1.
ANTECEDENTES:
LA BATALLA DE TUDELA
El 19 de julio de 1808, las tropas
combinadas de soldados españoles e ingleses que estaban mandadas por el
teniente general Francisco Javier Castaños derrotaron a los franceses de
Pierre-Antoine Dupont, el antiguo héroe de Marengo y de Friedland, en lo que
supuso la primera derrota en campo abierto del ejército napoleónico. La
victoria anglo-española fue importante, pues a los más de dos mil franceses
muertos y cuatrocientos heridos, había que añadir además los diecisiete mil
soldados capturados, lo que suponía más de las tres cuartas partes del ejército
que había entrado en combate. Mientras tanto, entre los aliados el total de las
bajas apenas llegaba a algo menos de los mil hombres, entre muertos y heridos,
de los cuales un porcentaje importante estaba formado por ingleses. La victoria
supuso, además de todo ello, la defenestración del general francés, el antiguo
líder de las campañas napoleónicas, al cual el emperador le culpó directamente
de la derrota. Fue privado de todos sus títulos y condecoraciones, así como de
todos los grados y empleos obtenidos a lo largo de una brillante carrera militar,
siendo borrado también su nombre del anuario de la Legión de Honor, la más
importante de las distinciones militares francesas, y se le prohibió el uso del
uniforme militar. Finalmente, fue confinado en prisión, de la que sólo pudo
salir tras el destronamiento de Napoleón y el acceso al trono de Luis XVIII, el
último de los Borbones, quien por otra parte le devolvió todos los honores y
prebendas que le habían sido retirados, y le nombró ministro de la Guerra.
Pero más allá de todas esas consecuencias
puramente personales para el hombre que había dirigido las tropas que habían
sido derrotadas, la batalla de Bailén tuvo otras consecuencias más importantes
para el devenir general de la guerra, consecuencias que, sin embargo, serían
solamente temporales gracias al genio de Napoleón. El hermano del emperador, el
entronizado nuevo rey de España como José I, abandonó apresuradamente Madrid, y
el grueso del ejército francés se replegó hacia el norte. Por un momento,
parecía que la guerra estaba abocada a la victoria final del lado de los
españoles en no demasiado tiempo. Sin embargo, el emperador reaccionó con
rapidez, enviando a España un nuevo ejército mucho más potente que el que había
enviado algunos años antes, la Grande
Armée. En realidad, el término se había empezado a acuñar seis años antes,
con ocasión del intento de invasión de Inglaterra, y hacía referencia al gran
ejército que el emperador había conseguido formar en los años previos a la
invasión de la península ibérica, y con el que se extendió victorioso por la
mayor parte del continente europeo. Un ejército que iba aumentando gradualmente
de tamaño conforme se iban logrando nuevas victorias, y que, en 1812, justo
antes de la fallida invasión de Rusia, estaba formado por un número aproximado
de seiscientos mil hombres (más de un millón si contamos el ejército de la
reserva), de los cuales sólo la mitad eran franceses, belgas y holandeses. En
la Grande Armée había también un
grupo importante de soldados polacos, alemanes, austriacos, italianos,
prusianos, suizos, daneses….
Las primeras derrotas francesas en España,
como la del Bruch o sobre todo la de Bailén, fue lo que provocó que Napoleón
enviara a España a una parte importante de ese gran ejército, unos doscientos
cincuenta mil hombres, extrayéndolas así de otras partes de Europa, de modo que
la Guerra de la Independencia española significaría al final la derrota del
emperador en todo el continente. Sin embargo, los primeros encuentros entre
ambos ejércitos fueron partir de este momento bastante esperanzadores para el
ejército francés. Las victorias en Espinosa de los Monteros (11 de noviembre) y
Somosierra, en la sierra madrileña (30 de noviembre), provocaron un nuevo
despliegue del ejército invasor, que logró instalar de nuevo a José en el trono
de Madrid y consiguió, en todo caso, alargar la guerra durante seis trágicos
años más.
Es en este momento álgido de la guerra,
noviembre de 1808, cuando se enmarca la batalla de Tudela. En aquel momento,
una parte importante de la Grande Armée,
al mando del propio Napoleón Bonaparte, intentaba avanzar todavía desde Burgos
hacia Madrid, con el fin de restablecer a su hermano en el trono, y con el fin
de proteger su flanco izquierdo se dispuso a detener el avance del Ejército del
Centro, que estaba aún al mando del general Castaños, el héroe de Bailén. Una
parte del ejército francés, al mando del general Jean Lannes, fue enviado por
el emperador hacia Tudela, en el extremo oriental de la provincia navarra.
Mientras tanto, Castaños intentaba parar a los enemigos en un frente de
cincuenta kilómetros, entre el Ebro y las faldas del Moncayo, al mando de
veinticinco mil hombres dispersados entre Ablitas (donde estaba instalado el
puesto de mando de Castaños), Tarazona (donde se encontraba el grueso del
ejército, formado por unos catorce mil soldados) y Cascante (ocupada por los
ocho mil hombres que formaban la cuarta división). Y allí esperaron durante
algún tiempo a que llegaran las tropas que mandaban el general José de Palafox,
el brillante defensor de Zaragoza.
La falta de consenso entre los dos
generales españoles ayudó en gran medida a la aplastante victoria francesa. El
23 de noviembre, el Ejército del Centro, al que por fin se le habían unido las
tropas de Palafox, con lo que estaban formado por treinta y tres mil soldados y
milicianos, intentó cercar en Tudela a los treinta mil franceses de Lannes,
pero fue derrotada en una cruenta batalla, que es una de las que aparecen
grabadas en el Arco del Triunfo de París. A las poco más de mil bajas del
ejército napoleónico (544 muertos y 513 heridos, entre ellos sólo veintiún
oficiales) se le contraponen un número aproximado de seis mil bajas del
Ejército del Centro (tres mil muertos y un número igual de prisioneros), entre
los cuales se contaban doce coroneles y trescientos oficiales, además de la
pérdida de treinta cañones, y todo ello en apenas unas pocas horas.
