A
lo largo de todo el siglo XIX, la sociedad europea se fue transformando, al
calor de una revolución industrial que se había iniciado en Inglaterra en la
centuria anterior, y de una revolución política de carácter burgués que,
primero en Francia, a partir de 1789, y después, ya durante la centuria
decimonónica, en el resto del continente, conseguiría derrotar definitivamente
los postulados del Antiguo Régimen y de la monarquía absolutista. Por supuesto,
no en todos los países el proceso se llevaría a cabo de la misma manera y con
la misma importancia, y dentro de cada país, tampoco en cada región o comarca
esa revolución burguesa, liberal, se llevó a cabo de la misma forma. En España,
esa revolución significó el despegue económico definitivo de algunos focos
territoriales situados sobre todo en las regiones del norte del país, como
Cataluña y el País Vasco, e incluso en Andalucía o Murcia surgieron o se
revitalizaron antiguos focos mineros en Cartagena o Riotinto. Mientras tanto,
gran parte del país, principalmente Castilla, los cambios no fueron todavía
demasiado importantes.
La
provincia de Cuenca es un claro ejemplo en este sentido. La ciudad del Júcar
había sido hasta finales del siglo XVI la capital de una comarca que contaba con una explotación ganadera
importante, lo que había generado al mismo tiempo el fuerte desarrollo de
algunas industrias, como la textil, derivadas de aquella ganadería lanar, de la
que las tierras conquenses eran grandes productoras. Sin embargo, la importante
crisis económica que se produjo en el siglo XVII en toda la corona de Castilla
significó al mismo tiempo el declive de la ciudad, un declive del que ya nunca
se recuperaría, a pesar de algunos intentos de revitalización que se llevaron a
cabo en los años de la Ilustración, a impulsos sobre todo de Antonio Palafox y
de la Sociedad Económica de Amigos del País. Durante el siglo XVIII los nobles,
que eran los principales beneficiarios del sector ganadero conquense porque
eran propietarios de grandes cabañas, fueron abandonando la ciudad, dejando la
propiedades que tenían en ella en manos de administradores locales,
profesionales casi todos de la abogacía y del comercio, que en parte se fueron
convirtiendo poco a poco en las nuevas élites sociales. Después, con la
desamortización, ese proceso de conversión de la antigua élite nobiliaria por
la nueva élite burguesa, terminaría por convertirse en una realidad.
Y
es que aunque en Cuenca, como pequeña ciudad castellana que era, aquella
revolución industrial no llegaría nunca a producirse del todo, si observamos detenidamente
la documentación podemos darnos cuenta de que incluso aquí, también se
produjeron en este periodo algunas escasas modificaciones en este sentido. Ya
he mencionado como incluso en la centuria anterior se habían producido los
primeros intentos de regenerar la paupérrima economía de la ciudad por parte de
algunos ilustrados conquenses, como el futuro obispo Palafox, y entre ellas la
instalación de una fábrica de seda en la antigua casa de la moneda, adscrita a
la madrileña fábrica de los llamados Cinco Gremios Mayores.
También
en este sentido hay que destacar como mucho tiempo después, ya a mediados del
siglo XIX, se van a dar algunos intentos de revitalizar la economía, y entre
ellos son particularmente interesantes para nuestro estudio los que se
produjeron dentro del campo de la minería. En efecto, en una provincia como
Cuenca, en la que buena parte de su espacio geográfico está ocupado por una
serranía que cuenta con una importante masa forestal, y con un suelo al mismo
tiempo rico en hierro, que había generado durante la Edad Moderna la
instalación de algunas herrerías de importancia, durante los años cuarenta y
cincuenta de la centuria se fueron creando diversas compañías que tenían como
misión la explotación de carbón de origen vegetal, pero también de diferentes
recursos metalíferos, principalmente el hierro. Ejemplo de esas nuevas
industrias pueden ser la sociedad La Afortunada, creada en junio de 1849 para
explotar una mina de estaño y cobre que existía en la hoz del Poyo de
Torrepineda, en la tierra de Huete, o la sociedad minera La Oriental, que
surgió en marzo de 1854, para la extracción de carbón de piedra en el paraje
denominado Cerro de Enmedio de Altarejos, en el término municipal de Campillos
Sierra; la mina en cuestión se había registrado con el nombre de La Reparadora.
Entre
los protocolos notariales que se conservan en el Archivo Histórico Provincial
de Cuenca y se corresponden con estos años intermedios de la centuria
decimonónica, hay algunos ejemplos de la creación de este tipo de sociedades.
Sin embargo, la documentación que procede de la Jefatura Provincial de Minas,
que se conserva en el mismo archivo y se encuentra todavía prácticamente virgen
para los investigadores, será la que proporcione al historiador una visión más
de conjunto sobre la verdadera importancia que tuvo este hecho. Por mi parte,
mi interés radica en sacar a la luz el proceso de creación de una de estas
sociedades, la Sociedad Minera Santa Filomena, que en aquella época se
constituyó también con el fin de explotar una mina de cobre en el término
municipal de Garaballa, en la serranía baja de Cuenca, cerca ya de la provincia
de Valencia, a través de diversos protocolos notariales registrados en aquellos
años. Fue un proceso relativamente largo, desde el mes de marzo de 1854, cuando
se firmó la primera escritura pública de la sociedad de la que tenemos noticia,
hasta enero de 1860, aunque de la lectura de la documentación podemos concluir
que la historia se remontaba incluso a finales de la década anterior. En esa
última fecha se firmaba una nueva escritura de constitución, con unas nuevas
estipulaciones no recogidas en las escritures anteriores, que recoge además las
condiciones económicas que afectaban a sus socios y el nombre de estos.
Pero,
¿quiénes eran los que formaban esa nueva alta sociedad conquense que fue
creciendo a partir de mediados del siglo XIX? Para el caso de la sociedad Santa
Filomena, eso es precisamente lo que voy a intentar estudiar, siquiera por
encima, en la última parte de este trabajo, pero conviene por el momento afirmar
que las personas que constituían la sociedad están también relacionadas con el proceso
desamortizador que se venía llevando a cabo desde algunas décadas antes. En
efecto, veremos como muchos de los miembros de la Sociedad Minera Santa Filomela
aparecen en las listas de compradores de bienes, en algunos casos durante la
desamortización de Mendizábal, pero sobre todo en la posterior de los bienes
comunales, llevada a cabo por Madoz.
Insistiremos
algo más en este sentido, pero conviene recordar que incluso a nivel general,
ya con el cambio de siglo se va a producir, en Cuenca como en el resto de
España, la elevación social de algunos apellidos que para entonces ya eran
usuales en entre diferentes profesiones liberales, como el derecho o el
comercio (Escobar, Arribas,…). Al mismo tiempo, van a llegar a la ciudad desde
diferentes puntos del país nuevas familias con tradición en el comercio o en
esas profesiones liberales; los Zomeño, procedentes de la todavía comarca
conquense de Utiel, dedicados a la abogacía y a la medicina; los Catalina,
procedentes de Budia, en la provincia de Guadalajara, de entre cuyas filas
nacieron ya en Cuenca personajes tan influyentes como el futuro ministro Severo
Catalina y su sobrino, Mariano Catalina Cobo; o Andrés Aguirre, liberal,
perseguido por su ideología en los años que siguieron al Trienio Liberal, padre
del filántropo Lucas Aguirre. Serían estas familias, unas y otras, junto a
otras que fueron surgiendo también en los pueblos más importantes de la
provincia, las que van a adquirir importantes bienes en ambas
desamortizaciones, y las que en este periodo, a mediados del siglo XIX, van a
constituir la oligarquía social y económica de Cuenca.
