miércoles, 22 de julio de 2020

El nacimiento de una nación


               Recobramos esta semana uno de los grandes bloques que han venido siendo tratados en este blog: el comentario de algunos libros interesantes para el estudio de la historia. Y lo hacemos con un tipo de libro nuevo, diferente, porque se trata de unos textos escritos por uno de esos protagonistas de la historia. Se trata, en fin, una narración directa, escrita por el propio protagonista de los hechos, y no de un escrito de segunda mano, una reinterpretación de esos hechos realizada por un historiador. En efecto, los “Escritos políticos” de Thomas Jefferson, el auténtico creador intelectual de la independencia norteamericana, tiene el interés de ser precisamente eso, el hilo directo de un hecho que creó, detrás de sucesos como la Revolución Francesa o, antes incluso, la independencia de los Estados Unidos, el devenir del hombre moderno.

              
Pero antes de adentrarnos en el libro, tenemos que conocer también al personaje que está detrás de sus escritos. Thomas Jefferson había nacido en Shadwell, en el estado norteamericano de Virginia, en el mes de abril de 1743, en el seno de una familia acomodada, propietaria de una gran plantación en el condado de Abermarle; su madre, por otra parte, descendía de la aristocracia inglesa y escocesa. Poseedor de una educación bastante superior a la media de su época, estudió latín, griego y francés, y más tarde, matemáticas en College of William and Mary, la segunda universidad más antigua de los Estados Unidos, e incluso recibió también algunos estudios musicales. Después de estudiar Derecho, se dedicó a la abogacía, lo que alternó desde muy pronto con su labor política. A partir de 1769, Jefferson representó al condado de Albemarle en la Cámara de Ciudadanos de Virginia, momento en el que empieza ya a manifestar su postura política, defendiendo el derecho natural de los colonos a defenderse por sí mismo, obviando de ese modo al Parlamento inglés. Y una vez iniciada la Guerra de Independencia de Estados Unidos, en 1775 fue nombrado delegado por Virginia para el Segundo Congreso Continental. El 11 de junio de 1776 fue nombrado, junto a Benjamin Franklin, John Adams, Robert R. Livingston y Roger Sherman miembro del comité que debía confeccionar una declaración de independencia, que acompañara a la resolución de en ese sentido ya había realizado también Richard Henry Lee, según el cual, la trece colonias forjarían un estado independiente si no se satisfacían sus demandas. Finalmente, él sería el encargado de redactar dicho documento, cuyo texto aparece transcrito literalmente en el libro comentado.

Una vez conseguida la independencia, Jefferson fue, sucesivamente, gobernador de Virginia (entre 17791 y 1781), miembro del nuevo Congreso norteamericano (entre 1783 y 1785), embajador en la nueva Francia republicana (entre 1785 y 1789), Secretario de Estado (durante la presidencia de George Washington, entre 1790 y 1793), vicepresidente de Estados Unidos (durante la presidencia de John Adams, entre 1797 y 1801) y por fin, tercer presidente del nuevo país americano, durante dos legislaturas, entre 1801 y 1809. Junto a James Madison, quien le sustituiría en la presidencia del país el último año citado, había fundado el Partido Demócrata-Republicano, en 1792, precursor tanto del actual Partido Demócrata como también, por extraño que parezca, de su gran rival en el espectro político del país, el actual Partido Republicano. Durante su gobierno, la extensión del nuevo país aumentó de manera importante, al haber comprado a Francia el territorio de Luisiana que, además el actual estado de este nombre, comprendía también los actuales estados de Arkansas, Misuri, Iowa, la zona de Minnesota al este del río Misisipi, Dakota del Norte, Dakota del Sur, Nebraska, Oklahoma, la mayor parte de Kansas y algunas zonas de Montana, Wyoming y Colorado, al este las Montañas Rocosas. Entre 1819 y 1825 fundó la nueva universidad de Virginia. Poco tiempo después, el 4 de julio de 1826, en el quincuagésimo aniversario de la declaración de la independencia, Thomas Jefferson fallecía en su finca de Monticello, en Charlottesville.