La derrota supuso el repliegue de lo que
había quedado del flamante Ejército del Centro hacia el interior de la
península, y en concreto hasta la ciudad de Cuenca. Un movimiento de retirada
que fue considerado ya en su tiempo como meritorio y ordenado, a pesar del caos
en el que se había producido la batalla anterior, y por ello, digno de ser
publicado. Sin embargo, la publicación de la memoria no se produciría hasta
1815, una vez terminada la guerra, en un pequeño opúsculo de veintidós páginas que
fue impreso en la madrileña imprenta de Repollés, que estaba situada en la
plazuela del Àngel[1].
De esta manera se especifican en el documento las condiciones de la escritura y
publicación de este movimiento de repliegue, que llevaría al grueso del ejército
desde las tierras navarras del Ebro hasta las tierras castellanas del Júcar.:
La
retirada que el Exército del Centro, baxo la dirección del Capitán General Don
Francisco Xavier Castaños hizo desde Navarra a la provincia de Cuenca, se ha
considerado por todos los Militares instruidos como una de las más notables
operaciones de las siete campañas de la guerra de la usurpación, y como tal
deberá tener especial mención en la historia.
El
conjunto de desastrosas circunstancias que se siguieron a aquella jornada
ocasionó que no se publicase la relación oficial de ella; y aunque en el
Semanario Patriótico número 18 del jueves 25 de mayo de 1809 se publicó un
resumen, no fue tal que pudiese suplir la noticia detallada de los hechos. Así
lo creyeron los autores del citado periódico cuando dixeron en el número lo
siguiente: “No podemos menos que reclamar altamente la publicación oficial y
circunstanciada del referido encuentro, de Buvierca, quizá el más sangriento en
su clase de cuantos habían ocurrido hasta entonces, trascendental por el
resultado tan brillante, como fue la salvación del Exército del centro, y
glorioso paralas armas Españolas, especialmente para aquellos Oficiales y
cuerpos que tan bizarramente allí pelearon y vertieron su sangre. La Nación y
el amor a la Patria exigen que no yazga en el olvido tan señalado sacrificio.
Concluida
la guerra y reunidos en Madrid varios de los sugetos que concurrieron en
aquella retirada, se ha podido formar, por el recuerdo de unos y otros, la
relación que se echaba menos, bien que no tan completa como se quisiera por el
tiempo transcurrido. Es muy conforme a esta especie de referencias el presentar
el estado de muertos, heridos y prisioneros de cada cuerpo, y sería ajustado a
nuestro deseo hacer la merecida honrosa mención de los Oficiales a quienes cupo
la suerte de morir o derramar su sangre por la independencia de su Patria y los
derechos de su Soberano; pero hoy la adquisición de estas noticias sería larga
y muy difícil, al paso que repugnante el dilatar más la publicación.
También es natural que carezca este
pequeño escrito de aquel fuego de expresión que suele comunicar a las
descripciones una imaginación recientemente conmovida de los objetos. Lo único
que puede asegurarse es la exactitud y veracidad de los hechos, baxo cuyo
concepto se ofrece al público y al juicio y censura de los muchos testigos
presenciales que aún existen.
2. la operación
de repliegue
Aunque la batalla se desarrolló en
las cercanías de Tudela, la operación de repliegue se inició en el pueblo
cercano de Tarazona, en la provincia de Zaragoza, lugar en el que, como ya se
ha dicho, había quedado emplazado el grueso del ejército antes de entrar en
contacto con el enemigo, y que se hallaba próximo al lugar en el que había
permanecido el puesto de mando de Castaños:
Decidida con desgracia la batalla,
dio el general Castaños las órdenes correspondientes para la retirada, y
reunida en Tarazona con las otras tres la 4ª división, se emprendió la marcha
para la Ciudad de Borja, con la confusión que es consiguiente a la pérdida de
una batalla, cuyo espanto se aumentó por el incendio casual o voladura de una
Hermita, que servía de repuesto de municiones y laboratorio de mixtos, sita en
los mismos campos de Tarazona que ocupaban las referidas tres divisiones; y por
haber reventado sucesivamente muchas granadas; pero desengañadas las tropas e
impuestas en la certeza y origen del suceso, se pusieron en movimiento, y a
cosa de la una de la noche habían evacuado a Tarazona, y tomado todo el camino
y dirección de Borja; habiendo costado muchos esfuerzos el verificarlo, a causa
de que salida a la caída de la tarde la división de Grimarest hacia Cascante, y
volviendo a reunirse con la 1ª y la 3ª se introduxo su artillería en la Ciudad
por la misma calle que baxaba la de aquellas, de que resultó un empacho que fue
muy penoso de desembarazar en una noche sumamente tenebrosa, y en que
amedrantado el vecindario cerraron todas sus casas, sin que fuese posible
persuadirlos a que sacasen luces por las ventanas para alumbrar las calles.[2]
Así pues, atacadas las tropas que se
disponían en retirada por un destacamento formado por cuatrocientos dragones
franceses de caballería, llegó la vanguardia a las nueve de la mañana del día
24 a Borja, a cinco leguas de Tarazona, desde donde continuaron la marcha hacia
Ricla, lugar al que llegaron hacia las diez de la noche del mismo día, y en
cuyas inmediaciones acampó el ejército con el fin de pasar la noche. Durante todo el día siguiente, los soldados
españoles siguieron avanzando en retirada, y no se detuvieron hasta haber
llegado a Calatayud, muy entrada ya la noche del día 25. Allí pasaron todo el
día 26 de noviembre, dispuestos en diferentes casas del pueblo, así como en los
diversos conventos que allí había, y ya por la tarde, después de que Castaños
hubiera pasado revista a las tropas, se produjo una junta de jefes con el fin
de analizar la situación, no sólo en lo que se refería al propio Ejército del
Centro. Se habían tenido noticias apremiantes de la Junta Central, solicitando
la ayuda del propio ejército en la defensa de Madrid, que en ese momento estaba
siendo atacado por los franceses desde el puerto de Somosierra.:
Se acababa de recibir un aviso de la
Junta Central sobre que los enemigos amenazaban a Somo-Sierra, y orden para que
el Exército acudiese al remedio, en cuya atención el General Castaños acordó
que se siguiese la marcha por el camino de Sigüenza, desde cuya ciudad podría
acudirse a Somo-Sierra, si se había sostenido aquel punto, o a Madrid si así lo
exigía el servicio de la Patria; pero en todo caso se reconoció la necesidad de
apoyar la continuación de la retirada por una división de tropas escogidas; y