Primeras
actuaciones de la Sociedad Minera Santa Filomena
El primero de los documentos
relacionados con la Sociedad Minera Santa Filomena que hemos podido encontrar
está fechado el 18 de marzo de 1854[1]. En efecto, fue aquel día
cuando los miembros de la junta directiva de dicha sociedad se presentaban n el
despacho del escribano público de la capital conquense, Mariano Saiz, con el
fin de dar carta de naturaleza a la sociedad. No obstante, y por lo que se
verá, no debían ser estas las primeras constituciones de la misma. Los miembros
de la junta directiva y que como tal se encontraban presentes en ese momento
ante el notario eran en ese momento Manuel Saiz de Albornoz, como presidente;
Juan Pablo Piquero, como tesorero, Hilaríón Muñoz como contador; y Valentín
Pérez Montero, como secretario. No obstante, la prehistoria de esta nueva
sociedad industrial debía retrasarse, al menos, hasta seis años antes. En
efecto, ya en el mes de febrero de 1848, y según se describe en el mismo
documento, ya se había instituido la sociedad, formada en ese momento, y como
primeros accionistas, por el propio Juan Pablo Piquero, Juan Patiño, Cipriano
Sierra y Casimiro López, con el fin de explotar un criadero de cobre que había
sido hallado en el paraje denominado Barranco de la Canaleja, en el término
municipal de Garaballa, un pequeño pueblo en la serranía baja de Cuenca. La
mina había sido registrada con anterioridad a nombre de José y Ángel Terrades y
Julián Ortiz, vecinos del pueblo cercano de Henarejos, y por el ya conocido Jun
Pablo Piquero, quien lo era a su vez de la capital de la provincia. Sin
embargo, tuvieron que pasar tres años, hasta el 24 de enero de 1851, para que
se llevara a cabo la primera reunión de la sociedad, ya firmemente constituida,
reunión en la que fue aprobado el articulado por el cual debía rejírse, así como el nombre que debía llevar tanto
ésta como la propia mina a explotar: ambas llevarían el mismo nombre ya conocido
de Santa Filomena.
En
el mismo documento también se hacía constar que en el mes de abril de ese mismo
año se le había dado al director de la mina, un ingeniero de apellido García
del cual nada más hemos podido saber, un poder para que en su nombre examinara
algunas vetas del mineral que habían aparecido también en el término vecino de
Talayuelas, con el fin de comprobar la posibilidad y rendimiento de su explotación.
En una reunión posterior de la sociedad celebrada en el mes de agosto de 1852,
y ante el resultado del examen del ingeniero, se aprobó que también podría
resultar factible la explotación de la nueva veta, pasando por este motivo la
sociedad a disponer de un segundo criadero de mineral, criadero que fue
registrado con el nombre de La Amistad. Al mismo tiempo, se nombraban como
responsables directos de esta nueva explotación a dos miembros de la sociedad,
Julián Ortiz y el ya citado Casimiro López.
Así
pues, el motivo de esta nueva escritura no debía ser otro que la renovación,
más que la propia creación de esta sociedad, a raíz de ciertos problemas que
habían surgido entre algunos de sus miembros, a partir del descubrimiento de
esta segunda veta de mineral. Esto debía haber provocado la aprobación de unos
nuevos estatutos, no transcritos sin embargo en la propia acta notarial, pero que en lo importante debían
ser similares a los que ya habían sido aprobados anteriormente, así como,
quizá, nombramiento de una nueva junta directiva, en las personas ya citadas
anteriormente. También se estipulaban, eso sí, cómo estaban repartidas la
totalidad de las acciones que conformaban el capital de la sociedad, y la
manera en la que se debería actual en el caso de que ésta, por algún motivo,
tuviera que darse por finalizada.
Pero
antes de continuar con las vicisitudes de la sociedad económica, una de las
primeras empresas en ese nuevo capitalismo conquense del que apenas se conoce nada,
habría que hacer una pequeña referencia a quien era la dueña de los terrenos en
los que se asentaban las minas, pues su importancia social y política
trasciende con mucho el simple espacio geográfico conquense, e incluso el
nacional. Y es que esta persona no era otra que la marquesa de Moya, título que
el que los Reyes Católicos habían premiado al que había sido tesorero real de
Enrique IV, y también después de su hermana Isabel, el conquense Andrés de
Cabrera, y a su esposa, Beatriz de Bobadilla, que a su vez era camarera de la
reina. Título que, en definitiva, en aquel momento estaba en manos de la propia
emperatriz de los franceses, Eugenia de Montijo. Su nombre real era María
Eugenia Palafox Portocarrero y Kilpatrik, y había heredado el título, como
otros muchos títulos y entre ellos también el de conde de Montijo, de su padre,
Cipriano Palafox y Portocarrero. Se trataba éste de un militar liberal y
afrancesado que había combatido en la Guerra de la Independencia del lado de
José Napoleón, y que sin embargo no por ello perdió los derechos que tenía
sobre diversos títulos nobiliarios. La hermana de Eugenia, María Francisca
Palafox, estaba casada a su vez con Jacobo Fritz-James Stuart y Ventimiglia,
duque de Alba, que era nieto de María Teresa de Silva Álvarez de Toledo, la
famosa duquesa que había sido pintada por Goya en 1795.
Volviendo
a nuestra sociedad minera, los motivos de la modificación deben estar
relacionados también con el hecho de que el 29 de diciembre de 1853, varios
vecinos de Cuenca, Luis Mediamarca, Julián Salcedo y Nicolás Muñoz, habían
registrado también un nuevo criadero de cobre y hierro en los mismos terrenos
de la condesa, en un paraje colindante con la mina Santa Filomena, para cuya
explotación habían constituido así mismo una nueva sociedad bajo el nombre de
La Momentánea. Sin embargo, y ante la dificultad de intentar extraer por sus propios
medios el mineral existente, habían decidido ceder gratuitamente su explotación
a la sociedad Santa Filomena, mediante una escritura pública que habían mandado
redactar ante el mismo notario de la capital, Mariano Saiz. No obstante,
debieron arrepentirse muy pronto de aquella decisión, pues otra vez y ante el
mismo notario, en mayo de 1854 los tres personajes antes citados, y un cuarto
cuyo nombre, cosa extraña, no figura en el documento, decidieron, al amparo de
la sociedad que habían constituido, explotar directamente la mina descubierta
por ellos, a la que ya habían dado el nombre de La Provisora[2].
A
partir de 1856 se van a producir nuevas actuaciones en la sociedad Santa
Filomena. En este sentido, el 11 de febrero de ese año, se firmaba un contrato
entre los miembros de la sociedad, representados otra vez por su junta
directiva, y Juan Jiménez Granados, vecino de Lorca (Murcia). Según el documento, éste último adquiriría todo
el material que fuera extraído en la mina que se encontraba en el término de
Garaballa[3]. El comprador, que eran natural
del pueblo de Tahal, en la provincia de Almería, estaba representado en el acto
por un vecino de Murcia, Antonio Abellán Culebras, para la cual había mandado
redactar un poder notarial el 5 de octubre del año anterior. Por parte de la
sociedad minera, como se ha dicho antes, firmaban el documento los miembros de
su junta directiva, que eran prácticamente los mismos que en 1854, con un único
cambio. El anterior contador, Hilarión Muñoz, quien había fallecido el año
siguiente, había sido sustituido por Julián Salcedo. Por otra parte, Francisco
Javier Ballesteros figuraba como vicepresidente de la sociedad, cargo que no
aparecía mencionado en el primer documento.
A
tenor de la letra del protocolo, se trataba en realidad de un contrato de arrendamiento
de la mina. En efecto, y según la primera de dichas estipulaciones, esta sería
entregada al arrendatario “su laboreo y
explotación, de su cuenta propia y exclusiva, por el tiempo de tres años,
contados desde el día que se verifique la entrega de la mina.” A cambio de
ello, el arrendatario debía entregar a la sociedad la quinta parte del valor
del material extraído, pudiéndose quedar él con las cuatro partes restantes. Al
mismo tiempo, la sociedad debía entregar a Granados los útiles necesarios para
el trabajo, útiles que les serían devueltos una vez finalizara el contrato,
además de aquellos otros que habían sido aportados por el propio arrendador: “En el predicho caso de haber expirado el
tiempo del contrato, éste tendrá obligación a dejar en poder de la sociedad, si
ésta lo exigiere, cuantos instrumentos y efectos hubiere traído a la mina de su
cuenta, para la más fácil y conveniente explotación de ella, debiendo ésta
abonar el valor que según su estado tuviera, mediante justiprecio equitativo
que se hiciere.”
