jueves, 31 de octubre de 2019

La retirada del ejército del centro desde Tudela a Cuenca. Una operación de repliegue de la Guerra de la Independencia


1.       ANTECEDENTES: LA BATALLA DE TUDELA  

El 19 de julio de 1808, las tropas combinadas de soldados españoles e ingleses que estaban mandadas por el teniente general Francisco Javier Castaños derrotaron a los franceses de Pierre-Antoine Dupont, el antiguo héroe de Marengo y de Friedland, en lo que supuso la primera derrota en campo abierto del ejército napoleónico. La victoria anglo-española fue importante, pues a los más de dos mil franceses muertos y cuatrocientos heridos, había que añadir además los diecisiete mil soldados capturados, lo que suponía más de las tres cuartas partes del ejército que había entrado en combate. Mientras tanto, entre los aliados el total de las bajas apenas llegaba a algo menos de los mil hombres, entre muertos y heridos, de los cuales un porcentaje importante estaba formado por ingleses. La victoria supuso, además de todo ello, la defenestración del general francés, el antiguo líder de las campañas napoleónicas, al cual el emperador le culpó directamente de la derrota. Fue privado de todos sus títulos y condecoraciones, así como de todos los grados y empleos obtenidos a lo largo de una brillante carrera militar, siendo borrado también su nombre del anuario de la Legión de Honor, la más importante de las distinciones militares francesas, y se le prohibió el uso del uniforme militar. Finalmente, fue confinado en prisión, de la que sólo pudo salir tras el destronamiento de Napoleón y el acceso al trono de Luis XVIII, el último de los Borbones, quien por otra parte le devolvió todos los honores y prebendas que le habían sido retirados, y le nombró ministro de la Guerra.

Pero más allá de todas esas consecuencias puramente personales para el hombre que había dirigido las tropas que habían sido derrotadas, la batalla de Bailén tuvo otras consecuencias más importantes para el devenir general de la guerra, consecuencias que, sin embargo, serían solamente temporales gracias al genio de Napoleón. El hermano del emperador, el entronizado nuevo rey de España como José I, abandonó apresuradamente Madrid, y el grueso del ejército francés se replegó hacia el norte. Por un momento, parecía que la guerra estaba abocada a la victoria final del lado de los españoles en no demasiado tiempo. Sin embargo, el emperador reaccionó con rapidez, enviando a España un nuevo ejército mucho más potente que el que había enviado algunos años antes, la Grande Armée. En realidad, el término se había empezado a acuñar seis años antes, con ocasión del intento de invasión de Inglaterra, y hacía referencia al gran ejército que el emperador había conseguido formar en los años previos a la invasión de la península ibérica, y con el que se extendió victorioso por la mayor parte del continente europeo. Un ejército que iba aumentando gradualmente de tamaño conforme se iban logrando nuevas victorias, y que, en 1812, justo antes de la fallida invasión de Rusia, estaba formado por un número aproximado de seiscientos mil hombres (más de un millón si contamos el ejército de la reserva), de los cuales sólo la mitad eran franceses, belgas y holandeses. En la Grande Armée había también un grupo importante de soldados polacos, alemanes, austriacos, italianos, prusianos, suizos, daneses….


Las primeras derrotas francesas en España, como la del Bruch o sobre todo la de Bailén, fue lo que provocó que Napoleón enviara a España a una parte importante de ese gran ejército, unos doscientos cincuenta mil hombres, extrayéndolas así de otras partes de Europa, de modo que la Guerra de la Independencia española significaría al final la derrota del emperador en todo el continente. Sin embargo, los primeros encuentros entre ambos ejércitos fueron partir de este momento bastante esperanzadores para el ejército francés. Las victorias en Espinosa de los Monteros (11 de noviembre) y Somosierra, en la sierra madrileña (30 de noviembre), provocaron un nuevo despliegue del ejército invasor, que logró instalar de nuevo a José en el trono de Madrid y consiguió, en todo caso, alargar la guerra durante seis trágicos años más.

Es en este momento álgido de la guerra, noviembre de 1808, cuando se enmarca la batalla de Tudela. En aquel momento, una parte importante de la Grande Armée, al mando del propio Napoleón Bonaparte, intentaba avanzar todavía desde Burgos hacia Madrid, con el fin de restablecer a su hermano en el trono, y con el fin de proteger su flanco izquierdo se dispuso a detener el avance del Ejército del Centro, que estaba aún al mando del general Castaños, el héroe de Bailén. Una parte del ejército francés, al mando del general Jean Lannes, fue enviado por el emperador hacia Tudela, en el extremo oriental de la provincia navarra. Mientras tanto, Castaños intentaba parar a los enemigos en un frente de cincuenta kilómetros, entre el Ebro y las faldas del Moncayo, al mando de veinticinco mil hombres dispersados entre Ablitas (donde estaba instalado el puesto de mando de Castaños), Tarazona (donde se encontraba el grueso del ejército, formado por unos catorce mil soldados) y Cascante (ocupada por los ocho mil hombres que formaban la cuarta división). Y allí esperaron durante algún tiempo a que llegaran las tropas que mandaban el general José de Palafox, el brillante defensor de Zaragoza.

La falta de consenso entre los dos generales españoles ayudó en gran medida a la aplastante victoria francesa. El 23 de noviembre, el Ejército del Centro, al que por fin se le habían unido las tropas de Palafox, con lo que estaban formado por treinta y tres mil soldados y milicianos, intentó cercar en Tudela a los treinta mil franceses de Lannes, pero fue derrotada en una cruenta batalla, que es una de las que aparecen grabadas en el Arco del Triunfo de París. A las poco más de mil bajas del ejército napoleónico (544 muertos y 513 heridos, entre ellos sólo veintiún oficiales) se le contraponen un número aproximado de seis mil bajas del Ejército del Centro (tres mil muertos y un número igual de prisioneros), entre los cuales se contaban doce coroneles y trescientos oficiales, además de la pérdida de treinta cañones, y todo ello en apenas unas pocas horas.