con unanimidad se determinó quedase mandándola el Mariscal de Campo Don
Francisco Xavier Venegas, escogiendo él mismo los cuerpos, como lo verificó a
presencia de la Junta,… Así determinado recibió aquel la instrucción del
General en Gefe, reducida a que antes del amanecer del 27 saliese de Calatayud
a situarse en el Puerto del Frasno, distante dos leguas de la Ciudad, donde
debería permanecer hasta que las divisiones 2ª y 3ª, que habían de quedar en
Calatayud, la evacuasen, emprendiendo la marcha; la 3ª la noche del mismo 27, y
la 2ª la del 28; de manera que la de vanguardia no abandonase su posición hasta
la mañana del 29.[3]
Venegas había elegido para ello al
regimiento de Órdenes Militares, los dos primeros batallones del regimiento de
Burgos, el primer batallón del regimiento de Irlanda, las tropas ligeras de
Campomayor, un grupo de voluntarios de los regimientos de Valencia y Navas de
Tolosa, el regimiento de España, y los escuadrones de corta fuerza del
regimiento de Farnesio, a los que iba agregada la compañía de lanceros del
regimiento de Utrera. Sin embargo, cuando la vanguardia pudo llegar por fin al
pueblo de El Frasno, al otro lado del puerto de su mismo nombre, los enemigos
habían ya ocupado el pueblo, por lo que se tuvo que modificar el plan de
retirada. En efecto, aunque hubo en algunas calles del pueblo un intercambio de
disparos, dándose cuenta Venegas de que el ejército enemigo les superaba
notablemente en el número de efectivos, y de la posibilidad de que sus hombres
pudieran ser cercados por ellos, atacando por ambos flancos, se dispuso a
encontrarse con el ejército francés antes de que éste pudiera maniobrar con
mayor ventaja. Durante todo el día 27 se sucedieron las escaramuzas entre los
dos ejércitos, en una guerra de guerrillas en la que el número de efectivos
apenas importaba ya, teniendo en cuenta lo fragoso del terreno. Al mismo
tiempo, una parte de sus tropas regresaba a Calatayud, con el fin de comunicar
lo que sucedía al grueso de las tropas de Castaños.
Dexando situadas a más de un quarto
de legua de Ateca algunas compañías de infantería de Campomayor con una gran
guardia de caballería, y toda la restante entre este puesto y el Pueblo de
Ateca, con orden de pasar la noche en posición y sobre las armas, marchó el
General con los demás cuerpos por el camino Real que dirige a Buvierca,
haciendo alto entre este Pueblo y el de Ateca, a esperar las noticias que
traxese el Ayudante de Campo Don Torquato Truxillo, encargado de reconocer y
situar las compañías referidas con que quedaba cubierto el camino Real. Llegado
que fue y participando que no había novedad, se continuó la marcha hacia
Buvierca, volviéndola a suspender cerca de su entrada, y haciendo vivaquear sus
tropas a lo largo del camino, porque la población se hallaba ocupada todavía
por las de la división 2ª, que habían tomado alojamiento. Entró el General con
sus Ayudantes a las 12 de la noche y activadas las disposiciones conducentes, e
acuerdo con Grimarest, salió éste al ser de día, llevándose con su artillería
la perteneciente a la vanguardia, por haberse considerado que en las angosturas
y tortuosidades que formaban el terreno donde debía ser atacado inmediatamente,
no podía producir aquel arma sino embarazo[4].
Así, mientras el grueso del ejército
seguía su curso en dirección ahora hacia Alhama de Aragón, Castaños envió a uno
de sus edecanes, con órdenes para Venegas de que se mantuviera firme en la
retaguardia, con el fin de que siguiera deteniendo al ejército enemigo, pero
manteniendo él también el avance por las tierras aragonesas, “dexando en aquellas gargantas destacamentos
mandados por Oficiales que admitiesen voluntarios y con la oferta de ser recompensando
de aquel servicio; pues en contener el ímpetu de los contrarios estaba colgada
la esperanza de salvarse las divisiones que marchaban delante.”[5]
Sin embargo, Venegas respondía a su jefe, que sería él mismo el que detendría
la marcha de sus tropas hasta que el grueso del ejército estuviera ya a salvo
de los franceses, pues no quería “llenar
su honor y obligación confiar a otros tan importante encargo.” Tres horas
más tarde, avistado un destacamento de caballería francesa a la que acompañaba
también una sección de artillería que habían salido de Calatayud, los hombres
de Venegas abandonaron sus puestos, incorporándose así al resto de la división. Los franceses atacaron a la vanguardia de la
división muy cerca de Buvierca, en un estrecho desfiladero que conformaba un
valle flanqueado por dos cordilleras de una cierta altura, en el camino real de
Madrid. Lo angosto del paisaje beneficiaba a los franceses, que ya habían
tomado posiciones en ambas montañas, mediante sendas columnas que, además,
protegían a otra columna que desde el propio desfiladero les interrumpía el
paso. Fue éste uno de los momentos más difíciles de toda la marcha, no sólo por
la situación de inferioridad estratégica en la que se encontraban los
españoles, sino también por la gran cantidad de enemigos que tenían ante ellos:
Entre 9 y 10 de la mañana se
formalizó la acción atacando los enemigos desesperadamente todos los puntos y
con mayor empeño por la dirección del camino Real y su derecha, extendidos por
aquellas cumbres varios cuerpos precedidos de las tropas ligeras. Con igual
obstinación defendían las nuestras el terreno que ocupaban, derramándose mucha
sangre por ambas partes. Algunas compañías del batallón de Campomayor, y la de
Cazadores de Irlanda, que se habían avanzado por los cerros de nuestra
izquierda, se vieron sumamente acosadas por la muchedumbre que tenían a su
frente, y cayendo muchos de sus valientes, se replegaban palmo a palmo hasta
formar línea con las tropas que apoyaban la entrada del camino Real.[6]
Cuando peor estaba la situación para
los españoles apareció otra vez el grueso de la división, hecho que dio mayor
brío a unos soldados que ya estaban a punto de ser derrotados. Sin embargo, la
batalla estaba aún lejos de decidirse. Los franceses seguían aumentando también
el número de sus efectivos, y estaban ya a punto de rodear por la espalda a los
españoles, amenazándoles con cortarles la retirada, cuando, después de tres
horas de fuego cruzado, los españoles no tuvieron más remedio que abandonar sus
posiciones. Sin embargo, lo que al principio había sido una situación negativa
se convirtió en positiva, al haber logrado apostarse en una situación más
elevada, desde la que se podía seguir mejor las maniobras enemigas.