Se
estipulan además otra serie de condiciones, de acuerdo a lo que suele ser usual
en todos los contratos de este tipo, y entre ellos destaca la obligatoriedad
del arrendatario de velar por el perfecto estado de la mina y de las
construcciones anexas. Por otra parte, y dado que el propio Juan Jiménez
Granados no tenía pensado trasladarse a Garaballa para llevar a cabo la
explotación de manera directa, se reservaba el derecho de nombrar a dos
apoderados para hacerlo, uno en el pueblo manchego y el otro en la capital de
la provincia, al mismo tiempo que la sociedad Santa Filomena también nombraba a
un apoderado en Garaballa que pudiera velar por sus intereses; serían ellos los
encargados de dirimir cualquier tipo de problema u observación que pudieran surgir entre las
partes. Sin embargo, muy pronto debió surgir algún tipo de problemas entre la
empresa y el arrendatario murciano, pues ya el 2 de junio del año siguiente,
1857, el nuevo presidente de la sociedad, Ambrosio Yáñez, acudía con el propio
Juan Jiménez Granados otra vez ante el mismo notario de la ciudad, Mariano Saiz,
con el fin de rescindir de manera pacífica el contrato[4]. Los motivos de la decisión
no constan expresamente el documento, pero sí el hecho de que la decisión iba a
ser beneficiosa para ambas partes.
Hemos
podido encontrar, aparte de la documentación notarial estudiada, algún dato
relativo a estas minas. Así, consta que la veta principal de la sociedad, la
que recibía el mismo nombre que ésta, ya era conocida en el siglo XVIII, aunque
no sería explotada de forma constante
hasta la centuria siguiente. Encajada entre calizas y cuarcitas, costa de un
pozo central que se extiende a través de diversas galerías. A principios del
siglo XX sería nuevamente demarcada con el nombre de La Felicidad[5]. Y respecto a la mina de
Talayuelas, J. Julián Huerta ha publicado también un trabajo pormenorizado desde
aspectos puramente técnicos y geológicos que, por sus condiciones, no creo
necesario siquiera resumir; remito a los posibles interesados la lectura
completa del texto[6].
EL DOCUMENTO DE 1860
Y
después de todos estos antecedentes, ¿qué fue lo que pudo motivar a los
miembros de la Sociedad Minera Santa Filomena que tuvieran que acudir otra vez
el 5 de enero de 1860 de nuevo al despacho de uno de los notarios de la ciudad,
con el fin de volver a registrar unas nuevas constituciones de la misma?[7] Como hemos podido ver, la
empresa llevaba ya doce años de actividad, con un mayor o menor aprovechamiento
económico (a este respecto no tenemos dato alguno), y por ello no nos parece demasiado
lógico el título que aparece en la cabecera notarial, como si de una creación ex novo se tratara: “Constitución de la
sociedad especial minera Santa Filomena por don Francisco Javier Ballesteros y consortes”.
El motivo real, sin embargo, sí nos aparece explícito en el propio documento,
aunque un tanto escondido detrás de un extenso proemio de lo que había sido la
sociedad desde su creación en 1848 hasta ese momento: la nueva ley de minas,
que había sido publicada por el gobierno el 6 de julio del año anterior, que
obligaba a redactar una nueva escritura pública e incluso a buscar una nueva
denominación a la empresa. En aquel momento, la junta directiva, que se había
hecho presente ante el notario, tampoco había cambiado demasiado respecto a la
que ya conocemos: Francisco Javier Ballesteros, vicepresidente; Juan Pablo
Piquero, tesorero, Valentín Pérez Montero, secretario; Santos López, contador,
y Ramón Mochales y Juan Patiño como suplentes, es decir, vocales de la junta.
En
el expediente se transcribe una certificación firmada por el secretario de la
sociedad, en la que éste deba fe de los términos que habían sido contraídos en
la junta que se había celebrado el día anterior con este fin. Es curioso el
hecho de que la reunión había sido presidida por su vicepresidente, Francisco Javier
Ballesteros, lo que hace suponer, unido al hecho de que el presidente tampoco
se había presentado ante el notario, que en ese momento este cargo se
encontraba vacante. Según el documento, en realidad, la junta lo único que había
hecho era continuar la sesión que había quedado interrumpida algún tiempo
antes, el 26 de septiembre del año anterior, a la espera de un informe que
debía redactar uno de sus socios, el ya citado Ambrosio Yáñiz, vecino de Las
Majadas, y que debía ser relativo a las medidas que la sociedad debía llevar a
cabo para cumplir la nueva ley que había sido aprobada por el Gobierno.
Precisamente, este Ambrosio Yáñiz, tal y como hemos podido comprobar, era el presidente
de la sociedad en 1857, a pesar de que en ningún momento se mencione ese hecho,
lo cual nos ratifica todavía más en el hecho de que la sociedad, en ese momento,
se encontraba sin presidente.
En
la junta se clasificó a todos sus socios en tres grupos diferentes: los que se
hallaban presentes en ella; los que, no estando presentes, habían dado
previamente poder representativo a otros socios; y aquellos que ni estaban
presentes ni se hallaban representados. Adelantaremos ahora el nombre de todos
ellos, aunque en el capítulo siguiente intentaremos realizar un estudio social
y económico de ellos. En efecto, y dejando aparte a los que ya conocemos por
otros documentos anteriores, podemos citar, entre los que vivían en Cuenca, a
Manuel Moreno, Luis Mediamarca, Mónico Escribano, Nemesio Piñango, Santos
López, José Laso (no está claro si es socio o sólo representaba a uno de los
socios no asistentes), José Ferrán, Nicolás Muñoz, Juan Antonio Rodríguez,
Lesmes del Castillo, Pedro Celestino Castro, Leoncio López, Pedro Antonio de la
Fuente, Gregorio García Blasco, Domingo Elorza, Tomás Rodríguez, Saturio
Camarón, Apolonio García, Juan José Triguero, Manuel Pajarón, Julián Salcedo,
Victoriano Palomo, Manuel Trillo y Francisco Cantero. También había algunos
socios que eran vecinos de diferentes pueblos de la provincia: Julián Ortiz, de
Henarejos; María Antonia Soto y Feliciano Mediamarca, de Fuente de Pedro
Naharro; el conde de Buenavista Cerro, de Belmonte, y Francisco Arribas, de
Tragacete. De Requena, población y comarca que muy poco tiempo antes había
pasado a la provincia de Valencia, también procedían bastantes socios: Gregorio
Medrano, José Antonio e Ildefonso María Ferrer, y Blas y José María Cuartero. También
había un vecino de Albacete, Ángel Arribas Ugarte, y varios de Madrid: el conde
de San Luis, Justo Zorrilla Onduvilla, José y Felipe Gómez, Felipe Saiz y José
María Carbonell. Un total de cuarenta y ocho miembros, de los cuales únicamente
diez habían asistido a la reunión. Es también presumible que la mayoría de los
socios radicados en la corte tuvieran algún tipo de intereses económicos y
personales en Cuenca, más allá de su pertenecia a la sociedad.
Como
acuerdo más importante de la junta, se había aprobado el nuevo nombre de la
sociedad, que a partir de ese momento pasaba a denominarse Sociedad Especial
Minera Santa Filomena, y se daba poder a los miembros de su junta directiva
antes mencionada, a otorgar las nuevas
escrituras notariales. A partir del folio 38 del documento, y hasta el 56,
aparece así transcrita la nueva constitución de la sociedad renovada, tras un
pequeño preámbulo, característico de este tipo de documentos: “Doña Isabel Segunda, por la Gracia de Dios
y de la Constitución de la Monarquía Española, Reina de las Españas. Por cuanto
a la Sociedad Santa Filomena tuve a bien otorgarle la concesión de la mina de
cobre argentífero denominada Santa Filomena, sita en término de Garaballa,
provincia de Cuenca, con las condiciones que se especificarán y fueran
aceptadas, he venido a resolver con fecha veintinueve de mayo que se expida el
presente título de propiedad, conforme a lo prescripto en el artículo quinto de
la Ley de Minería, con la inserción de las condiciones siguientes:”
A
continuación se expresan dichas condiciones, relacionadas con la demarcación
geográfica de la propia mina (es curioso que dicha demarcación está formada
realmente por tres minas muy próximas entre sí, llamada una de ellas Álvarez de
Toledo, apellido muy relacionado con la casa de Alba, y por lo tanto también
con la propietaria de los terrenos en los que se asentaban las vetas), con la
obligatoriedad de reparar los daños que sobre el terreno pudieran provocarse
por su explotación, incluidos los que pudieran producir las aguas subterráneas
que se encontraban en algunas de las galerías; con la obligación de mantener en
activo al menos a cuatro trabajadores, que serían vecinos del propio pueblo;
con la prohibición de abandonar los trabajos excepto en caso de fuerza mayor,…
En definitiva, en la obligación de mantener la mina en sus condiciones adecuadas
para la explotación, incluyendo la obligatoriedad de realizar los trabajos
necesarios para que no corrieran ningún peligro tanto los propios trabajadores
como los posibles transeúntes que pudieran concurrir por la zona.
