Como ya he dicho en más de una ocasión, es necesario seguir
insistiendo una y otra vez en esos temas que, conocidos y publicados, siguen
siendo fruto de polémicas y de falsas historiografías, aunque sólo sea para
poder desterrar, de una vez por todas, los mitos, las leyendas, que todavía
circulan alrededor de nuestra semana mayor. Y es que todavía, en algunas
publicaciones, siguen apareciendo como hechos reales algunos mitos ya antiguos,
que los nuevos conocimientos que se tienen de la Semana Santa están dejando ya
de lado, y que han sido muchos sobre todo en estas dos décadas del siglo XXI (véase,
si no, por ejemplo, la última guía publicada por José Luis Muñoz, que abunda en
datos erróneos e inexactitudes). Mitos como el supuesto origen gremial de
nuestras hermandades (nada tienen que ver las hermandades penitenciales,
abiertas, con los gremios, totalmente cerrados), la autoría de algunas de
nuestras tallas (véase las últimas aportaciones sobre la verdadera faceta de
Rabasa como simple intermediario), o la sucesión de procesiones penitenciales
conquenses en los siglos XVI y XVII, hace tiempo demostrada por autores como
Pedro Miguel Ibáñez o yo mismo, pero que todavía son desconocidos por una parte
de nuestros nazarenos.
Por ello,
insistiendo en el mismo tema ya iniciado la semana pasada sobre la antigüedad
de la procesión del Jueves Santo conquense, la más antigua de cuantas conforman
en la actualidad el retablo procesional de nuestra Semana Santa, he querido
rescatar una comunicación presentada en el XXV Simposio del Instituto
Escurialense de Investigaciones Históricas y Artísticas, celebrado en San
Lorenzo del Escorial (Madrid) en septiembre de 2017. En ella se desarrolla, con
más detalle, determinados aspectos de esta antigua procesión, y cómo el viejo
cabildo de la Vera Cruz, entidad encargada, en Cuenca como en el resto de
España, de organizar esta procesión, terminó por convertirse en la actual
Archicofradía de Paz y Caridad, y en todas las hermandades que todavía hoy
conforman esta archicofradía.
Como
digo, hasta hace veinte años, poco más o menos, era bastante escaso lo que en
realidad se conocía de la Semana Santa de Cuenca, o al menos, ésta se basaba
más en una mitología reinventada por literatos, pues los historiadores aún no
habían entrado en una investigación seria y rigurosa del pasado de esta
celebración. Así, fueron surgiendo aspectos que en realidad nada tenían que
vera con la historia de nuestra Semana Santa, como el supuesto origen gremial
de nuestras cofradías. A este respecto, debemos insistir en que una cosa eran
las cofradías gremiales, cerradas para todas aquellas personas que no formaban
parte de los propios gremios o profesiones que las amparaban, y otra muy
diferente las cofradías penitenciales, de carácter abierto, y cuyo principal y
a menudo casi único referente social, era la procesión, en el ámbito temporal
de la Semana Santa. También, en base a una supuesta concordia entre los
religiosos agustinos y los trinitarios, fechada en 1585, se creó en la
penúltima década del siglo pasado un cuarto centenario inexistente, llegando
incluso a dar categoría de decanato, de mayor antigüedad, a una procesión que
en realidad, ahora se sabe, era la más joven de las tres procesiones clásicas
conquenses. El documento trataba de otro tipo de procesiones, como la del
Corpus, y se refería sólo a los propios institutos religiosos aludidos.
Y
reduciendo ahora el conjunto de toda una procesión al detalle de una hermandad
particular, y de un asunto todavía más particular e íntimo de la cofradía, el
tema de la joya que luce la talla de Jesús en el paso de Nuestro Padre Jesús
Orando en el Huerto de la vespertina procesión del Jueves Santo, se ha
convertido ya en un asunto más propio de la leyenda que de la historia. En
efecto, sobre su origen se cuentan hermosas historias, pero absurdas desde el
punto de vista histórico, de ladrones arrepentidos y de tardes románticas de
lluvia abundante, que obligaron a suspender una procesión perdida entre las
brumas del pasado; de milagros, en fin, realizados por una talla de Jesús
orando en el huerto, la antigua que fuera restaurada por Marco Pérez después de
la Guerra Civil, como si con ello, Él hubiera pretendido lucir para siempre esa
medalla de oro y filigrana de plata cada nuevo Jueves Santo.