Desde allí, Venegas dio la orden de
retirada, la cual se realizó con un cierto orden, haciendo las paradas necesarias
para que cada corto tiempo pudieran reagruparse las tropas. No obstante, además
de un número indeterminado de bajas, en aquella escaramuza fueron hechos
prisioneros por los franceses los coroneles Durán y Soler, además de quince
oficiales, dos cadetes y un total de sesenta soldados de tropa. Los que habían
logrado sobrevivir al encuentro consiguieron por fin llegar a Alhama, “donde sin detenerse habilitaron las
posibles acémilas en que conducir los heridos que habían podido seguir la
división, adquiriendo también un vecino práctico que enseñase el camino y un
parage proporcionado para tomar nueva posición, respecto a que los contrarios
seguían todavía el alcance.”[7]Y encontrándose todavía en
Alhama, recibió la división el apoyo de algunas tropas de refresco de las otras
tres divisiones, que ya se encontraban en posiciones más avanzadas, quienes,
cargando a su vez contra los franceses que les perseguían, lograron detener así
la persecución. Estas tropas de refresco estaban a las órdenes del brigadier Diego
Ballesteros.
En Sisamón, a tres leguas de Alhama, la
división pudo encontrarse otra vez con la de Grimarest, entrando juntos en la
provincia vecina de Guadalajara por el término municipal de Maranchón; a este
lugar ya había llegado también la tercera división, que estaba al mando de
Ramón de Carvajal. Después siguieron avanzando por Alcolea, en dirección a
Sigüenza, ciudad en la que entraron el día 30, “sin haber perdido ni siquiera una pieza de artillería, y habiendo
hecho, según queda explicado, una marcha seguida de 11 leguas, tras una acción
sangrienta y duradera, continuada después del principal combate por espacio de
dos leguas y media; y sin que se hubiera dispersado ni desunido de sus filas un
solo individuo.”[8]
En Sigüenza se reemplazó a la vanguardia,
que con tanta heroicidad había combatido por tierras aragonesas durante los
días anteriores. Y en aquel momento se produjo también el relevo en la jefatura
del ejército, al haber sido reclamado Castaños por la Junta Suprema Central
lejos de éste. Fue sustituido en el mando por el teniente general Manuel de la
Peña, después de que hubiera sido primero el conde de Cartaojal quien hubiera ocupado
el mando de manera interina durante unas pocas horas. Lo cierto es que en el
Ejército del Centro se habían desatado las envidias entre sus mandos, provocando
una situación caótica, a la que las decisiones del propio Gobierno, encargando
el mando a personas incapaces e inexpertas, no fue tampoco ajeno. De esta
manera describe Francisco Vela Santiago las sensaciones que produjeron estos
cambios en una parte del ejército, y sobre todo en el propio Castaños:
Sin embargo, todo ello parecía
dispuesto a cambiar; a peor, claro. El día anterior, estando aún el cuartel
general en el pueblo de Arcos, llegó un correo extraordinario del Gobierno
portando una Real Orden extraordinaria del 27 de noviembre por la que se
ordenaba entregar interinamente el mando al teniente general conde de
Cartaojal. La noticia disgustó enormemente a Castaños, que se veía privado del
mando de un ejército que había vendido brillantemente en Bailén y que había
salvado de las malas artes de Palafox, en Tudela. El 30 de noviembre se
escenificó el cambio de mando, saliendo el día siguiente el ejército camino de
Guadalajara, donde llegó el 2 de diciembre.[9]
Para entonces, la batalla de Somosierra ya
se había decidido el día anterior, con la victoria del ejército francés,
gracias sobre todo a la brillante actuación de las tropas auxiliares que
formaban la caballería polaca, dejando franco el paso de los enemigos hacia
Madrid. Poco después, en la capital se había presentado un enorme ejército,
compuesto por más de treinta mil hombres y cincuenta piezas de artillería (el
primer cuerpo del ejército francés, mandado por el mariscal Victor, la guardia imperial,
dos divisiones de dragones, y los parques de artillería respectivos). Tras una
breve resistencia, el día 4 de diciembre se rendía la ciudad, permitiendo que
otra vez el rey José pudiera sentarse en el trono de España.
Por ello, el grueso del ejército reanudaba
otra vez la marcha en dirección a Guadalajara, avanzando primero hacia
Jadraque, y entrando en la capital alcarreña a las diez de la noche del día
siguiente. El 5 de diciembre reanudaban la marcha por el camino de Santorcaz, a
primera hora dos de las cuatro divisiones, seguidas de cerca por el resto de
las tropas, que habían salido también de Guadalajara a las dos de la tarde de
ese mismo día; sin embargo, antes de que estas dos últimas divisiones hubieran
podido alejarse demasiado de la capital, se vieron sorprendidas por numerosas
tropas francesas, a cuyo frente se encontraban dos de los militares más
capacitados del ejército napoleónico, Jean-Baptiste Bessieres, duque de Istria,
y Claude-Victor Perrin, duque de Belluno. Sin embargo, el encuentro de
Guadalajara no fue tan penoso para las tropas españolas como los que habían
mantenido en los días anteriores, debido sobre todo a la indecisión de los
jefes franceses:
Con
increíble celeridad treparon los cuerpos hasta las alturas, que forman aquella
posición, uniéndose a ellos los tercios de Ledesma y Salamanca, que yendo a
retaguardia de la división 3ª, y notando la intención de la vanguardia, se
quedaron con ella, deseando sus Comandantes Don Luis de Lacy y Don Alexandro de
Hore tener parte en la acción que se preparaba.