En
concreto, esta parte del documento no era en realidad más que la propia
autorización real para la explotación de la mina, algo que ya había sido firmada
por la reina Isabel II el 10 de junio de 1857, y en el mismo constaba también
al pie del documento, según la certificación que había hecho el notario, el sello
del Ministerio de Fomento y la firma de su titular, Claudio Moyano. También
aparecían los sellos y las firmas preceptivas de las diversas administraciones,
tanto provinciales como locales, así como una diligencia, firmada por los
representantes de la sociedad y por el teniente de alcalde de Garaballa,
Gregorio Marín, en la que se describía con rotunda claridad las diferentes
galerías que conformaban la mina o conjunto de minas que conformaban la
explotación.
A
partir de ahí, se incluye ya lo verdaderamente novedoso del documento, el
articulado completo que había sido aprobado por la úlitma junta. Éste estaba
formado por treinta y tres puntos o constituciones, que eran las que debían regir
a la sociedad Santa Filomena a partir de ese momento, y que en lo sustancial,
de todas formas, eran bastante parecidos a los que la habían regido hasta ese
momento, adaptándolas, eso sí, a la nueva ley que había sido aprobada por el
ministro Moyano, y el gobierno de Leopoldo O’Donell. No es el interés de este
trabajo desmenuzar aquí cada uno de los aspectos de esas nuevas constituciones,
que en realidad afectan más a los aspectos puramente económicos que a los
históricos, pero sí quiero destacar algunos de ellos, pues son importantes para
llegar a conocer mejor el funcionamiento interno de la sociedad que estamos
estudiando: el total de las acciones que las componían, cien de pago y diez más
de carácter gratuito, repartidas de manera no proporcional entre todos los
miembros, de forma que mientras unos socios sólo disponían de una acción, otros
tenían cinco o más de ellas; la composición de los cargos directivos, que en un
primer momento, y hasta que la sociedad pudiera disponer de un capital
importante que permitiera gratificarles con un sueldo, debían ser de carácter
gratuito; la duración de los cargos, que debían ser renovables cada dos años,
aunque pudieran ser reelegidos con carácter voluntario; la celebración de dos
juntas generales ordinarias cada año, en las que se daría cuenta a todos los
socios de la marcha de la compañía, socios que podrían ser representados en
dichas reuniones por otras personas, así como de un número indefinido de juntas
extraordinarias, de acuerdo a ciertos condicionantes de convocatoria que
también aparecían claramente estipulados en el texto,… En definitiva, todo lo
que solía ser usual en una sociedad mercantil de estas características para
asegurar su correcto funcionamiento.
Estamos
seguros de que futuras incursiones en la sección notarial del Archivo Histórico
Provincial de Cuenca, así como también en de la Jefatura Provincial de Minas,
cuyos fondos también se encuentran en este mismo archivo, proporcionarán nuevos
datos más concluyentes sobre la Sociedad Minera Santa Filomena. Una sociedad
hasta ahora prácticamente desconocida, a pesar de ser una de las primeras sociedades industriales, si se puede
llamar así, de ese incipiente capitalismo conquense que surgió a raíz de esa
nueva sociedad liberal que se fue asentando a lo largo de toda la centuria del
XIX. Porque Cuenca, a pesar de la escasa importancia de su factor económico y
social (al contrario de lo que había sucedido, como ya sabemos, durante los
siglos XV y XVI), también tuvo su oportunidad de crecer económicamente en este
periodo precapitalista; oportunidad que, como ha venido ocurriendo a lo largo
de los tiempos, por unas o por otras razones, siempre acabó perdiendo.
EL FACTOR HUMANO DE LA SOCIEDAD
MINERA SANTA CATALINA
El
documento de 1860 es especialmente interesante para nuestro trabajo, por cuanto
nos permite conocer determinados aspectos sociales, económicos y profesionales
de gran parte de los miembros que conformaban la Sociedad Minera Santa Filomena,
más allá incluso de aquellos que conformaron su junta directiva. Al menos, de
aquellos que eran vecinos de Cuenca, y como tal han dejado más huella en los
archivos conquense, aun cuando, como es lógico suponer, y en algún caso es así,
muchos de los que vivían fuera de la ciudad mantenían también en la ciudad del
Júcar ciertos intereses económicos. Como veremos a continuación, ellos
conformaban una parte importante de aquella incipiente burguesía conquense del
siglo XIX, si bien a una nivel que en realidad debemos considerar medio o
medio-alto. Esa parte de la sociedad que detentaba las relaciones de poder en
una ciudad, Cuenca, que en aquellos momentos estaban empezando a despertar de
su letargo de siglos, encerrada en sí misma y en el mínimo caserío que conformaba
su parte amurallada. Dejaremos de lado en esta parte del estudio a dos de los
nombres citados, dos apellidos por otra parte muy bien relacionados en la
Cuenca de la época, por no poder saber con seguridad si formaban ellos mismos
parte de la sociedad o sí sólo representaban a otros socios. Nos estamos
refiriendo a José Catalina y José Laso.
Es
cierto, como hemos podido ver, que también la nobleza estaba en parte
representada en la nómina de los socios de nuestra empresa minera, pero se
trataba más bien de una nobleza que no tenía nada que ver ya con aquella nobleza
territorial que era propia de las centurias anteriores, y que ya en el siglo
XVIII prácticamente había abandonado la ciudad. Se trataba ésta de una nobleza
de carácter liberal de nuevo cuño, que aunque mantenía ciertos intereses agrícolas
en algunas partes de la provincia, no era ajena a esas nuevas fuentes de riqueza
propias de la sociedad preindustrial, como podían ser incluso los negocios. Es
el caso del conde de Buenavista Cerro, título que había sido otorgado en 1807
al belmonteño Diego de Ventura de Mena y Cortés, regidor de Puebla don Fadrique
y diputado por Cuenca en las Cortes de Cádiz[8]. Fallecido en 1817, heredó
el título su hijo, Ignacio de Mena y La Quintana, si bien tampoco podemos saber
a ciencia cierta si era éste quien mantenía acciones en Santa Filomena, o lo
fueron algunos de sus sucesores. Hay que decir que una hermana de éste, Felisa,
se casó en Belmonte con el coronel de caballería Joaquín María Melgarejo y
Espinosa, siendo los hijos de este matrimonio los que heredaron después el
título en cuestión.
De
más reciente adjudicación era el título de conde de San Luis, con el cual
acababa de premiar Isabel II doce años antes, en 1848, al periodista y político
sevillano Luis José Sartorius y Tapia, quien al mismo tiempo era vizconde de
Priego[9]. Llegado a la capital
madrileña para hacer carrera con el periodismo, donde fundó El Heraldo, uno de los principales
medios de difusión del partido moderado, muy pronto saltó también a la
política, habiendo sido elegido diputado en 1843. En los años siguientes
ejerció diversos cargos, a la sombra siempre de los moderados, llegando incluso
a ocupar la presidencia del Consejo de Ministros entre el mes de septiembre de
1853 y el de julio del año siguiente. Sin embargo, su presencia en Madrid no le
mantuvo alejado de ciertos intereses económicos en la provincia de Cuenca,
concretamente en la comarca de Huete, en la que estableció una tupida red de
intereses y relaciones caciquiles.