He leído
incluso en algún lugar historias de un supuesto y desconocido “señor de
Mariana”, dicho así, con ese carácter nobiliario y señorial que nunca tuvo.
Sería interesante investigar el verdadero origen de la joya, datable quizá en
los años finales del siglo XVIII o en la centuria siguiente, y su incorporación
real al paso de este viejo cabildo de la Vera Cruz, pero es más que presumible
que el hecho pueda estar relacionado con cualquiera de los tres secretarios de
este apellido, que se fueron sucediendo a lo largo de casi toda la centuria decimonónica,
tanto en la imprenta familiar como en la secretaría de la propia hermandad:
Valentín (1814-1826), Pedro (1826-1867) y Manuel Mariana (1867-1882), tres
generaciones de impresores y cofrades. Y a todo esto habría que añadir, según un
viejo texto de Ángel Martínez Soriano, que el paso en su conjunto “fue donado por los herederos de los señores
de Mariano”. Sin duda, se trata de un error tipográfico y de concepto, que
debe estar relacionado también con esta familia de impresores.
Afortunadamente,
la realidad ha ido cambiando en los últimos años, gracias a nuevas
investigaciones, realizadas ya con un carácter más científico. Sin embargo,
todavía pueden leerse en algunas publicaciones periódicas, incluso en guías y
otros libros similares, afirmaciones que han sido ya desestimadas por completo
por los historiadores. Mucho queda todavía por hacer, establecer sobre todo
fechas y frecuencias cronológicas, comprobar por ejemplo, de manera fehaciente,
la más que supuesta relación de los franciscanos con el origen de nuestra
Semana Santa, en Cuenca como en el resto de España, de lo que luego hablaremos,
o averiguar las autorías de aquellos pasos que fueron destruidos durante la
Guerra Civil. Pero si queremos avanzar en el conocimiento de nuestro pasado,
como conquenses y como cofrades, lo primero que tenemos que hacer es afianzar
los conocimientos que ya tenemos, desechar por completo todas esas leyendas que
sólo conducen al desconocimiento. Éste y no otro, es el verdadero sentido de
nuestro trabajo, un trabajo de síntesis y de recopilación de los datos que ya
tenemos del cabildo de la Vera Cruz, origen de la actual archicofradía de Paz y
Caridad, que es sin duda, y a pesar de lo que se nos diga, el más antiguo de
nuestra Semana Santa.
Cabildo de la Misericordia
La
primera referencia que tenemos de la existencia de un cabildo o hermandad bajo
la advocación de la Misericordia, se la debemos al medievalista José María
Sánchez Benito, y está fechada en el año 1438. Se trata de una donación
realizada por el concejo de la ciudad a los cofrades de este cabildo, de una
cantidad de tres mil reales para apoyar la construcción de un hospital. Por
supuesto, no se trata todavía de una hermandad de carácter penitencial, sino
puramente asistencial, y ni siquiera sabemos si
era la misma o estaba de alguna manera relacionada con la que, casi cien
años más tarde, surgiría de manera definitiva y tendría como principal
obligación la asistencia a los condenados a la pena capital. En efecto, durante
la celebración de la sesión del ayuntamiento correspondiente al 21 de agosto de
1526, éste solicitaba de Carlos I la autorización real para la creación, bajo
patronato municipal, de un cabido de seglares bajo este mismo título de la
Misericordia, con el fin de enterrar a pobres y ajusticiados. ¿Había
desaparecido el viejo cabildo medieval homónimo? ¿Se encontraba en una
situación crítica, y el ayuntamiento pretendía revitalizarlo con su patrocinio
oficial?
El caso
es que la autorización real no tardaría demasiado tiempo en llegar a la ciudad
del Júcar. En efecto, ya en 1527, el cabildo municipal tomaba nota de que el
emperador Carlos había accedido a la solicitud, y hacía las primeras gestiones
en este sentido. Y la primera de ellas era la de nombrar a su primer prior, en
la persona de uno de los regidores de la ciudad, Juan de Ortega. Claramente
relacionado con este hecho, es un contrato firmado ese mismo año entre este
regidor y cierto Maestro Miguel, cantero vizcaíno que está documentado en
Cuenca durante el primer cuarto del siglo XVI, por el que éste se obligaba a
colocar una cruz de piedra en el Campo de San Francisco, un lugar muy cercano a
la ermita de San Roque, que se había convertido desde el primer momento en la
sede canónica de la nueva cofradía.