La
Vanguardia se formó en la primera línea de batalla, con otra segunda en líneas
cerradas, y a su flanco derecho la caballería para acudir con más prontitud a
donde exigiesen las circunstancias; y el Batallón de Reales Guardias Walonas y
tercios de Ledesma y Salamanca formaban una reserva, con el doble objeto de
oponerse a algún cuerpo enemigo que pudiese haber vadeado el río por la parte
del Oeste para atacar por su espalda la vanguardia, y de sostener en caso
necesario las primeras filas.
No puede pintarse dignamente la
militar actitud en que se hallaban todos los batallones, ni su deseo de que
llegase a atacarlos el enemigo, como se esperaba por momentos, al ver su
caballería e infantería marchar acelerada por la orilla derecha del Henares.
Serían las tres y media quando se acabaron de situar nuestros batallones,
avanzándose por los costados derecho e izquierdo los de tropas ligeras de
Barbastro y Campomayor, rompiendo su fuego las guerrillas de ambos contra las
enemigas, que habían pasado el río, y sosteniéndolo hasta después de
anochecido. Pero las columnas francesas que observaron la excelente posición de
la vanguardia y su denodada resolución de esperarlas hicieron alto, sin
determinarse en toda la tarde a executar su ataque, ni aún a pasar el río[10].
El día 6 de diciembre, el grueso del
ejército había llegado a Villarejo de Salvanés, en la provincia de Madrid, y al
día siguiente cruzaron las tropas el río Tajo por los pasos de Fuentidueña y
Estremera. En Villarejo se habían encontrado con el teniente general Pedro
Llamas, quien había sido comisionado por el Gobierno para intentar la defensa
de Aranjuez. Sin embargo, la situación era insostenible, pues los franceses se
les habían adelantado, obligando al ejército a cambiar de nuevo el rumbo y
poner dirección a la capital conquense, una posición estratégica, en mitad del
camino real de Madrid a Valencia. El día 7 estaban en Belinchón, en el límite
fronterizo entre las provincias de Madrid y Cuenca, logrando entrar en la
capital el día 10, después de una larga marcha que les había obligado a
atravesar media España en diecisiete días de avance apresurado.
Más allá de lo que indica el opúsculo
estudiado, lo cierto es que la operación de repliegue no debió ser todo lo
ordenada que éste indica; forma parte de la propaganda bélica, propia de este
tipo de escritos, en la que abundan muchas veces este tipo de exageraciones,
con el fin de influir en la moral de las tropas, en la desinformación del
ejército enemigo o, como en este caso, en el que la publicación de la obra
llegó con tanto retraso, incluso después de haber terminado la guerra, en el
deseo de vanagloria o autocomplacencia de aquellos que han participado en las
operaciones. En este sentido hay que tener en cuenta que ni siquiera el texto
hace mención a una situación especialmente dolorosa que se dio nada más haber
pisado tierras conquenses, en la que la indisciplina y la insubordinación de
una parte de la tropa llegó a provocar nuevas bajas en el Ejército del Centro:
Referencia esta última a un
lamentable suceso ocurrido dos días antes, el 7 de diciembre, hallándose el
cuartel general en Belinchón. Liderados por un oficial de artillería a caballo,
el teniente José de Santiago, algunos hombres, y en especial el destacamento de
Carabineros Reales, quisieron obligar al general a que marchase sobre Madrid,
si bien otros querían hacerlo hacia Sierra Morena. Esta sublevación sólo pudo
darse coincidiendo con las fechas en que el relevo de mandos se hacía
especialmente ominoso a ojos de estos hombres que habían sufrido tanto. De
hecho, no podemos confirmar quien mandaba ese día 7 el ejército, bien el conde
de Cartaojal, bien el teniente general La Peña En cualquier caso, figuras de
poca relevancia carácter que oponer al motín. El caso se solucionó con el
ajusticiamiento del teniente Santiago, cabeza visible de la revuelta, un
sargento y un cabo, tras lo cual las tropas, y en especial los Carabineros,
retomaron la disciplina, aunque muy desdibujada, como veremos pronto[11].
Es difícil saber el número de hombres que
llegaron a Cuenca, de los veintisiete mil aproximadamente que habían salido de
Tarazona. El documento estudiado no da este dato, y es sabido, además, que este
tipo de fuentes no son muy fiables en lo que a ello se refiere. Como dato
podemos citar el hecho de que, mientras la relación insiste en que el encuentro
de Guadalajara se había saldado por parte española “sin haber perdido un solo hombre”, el boletín de las tropas
francesas había publicado que el duque de Istria había conseguido arrollar a la
retaguardia del ejército patriota, haciéndoles incluso un total de quinientos
prisioneros, como reconoce también el documento estudiado, aunque fuera sólo
para negarlo. Y además de las pérdidas en acción, hay que sumar también otras
bajas por diferentes motivos; en este sentido, setenta y cuatro hombres del
regimiento de Burgos se habían refugiado en Zaragoza, donde muy pronto se
verían otra vez cercados por los franceses. Y de los que se habían incorporado
al repliegue, uno de sus dos batallones y la mitad del otro, entre ellos el
propio jefe del mismo, el brigadier Durán cayeron prisioneros en la acción de
Bubierca, lugar en el que perdieron sus dos banderas.