También
es de destacar, aunque ya a un nivel más local, la figura de Nemesio Piñango
Arcas. Hijo de Luis Piñango Montón, capitán de la primera compañía de las
milicias provinciales de Cuenca, en la que se destacó luchando contra los
absolutistas, y teniente coronel de infantería. Fue también miembro del Partido
Moderado, con el que fue diputado provincial y alcalde de Cuenca (su padre,
Pablo Piñango Cañizares, había sido a su
vez durante el Antiguo Régimen, regidor perpetuo de Villanueva de la Jara,
lugar del que procedía la familia). Nemesio Piñango, por su parte, había nacido
en la capital del Júcar en 1829. Abogado, decano del Ilustre Colegio de
Abogados de Cuenca, fue también, como lo había sido su padre, alcalde de Cuenca
en aquellos años intermedios del siglo XIX[10].
No
son estos los únicos casos de miembros de la sociedad que estaban dedicdos, a
un nivel u otro, a la política, pues el que fue durante todo este tiempo fue
tesorero de la misma, Juan Pablo Piquero, ocupaba también ese mismo cargo de
alcalde presidente de la ciudad en el año 1956. No todos ellos pertenecían tampoco
al Partido Moderado; tanto Ramón Mochales como Valentín Pérez Montero pertenecieron
al partido radical, en el cual el primero llegaría a ser vicepresidente de su
comité, mientras que el segundo fue también alcalde de Cuenca durante los años
de la llamada Revolución Gloriosa (de éste último hablaremos más detenidamente
al final de este trabajo). Por su parte, Manuel Saiz de Albornoz, miembro de
una de las familias más distinguidas de Villar de Cañas, llegó también a ocupar
puestos importantes en la Diputación Provincial.
Por
lo que se refiere a las profesiones desempeñadas por los socios, destacan las
relacionadas de alguna manera con el comercio y con las profesiones liberales,
y en concreto con la abogacía. Entre los del primer grupo habría que destacar
en primer lugar, al ya citado Juan Pablo Piquero, que en los años cuarenta
había sido representante en Cuenca de la Sociedad La Providad, que en aquellos
años se refundó en el llamado Banco de Fomento y Ultramar. Dentro también de
este grupo de comerciantes y especuladores en general podemos citar, entre los
miembros de Santa Filomena, a Juan Patiño, Nicolás Muñoz y José Ferrer. Pero el
caso más claro en este sentido es, sin duda, Juan Antonio Rodríguez, quien a su
vez era rentista y prestamista.
Otro
grupo importante es, como hemos dicho, el de aquellos cuyas profesiones estaban
relacionadas con la abogacía, aunque entre ellos no faltaban tampoco los que
combinaban esta profesión con labores puramente especulativas o políticas; ya
hemos citado en este sentido el caso de Nemesio Piñango, quien, como ya hemos
dicho, llegó a ser tanto alcalde de Cuenca como decano del colegio de abogados.
También estaban relacionados con la profesión Ambrosio Yáñiz, Hilaríón Muñoz
(quien además trabajaba como secretario del ayuntamiento de Villarejo del Espartal),
Lesmes del Castillo (quien además figuraba como apoderado del conde de ´Torrejón),
Santos López y Saturio Camarón (estos dos últimos procuradores de la Audiencia
de Cuenca). Figuran también en la nómina ciertos hacendados y labradores más o
menos acomodados, como el ya citado Manuel Saiz de Albornoz, Ramón Mochales,
Tomás Rodríguez, José y Felipe Gómez, y Francisco Cantero. Entre los demás
socios cuyas profesiones hemos podido averiguar figuran además un funcionario y
militar retirado, Francisco Javier Ballesteros; un perito agrónomo, Luis
Mediamarca; y un fabricante de paños, Manuel Pajarón.
También
hay que tener en cuenta el hecho de que, al menos para algunos de ellos, no fue
esta inversión en la Sociedad Minera Santa Filomena su único acercamiento a
este tipo de industria. Juan Patiño, por ejemplo, ya había asistido junto con
Juan Pablo Yáñez y un vecino de Clares, pueblo del partido de Calatayud
(Zaragoza), había creado la sociedad La Afortunada, dedicada a la explotación
de una mina de estaño y cobre. Por su parte, Ambrosio Yáñiz era también el
administrador de la sociedad minera La Oriental, dedicada a la extracción del
carbón piedra en Campillos Sierra. De ambas industrias ya hemos hablado
anteriormente.
Finalmente,
creo también conveniente estudiar el factor económico de los socios en su
relación con las diversas desamortizaciones que se llevaron a cabo durante el
siglo XIX, principalmente con la de Madoz (1855-1865). Y es que, aunque en
algún caso nos encontramos con algunos socios que también habían hecho algunas
adquisiciones durante la desamortización anterior, la de Mendizábal, por
motivos puramente generacionales son más numerosos los que participaron en la
siguiente; no debemos extrañarnos, sin embargo, que en algunos casos los
nombres se repiten en ambas desamortizaciones[11]. Así, entre los
compradores de la primera desamortización eclesiástica figuran, además de
cierto Luis Mediamarca, que aparece como abogado, por lo que no podemos estar
seguros de que se trate de la misma persona, los casos seguros de Ramón
Mochales, Ambrosio Yáñiz, Francisco Javier Ballesteros, Hilarión Muñoz, Juan
Patiño y José Ferrer.
Pero
fue la desamortización de Madoz la que resulta prácticamente coetánea con la
actividad de la sociedad Santa Filomena, por lo cual nos parece más interesante
la actividad de sus socios en este proceso desamortizador. Eduardo Higueras
Castañeda[12]
ya ha desatacado que quizá los más activos compradores fueron precisamente los
dos políticos radicales, Valentín Pérez Montero y Ramón Mochales. El primero
había realizado un desembolso de 387.766
reales de vellón para adquirir un total de veinticuatro heredades en diferentes
pueblos de Cuenca, así como varias casas y un molino harinero. El segundo había
hecho una inversión algo menor, 374.816 reales, para adquirir también dieciséis
heredades en Cólliga, Tondos y Villaseca, además de una huerta en la capital que
contaba con una extensión superior a las quinientas hectáreas de terreno.
Desde
luego, no fueron los únicos que compraron bienes durante esta desamortización.
Manuel Saiz Albornoz gastó 258.670 reales entre un horno de pan en su pueblo
natal y una importante heredad en Villarejo Periesteban. Por su parte, el
abogado Saturio Camarón gastó 297.526 reales en importantes terrenos de labor
en varios pueblos manchegos y un molino en Cuenca. Ambrosio Yániz desembolsó
79.772 reales entre diversas heredades y un batán en Valdemoro de la
Sierra. También adquirieron bienes
desamortizados, en mayor o menor cantidad, Hilarión Muñoz, (27.860 reales),
Santos López, (74.698 reales), Juan Patiño (20.000 reales), Nicolás Muñoz (13.800
reales), Felipe Gómez (2.340 reales), Luis Mediamarca (18.000 reales), José
Ferrán (27.900 reales), Juan Antonio Rodríguez (26.920 reales), Lesmes del
Castillo (23.500 reales), Gregorio García Blasco (8.170 reales), Tomás
Rodríguez (5.500 reales), Manuel Pajarón (46.454 reales), Nemesio Piñango
(10.000 reales), Francisco Cantero (4.010 reales), y el conde de Buenavista
(72.160 reales).
Vamos
ahora a analizar con más detenimiento la figura de uno de los miembros de la
Sociedad Minera Santa Filomena, Valentín Pérez Montero, no ya sólo por el
destacado puesto que ostentó durante todos esos año en el seno de su junta
directiva, el de secretario, sino porque consideramos que se trata de uno de
esos claros ejemplos de crecimiento social y económico que se dieron
repetidamente durante aquellos años intermedios del siglo XIX. En efecto,
nacido a principios de la segunda década de la centuria como hijo mayor de una
familia de labradores nada hacía presagiar en aquel momento que uno de sus
vástagos pudiera llegar a alcanzar cierto renombre en la sociedad conquense de
la época cuando apenas había alcanzado los cuarenta años de edad. Es cierto que
su madre, Catalina Montero, había heredado, a través del padre de ésta,
Gregorio, una de las casas que habían sido propiedad de un tío sacerdote, Tomás
Montero. Y es cierto también que la carta de dote que había firmado su padre,
Juan Pérez, por la que reconocía que la cantidad de bienes con los que la
esposa había acudido al matrimonio, entre los que habían formado la primera
dote y los que había heredado después de la muerte de su padre, estaban valorados
en la cantidad de 11.722 reales de vellón, entre lo obtenido en moneda
fiduciaria y en especie. Se trataba de una cantidad relativamente elevada en
aquella época, sobre todo teniendo en cuanta la clase social a la que
pertenecía la familia, pero tampoco podía considerarse como una cantidad
excepcional y suficiente para incluirse entre las familias pudientes de la
ciudad.
