El pasado Domingo de Resurrección se produjeron en Sri
Lanka, la antigua Ceilán, una cadena de explosiones que segaron la vida de más
de trescientas personas, causando también heridas de diversa consideración a
más de quinientas, muchas de ellas de carácter muy grave. Los ataques se
produjeron con dos objetivos muy claros: el turismo y la religión cristiana.
Las bombas estallaron en diversos hoteles de lujo y en algunas iglesias de
Colombo, su capital, y en otras ciudades como Katana y Batticaloa. Los
atentados fueron de tal magnitud, que hasta los terroristas tuvieron miedo a la
hora de atribuirse la acción, cosa del todo ilógica si tenemos en cuenta que lo
que un grupo de estas características pretende en cada uno de sus actos, es
siempre publicitar su lucha entre la comunidad internacional. Pero la
existencia en muchas de esas explosiones de terroristas suicidas y el ataque
contra iglesias cristianas es revelador: detrás de cada una de esas explosiones
no pueden estar más que grupos islamistas de ideología extrema, como el IRIS y
el DAESH. Y en este caso, tal y como ha afirmador el gobierno de Maithripala
Sirisena, que ya ha realizado más de treinta detenciones entre sus miembros,
los islamistas radicales locales del NTJ (National Thowheerh Jamath).
El ataque
contra las iglesias de Colombo, Katana, Batticaloa y Katuwapitya, con toda su
crueldad, por la acción en sí misma y por el día elegido para realizarla, un
día clave para el Cristianismo, que da sentido a todo su pensamiento religioso,
como es el Domingo de Resurrección, no es más que un nuevo ataque contra esta
religión, que es sin duda, tal y como afirman las estadísticas, la más
perseguida actualmente en todo el mundo. Uno de cada doce cristianos en todo el
mundo sufre actualmente persecución por motivos religiosos, y más de tres mil
han sido asesinados sólo en el año 2017, según fuentes que fueron publicadas
por el diario ABC en el mes de enero del año pasado; y es sabido que, desde entonces,
la persecución contra los cristianos, lejos de desaparecer, ha aumentado
considerablemente. Desde luego, resulta muy difícil, tarea exclusiva de
valientes, diríamos, ser cristiano hoy en día en determinados países. Países
como Corea del Norte, donde más de trescientos mil cristianos sufren la
opresión del régimen comunista de Kim Jong Un; Pakistán, donde más de cien cristianos
han sido detenidos sin juicio previo, además de haberse producido entre esa
comunidad setecientos secuestros y más de ochenta violaciones; o Nigeria, donde
habían sido asesinados ya por entonces, recordémoslo, enero de 2018, más de dos
mil cristianos. En la lista de países opresores se encuentran también, entre
otros muchos, Sudán, Somalia, Libia o Afganistán. Países en los que, como es
sabido, el elemento islamista radical es muy abundante.
Pero la
persecución contra los cristianos no se padece sólo en esos países en los que
el cristianismo sigue siendo minoritario. La persecución se produce también en
Europa, y en esto que se ha venido a llamar, algunas veces no se sabe muy bien
por qué, el primer mundo. No se trata sólo de los atentados, como los que se
produjeron en París, Londres, Berlín o Barcelona. Se trata también, de otro
tipo de persecución, callada pero real, que se está llevando a cabo desde
algunos partidos políticos de izquierda, en aras precisamente a una supuesta
libertad religiosa que, desde luego, no es tal, sino todo lo contrario. En
España, por ejemplo, y aunque parezca mentira, se contabilizaron el mismo año
2017 un total de 208 agresiones contra la libertad religiosa, principalmente la
católica, que además es la mayoritaria del país, entre vandalismo y la quema y
profanación de iglesias. El asunto no es comparable, desde luego, a lo que está
pasando en otros países asiáticos y africanos, donde el Cristianismo es
minoritario, pero también todo esto es otra forma de persecución religiosa.