Por todo ello, el número de treinta y seis
mil hombres acinados en la ciudad del Júcar una vez llegado el ejército a ella
que da el cronista Pedro Pruneda, del que luego hablaremos, me parece un tanto
exagerada, aun sumando al número de tropas que habían llegado a la ciudad los
hombres que llevaba consigo el teniente general Llamas y los escasos habitantes
con los que entonces ésta contaba.
3. LAS CONSECUENCIAS. LA BATALLA DE
UCLÉS
El día 10 de diciembre, el Ejército del Centro
entraba en Cuenca, una ciudad que por entonces ya había sufrido dos ocupaciones
del ejército francés, la de Moncey en junio y la de Coulaincour en julio, y si
la primera apenas había supuesto escasos daños para la población, la segunda
supuso la destrucción de diversos edificios, así como la pérdida de hermosas
obras de arte, entre ellas la famosa custodia de Becerril, e incluso un número
importante de víctimas mortales. También había sufrido, por otra parte, la
invasión de algunos voluntarios españoles, dan dolorosa y sangrienta para sus
habitantes como ésta de Coulaincour.
Volviendo a lo que realmente nos ocupa, la marcha
del Ejército del Centro desde Tudela hasta Cuenca, éste había pasado a ser
mandado el día anterior por un general que, si cabe, estaba todavía más
incapacitado para el mando que sus dos antecesores; se trataba de Pedro de
Alcántara Álvarez de Toledo, duque del Infantado. El nuevo cambio en el mando
del ejército se había realizado tras una junta de generales que se había
celebrado el día anterior en el pueblo cercano de Alcázar del Rey (en aquel
momento, el lugar recibía todavía el nombre de Alcázar de Huete). El general
español replegó a la vanguardia de su ejército en el pueblo vecino de Jábaga, a
diez kilómetros de la capital, mientras que el grueso de sus tropas eran
instalados en toda la población conquense.
En la capital conquense se procedió a la
reorganización del ejército y, sobre todo, a la sustitución de las bajas por
nuevos reclutas, solicitados a todas las poblaciones cercanas. Por otra parte,
se procedió a requisar alimentos para los hombres y forraje para los caballos,
lo que empeoró las condiciones de subsistencia de los habitantes de todos los
pueblos de la comarca. Además, las consecuencias de este hacinamiento de
soldados en una ciudad pequeña y casi sin recursos, que, como se ha dicho, ya
había sufrido en repetidas ocasiones las desdichas de la guerra debido a su
especial situación estratégica, a medio camino entre la capital del reino,
Madrid, y Valencia, uno de los puertos más importantes del país, fueron
especialmente trágicas. A ello había que añadirse, además, las circunstancias
propias del repliegue, y la difícil climatología de aquel invierno,
especialmente frío. De esta manera ha descrito el cronista Pedro Pruneda la
situación en la que se encontró la capital conquense después de la llegada del
Ejército:
Retirándose casi a la carrera por un país estéril, y
en una estación cruda, los soldados llegaban desnudos, hambrientos y cansados.
La aglomeración de unos 36.000 hombres, en esta ciudad y pueblecitos
inmediatos, produjo una epidemia de duró treinta y tres días, muriendo
diariamente de ochenta a cien personas. Los cadáveres eran echados en cal viva
en grandes zanjas detrás de la casa de beneficencia, en San Antón, San Jorge y
la orilla del Júcar. Las nevadas y hielos duraron tres meses. Y a algunos soldados
hubo que cortarles los dedos y aún los pies; tan grande fue la intensidad del
frío[12].
Pero la larga marcha del Ejército del Centro por
tierras de Zaragoza, Guadalajara y Cuenca también tuvo al final unas
consecuencias fatídicas para el devenir global de la guerra, tras el epílogo
trágico de la batalla de Uclés, todavía en tierras conquenses. En efecto, aún
no se había repuesto del todo en Cuenca el grueso del ejército cuando, el 20 de
diciembre, el duque del Infantado ordenaba al mariscal de campo Venegas la
marcha de la vanguardia, que todavía se encontraba en Jábaga, en dirección a
Tarancón. El objetivo era el de poder encontrar un camino abierto por el que
poder intentar la ofensiva contra la propia capital madrileña, y dar así un
definitivo golpe de efecto al desarrollo de la guerra. La salida de un número
importante de efectivos franceses de Madrid, que había acudido hacia Valladolid
en busca de las tropas inglesas de Moore, había hecho soñar a los españoles con
la posibilidad de recuperar otra vez la capital madrileña.
A la dificultad que tenía la operación en sí misma
había que añadirse la extremada crudeza de aquel invierno, que había dejado los
campos sembrados de nieve. La idea era que el brigadier Senra atacara al mismo
tiempo sobre Aranjuez, pero éste se atrasó en su ataque, temeroso de que
pudiera ser atacado por el enemigo por uno de sus flancos. Los ochocientos
dragones franceses que se encontraban apostados en Tarancón al mando del
general Perreimond, fueron atacados por la vanguardia de Venegas, por lo que
tuvieron que replegarse hasta Ocaña. El encuentro fue esperanzador para los
españoles, en una actuación memorable sobre todo para las Reales Guardias
Españolas, que rechazaros en dos ocasiones la carga de los dragones franceses,
acción por la que obtuvieron un escudo de distinción a título colectivo.
La situación se mantuvo a partir de ese momento en
un impasse, provocado por la debilidad de las tropas españolas, y la relativa
escasez de las francesas en torno a Madrid y a Toledo. Sin embargo, el 9 de
enero llegaba a Madrid otra vez la división de Desolles y una brigada
holandesa, lo que dio más bríos a la ofensiva imperial. Tres días antes,
Venegas había solicitado permiso a Infantado para retirarse a Cuenca, permiso
que éste le había denegado con la excusa de que sería él quien acudiría a
encontrarse con él en los confines de la provincia; como veremos, el encuentro
se realizaría ya demasiado tarde para todos:
La disyuntiva era la de
esperar a Victor en Tarancón hacerlo en Uclés, donde estaba la fuerza del
brigadier Senra, unos 6.000 hombres con tres batallones destacados en
Villarrubio. Puestos de acuerdo, Venegas retiró su fuerza cerca de la
medianoche del 11 bajo un intenso chaparrón y consiguió reunir su maltrecha
división en Uclés el 12. Por el camino había dejado tres batallones apoyados
por algo de caballería en Tribaldos, que junto con los de Villarrubio le
servirían de pantalla protectora y de pronta alarma.
