periodos de la historia de Cuenca, ajenos ya a la obra de
Paloma Alfaro.