La derrota supuso el repliegue de lo que había quedado del flamante Ejército del Centro hacia el interior de la península, y en concreto hasta la ciudad de Cuenca. Un movimiento de retirada que fue considerado ya en su tiempo como meritorio y ordenado, a pesar del caos en el que se había producido la batalla anterior, y por ello, digno de ser publicado. Sin embargo, la publicación de la memoria no se produciría hasta 1815, una vez terminada la guerra, en un pequeño opúsculo de veintidós páginas que fue impreso en la madrileña imprenta de Repollés, que estaba situada en la plazuela del Àngel[1]. De esta manera se especifican en el documento las condiciones de la escritura y publicación de este movimiento de repliegue, que llevaría al grueso del ejército desde las tierras navarras del Ebro hasta las tierras castellanas del Júcar.:

La retirada que el Exército del Centro, baxo la dirección del Capitán General Don Francisco Xavier Castaños hizo desde Navarra a la provincia de Cuenca, se ha considerado por todos los Militares instruidos como una de las más notables operaciones de las siete campañas de la guerra de la usurpación, y como tal deberá tener especial mención en la historia.

El conjunto de desastrosas circunstancias que se siguieron a aquella jornada ocasionó que no se publicase la relación oficial de ella; y aunque en el Semanario Patriótico número 18 del jueves 25 de mayo de 1809 se publicó un resumen, no fue tal que pudiese suplir la noticia detallada de los hechos. Así lo creyeron los autores del citado periódico cuando dixeron en el número lo siguiente: “No podemos menos que reclamar altamente la publicación oficial y circunstanciada del referido encuentro, de Buvierca, quizá el más sangriento en su clase de cuantos habían ocurrido hasta entonces, trascendental por el resultado tan brillante, como fue la salvación del Exército del centro, y glorioso paralas armas Españolas, especialmente para aquellos Oficiales y cuerpos que tan bizarramente allí pelearon y vertieron su sangre. La Nación y el amor a la Patria exigen que no yazga en el olvido tan señalado sacrificio.

Concluida la guerra y reunidos en Madrid varios de los sugetos que concurrieron en aquella retirada, se ha podido formar, por el recuerdo de unos y otros, la relación que se echaba menos, bien que no tan completa como se quisiera por el tiempo transcurrido. Es muy conforme a esta especie de referencias el presentar el estado de muertos, heridos y prisioneros de cada cuerpo, y sería ajustado a nuestro deseo hacer la merecida honrosa mención de los Oficiales a quienes cupo la suerte de morir o derramar su sangre por la independencia de su Patria y los derechos de su Soberano; pero hoy la adquisición de estas noticias sería larga y muy difícil, al paso que repugnante el dilatar más la publicación.

También es natural que carezca este pequeño escrito de aquel fuego de expresión que suele comunicar a las descripciones una imaginación recientemente conmovida de los objetos. Lo único que puede asegurarse es la exactitud y veracidad de los hechos, baxo cuyo concepto se ofrece al público y al juicio y censura de los muchos testigos presenciales que aún existen.



2.       la operación de repliegue

            Aunque la batalla se desarrolló en las cercanías de Tudela, la operación de repliegue se inició en el pueblo cercano de Tarazona, en la provincia de Zaragoza, lugar en el que, como ya se ha dicho, había quedado emplazado el grueso del ejército antes de entrar en contacto con el enemigo, y que se hallaba próximo al lugar en el que había permanecido el puesto de mando de Castaños:  

Decidida con desgracia la batalla, dio el general Castaños las órdenes correspondientes para la retirada, y reunida en Tarazona con las otras tres la 4ª división, se emprendió la marcha para la Ciudad de Borja, con la confusión que es consiguiente a la pérdida de una batalla, cuyo espanto se aumentó por el incendio casual o voladura de una Hermita, que servía de repuesto de municiones y laboratorio de mixtos, sita en los mismos campos de Tarazona que ocupaban las referidas tres divisiones; y por haber reventado sucesivamente muchas granadas; pero desengañadas las tropas e impuestas en la certeza y origen del suceso, se pusieron en movimiento, y a cosa de la una de la noche habían evacuado a Tarazona, y tomado todo el camino y dirección de Borja; habiendo costado muchos esfuerzos el verificarlo, a causa de que salida a la caída de la tarde la división de Grimarest hacia Cascante, y volviendo a reunirse con la 1ª y la 3ª se introduxo su artillería en la Ciudad por la misma calle que baxaba la de aquellas, de que resultó un empacho que fue muy penoso de desembarazar en una noche sumamente tenebrosa, y en que amedrantado el vecindario cerraron todas sus casas, sin que fuese posible persuadirlos a que sacasen luces por las ventanas para alumbrar las calles.[2]

            Así pues, atacadas las tropas que se disponían en retirada por un destacamento formado por cuatrocientos dragones franceses de caballería, llegó la vanguardia a las nueve de la mañana del día 24 a Borja, a cinco leguas de Tarazona, desde donde continuaron la marcha hacia Ricla, lugar al que llegaron hacia las diez de la noche del mismo día, y en cuyas inmediaciones acampó el ejército con el fin de pasar la noche.  Durante todo el día siguiente, los soldados españoles siguieron avanzando en retirada, y no se detuvieron hasta haber llegado a Calatayud, muy entrada ya la noche del día 25. Allí pasaron todo el día 26 de noviembre, dispuestos en diferentes casas del pueblo, así como en los diversos conventos que allí había, y ya por la tarde, después de que Castaños hubiera pasado revista a las tropas, se produjo una junta de jefes con el fin de analizar la situación, no sólo en lo que se refería al propio Ejército del Centro. Se habían tenido noticias apremiantes de la Junta Central, solicitando la ayuda del propio ejército en la defensa de Madrid, que en ese momento estaba siendo atacado por los franceses desde el puerto de Somosierra.:

Se acababa de recibir un aviso de la Junta Central sobre que los enemigos amenazaban a Somo-Sierra, y orden para que el Exército acudiese al remedio, en cuya atención el General Castaños acordó que se siguiese la marcha por el camino de Sigüenza, desde cuya ciudad podría acudirse a Somo-Sierra, si se había sostenido aquel punto, o a Madrid si así lo exigía el servicio de la Patria; pero en todo caso se reconoció la necesidad de apoyar la continuación de la retirada por una división de tropas escogidas; y con unanimidad se determinó quedase mandándola el Mariscal de Campo Don Francisco Xavier Venegas, escogiendo él mismo los cuerpos, como lo verificó a presencia de la Junta,… Así determinado recibió aquel la instrucción del General en Gefe, reducida a que antes del amanecer del 27 saliese de Calatayud a situarse en el Puerto del Frasno, distante dos leguas de la Ciudad, donde debería permanecer hasta que las divisiones 2ª y 3ª, que habían de quedar en Calatayud, la evacuasen, emprendiendo la marcha; la 3ª la noche del mismo 27, y la 2ª la del 28; de manera que la de vanguardia no abandonase su posición hasta la mañana del 29.[3]

            Venegas había elegido para ello al regimiento de Órdenes Militares, los dos primeros batallones del regimiento de Burgos, el primer batallón del regimiento de Irlanda, las tropas ligeras de Campomayor, un grupo de voluntarios de los regimientos de Valencia y Navas de Tolosa, el regimiento de España, y los escuadrones de corta fuerza del regimiento de Farnesio, a los que iba agregada la compañía de lanceros del regimiento de Utrera. Sin embargo, cuando la vanguardia pudo llegar por fin al pueblo de El Frasno, al otro lado del puerto de su mismo nombre, los enemigos habían ya ocupado el pueblo, por lo que se tuvo que modificar el plan de retirada. En efecto, aunque hubo en algunas calles del pueblo un intercambio de disparos, dándose cuenta Venegas de que el ejército enemigo les superaba notablemente en el número de efectivos, y de la posibilidad de que sus hombres pudieran ser cercados por ellos, atacando por ambos flancos, se dispuso a encontrarse con el ejército francés antes de que éste pudiera maniobrar con mayor ventaja. Durante todo el día 27 se sucedieron las escaramuzas entre los dos ejércitos, en una guerra de guerrillas en la que el número de efectivos apenas importaba ya, teniendo en cuenta lo fragoso del terreno. Al mismo tiempo, una parte de sus tropas regresaba a Calatayud, con el fin de comunicar lo que sucedía al grueso de las tropas de Castaños.

           
Gracias a estas maniobras de los estrategas españoles, el grueso del ejército pudo salir con cierta tranquilidad de la difícil situación en la que se encontraba. Los días siguientes, mientras la retaguardia seguía cubriendo la retirada, el grueso del ejército seguía avanzando en dirección a Ateca, todavía en la provincia de Zaragoza. A un cuarto de legua de este pueblo, un grupo de cien lanceros polacos se lanzaron a la carga contra la retaguardia española. A pesar de la conmoción de los primeros momentos, enseguida se pudo restablecer el orden en las filas españolas, logrando de esta forma mantener sus posiciones sin demasiada dificultad, hasta algún tiempo después de que hubiera anochecido. Y desde Ateca, otra vez, la división de la vanguardia (que en ese momento, debemos recordar, ocupaba la retaguardia), pudo seguir otra vez el camino hacia Bubierca, con unas horas de retraso respecto al grueso del ejército. Entre ambas poblaciones se detuvieron unas horas las tropas españolas para descansar de la larga y apresurada marcha:

Dexando situadas a más de un quarto de legua de Ateca algunas compañías de infantería de Campomayor con una gran guardia de caballería, y toda la restante entre este puesto y el Pueblo de Ateca, con orden de pasar la noche en posición y sobre las armas, marchó el General con los demás cuerpos por el camino Real que dirige a Buvierca, haciendo alto entre este Pueblo y el de Ateca, a esperar las noticias que traxese el Ayudante de Campo Don Torquato Truxillo, encargado de reconocer y situar las compañías referidas con que quedaba cubierto el camino Real. Llegado que fue y participando que no había novedad, se continuó la marcha hacia Buvierca, volviéndola a suspender cerca de su entrada, y haciendo vivaquear sus tropas a lo largo del camino, porque la población se hallaba ocupada todavía por las de la división 2ª, que habían tomado alojamiento. Entró el General con sus Ayudantes a las 12 de la noche y activadas las disposiciones conducentes, e acuerdo con Grimarest, salió éste al ser de día, llevándose con su artillería la perteneciente a la vanguardia, por haberse considerado que en las angosturas y tortuosidades que formaban el terreno donde debía ser atacado inmediatamente, no podía producir aquel arma sino embarazo[4].

            Así, mientras el grueso del ejército seguía su curso en dirección ahora hacia Alhama de Aragón, Castaños envió a uno de sus edecanes, con órdenes para Venegas de que se mantuviera firme en la retaguardia, con el fin de que siguiera deteniendo al ejército enemigo, pero manteniendo él también el avance por las tierras aragonesas, “dexando en aquellas gargantas destacamentos mandados por Oficiales que admitiesen voluntarios y con la oferta de ser recompensando de aquel servicio; pues en contener el ímpetu de los contrarios estaba colgada la esperanza de salvarse las divisiones que marchaban delante.”[5] Sin embargo, Venegas respondía a su jefe, que sería él mismo el que detendría la marcha de sus tropas hasta que el grueso del ejército estuviera ya a salvo de los franceses, pues no quería “llenar su honor y obligación confiar a otros tan importante encargo.” Tres horas más tarde, avistado un destacamento de caballería francesa a la que acompañaba también una sección de artillería que habían salido de Calatayud, los hombres de Venegas abandonaron sus puestos, incorporándose así al resto de la división.  Los franceses atacaron a la vanguardia de la división muy cerca de Buvierca, en un estrecho desfiladero que conformaba un valle flanqueado por dos cordilleras de una cierta altura, en el camino real de Madrid. Lo angosto del paisaje beneficiaba a los franceses, que ya habían tomado posiciones en ambas montañas, mediante sendas columnas que, además, protegían a otra columna que desde el propio desfiladero les interrumpía el paso. Fue éste uno de los momentos más difíciles de toda la marcha, no sólo por la situación de inferioridad estratégica en la que se encontraban los españoles, sino también por la gran cantidad de enemigos que tenían ante ellos:

Entre 9 y 10 de la mañana se formalizó la acción atacando los enemigos desesperadamente todos los puntos y con mayor empeño por la dirección del camino Real y su derecha, extendidos por aquellas cumbres varios cuerpos precedidos de las tropas ligeras. Con igual obstinación defendían las nuestras el terreno que ocupaban, derramándose mucha sangre por ambas partes. Algunas compañías del batallón de Campomayor, y la de Cazadores de Irlanda, que se habían avanzado por los cerros de nuestra izquierda, se vieron sumamente acosadas por la muchedumbre que tenían a su frente, y cayendo muchos de sus valientes, se replegaban palmo a palmo hasta formar línea con las tropas que apoyaban la entrada del camino Real.[6]

            Cuando peor estaba la situación para los españoles apareció otra vez el grueso de la división, hecho que dio mayor brío a unos soldados que ya estaban a punto de ser derrotados. Sin embargo, la batalla estaba aún lejos de decidirse. Los franceses seguían aumentando también el número de sus efectivos, y estaban ya a punto de rodear por la espalda a los españoles, amenazándoles con cortarles la retirada, cuando, después de tres horas de fuego cruzado, los españoles no tuvieron más remedio que abandonar sus posiciones. Sin embargo, lo que al principio había sido una situación negativa se convirtió en positiva, al haber logrado apostarse en una situación más elevada, desde la que se podía seguir mejor las maniobras enemigas.

            Desde allí, Venegas dio la orden de retirada, la cual se realizó con un cierto orden, haciendo las paradas necesarias para que cada corto tiempo pudieran reagruparse las tropas. No obstante, además de un número indeterminado de bajas, en aquella escaramuza fueron hechos prisioneros por los franceses los coroneles Durán y Soler, además de quince oficiales, dos cadetes y un total de sesenta soldados de tropa. Los que habían logrado sobrevivir al encuentro consiguieron por fin llegar a Alhama, “donde sin detenerse habilitaron las posibles acémilas en que conducir los heridos que habían podido seguir la división, adquiriendo también un vecino práctico que enseñase el camino y un parage proporcionado para tomar nueva posición, respecto a que los contrarios seguían todavía el alcance.”[7]Y encontrándose todavía en Alhama, recibió la división el apoyo de algunas tropas de refresco de las otras tres divisiones, que ya se encontraban en posiciones más avanzadas, quienes, cargando a su vez contra los franceses que les perseguían, lograron detener así la persecución. Estas tropas de refresco estaban a las órdenes del brigadier Diego Ballesteros.

En Sisamón, a tres leguas de Alhama, la división pudo encontrarse otra vez con la de Grimarest, entrando juntos en la provincia vecina de Guadalajara por el término municipal de Maranchón; a este lugar ya había llegado también la tercera división, que estaba al mando de Ramón de Carvajal. Después siguieron avanzando por Alcolea, en dirección a Sigüenza, ciudad en la que entraron el día 30, “sin haber perdido ni siquiera una pieza de artillería, y habiendo hecho, según queda explicado, una marcha seguida de 11 leguas, tras una acción sangrienta y duradera, continuada después del principal combate por espacio de dos leguas y media; y sin que se hubiera dispersado ni desunido de sus filas un solo individuo.”[8]

En Sigüenza se reemplazó a la vanguardia, que con tanta heroicidad había combatido por tierras aragonesas durante los días anteriores. Y en aquel momento se produjo también el relevo en la jefatura del ejército, al haber sido reclamado Castaños por la Junta Suprema Central lejos de éste. Fue sustituido en el mando por el teniente general Manuel de la Peña, después de que hubiera sido primero el conde de Cartaojal quien hubiera ocupado el mando de manera interina durante unas pocas horas. Lo cierto es que en el Ejército del Centro se habían desatado las envidias entre sus mandos, provocando una situación caótica, a la que las decisiones del propio Gobierno, encargando el mando a personas incapaces e inexpertas, no fue tampoco ajeno. De esta manera describe Francisco Vela Santiago las sensaciones que produjeron estos cambios en una parte del ejército, y sobre todo en el propio Castaños:

Sin embargo, todo ello parecía dispuesto a cambiar; a peor, claro. El día anterior, estando aún el cuartel general en el pueblo de Arcos, llegó un correo extraordinario del Gobierno portando una Real Orden extraordinaria del 27 de noviembre por la que se ordenaba entregar interinamente el mando al teniente general conde de Cartaojal. La noticia disgustó enormemente a Castaños, que se veía privado del mando de un ejército que había vendido brillantemente en Bailén y que había salvado de las malas artes de Palafox, en Tudela. El 30 de noviembre se escenificó el cambio de mando, saliendo el día siguiente el ejército camino de Guadalajara, donde llegó el 2 de diciembre.[9]

Para entonces, la batalla de Somosierra ya se había decidido el día anterior, con la victoria del ejército francés, gracias sobre todo a la brillante actuación de las tropas auxiliares que formaban la caballería polaca, dejando franco el paso de los enemigos hacia Madrid. Poco después, en la capital se había presentado un enorme ejército, compuesto por más de treinta mil hombres y cincuenta piezas de artillería (el primer cuerpo del ejército francés, mandado por el mariscal Victor, la guardia imperial, dos divisiones de dragones, y los parques de artillería respectivos). Tras una breve resistencia, el día 4 de diciembre se rendía la ciudad, permitiendo que otra vez el rey José pudiera sentarse en el trono de España.