Por su parte, Victor, que en esa fecha aún desconoce
exactamente dónde para Venegas, avanza desde Aranjuez en un amplio frente.
Desde ese momento su Cuerpo operará en dos frentes: la división de Villatte y
la de Latour-Maubourg y sus 6 cañones de acompañamiento, por Fuente de Pedro
Naharro, y la de Ruffin, con la brigada Beaumont, por el vado de Villamanrique,
con un destino común: Tarancón[13].
Los franceses contraatacaron desde Aranjuez al mando
del mariscal Victor, conde de Belluno, con un ejército compuesto por catorce
mil soldados de infantería y tres mil de caballería. En la noche del 11 de
enero, estos se encontraron en las llanuras de Tribaldos, entre Uclés y
Tarancón, con los hombres de Venegas, a los que se habían unido ya las tropas
de Senra para formar un ejército cercano a los diez mil hombres, entre infantería
y caballería. Como bien se ha dicho, Tribaldos fue, además de los prolegómenos
de la batalla definitiva de Uclés, la tumba de una unidad completa del ejército
español, el regimiento de Voluntarios de Madrid, que se acababa de crear aquel
mismo verano. Junto a ellos, codo con codo, lucharon también los Cazadores de
Bailén y los Cazadores de Las Navas de Tolosa, dos batallones ligeros que
procedían de los Tercios de Tejas, una fuerza de choque creada para combatir en
América, pero que no habían podido abandonar la península por el estallido de
la Guerra de la Independencia. Todos ellos formaban la brigada que estaba al
mando del general Antonio Ramírez de Arellano:
Durante las doras que aproximadamente dura esta
acción, la infantería española, encabezada por los voluntarios madrileños, se
afana en deshacer el camino de Uclés; pero es repetidamente cargada por los
dragones franceses, que poco a poco van dejando sembrado de cuerpos dicho camino.
Al final de la jornada, los hombres de Madrid, de Bailén y de las Navas, no
pueden llegar a Uclés y son hechos prisioneros en su totalidad, con sus
coroneles y banderas incluidos. Triste final para unas unidades que han
mantenido el tipo hasta sus últimas consecuencias[14].
El 13 de enero de 1809 comenzó la batalla definitiva
en Uclés, a la sombra del antiguo convento, sede del priorato de la orden de
Santiago; curiosamente, su antiguo alcalde, Juan Pedro Talassac, de origen
francés, se había visto obligado por este motivo a abandonar el pueblo en el
mes de julio del año anterior. El centro de las fuerzas españolas, mandadas por
el propio Venegas, se hallaban a la entrada del pueblo santiaguista, mientras
Laporte y Senra mandaban a su vez las alas derecha e izquierda de las fuerzas
nacionales. Por su parte, el brigadier Girón, que mandaba el ala derecha del
ejército español, tampoco pudo hacer frente en Uclés al empuje de la división
Ruffin, que había atacado desde Tarancón, rodeando a las tropas españolas por
completo.
La superioridad numérica y táctica del ejército
francés fue enorme, y a las pocas horas, la cantidad de cuerpos sobre el campo
de batalla era desproporcionada, a lo que hay que añadir la gran cantidad de
soldados hechos prisioneros por el ejército francés, que desde Uclés fueron
conducidos a Madrid y encerrados en el Retiro. La batalla de Uclés supuso la
pérdida de ocho mil bajas por parte española, entre los dos mil que fueron
muertos o heridos y los seis mil soldados capturados por los enemigos. Por su
parte, los historiadores no se ponen de acuerdo en el número de bajas habidas
entre los franceses, aunque su número debió ser bastante bajo. Algunos de ellos
desertaron y se incorporaron al ejército del rey José, pero la mayoría logró
escaparse, aprovechando el alcantarillado del Retiro, pasando a engrosar las
partidas de diversos guerrilleros como Chaleco
y El Empecinado. El regimiento
provincial de Cuenca, que también participó en la batalla, fue, como todos los
demás, muy castigado por los franceses. Había llegado al lugar en condiciones
lamentables, con la mitad de los hombres desprovisto de armamento, por lo que
los desarmados tenían que esperar a que cayeran sus compañeros para poder coger
sus fusiles. Incorporado en el ala izquierda, a las órdenes de Senra, y en uno
de los puntos preminentes del despliegue, en el momento del ataque francés el
resto de las unidades había perdido todo contacto con ellos.
Al día siguiente, la población civil de Uclés, como
había sucedido en Cuenca unos meses antes, durante la invasión de Coulaincour,
y como volvería a suceder también en los meses posteriores, durante la nueva
ocupación de las tropas del propio Victor, se vería asolada por los excesos
cometidos contra ella por las tropas del duque de Belluno. Recogemos de nuevo
la escrito por Pruneda en su crónica:
Los vencedores se entregaron a abominables excesos.
Los prisioneros que heridos se rezagaban eran fusilados. Uclés fue entrada a
saco, y convertida en espantoso teatro de crímenes horrorosos. Setenta y seis
habitantes, escogidos entre las familias más distinguidas, tres sacerdotes
santiaguistas y un religioso carmelita, fueron bárbaramente asesinados. Más de
trescientas mujeres, entre ellas monjas dominicas, después de haber servido al
lascivo ardor de la soldadesca, fueron hacinadas en un montón para abrasarlas
vivas, y muchas perecieron en las llamas. El pueblo fue incendiado, y quedó
lleno de ruinas y reducido a una tercera parte de lo que antes era… El mariscal
Victor entró en Cuenca, que quedó casi despoblada. Se repitieron los estragos y
atropellos de Coulaincour. D. Luis de Bassecour estaba encargado del mando
militar de la provincia, y no teniendo fuerzas para detener al general Lucotte,
se retiró con la generalidad del vecindario del 17 de junio de 1810. Cuanto más
se minoraba la riqueza de esta desgraciada ciudad, mayores eran la codicia y
barbarie de los franceses. Quemaron casas, destrozaron muebles y ornamentos, y
ávidos de riqueza, no respetaron la paz de los sepulcros ni las cenizas de los
muertos.
