Este nuevo libro de Ángel Luis López Villaverde, decano de
la Facultad de Periodismo de la Universidad de Castilla-La Mancha, y profesor
de historia contemporánea de la misma universidad, por más que en apariencia
sólo sea la biografía de su propio abuelo, Gervasio Alberto López Crespo, un
maestro republicano asentado en Almagro (Ciudad Real), en realidad es mucho más
que eso. Porque El ventanuco, Tras las
huellas de un maestro republicano es también, para los conquenses, la
biografía de un conquense más, que había nacido en el pueblo alcarreño de
Villaconejos de Trabaque, aunque terminara sus días en un no tan lejano pueblo
manchego, o ciudad, como el autor se encarga de repetir a lo largo de sus
páginas, a la que le llevó su profesión. Y para todos los lectores, en general,
se trata de una investigación más profunda, sobre cómo se vivió la república y
la guerra civil en esa ciudad encajera.
Porque en
realidad, las investigaciones del profesor López Villaverde van mucho más allá
de los datos personales que suponen una biografía, la biografía de sus propios íorígenes
familiares. El autor, a lo largo de las páginas de este nuevo libro, amplia el
foco de sus intereses para ofrecer al lector algunos datos interesantes que van
mucho más allá de ese recorrido personal del maestro republicano. Así, el
biógrafo se convierte en historiador, en toda la extensión de la palabra,
aproximándonos una vez más, pero desde otro punto de vista, a lo que en
realidad ha sido siempre sus verdaderos intereses historiográficos: la segunda
república, la guerra civil, la primera posguerra,… Hace ya casi cincuenta años
que el historiador italiano Carlo Ginzburg demostró, con su libro El queso y los gusanos, que la
microhistoria puede ser también una buena forma de hacer historia “con mayúsculas”.
Quiero
hacer sobre todo hincapié en una de las aseveraciones de López Villaverde: la
guerra civil puede y debe ser contada, debe ser conocida por las generaciones
actuales, porque sólo el conocimiento del pasado puede evitar que el dolor de
la historia vuelva a repetirse. La transición, en mi opinión, no buscó en
realidad un pacto de silencio sobre ese pasado que supone la guerra civil, y la
prueba es que, a partir de ese momento, el número de libros publicados sobre
esta etapa de nuestro pasado ha seguido aumentando paulatinamente. La
transición, lo que buscó en realidad, fue un pacto de perdón, de reconocimiento
mutuo de culpabilidad y de victimismo. Culpabilidad y victimismo que no debe
entenderse nunca de un cincuenta por ciento, pero tampoco, como ese cien por
cien para unos y cero por ciento para otros; en realidad, no se trata de
números y de porcentajes, sino de una realidad que está ahí.
Ángel
Luis López Villaverde también recoge en las páginas de su libro esa parte de
culpabilidad que tuvieron unos y otros en el conflicto, en un enfrentamiento
sangriento que nunca debió producirse, por más que, como él dice, todo fue
producto del levantamiento militar del 18 de julio. Los tres primeros capítulos
de la tercera parte del texto (bajo el título de “Violencia roja y azul”) son
bastante clarificadores en este sentido. En efecto, hubo una violencia roja y
otra violencia azul en los primeros meses de la guerra, que el autor trata de
explicar desde el punto de vista antropológico en el capítulo siguiente de esa
misma parte, titulado “A sangre y fuego”; como el libro de relatos ambientados
en la guerra que escribió Manuel Chaves Nogales. La cita es amplia, pero
clarificadora de lo que pasó en España en 1936:
“La pregunta es, ¿cómo explicar tales atrocidades
en un contexto bélico o posbélico? La filósofa de origen judío Hannah Arendt,
explicó el terror y el horror nazi, el comportamiento de sus dirigentes,
mediante el principio de la <>, según el cual no
era necesario tener una personalidad diabólica para convertirse en un asesino
de masas si las circunstancias eran propicias para la irracionalidad política.
Es perfectamente extrapolable al caso español, en ambas retaguardias. Durante
la Guerra Civil, señalar al enemigo fue el primer paso para aceptar la
violencia como algo irreversible y necesario… Durante la Guerra Civil, el
enemigo era colectivo. Los revolucionarios señalaban al enemigo de clase, al
propietario o, genéricamente, al poderoso, en cuyas manos descansaba el control
de la vida material o espiritual. Ahí se incluía también al religioso, una
presa fácil para el verdugo si era fraile o monje, al concentrarse en un
espacio físico, el convento o el monasterio, aislado del entorno. En la otra
retaguardia, los contrarrevolucionarios marcaban como tal al obrero, en
particular al huelguista, y a quien competía con el clérigo en su cruzada
religiosa con un apostolado de valores cívicos y republicanos, el maestro y el
masón. Naturalmente, aunque colectivo, ese enemigo tenía rostro. El azar -de
estar en una u otra retaguardia-determinó el orden de muchas víctimas y
verdugos. Tras ver la sangre derramada durante el verano de 1936 por milicianos
frentepopulistas en la republicana o por milicias falangistas o requetés en la
sublevada, puede deducirse que muchos de quienes dispararon o fueron
asesinados, hubieran podido intercambiar los papeles de ser otra la autoridad
militar a su frente. Sin la sublevación del 18 de julio nada hubiera ocurrido
como lo hizo. No estaba nada escrito ni predeterminado. No sirve para rebajar
responsabilidades, pero sí para contextualizar lo ocurrido.”
Si estoy
plenamente de acuerdo en casi todo lo que escribe el profesor López Villaverde,
no puedo dejar de manifestar mi desacuerdo con alguna de las frases que
aparecen en el prólogo de Luis Arroyo Zapatero, profesor de derecho penal en la
misma Universidad de Castilla-La Mancha, de la que fue durante muchos años
rector y ahora sigue siendo rector honorario: “Cuando por razones severas se apaga la luz de la civilización y sus
controles, los criminales campan por sus respetos, como lo vemos cuando en las
grandes metrópolis cae el alumbrado durante horas… Como penalista lo tengo
claro: el responsable principal, el mayor, es el que apaga la luz.” Cuando
se comete un crimen -él, como penalista, lo sabe-, el verdadero culpable es el
que ha cometido el crimen, no el que ha apagado la luz para facilitar su impunidad.
Pero siguiendo con su metáfora, quizá se podría decir que incluso antes de que
nadie apagara la luz de la civilización en 1936, habían saltado ya los plomos,
a partir del mismo 1931, por su exceso de intensidad en la corriente eléctrica.
Más allá del hecho de que las primeras quemas de iglesias, en algunas ciudades,
se habían realizado ya durante el primer año de la república, se pueden citar
incluso las palabras de alguien tan poco sospechoso contra la república, al
menos en un primer momento, como fue José Ortega y Gasset. “No es eso, no es eso”, gritaba el ensayista español, uno de los
intelectuales que firmaron en 1931 el manifiesto a favor de la república,
cuando empezaba a darse cuenta de hacia dónde caminaba el nuevo régimen.
López
Villaverde, en fin, deja bastante clara su postura ideológica en todo este
asunto de la guerra civil, y lo hace, desde luego, desde la honestidad
intelectual, algo que se le debe pedir a todos los historiadores, aunque no
siempre se cumple, desde un lado y otro del espectro ideológico. Y sin
necesidad de buscar culpables, más allá de los propios hechos estudiados. Los
historiadores debemos ser notarios de la historia, no fiscales ni abogados,
porque al final, como escribió el propio Ortega y Gasset, cada uno es, además
de sí mismo, las circunstancias en las que le ha tocado vivir.
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