En
consecuencia, lo que está pasando nos hace rememorar aquellos tiempos ya
lejanos del primer Cristianismo, cuando sus seguidores se vieron sometidos a
persecución y martirio por los emperadores romanos. Es verdad también que la
religión cristiana, a lo largo de la historia, también ha sido culpable de la
persecución a otras religiones. Recordemos la época de las Cruzadas, o de las
innumerables guerras de religión que se han producido a lo largo de la
historia; en aquellas, en las Cruzadas, como siempre sucede, habría que echar
las culpas al cincuenta por cien entre cristianos y musulmanes, algo que habitualmente
se les olvida a los críticos con el Cristianismo.
Ahora,
cuando desde México se pide que tanto España como El Vaticano deben pedir
perdón por los pecados cometidos durante la conquista del continente americano
por parte de los españoles, y de la supuesta destrucción de su civilización por
parte de los misioneros que cruzaron el Atlántico para evangelizar los nuevos
territorios, debemos recordar que no se debe extrapolar la historia en
beneficio de una ideología o de una nacionalidad, que hacerlo es acometer un
ejercicio anacrónico. Si todos los países actuales tuviéramos que pedir perdón
por los pecados cometidos por nuestros antepasados, o por nuestros supuestos
antepasados, nos pasaríamos la vida pidiéndonos perdón unos a otros. Países
como Irán, Irak o Egipto tendrían que pedir perdón a Israel por la opresión de
los judíos primitivos, como también los tendrían que pedir España y casi todos
los países europeos (no ya sólo Alemania, Rusia o Ucrania), pero también Israel
tendría que pedir perdón a los palestinos (éste sí es un conflicto realmente
actual, del que deberían avergonzarse en la actualidad todos los ciudadanos).
Italia también debería pedir perdón a todos los países europeos, incluida
España, y también a los del norte de África y los del oriente próximo, por las
conquistas que llevaron a cabo allí los romanos. Y países como Francia, Inglaterra
y Holanda, deberían pedir perdón a los millones de africanos y de asiáticos,
que viven hoy en todos aquellos países que fueron sus colonias hasta mediados
del siglo pasado.
Sí,
España también podría pedir perdón a los millones de americanos que conviven
hoy en esos países que conforman ese territorio al que se llama Hispanoamérica;
pero, eso sí, sólo si desde México o desde Perú, se pide perdón también al
resto de los países del entorno, incluso también a los mismos mexicanos o
peruanos, por la opresión que ejercieron los incas y los aztecas contra el
resto de los pueblos precolombinos, como los mayas, mucho más avanzados ya por
entonces que los aztecas. Pueblos que, por cierto, fueron libertados por los
españoles, a los cuales prestaron una ayuda importante durante la conquista,
sin la cual hubiera sido imposible ese hito de la historia universal. Y los
españoles, también podríamos pedir perdón a Marruecos por los años del
protectorados y de las guerras de África, pero a la vez, Marruecos debería
pedir perdón a España, porque de Marruecos y de Argelia procedían la mayor
parte de los invasores que arruinaron, a partir del año 711, el reino visigodo
de Toledo. Y finalmente, media España debería pedir perdón a la otra media, en
un ejercicio MUTUO de civismo y de reconocimiento del pasado.
Quizá
fuera una gran idea ésta de pedirnos perdón continuamente unos a otros; puede
ser que, de esa forma, la paz universal brillara por fin sobre todas las
naciones del mundo. Pero es más fácil pensar que esto no sería más que un
ejercicio vano de cinismo, porque quizá la violencia, el espíritu lógico de
supervivencia, estén presentes en el genoma humano desde siempre. Los problemas
de la historia deben quedarse para los historiadores, no para los políticos. Y
es que la política debe ocuparse, en realidad, de solucionar los problemas del
presente; problemas del presente como éste de la persecución religiosa, que en
la actualidad está unida a otros problemas acuciantes, como el terrorismo o la
emigración, sea ésta legal o ilegal. Y, en definitiva, con el de la convivencia
entre las personas.