Por ello, el grueso del ejército reanudaba otra vez la marcha en dirección a Guadalajara, avanzando primero hacia Jadraque, y entrando en la capital alcarreña a las diez de la noche del día siguiente. El 5 de diciembre reanudaban la marcha por el camino de Santorcaz, a primera hora dos de las cuatro divisiones, seguidas de cerca por el resto de las tropas, que habían salido también de Guadalajara a las dos de la tarde de ese mismo día; sin embargo, antes de que estas dos últimas divisiones hubieran podido alejarse demasiado de la capital, se vieron sorprendidas por numerosas tropas francesas, a cuyo frente se encontraban dos de los militares más capacitados del ejército napoleónico, Jean-Baptiste Bessieres, duque de Istria, y Claude-Victor Perrin, duque de Belluno. Sin embargo, el encuentro de Guadalajara no fue tan penoso para las tropas españolas como los que habían mantenido en los días anteriores, debido sobre todo a la indecisión de los jefes franceses:

Con increíble celeridad treparon los cuerpos hasta las alturas, que forman aquella posición, uniéndose a ellos los tercios de Ledesma y Salamanca, que yendo a retaguardia de la división 3ª, y notando la intención de la vanguardia, se quedaron con ella, deseando sus Comandantes Don Luis de Lacy y Don Alexandro de Hore tener parte en la acción que se preparaba.

La Vanguardia se formó en la primera línea de batalla, con otra segunda en líneas cerradas, y a su flanco derecho la caballería para acudir con más prontitud a donde exigiesen las circunstancias; y el Batallón de Reales Guardias Walonas y tercios de Ledesma y Salamanca formaban una reserva, con el doble objeto de oponerse a algún cuerpo enemigo que pudiese haber vadeado el río por la parte del Oeste para atacar por su espalda la vanguardia, y de sostener en caso necesario las primeras filas.

No puede pintarse dignamente la militar actitud en que se hallaban todos los batallones, ni su deseo de que llegase a atacarlos el enemigo, como se esperaba por momentos, al ver su caballería e infantería marchar acelerada por la orilla derecha del Henares. Serían las tres y media quando se acabaron de situar nuestros batallones, avanzándose por los costados derecho e izquierdo los de tropas ligeras de Barbastro y Campomayor, rompiendo su fuego las guerrillas de ambos contra las enemigas, que habían pasado el río, y sosteniéndolo hasta después de anochecido. Pero las columnas francesas que observaron la excelente posición de la vanguardia y su denodada resolución de esperarlas hicieron alto, sin determinarse en toda la tarde a executar su ataque, ni aún a pasar el río[10].

El día 6 de diciembre, el grueso del ejército había llegado a Villarejo de Salvanés, en la provincia de Madrid, y al día siguiente cruzaron las tropas el río Tajo por los pasos de Fuentidueña y Estremera. En Villarejo se habían encontrado con el teniente general Pedro Llamas, quien había sido comisionado por el Gobierno para intentar la defensa de Aranjuez. Sin embargo, la situación era insostenible, pues los franceses se les habían adelantado, obligando al ejército a cambiar de nuevo el rumbo y poner dirección a la capital conquense, una posición estratégica, en mitad del camino real de Madrid a Valencia. El día 7 estaban en Belinchón, en el límite fronterizo entre las provincias de Madrid y Cuenca, logrando entrar en la capital el día 10, después de una larga marcha que les había obligado a atravesar media España en diecisiete días de avance apresurado.

Más allá de lo que indica el opúsculo estudiado, lo cierto es que la operación de repliegue no debió ser todo lo ordenada que éste indica; forma parte de la propaganda bélica, propia de este tipo de escritos, en la que abundan muchas veces este tipo de exageraciones, con el fin de influir en la moral de las tropas, en la desinformación del ejército enemigo o, como en este caso, en el que la publicación de la obra llegó con tanto retraso, incluso después de haber terminado la guerra, en el deseo de vanagloria o autocomplacencia de aquellos que han participado en las operaciones. En este sentido hay que tener en cuenta que ni siquiera el texto hace mención a una situación especialmente dolorosa que se dio nada más haber pisado tierras conquenses, en la que la indisciplina y la insubordinación de una parte de la tropa llegó a provocar nuevas bajas en el Ejército del Centro:

Referencia esta última a un lamentable suceso ocurrido dos días antes, el 7 de diciembre, hallándose el cuartel general en Belinchón. Liderados por un oficial de artillería a caballo, el teniente José de Santiago, algunos hombres, y en especial el destacamento de Carabineros Reales, quisieron obligar al general a que marchase sobre Madrid, si bien otros querían hacerlo hacia Sierra Morena. Esta sublevación sólo pudo darse coincidiendo con las fechas en que el relevo de mandos se hacía especialmente ominoso a ojos de estos hombres que habían sufrido tanto. De hecho, no podemos confirmar quien mandaba ese día 7 el ejército, bien el conde de Cartaojal, bien el teniente general La Peña En cualquier caso, figuras de poca relevancia carácter que oponer al motín. El caso se solucionó con el ajusticiamiento del teniente Santiago, cabeza visible de la revuelta, un sargento y un cabo, tras lo cual las tropas, y en especial los Carabineros, retomaron la disciplina, aunque muy desdibujada, como veremos pronto[11].

Es difícil saber el número de hombres que llegaron a Cuenca, de los veintisiete mil aproximadamente que habían salido de Tarazona. El documento estudiado no da este dato, y es sabido, además, que este tipo de fuentes no son muy fiables en lo que a ello se refiere. Como dato podemos citar el hecho de que, mientras la relación insiste en que el encuentro de Guadalajara se había saldado por parte española “sin haber perdido un solo hombre”, el boletín de las tropas francesas había publicado que el duque de Istria había conseguido arrollar a la retaguardia del ejército patriota, haciéndoles incluso un total de quinientos prisioneros, como reconoce también el documento estudiado, aunque fuera sólo para negarlo. Y además de las pérdidas en acción, hay que sumar también otras bajas por diferentes motivos; en este sentido, setenta y cuatro hombres del regimiento de Burgos se habían refugiado en Zaragoza, donde muy pronto se verían otra vez cercados por los franceses. Y de los que se habían incorporado al repliegue, uno de sus dos batallones y la mitad del otro, entre ellos el propio jefe del mismo, el brigadier Durán cayeron prisioneros en la acción de Bubierca, lugar en el que perdieron sus dos banderas.