Como
hemos dicho, Valentín Pérez Montero había nacido en 1811. Se sabe que inició
los estudios sacerdotales, al menos los que daban acceso a poder contraer las
órdenes menores, algo que en aquella época, cuando el porcentaje de jóvenes que
tenían acceso a los estudios intermedios era escaso, le permitió sin duda escalar
algunas posiciones en la pirámide social, a través de determinados trabajos y
negocios económicos. Así, fue administrador de los bienes que en Cuenca mantenía
primero Baltasar Álvarez de Toledo, conde de Cervera, y después su hija y
sucesora, María Luisa Álvarez de Toledo, quienes para entonces ya habían
trasladado su residencia a la corte. Son abundantes los protocolos notariales
en los que nuestro protagonista firma contratos de compraventa o de
arrendamiento en nombre de ellos, pero a modo de ejemplo podemos citar dos
poderes notariales firmados en 1854 por Pérez Montero en representación de la
citada condesa, en favor de sendos procuradores de los tribunales territoriales
de Requena y Motilla del Palancar, con el fin de que estos les pudieran
defender en varios pleitos judiciales que la familia mantenía en dichos
tribunales[13].
Se da la circunstancia además de que el marido de la condesa era Marcelino Saiz
de Albornoz, un apellido que a estas alturas nos resulta ya familia por ser el
de otro de los socios de la compañía minera.
Para
entonces, Valentín Pérez Montero ya llevaba al menos diez años metido en el
mundo de los negocios. El 23 de enero de 1843 se había presentado en el
despacho del notario Manuel Pedraza, con el fin de que éste redactara una
escritura de recíproca obligación, como representante que era en Cuenca de una
empresa valenciana que se dedicaba a la sustitución de quintos para el
ejército. Es sabido que durante todo el siglo XIX, las familias pudientes que podían
permitírselo, libraban a sus hijos de hacer el servicio militar obligatorio mediante
la sustitución de estos por otros mozos, a cambio de una cierta cantidad de
dinero. Esta sustitución podía realizarse de forma directa, es decir, pagando
la cantidad estipulada directamente al sustituto, o a través de diversas
sociedades mercantiles que surgieron con este fin; en este caso, éstas eran las
encargadas de buscar, a cambio de un porcentaje, al sustituto adecuado que
debería incorporarse a filas en el lugar del quinto que hubiera resultado
perjudicado en el sorteo. Una de esas empresas era la que estaba representada
en Cuenca por Valentín Pérez Montero[14].
En
el documento consta una serie de condiciones que afectan a la manera de
trabajar que tenían las sociedades de este tipo, pero lo que nos parece más interesante
para nuestra investigación es el poder que se transcribe en el protocolo: “En la ciudad de Valencia, a los dos días
del mes de marzo de mil ochocientos cuarenta y tres, ante mí el escribano de Su
Majestad y testigos infrascriptos, don José Figueroa, hacendado, vecino de esta
ciudad, y a su nombre propio como el de representante de la empresa titulada
Dirección de Exención de Quintas, otorga que da y confiere todo su poder
cumplido, libre, llana, especial y general, y tan bastante cual de derecho se
requiere y es necesario, en favor de don Valentín Pérez Montero, vecino de
Cuenca, para que en nombre del otorgante pueda tratar y convenir con cualquiera
Ayuntamiento, corporación y particulares de la provincia de Cuenca, a su
capital y demás personas que fueren o representaren, los mozos sorteables o
sorteados para el reemplazo de quintas en la referida provincia, sobre la
sustitución de dichos mozos, obligándoles en el nombre del otorgante, ya por
medio de suscripciones o en las fórmulas que le parezca, a ponerles sustitutos
en el servicio militar, a correr su suerte con arreglo a órdenes vigentes, y a
reponerles los dichos sustitutos caso de seguir permitiéndolo el gobierno de Su
Majestad…”
El
21 de enero de 1844 su padre, Juan Pérez Olivares, redactaba testamento[15]. En el documento, después
de encomendar su alma a Dios, como era habitual y casi obligatorio, y después
de dejar en manos de sus hijos y de su esposa las condiciones según las cuales
debía ser enterrado, y de testar, como también era preceptivo, la cantidad de
doce reales para los Santos Lugares de Jerusalén (las llamadas mandas pías forzosas), declara estar casado,
como ya sabemos, con Catalina Montero, y haber tenido de ella seis hijos:
Valentín, Julián, Juliana, Telesforo, Narciso y Justina. En ese momento, los
tres últimos eran menores de edad, por lo que nombraba tutora y curadora de
ellos a su madre. Nombraba como albaceas del testamento a sus dos hijos
mayores, Valentín y Julián, y como herederos universales, a todos ellos en
iguales condiciones, aun cuando la cláusula cuarta del testamento ya había sido
bastante esclarecedora de la verdadera situación económica en la que en aquel
momento se encontraba el matrimonio, por causas ajenas a su voluntad: “Declaro que para mi desgracia, siendo
colector de diezmos de esta ciudad, hize un alcance a la Hacienda pública, y
para su pago en parte, como es notori , le fueron secuestrados y vendidos, y a
su esposa fiadora, todos sus bienes muebles, semovientes y raízes, y el remate
fincó en sus buenos hijos, Valentín y Julián, a quien pertenecen en propiedad,
pues sólo nos dejaron a ambos el usufructo por los días de nuestra vida, en el
que estamos ha dos años, sin adelantos por mi enfermedad, y por lo tanto no
hago aclaración de lo aportado por ambos al matrimonio, previniendo que en el
particular se esté y pase por lo que hagan aquellos, además de constar por
expediente y escritura.”
No
sabemos qué es lo que pudo suceder durante el tiempo en el que Juan Pérez
administró los diezmos del obispado, pero lo cierto es que en un momento, el
matrimonio se vio con todos sus bienes embargados, por lo que fueron sus dos
hijos mayores quienes tuvieron que acudir a la subasta, con el fin de
recuperarlos y evitar que sus padres se encontraran en la ruina. Contrasta este
hecho con la carta de dote que cuatro años antes, el 28 de diciembre de 1840,
había firmado el propio Valentín Pérez Montero con su esposa, Dolores Moreno
Serra, quien a su vez era hija de Francisco Javier Moreno, también de Cuenca, y
de otra María Dolores Serra, oriunda de La Rioja[16]. El total de la
aportación que la mujer realizó al matrimonio ascendía a la cantidad de 37.347
reales de vellón, entre lo que ésta hizo en metálico, seis mil reales, como en
diferentes bienes muebles y raíces, de entre los que destacaban una hacienda en
Olmedilla del Campo que estaba arrendada y producía un fruto de catorce mil
reales, y una cochera en la calle del Carmen de la capital, valorada en otros
cuatro mil reales. Ambos bienes, la cochera y la hacienda de Olmedilla, había heredado
la mujer de Dionisia Cerdán, quien pertenecía a una familia de la alta sociedad
conquense sobre todo durante la centuria anterior, muchos de cuyos miembros
habían sido, entre otros cargos, regidores perpetuos de la ciudad.
Así
pues, entre los diversos negocios que Valentín Pérez Montero fue haciendo por
su cuenta, y un matrimonio bien arreglado, nuestro protagonista fue ascendiendo
capas en la pirámide social de la Cuenca de los años cuarenta, permaneciendo
por lo tanto en una situación privilegiada para aprovechar las nuevas
oportunidades que durante la década siguiente les iba a ofrecer la
desamortización llevada a cabo por el nuevo ministro de Hacienda, Pascual Madoz;,
desamortización a la cual también acudió, aunque en menor medida, su hermano
Narciso, quien adquirió el solar en el que se había asentado una vieja ermita de
la ciudad (no sabemos de qué ermita se trataba), por la que pagó la cantidad de
284 reales de vellón. Nada que ver, desde luego, con los cerca de cuatrocientos
mil reales que Valentín gastó en un total de veinticuatro heredades y baldíos,
distribuidos por diferentes pueblos de la provincia de Cuenca (Honrubia,
Monreal, Mota de Altarejos, Huerta de la Obispalía, Motilla del Palancar,
Huete, Iniesta, Sotos, Valverde de Júcar, Alarcón, El Cañavate y Zafra de
Záncara, además de la capital de la provincia), además de un molino harinero en
Culebras y la mitad de otro en Arcos de la Cantera, y seis casas, tres de ellas
en Cuenca y las otras tres en Huete, Olivares del Júcar y El Herrumblar, además
de algunos otros solares de mucha menor importancia[17].