Acerca de
este espacio urbano de la Cuenca del siglo XVI, hemos de realizar algunas
consideraciones, pues forma parte del espacio vital de la nueva cofradía, que
se asentó, como se ha dicho, en la ermita de San Roque; un santo, como es
sabido, que precisamente poco tiempo antes, en los primeros años de la
centuria, había cobrado un gran impulso en la fe de todos los creyentes,
sustituyendo a San Sebastián como patrono contra la peste y otras enfermedades
infeccionas. La ermita se hallaba asentada muy cerca, incluso en el propio
compás del convento de San Francisco, una orden religiosa que, también, había
venido impulsando en todo el país la devoción a la Pasión y muerte de
Jesucristo, creando en ciudades y pueblos hermandades de la Vera Cruz, así como
también las procesiones de Semana Santa. Y entre el convento y la pequeña
ermita, allí donde Juan de Ortega había ordenado instalar la cruz de piedra, se
hallaba un espacio abierto, el Campo de San Francisco, lugar donde en la Edad
Media se habían celebrado los torneros señoriales, y donde en aquella época se
llevaban a cabo los ajusticiamientos y los autos de fe inquisitoriales.
Finalmente, sabemos de la existencia muy cerca de allí, en la actual calle José
María Álvarez de Castro (durante mucho tiempo llamada Teniente González), de un
hospital bajo esta misma advocación de la Misericordia, quizá el mismo que había ayudado a construir
el municipio durante la primera mitad del siglo XIV.
Por otra
parte, fue también ese mismo año, 1527, cuando se presentaba una solicitud con
el fin que el ayuntamiento tomara las medidas necesarias para asegurar en el
futuro la pervivencia económica de la nueva cofradía. La solicitud venía
firmada por uno de sus regidores, Fernando de Valdés, por lo que resulta
conveniente incidir algo en la personalidad del solicitante, pues se trata de
una de las personas más incluyentes, social y económicamente, de la Cuenca de
las primeras décadas del siglo XVI. Éste no es otro que el padre de los
conocidos hermanos Alfonso y Juan de Valdés, humanistas ambos, perseguidos
ambos en algún momento por su adscripción al primer erasmismo, de cuyo
fundador, Erasmo de Rotterdam, eran amigos, a pesar de la importante influencia
que ambos tuvieron tanto en la corte del emperador Carlos I, de quien el
primero era uno de sus secretarios, como en la del Papa Adriano VI, de quien el
segundo fue camarero. Fue sin duda el primero, Alfonso, quien actuaría como
intermediario entre la ciudad y el emperador, aprovechándose de la situación de
privilegio que en aquellos momentos mantenía en la corte.
Sobre el
padre hay que decir que éste, a pesar de su origen converso, había sido criado
de Andrés de Cabrera en sus años juveniles (en el sentido en el que hay que dar
a esta palabra en esa época, es decir, “persona
que se encuentra bajo la protección de otra”), y estaba al frente del
partido del primer marqués de Moya en las relaciones de poder de la ciudad. Por
mediación de él, había sido nombrado regidor ya en 1482, año en el que también
había empezado a ejercer el cargo de procurador en Cortes, representando a la
ciudad ante los Reyes Católicos, y permaneció en la regiduría durante cerca de
cuarenta años, hasta 1520. En esta fecha, al menos oficialmente, renunció al
cargo en beneficio de su hijo primogénito, Andrés. Sin embargo, su dimisión no
le impidió seguir asistiendo a las reuniones del cabildo hasta su muerte,
acaecida en 1530.
Dos meses
después de haber renunciado al cargo de regidor, estallaría el conflicto de las
comunidades, que en Cuenca estuvo dirigido por Luis Carrillo de Albornoz, señor
de Torralba y de Beteta, y que no llegaría a tener demasiada importancia en la
ciudad por la rápida desafección de éste, pero que se llevó por delante a
algunos de sus regidores. Fermín Caballero dice que uno de esos regidores fue
precisamente el ya conocido Juan de Ortega, aunque su presencia en el
ayuntamiento seis años más tarde, cuando se crea el nuevo cabildo, y su
nombramiento como primer prior de la cofradía, nos lleva a pensar que el hecho
no es del todo cierto, o que, en todo caso, éste lograría poco tiempo después
el perdón real.