Por todo ello, el número de treinta y seis mil hombres acinados en la ciudad del Júcar una vez llegado el ejército a ella que da el cronista Pedro Pruneda, del que luego hablaremos, me parece un tanto exagerada, aun sumando al número de tropas que habían llegado a la ciudad los hombres que llevaba consigo el teniente general Llamas y los escasos habitantes con los que entonces ésta contaba.



3.   LAS CONSECUENCIAS. LA BATALLA DE UCLÉS

El día 10 de diciembre, el Ejército del Centro entraba en Cuenca, una ciudad que por entonces ya había sufrido dos ocupaciones del ejército francés, la de Moncey en junio y la de Coulaincour en julio, y si la primera apenas había supuesto escasos daños para la población, la segunda supuso la destrucción de diversos edificios, así como la pérdida de hermosas obras de arte, entre ellas la famosa custodia de Becerril, e incluso un número importante de víctimas mortales. También había sufrido, por otra parte, la invasión de algunos voluntarios españoles, dan dolorosa y sangrienta para sus habitantes como ésta de Coulaincour.

Volviendo a lo que realmente nos ocupa, la marcha del Ejército del Centro desde Tudela hasta Cuenca, éste había pasado a ser mandado el día anterior por un general que, si cabe, estaba todavía más incapacitado para el mando que sus dos antecesores; se trataba de Pedro de Alcántara Álvarez de Toledo, duque del Infantado. El nuevo cambio en el mando del ejército se había realizado tras una junta de generales que se había celebrado el día anterior en el pueblo cercano de Alcázar del Rey (en aquel momento, el lugar recibía todavía el nombre de Alcázar de Huete). El general español replegó a la vanguardia de su ejército en el pueblo vecino de Jábaga, a diez kilómetros de la capital, mientras que el grueso de sus tropas eran instalados en toda la población conquense.

En la capital conquense se procedió a la reorganización del ejército y, sobre todo, a la sustitución de las bajas por nuevos reclutas, solicitados a todas las poblaciones cercanas. Por otra parte, se procedió a requisar alimentos para los hombres y forraje para los caballos, lo que empeoró las condiciones de subsistencia de los habitantes de todos los pueblos de la comarca. Además, las consecuencias de este hacinamiento de soldados en una ciudad pequeña y casi sin recursos, que, como se ha dicho, ya había sufrido en repetidas ocasiones las desdichas de la guerra debido a su especial situación estratégica, a medio camino entre la capital del reino, Madrid, y Valencia, uno de los puertos más importantes del país, fueron especialmente trágicas. A ello había que añadirse, además, las circunstancias propias del repliegue, y la difícil climatología de aquel invierno, especialmente frío. De esta manera ha descrito el cronista Pedro Pruneda la situación en la que se encontró la capital conquense después de la llegada del Ejército:

Retirándose casi a la carrera por un país estéril, y en una estación cruda, los soldados llegaban desnudos, hambrientos y cansados. La aglomeración de unos 36.000 hombres, en esta ciudad y pueblecitos inmediatos, produjo una epidemia de duró treinta y tres días, muriendo diariamente de ochenta a cien personas. Los cadáveres eran echados en cal viva en grandes zanjas detrás de la casa de beneficencia, en San Antón, San Jorge y la orilla del Júcar. Las nevadas y hielos duraron tres meses. Y a algunos soldados hubo que cortarles los dedos y aún los pies; tan grande fue la intensidad del frío[12].

Pero la larga marcha del Ejército del Centro por tierras de Zaragoza, Guadalajara y Cuenca también tuvo al final unas consecuencias fatídicas para el devenir global de la guerra, tras el epílogo trágico de la batalla de Uclés, todavía en tierras conquenses. En efecto, aún no se había repuesto del todo en Cuenca el grueso del ejército cuando, el 20 de diciembre, el duque del Infantado ordenaba al mariscal de campo Venegas la marcha de la vanguardia, que todavía se encontraba en Jábaga, en dirección a Tarancón. El objetivo era el de poder encontrar un camino abierto por el que poder intentar la ofensiva contra la propia capital madrileña, y dar así un definitivo golpe de efecto al desarrollo de la guerra. La salida de un número importante de efectivos franceses de Madrid, que había acudido hacia Valladolid en busca de las tropas inglesas de Moore, había hecho soñar a los españoles con la posibilidad de recuperar otra vez la capital madrileña.

A la dificultad que tenía la operación en sí misma había que añadirse la extremada crudeza de aquel invierno, que había dejado los campos sembrados de nieve. La idea era que el brigadier Senra atacara al mismo tiempo sobre Aranjuez, pero éste se atrasó en su ataque, temeroso de que pudiera ser atacado por el enemigo por uno de sus flancos. Los ochocientos dragones franceses que se encontraban apostados en Tarancón al mando del general Perreimond, fueron atacados por la vanguardia de Venegas, por lo que tuvieron que replegarse hasta Ocaña. El encuentro fue esperanzador para los españoles, en una actuación memorable sobre todo para las Reales Guardias Españolas, que rechazaros en dos ocasiones la carga de los dragones franceses, acción por la que obtuvieron un escudo de distinción a título colectivo.