4.
EL
NUEVO REPLIEGUE HACIA SIERRA MORENA
Muy pocos fueron los que lograron escapar en
dirección a Cuenca. Así lo refleja en sus memorias el brigadier Pedro Agustín
Girón, jefe de la tercera división de Andalucía y uno de los jefes del las
tropas que estaban situadas a la derecha: “Habiendo
venido varios jefes y oficiales a manifestarme su resolución de hacer lo que
les previniese y seguir mi suerte, les dije que exponiéndome a todo, iba a
tratar de quedar prisionero, y preparándose a seguirme…metí las espuelas a mi
caballo, que aunque mortalmente herido, corrió y saltó una zanja, que otros no
pudieron, siguiéndome doce o trece oficiales, entre ellos Copons, el capitán de
Guardias Walonas, marqués de Bassecourt, y otros tres oficiales de su Cuerpo,
el coronel de Milicias Acedo Rico, y otros que no me acuerdo.”[15]
Los restos del ejército de Venegas, apenas ya unos tres
mil hombres, se replegaron hacia Carrascosa del Campo, en el camino hacia
Cuenca, donde se encontraron con el grueso del ejército, que había permanecido
en la capital de la provincia, cuando estos, al mando del duque del Infantado,
habían salido también de la ciudad, aunque demasiado tarde, para apoyar al
conjunto de las tropas españolas que habían combatido en Uclés. Allí, en
Carrascosa, se vieron otra vez atascados por el parque de artillería del primer
cuerpo del ejército napoleónico, donde los dragones de los regimientos
Lusitania y Castilla y los cazadores de Sevilla se vieron sometidos a un fuego
devastador que les provocó un número de bajas cercano a la mitad de sus
efectivos.
A partir de este momento iniciaron una nueva huida,
perseguidos por los franceses, a través de la provincia de Cuenca en dirección
a Murcia y Andalucía, una retirada mucho más caótica que la que, durante el mes
anterior, les había llevado desde Tudela a la capital castellana, al mando de
un militar como Castaños, mucho más capacitado para la guerra que el duque del
Infantado. Todavía en tierras conquenses, en el término municipal de Tórtola,
las tropas de Victor alcanzaron a la retaguardia española, a la que sometieron
a una nueva derrota, en la que consiguieron quitarles los escasos restos de la
artillería que aún habían podido conservar. Se trata de un nuevo error del
militar español, que había obligado a sus hombres a conducir la artillería por
unos caminos intransitables, cubiertos de nieve y barro.
El día 17 de enero, los españoles se encontraban
todavía en Almodóvar del Pinar, muy cerca todavía de Cuenca, pero, aunque las
tropas estaban muy cansadas, se dio orden de seguir el camino, pues se habían
recibido noticias de que los enemigos se encontraban sólo a quince kilómetros.
Así, los españoles siguieron en dirección a Motilla del Palancar, donde se
decidieron a abandonar el camino real de Motilla y dirigirse otra vez hacia La
Mancha, con el fin de intentar alcanzar desde allí Sierra Morena. Al llegar a
Albacete recibieron por fin la noticia de que los franceses habían abandonado
la persecución. Acamparon, unos en la propia Albacete y otros en el pueblo
cercano de Chinchilla, pero el tifus volvió a hacer acto de presencia otra vez
en unas tropas cansadas y hambrientas. El día 25 partieron hacia Hellín y
Tobarra, y el día siguiente, Victor recibió la orden de regresar hacia Madrid;
definitivamente, la persecución había finalizado. El duque del Infantado ordenó
entonces dirigirse hacia Alcaraz y Santa Cruz de Mudela, en el camino real de
Andalucía. El Ejército del Centro sólo pudo sentirse ya seguro cuando
consiguieron cruzar las estribaciones de la cordillera Bética.
Para acabar, una referencia al jefe militar de la provincia,
Luis Alejandro de Bassecourt. Éste había participado en la acción de Uclés, al
mando del regimiento de Guardias Walonas, y fue uno de los oficiales que, en el
fragor de la batalla, y cuando ya todo estaba perdido, le habían solicitado a
Girón que les dirigiera en la huida. Había nacido en la ciudad de Henchin, en
Francia, pero llevaba desde finales de la centuria anterior incorporado al
ejército español, habiendo ostentado además el gobierno militar en varias
regiones, y también en el continente americano. Ascendido a mariscal de campo
en 1809, llegó a ocupar el empleo de teniente general a partir de 1815. Su
hermano, Juan, que también participó en la batalla de Uclés, moriría en 1811 en
el sitio de Badajoz, como brigadier del ejército español.
[1]
Relación de la retirada del Ejército del
Centro desde la orilla derecha del Ebro hasta la ciudad de Cuenca, Madrid,
Imprenta de Repollés, 1815.
[3] Ídem,
p. 7.
[4] Ídem,
pp. 11-12.
[5] Ídem,
p. 12.
[6] Ídem,
pp. 14-15.
[7] Ídem,
pp. 16-17.
[8] Ídem,
p. 18.
[9]
VELA SANTIAGO, FRANCISCO (2015). El desastre de Uclés, 1809. Madrid: Almena, p.
5
[10] Relación
de la retirada del Exército del Centro…”, pp. 19-20.
[11] VELA
SANTIAGO, FRANCISCO (2015), p. 15.
[12]
PRUNEDA, PEDRO (1869). Crónica de la provincia de Cuenca. Madrid: Editores
Rubio, Grilo y Vitturi.
[13] VELA
SANTIAGO, FRANCISCO (2015), pp. 24-25.
[15]
Idem, pp. 27-29.