No
fueron estas las únicas adquisiciones de bienes que nuestro protagonista
realizó durante aquellos años de claro crecimiento económico. Por esta misma
época, el 23 de julio de 1855, Valentín Pérez Montero y Manuel Cirilo Montero
habían acudido ante el notario Antonio de la Fuente, el primero como comprador
y el segundo como vendedor, con el fin de realizar un contrato de compraventa
que afectaba a varias fincas rústicas que pertenecían a la capellanía que en
Olmeda de la Cuesta había fundado Pedro Hurtado, y que según la ley habían
quedado vacantes tras la muerte de su último poseedor, Anastasio de Lope[18]. El valor total de las
fincas era de seis mil reales de vellón, cuatro mil ochocientos pagaderos en el
propio acto de la firma y los otros mil doscientos que ya habían sido
entregados con anterioridad, a modo de anticipo.
Y
mientras Valentín Pérez Montero seguía ascendiendo social y económicamente,
¿qué estaba pasando con el resto de la familia? Contamos con cierto contrato de
arrendamiento que el 15 de septiembre de 1860 firmaba su madre, Catalina
Montero, ya viuda por aquellas fechas, de una heredad en el paraje denominado
de Bordallo, a la entrada de la carretera de Madrid, en el mismo lugar en el
que el general Moncey había ordenado instalar una batería durante la Guerra de
la Independencia, con el que amenazó con destruir la ciudad[19]. El lugar era propiedad
de los condes de La Ventosa, título que en aquellos momentos estaba en manos de
Manuel Pando Fernández de Pinero (quien ostentó diversos cargos políticos y
diplomáticos, llegando incluso a ser presidente del Consejo de Ministros en
1846), por motivos de su matrimonio con María Vicenta Moñino y Pontejos, quien
era la verdadera titular del condado. Se trataba en realidad de la renovación
del contrato de arrendamiento de un terreno dedicado al cultivo de centeno de diecisiete
almudes de extensión, que ella ya estaba cultivando con anterioridad, por un
total de seis años más, a contar desde el día de la Asunción de ese año, es
decir, el quince de agosto.
No
obstante, y en virtud de otro documento que se conserva también en el Archivo
Histórico Provincial de Cuenca, nuestro protagonista no se olvidó tampoco de
los miembros menos favorecidos económicamente de su familia. A principios de
enero de 1858 había salido como fiador de su hermano Julián, en cierta
operación económica que le podría suponer a éste un cierto beneficio económico[20]. Unos días antes había salido a subasta la
concesión del pan que durante todo el año se consumiría en la Casa de la Beneficencia
de la ciudad, una subasta que, tal y como era preceptivo por ley, debía estar
presidida por el gobernador civil de la ciudad, Fidel Sagarrinaga, y que, como
tal, era además, presidente de la Junta de Beneficencia de la misma. La
subasta, a la que se habían presentado varios opositores, resultó por lo tanto
bastante animada, y fue ganada finalmente por Juan Nueva y Julián Pérez Montero,
quienes se comprometieron a suministrar ochenta y nueve libras de pan por cada
fanega de trigo. Continúa de esta forma el documento aludido: “En vista de ser ya dadas las doce y no
presentarse otra, fue aceptada por la sección de administración que presidía el
acto, sin perjuicio de la condición octava de dicho pliego, y advirtiendo a los
rematantes presentaran los fiadores de que trata la condición sexta, lo
hicieron por el primero Gerbasio Atienza y
por el segundo don Valentín Pérez Montero.” No cabe duda de que por
aquellas fechas ,nuestro protagonista resultaba ser ya un fiador de suficiente
confianza para un tratado de estas características.
Por
entonces, Valentín Pérez Montero se había inmiscuido ya también en el mundo de
la política local. Se sabe que ya en 1856 era concejal del Ayuntamiento, pues
el 1 de marzo de aquel año firmaba, junto al alcalde, Juan Cerdán, un poder a
favor del procurador Santos López (quien, como sabemos, también era socio suyo
en la compañía minera), para que éste pudiera defenderles en cierto proceso que
afectaba a ambos, y quizá también a todo el ayuntamiento[21]. Este hecho podía estar
relacionado con una Real Orden que el 3 de marzo de ese mismo año había
resuelto conceder a la Diputación Provincial el llamado Parador de las
Escuelas, es decir, el edificio que el obispo ilustrado Antonio Palafox había
mandado edificar junto a la Puerta de Huete, con el fin de instalar allí el
instituto de segunda enseñanza de la provincia, que hasta ese momento se
encontraba en condiciones lamentables en lo que había sido anteriormente
convento de religiosos mercedarios. [22]
El Ayuntamiento, garante de la fundación Palafox, y ante el hecho de que el
edificio era el principal aporte financiero para el mantenimiento de la misma,
y principalmente de las escuelas que funcionaban bajo su patronazgo, presentó
por ello una reclamación, al mismo tiempo que “en sesión celebrada el 18 de marzo, la corporación municipal decidió encomendar
al regidor don Valentín Pérez Montero la redacción de una exposición, pidiendo
al Gobierno de Su Majestad que revoque la adjudicación de las expresadas casas
por el perjuicio que sigue a la ciudad.”
Cumplió
su cometido nuestro protagonista, y apenas ocho días más tarde presentaba a la
corporación el escrito que en este sentido le había dirigido al Ministerio de
la Gobernación en representación del conjunto del Ayuntamiento. Se trataba de
un escrito muy bien expuesto, que ha sido reproducido en parte por Clotilde
Navarro en su estudio sobre la educación y la enseñanza primaria en la Cuenca
decimonónica, en el que manifestaba la necesidad que la corporación a la que
representaba tenía, de los ingresos que proporcionaba el edificio en cuestión
para seguir manteniendo abiertas las dos escuelas de la fundación, la de chicas
y la de chicos. La decisión final fue salomónica: el edificio en cuestión se
convirtió en el nuevo instituto, pero a cambio de que la Diputación Provincial
pasara también a contribuir con una cierta cantidad de dinero en el
mantenimiento de las escuelas de la fundación Palafox.
Y
de manera paralela a esa labor política de nuestro protagonista, hay que tener
en cuenta también, como era usual en aquella época, su faceta como militar, o
mejor dicho, paramilitar, en el seno de esas milicias nacionales que fueron
cambiando de nombre y de integrantes, debido a su clara significación política,
dependiendo del partido político que
estuviera gobernando en cada momento. Así, Valentín Pérez Montero era en 1855,
capitán del primer batallón de la milicia nacional conquense, y en concreto de
la compañía de granaderos[23]. Para el cargo había sido
elegido de manera democrática por sus propios compañeros ya en 1843, y en esa
misma compañía figuraba además su hermano Julián. En aquella fecha, 1855, había
firmado junto a todos sus compañeros de armas, jefes y oficiales del batallón,
cierto poder para que Martín José Irirarte, diputado en Cortes por la provincia
conquense, les defendiera ante un sector de la prensa que, según ellos, les había
injuriado, y lo habían hecho ante el notario Mariano Sanz, quien también era
oficial del mismo batallón.