La situación se mantuvo a partir de ese momento en un impasse, provocado por la debilidad de las tropas españolas, y la relativa escasez de las francesas en torno a Madrid y a Toledo. Sin embargo, el 9 de enero llegaba a Madrid otra vez la división de Desolles y una brigada holandesa, lo que dio más bríos a la ofensiva imperial. Tres días antes, Venegas había solicitado permiso a Infantado para retirarse a Cuenca, permiso que éste le había denegado con la excusa de que sería él quien acudiría a encontrarse con él en los confines de la provincia; como veremos, el encuentro se realizaría ya demasiado tarde para todos:

La disyuntiva era la de esperar a Victor en Tarancón hacerlo en Uclés, donde estaba la fuerza del brigadier Senra, unos 6.000 hombres con tres batallones destacados en Villarrubio. Puestos de acuerdo, Venegas retiró su fuerza cerca de la medianoche del 11 bajo un intenso chaparrón y consiguió reunir su maltrecha división en Uclés el 12. Por el camino había dejado tres batallones apoyados por algo de caballería en Tribaldos, que junto con los de Villarrubio le servirían de pantalla protectora y de pronta alarma.

Por su parte, Victor, que en esa fecha aún desconoce exactamente dónde para Venegas, avanza desde Aranjuez en un amplio frente. Desde ese momento su Cuerpo operará en dos frentes: la división de Villatte y la de Latour-Maubourg y sus 6 cañones de acompañamiento, por Fuente de Pedro Naharro, y la de Ruffin, con la brigada Beaumont, por el vado de Villamanrique, con un destino común: Tarancón[13].

Los franceses contraatacaron desde Aranjuez al mando del mariscal Victor, conde de Belluno, con un ejército compuesto por catorce mil soldados de infantería y tres mil de caballería. En la noche del 11 de enero, estos se encontraron en las llanuras de Tribaldos, entre Uclés y Tarancón, con los hombres de Venegas, a los que se habían unido ya las tropas de Senra para formar un ejército cercano a los diez mil hombres, entre infantería y caballería. Como bien se ha dicho, Tribaldos fue, además de los prolegómenos de la batalla definitiva de Uclés, la tumba de una unidad completa del ejército español, el regimiento de Voluntarios de Madrid, que se acababa de crear aquel mismo verano. Junto a ellos, codo con codo, lucharon también los Cazadores de Bailén y los Cazadores de Las Navas de Tolosa, dos batallones ligeros que procedían de los Tercios de Tejas, una fuerza de choque creada para combatir en América, pero que no habían podido abandonar la península por el estallido de la Guerra de la Independencia. Todos ellos formaban la brigada que estaba al mando del general Antonio Ramírez de Arellano:

Durante las doras que aproximadamente dura esta acción, la infantería española, encabezada por los voluntarios madrileños, se afana en deshacer el camino de Uclés; pero es repetidamente cargada por los dragones franceses, que poco a poco van dejando sembrado de cuerpos dicho camino. Al final de la jornada, los hombres de Madrid, de Bailén y de las Navas, no pueden llegar a Uclés y son hechos prisioneros en su totalidad, con sus coroneles y banderas incluidos. Triste final para unas unidades que han mantenido el tipo hasta sus últimas consecuencias[14].

El 13 de enero de 1809 comenzó la batalla definitiva en Uclés, a la sombra del antiguo convento, sede del priorato de la orden de Santiago; curiosamente, su antiguo alcalde, Juan Pedro Talassac, de origen francés, se había visto obligado por este motivo a abandonar el pueblo en el mes de julio del año anterior. El centro de las fuerzas españolas, mandadas por el propio Venegas, se hallaban a la entrada del pueblo santiaguista, mientras Laporte y Senra mandaban a su vez las alas derecha e izquierda de las fuerzas nacionales. Por su parte, el brigadier Girón, que mandaba el ala derecha del ejército español, tampoco pudo hacer frente en Uclés al empuje de la división Ruffin, que había atacado desde Tarancón, rodeando a las tropas españolas por completo.

La superioridad numérica y táctica del ejército francés fue enorme, y a las pocas horas, la cantidad de cuerpos sobre el campo de batalla era desproporcionada, a lo que hay que añadir la gran cantidad de soldados hechos prisioneros por el ejército francés, que desde Uclés fueron conducidos a Madrid y encerrados en el Retiro. La batalla de Uclés supuso la pérdida de ocho mil bajas por parte española, entre los dos mil que fueron muertos o heridos y los seis mil soldados capturados por los enemigos. Por su parte, los historiadores no se ponen de acuerdo en el número de bajas habidas entre los franceses, aunque su número debió ser bastante bajo. Algunos de ellos desertaron y se incorporaron al ejército del rey José, pero la mayoría logró escaparse, aprovechando el alcantarillado del Retiro, pasando a engrosar las partidas de diversos guerrilleros como Chaleco y El Empecinado. El regimiento provincial de Cuenca, que también participó en la batalla, fue, como todos los demás, muy castigado por los franceses. Había llegado al lugar en condiciones lamentables, con la mitad de los hombres desprovisto de armamento, por lo que los desarmados tenían que esperar a que cayeran sus compañeros para poder coger sus fusiles. Incorporado en el ala izquierda, a las órdenes de Senra, y en uno de los puntos preminentes del despliegue, en el momento del ataque francés el resto de las unidades había perdido todo contacto con ellos.

Al día siguiente, la población civil de Uclés, como había sucedido en Cuenca unos meses antes, durante la invasión de Coulaincour, y como volvería a suceder también en los meses posteriores, durante la nueva ocupación de las tropas del propio Victor, se vería asolada por los excesos cometidos contra ella por las tropas del duque de Belluno. Recogemos de nuevo la escrito por Pruneda en su crónica:

Los vencedores se entregaron a abominables excesos. Los prisioneros que heridos se rezagaban eran fusilados. Uclés fue entrada a saco, y convertida en espantoso teatro de crímenes horrorosos. Setenta y seis habitantes, escogidos entre las familias más distinguidas, tres sacerdotes santiaguistas y un religioso carmelita, fueron bárbaramente asesinados. Más de trescientas mujeres, entre ellas monjas dominicas, después de haber servido al lascivo ardor de la soldadesca, fueron hacinadas en un montón para abrasarlas vivas, y muchas perecieron en las llamas. El pueblo fue incendiado, y quedó lleno de ruinas y reducido a una tercera parte de lo que antes era… El mariscal Victor entró en Cuenca, que quedó casi despoblada. Se repitieron los estragos y atropellos de Coulaincour. D. Luis de Bassecour estaba encargado del mando militar de la provincia, y no teniendo fuerzas para detener al general Lucotte, se retiró con la generalidad del vecindario del 17 de junio de 1810. Cuanto más se minoraba la riqueza de esta desgraciada ciudad, mayores eran la codicia y barbarie de los franceses. Quemaron casas, destrozaron muebles y ornamentos, y ávidos de riqueza, no respetaron la paz de los sepulcros ni las cenizas de los muertos.