Volviendo
a Valdés, también sobre sus dos hijos más famosos, Alfonso y Juan de Valdés,
debemos decir alguna cosa más. Y es que a ambos, amigos de Erasmo como se ha
dicho, y seguidores de algunas de sus tesis, se les ha atribuido en los últimos
años la autoría de una de las más grandes novelas de la literatura española del
siglo XVI, La Vida del Lazarillo de
Tormes, y de sus fortunas y adversidades. Al primero viene atribuyéndosela
desde hace algunos años la profesora Rosa Navarro Durán, catedrática de
literatura española en la Universidad de Barcelona, especialista en la figura
del erasmista conquense, y ya ha publicado alguna edición crítica de la ya no
tanto novela anónima, bajo la autoría expresa del conquense. Por su parte, al
segundo se la ha atribuido más recientemente el hispanista norteamericano
Daniel Crews, profesor en la Central Missouri State University.
No vamos
a entrar aquí en disquisiciones sobre estilos y maneras de escribir, que han
llevado a dichas atribuciones, y que nada tienen que ver con este trabajo, pero
sí en la relación que el padre tuvo con este tipo de hermandades asistenciales,
pues no fue ésta de la Misericordia la única con la que él se relacionó. Y
también, con el tema principal de la obra literaria, que es la mendicidad. Y es
que Daniel Crews ha demostrado la relación que Fernando de Valdés siempre mantuvo
con este tipo de instituciones religiosas y sociales, que en realidad tan
relacionadas estaban entonces con eso que se ha venido a llamar policía
sanitaria, y cuya solución siempre ha sido uno de los más importantes intereses
de todos los ayuntamientos en la edad moderna.
En este
caso se trataba de la cofradía de San Lázaro (quizá no sea tampoco una
casualidad el nombre del protagonista de la gran novela picaresca, la primera
de este estilo literario), que desde tiempos medievales estaba establecida
extramuros de la ciudad de Cuenca, en el barrio de San Antón, también con un
claro sentido asistencial. Se trata, una vez más, de una advocación que era
común en toda España, y en este sentido, hay que recordar que la palabra
“lazareto” suele designar a ciertos hospitales que durante toda la Edad Media
se fueron estableciendo en lugares apartados de las ciudades, aislados de
ellas, en las que eran asistidos los enfermos que estaban afectados por
enfermedades infecciosas, como la peste.
En el
caso de la hermandad conquense de San Lázaro, y según informa el propio Crews,
en el año 1525, sólo un año antes de que se solicitara la aprobación real para
la nueva cofradía, la mayoralía estaba al cargo también del propio Fernando de
Valdés, quien, como tal, “dirigía las
propiedades y rentas que apoyaban al hospital, y las casas que cuidaban a los
mendigos enfermos, y coordinaba el trabajo de la cofradía asociada. Por su
servicio, Fernando recibió 10.000 maravedíes de la Cámara de Castilla y otros
fondos de la renta de mayoralía.” No debe ser casual tampoco que la ermita en
la que el cabildo tenía su sede estuviera dedicada precisamente a San Roque,
que desde los primeros años de la centuria había empezado a sustituir en toda
España a San Sebastián, como ya se ha dicho, como patrono contra la peste.
Volviendo
al cabildo de la Misericordia, o al cabildo de Nuestra Señora de la
Misericordia, como también se le conoce, sobre todo a partir de mediados de ese
siglo, no son demasiados los datos que tenemos. Destaca entre ellos, cierta
obligación firmada por el carpintero Cebrián de León, fechada el 8 de diciembre
de 1543, por el que éste se obligaba con los cofrades del cabildo a realizar
una obras de acondicionamiento en la ermita de San Roque. También conocemos los
nombres de algunas personas de las que formaban parte de éste, como Francisco
Becerril, autor de la famosa custodia de la ciudad, que sería destruida por los
franceses durante la Guerra de la Independencia; el arquitecto Francisco de
Luna, autor del puente de piedra que fue levantado para unir el convento
dominico de San Pablo con el resto de la ciudad; y el herrero Francisco
Martínez, yerno del escultor e imaginero flamenco, asentado en Cuenca en la
segunda mitad de la centuria, Giraldo de Flugo. Como vemos, personajes que
participan de profesiones diferentes, lo que impide ese supuesto origen gremial
de nuestras cofradías de Semana Santa.