El
documento es interesante porque en él aparecen algunos sombres y apellidos que
representan a una parte de la sociedad conquense de la época, la que formaba
parte de esa sociedad medio-alta de carácter liberal que se estaba conformando
en aquellos momentos: “En la ciudad de
Cuenca, a once de abril de mil ochocientos cincuenta y cinco, ante mí el
infraescrito escribano y testigos, comparecieron los señores jefes y oficiales
del primer batallón de milicia nacional de la misma, a saber: don José
Martínez, primer comandante, don Mariano Maestre, segundo, don Antonio Luque y
Visier, ayudante, don Eusebio Cobo, abanderado, don Valentín Pérez Montero, don
Tomás Torres, don Ramón Mochales, don José Jareño y don Manuel Lacasa, capitán,
tenientes y subtenientes de la compañía de granaderos; don Antonio Aguado, don Manuel
Moreno y don Eugenio Carretero, capitán, teniente y subteniente de la primera
del centro; don Lucas Aguirre, don Juan Cerdán, don Ramón Garca,, don Julián
Piquero y don Mariano Lasso, capitán, tenientes y subtenientes de la segunda de
ídem; don Francisco Almazán, don Calixto Jiménez, don Miguel Aguirre y don
Antonio de la Fuente, tenientes y subtenientes de la de cazadores, todos
mayores de edad, de cuyo conocimiento doy fe, y en unión mía, como teniente de
dicha primera compañía de centro, digeron: que dan y confieren conmigo poder
especial vastante en derecho al Excelentísimo Señor General don Martín José
Iriarte, Diputado a Cortes de esta provincia, para que en representación de sus
acciones y derechos, y de la benemérita milicia que tienen y tengo el honor de
mandar, demande a juicio de conciliación al editor responsable del periódico
conservador titulado El Parlamento, o a la persona que aparezca autor del
comunicado inserto en el número ciento veinte y dos, correspondiente al treinta
y uno de marzo pasado, edición de la tarde, que se dice fechado en veintiocho
del propio mes, y principio, “Pocas son las noticias que puedo dar a VV.
relativas a esta población”, concluyendo “No tenían mal modo de corresponder a
su alta misión los nacionales que haya cometido tamaño exceso”, y si no les
satisfaciesen las explicaciones que se le dieren en el acto, saque el
correspondiente certificado y denuncie ante el jurado o tribunal
correspondiente al articulista o comunicante, para que sea juzgado conforme a
las leyes de imprenta, por ser su contenido altamente injurioso y depresivo a
la benemérita clase indicada…”
Conforme
la monarquía de Isabel II fue entrando en crisis, la postura ideológica de
Valentín Pérez Montero se fue extremando, hasta el punto de que se convirtió en
uno de los adalides en la ciudad del Partido Radical[24]. Fue entonces, y
concretamente en los años del Gobierno Provisional[25] y del reinado de Amadeo
I, cuando alcanzó su mayor éxito dentro de la política, al haber sido nombrado
alcalde de la ciudad. Y de manera paralela otra vez a esa actividad política, y
habiendo sido sustituidas las antiguas milicias nacionales primero por el llamado
cuerpo de los Voluntarios de la Libertad y después por el de los Voluntarios de
la República, Valentín Pérez Montero fue también elegido de manera democrática
por sus propios compañeros como segundo comandante del batallón[26].
Y
ya para finalizar, sólo resta aportar unos pocos datos de carácter familiar
sobre Valentín Pérez Montero. Se sabe, por los censos de población que se
conservan en el Archivo Municipal de Cuenca, que él y su esposa, Dolores
Moreno, vivían en la parte alta de la ciudad, en la calle Zapaterías. Se conserva
un testamento suyo que, aunque realizado mucho tiempo antes de su fallecimiento
en 1855, nos sirve para conocer que tenían dos hijos, Evarista y Francisco[27]. Éste último es quien
contrajo matrimonio con Clara Santa Coloma, una mujer en la que se mezclaba la
sangre conquense de su padre con la proporcionada por su madre, una mezcla a su
vez de sangre china y tagala. En efecto, Clara había nacido en 1849 en Manila
(Filipinas), lugar en el que en ese momento se hallaba destinado su padre,
Eusebio Santa Coloma, quien oficial de infantería de servicio en las colonias;
era, por lo tanto, hermana del futuro general Federico Santa Coloma. Sin
embargo, el matrimonio no duró demasiado tiempo, debido al temprano
fallecimiento de la mujer, el 16 de enero de 1884, a consecuencia de las
lesiones producidas por un desgraciado accidente: había sido atropellada por un
caballo que ser había desbocado en el mes de agosto del año anterior. Dejó dos
niños huérfanos, Salvador y Milagros Pérez Santa Coloma; ésta última sería la
madre del famoso poeta conquense Federico Muelas.
[1] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección
Notarial. P-2183. Ff. 134-141.
[2] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección
Notarial. P-2183. Ff. 18-191.
[3] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección
Notarial. P-2203. Ff. 57-65.
[4] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección
Notarial. P-2203. Ff. 101-102v.
[5] MINERALOGÍA TROPOGRÁFICA IBÉRICA. (2010). “Mina Santa
Filomena, Garaballa, Cuenca. Recuperado el 16 de junio de 2016 de http://www.mtiblog.com/2010/06/mina-santa-filomena-garaballa-cuenca.html.
[6] HUERTA, J. J. (1996), “Las mineralizaciones de
Baritina de Talayuelas, Cuenca (Cordillera Ibérica)”, Cuadernos de geología ibérica, pp. 85-107.
[7] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección
Notarial. P-2232. Ff. 30-61v.
[8] LAS PEDROÑERAS. ÁNGEL CARRASCO SOTOS. (2014). “Quien
fue Diego de Ventura de Mena y Cortés (conde de Buenavista Cerro), de
Belmonte”, por Miguel Ángel Vellisco Bueno. Recuperado el 23 de junio de 2016
de http://angelcarrascosotos.blogspot.com.es/2014/08/quien-fue-diego-de-ventura-de-mena-y.html.
[9] LA WEB DE LAS BIOGRAFÍAS. “Sartorius, Luis José
(1820-1871)”, por Carlos Herraiz García. Recuperado el 23 de junio de 2016 de
http:// mcnbiografias.com/app-bio/do/show?key=sartorius-luis-jose.
[10] GENEALOGÍA, HERÁLDICA Y NOBIIARIA. VALENTÍN CASCO.
GUAREÑA. “Linaje De la Guerra, señores de Salmeroncillos”, por Valentín Casco.
Recuperado el 23 de junio de 2016 de
http://valentincasco.blogspot.com.es/2012/03/genealogia-de-d-magdalena-de-arcas-y-de.html.
[11] GONZÁLEZ MARZO, F. (1985), La desamortización de la
tierra eclesiásticas en la provincia de Cuenca. Cuenca: Diputación Provincial.
GONZÁLEZ MARZO, F. (1993), La desamortización de Madoz en la provincia de
Cuenca (1855/1866). Cuenca: Diputación Provincial.
[12] HIGUERAS CASTAÑEDA, E. (2017), “Avances democráticos
y resistencia liberal. La actuación del Partido Radical en provincias
(1869-1871)”, en D.A. González Madrid,
M. Ortiz Heras y J.S. Pérez Garzón (dirs.), La Historia, lost in traslation? (pp.1051-1064).Cuenca:
Universidad de Castilla-La Mancha.
[13] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección
Notarial. P-2182. Ff. 27-30v.
[14] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección
Notarial. P-1628/2 Ff. 110-113v.
[15] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección
Notarial. P-1632/2 Ff. 20-20v.
[16] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección
Notarial. P-1631/2 Ff. 147-149v.
[17] Los datos han sido recogidos del ya citado estudio de
Félix González Marzo.
[18] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección
Notarial. P-2182 Ff. 95-100v.
[19] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección
Notarial. P-2231 Ff. 228-229v.
[20] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección
Notarial. P-2213 Ff. 6-8v.
[21] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección
Notarial. P-2194. Sin foliar.
[22] NAVARRO GARCÍA, C. (1998). Educación y desarrollo en
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[23] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección
Notarial. P-2183. Ff. 75-76v.
[24] HIGUERAS CASTAÑEDA, E. (2016). “Polarización política
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(coord.), Entre la guerra carlista y la Restauración (pp.79-114). Cuenca:
Diputación Provincial.
[25] LÓPEZ VILLAVERDE, A.L. Y SÁNCHEZ SÁNCHEZ I. (1998). Historia y evolución de la prensa
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[26] BARQUÍN ARMERO, S.J.. (2016). “Los Voluntarios de la
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[27] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección
Notarial. P-2182. Ff. 129-131v.
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