4.       EL NUEVO REPLIEGUE HACIA SIERRA MORENA

Muy pocos fueron los que lograron escapar en dirección a Cuenca. Así lo refleja en sus memorias el brigadier Pedro Agustín Girón, jefe de la tercera división de Andalucía y uno de los jefes del las tropas que estaban situadas a la derecha: “Habiendo venido varios jefes y oficiales a manifestarme su resolución de hacer lo que les previniese y seguir mi suerte, les dije que exponiéndome a todo, iba a tratar de quedar prisionero, y preparándose a seguirme…metí las espuelas a mi caballo, que aunque mortalmente herido, corrió y saltó una zanja, que otros no pudieron, siguiéndome doce o trece oficiales, entre ellos Copons, el capitán de Guardias Walonas, marqués de Bassecourt, y otros tres oficiales de su Cuerpo, el coronel de Milicias Acedo Rico, y otros que no me acuerdo.”[15]

Los restos del ejército de Venegas, apenas ya unos tres mil hombres, se replegaron hacia Carrascosa del Campo, en el camino hacia Cuenca, donde se encontraron con el grueso del ejército, que había permanecido en la capital de la provincia, cuando estos, al mando del duque del Infantado, habían salido también de la ciudad, aunque demasiado tarde, para apoyar al conjunto de las tropas españolas que habían combatido en Uclés. Allí, en Carrascosa, se vieron otra vez atascados por el parque de artillería del primer cuerpo del ejército napoleónico, donde los dragones de los regimientos Lusitania y Castilla y los cazadores de Sevilla se vieron sometidos a un fuego devastador que les provocó un número de bajas cercano a la mitad de sus efectivos.

A partir de este momento iniciaron una nueva huida, perseguidos por los franceses, a través de la provincia de Cuenca en dirección a Murcia y Andalucía, una retirada mucho más caótica que la que, durante el mes anterior, les había llevado desde Tudela a la capital castellana, al mando de un militar como Castaños, mucho más capacitado para la guerra que el duque del Infantado. Todavía en tierras conquenses, en el término municipal de Tórtola, las tropas de Victor alcanzaron a la retaguardia española, a la que sometieron a una nueva derrota, en la que consiguieron quitarles los escasos restos de la artillería que aún habían podido conservar. Se trata de un nuevo error del militar español, que había obligado a sus hombres a conducir la artillería por unos caminos intransitables, cubiertos de nieve y barro.

El día 17 de enero, los españoles se encontraban todavía en Almodóvar del Pinar, muy cerca todavía de Cuenca, pero, aunque las tropas estaban muy cansadas, se dio orden de seguir el camino, pues se habían recibido noticias de que los enemigos se encontraban sólo a quince kilómetros. Así, los españoles siguieron en dirección a Motilla del Palancar, donde se decidieron a abandonar el camino real de Motilla y dirigirse otra vez hacia La Mancha, con el fin de intentar alcanzar desde allí Sierra Morena. Al llegar a Albacete recibieron por fin la noticia de que los franceses habían abandonado la persecución. Acamparon, unos en la propia Albacete y otros en el pueblo cercano de Chinchilla, pero el tifus volvió a hacer acto de presencia otra vez en unas tropas cansadas y hambrientas. El día 25 partieron hacia Hellín y Tobarra, y el día siguiente, Victor recibió la orden de regresar hacia Madrid; definitivamente, la persecución había finalizado. El duque del Infantado ordenó entonces dirigirse hacia Alcaraz y Santa Cruz de Mudela, en el camino real de Andalucía. El Ejército del Centro sólo pudo sentirse ya seguro cuando consiguieron cruzar las estribaciones de la cordillera Bética.

         Para acabar, una referencia al jefe militar de la provincia, Luis Alejandro de Bassecourt. Éste había participado en la acción de Uclés, al mando del regimiento de Guardias Walonas, y fue uno de los oficiales que, en el fragor de la batalla, y cuando ya todo estaba perdido, le habían solicitado a Girón que les dirigiera en la huida. Había nacido en la ciudad de Henchin, en Francia, pero llevaba desde finales de la centuria anterior incorporado al ejército español, habiendo ostentado además el gobierno militar en varias regiones, y también en el continente americano. Ascendido a mariscal de campo en 1809, llegó a ocupar el empleo de teniente general a partir de 1815. Su hermano, Juan, que también participó en la batalla de Uclés, moriría en 1811 en el sitio de Badajoz, como brigadier del ejército español.





[1] Relación de la retirada del Ejército del Centro desde la orilla derecha del Ebro hasta la ciudad de Cuenca, Madrid, Imprenta de Repollés, 1815.
[3] Ídem, p. 7.
[4] Ídem, pp. 11-12.
[5] Ídem, p. 12.
[6] Ídem, pp. 14-15.
[7] Ídem, pp. 16-17.
[8] Ídem, p. 18.
[9] VELA SANTIAGO, FRANCISCO (2015). El desastre de Uclés, 1809. Madrid: Almena, p. 5
[10] Relación de la retirada del Exército del Centro…”, pp. 19-20.
[11] VELA SANTIAGO, FRANCISCO (2015), p. 15.
[12] PRUNEDA, PEDRO (1869). Crónica de la provincia de Cuenca. Madrid: Editores Rubio, Grilo y Vitturi.
[13] VELA SANTIAGO, FRANCISCO (2015), pp. 24-25.
[15] Idem, pp. 27-29.

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