Los “Escritos políticos” de Jefferson abarcan varios tipos de documentos, todos ellos de gran interés para la historia de los Estados Unidos, y en general para esto que ha venido a llamarse “historia de las ideas”. Cuenta, además, con un estudio preliminar que ha sido realizado por Jaime de Salas, catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid y especialista en algunos de los filósofos más destacados de la Ilustración (David Hume, Gottfried Leibniz,…), que compartieron con Jefferson y con otros políticos de su época, un estudio que, por sí mismo, acerca al lector la destacada personalidad del autor de los Escritos, la más aguda de cuantos protagonizaron, mediada ya la segunda mitad de la centuria, el proceso independentista de un nuevo país, los Estados Unidos de América, que sería destinado a protagonizar en los siglos siguientes los puestos más elevados de la política internacional.

Estos escritos pueden clasificarse en dos grupos claramente diferenciados. Por una parte, los escritos oficiales, como la propia “Declaración de Independencia”, cuya redacción, tal y como se ha dicho, debe ser atribuida precisamente al político de Virginia. Y dentro de este mismo grupo, además, forman parte del texto diferentes informes que nuestro autor tuvo que redactar a instancia del gobierno del nuevo país sobre temas muy variados, desde la posibilidad de trasladar la sede del nuevo gobierno a Potomac (1790), los derechos a navegar sobre el río Misisipi (1792), o el proyecto de libertad religiosa, de 1779, entre otros. De la lectura de estos documentos podemos entresacar, además de la libertad que tiene todo hombre de poder elegir la religión de la que quiere formar parte, un aspecto tan importante en cualquier país democrático como es la libertad del poder judicial; aspectos ambos que últimamente están siendo atacados en algunos países en los que, como en España, el gobierno se encuentra en manos de partidos de trayectoria radical.

En otro orden de cosas se encuentran los escritos particulares, tan interesantes como los oficiales. Dentro de este grupo forman parte el epistolario, muy abundante, mantenido de manera habitual con aquellos que, como el propio Jefferson, rebelándose contra Gran Bretaña, crearon un nuevo país en las colonias americanas. Y junto a las cartas, sus Anotaciones, su autobiografía (en realidad, unos pequeños apuntes autobiográficos que abarcan un periodo corto, pero muy importante, de su secuencia vital) y su diario de viaje, correspondiente a la época en la que fue representante de los Estados Unidos en la Francia revolucionaria. Estos tres documentos, estudiados conjuntamente, nos da una visión global, desde el punto de vista de su autor, de dos periodos claves para la historia de la humanidad: el nacimiento del nuevo país americano y la Revolución Francesa, dos periodos que conforman por sí mismos el viaje de la humanidad desde los oscuros años de la Edad Moderna hasta el nacimientos de las nuevas democracias.

Otro aspecto a destacar en el conjunto de la obra es la postura de Jefferson frente a la esclavitud. Aunque es sabido que ésta no se prohibiría en Estados Unidos hasta la etapa de Abraham Lincoln, a mediados de la centuria, extendida a todas las antiguos colonias merced a la victoria gubernamental en la Guerra de la Secesión (1861-1865), ya desde el primer momento este tema fue un debate vivo entre los padres que formaron el nuevo país. En este sentido, Jefferson tuvo que debatirse entre su postura oficial, contraria a la esclavitud, y lo que realmente significaba la institución en un momento y en un lugar como aquél, la Virginia del siglo XVIII, en la que gran parte del potencial económico de sus habitantes venía dado por la existencia de esclavos. En este sentido, no podemos negar que el propio Jefferson, contrario, como se ha dicho, a la esclavitud, era propietario de algunos de esos esclavos. Son, en efecto, las contrariedades que provocan una nueva cultura que en aquellos momentos está naciendo.

martes, 14 de julio de 2020

Dos médicos para una epidemia de cólera en el siglo XIX


Ahora, después de unas cortas vacaciones, retomamos la actividad semanal de este blog con una entrada que está relacionada con un tema que, lamentablemente, se encuentra también de actualidad, en un momento tan extraño como el que nos ha tocado vivir; un momento en el que la salud se encuentra en todo el mundo amenazada por una pandemia global que ya ha provocado multitud de fallecidos. Mucho se ha hablado en estos últimos meses, por paralelismo con esta otra pandemia de coronavirus que asola a todos los países, de la mal llamada gripe española, que se extendió también en todo el mundo a partir de 1918, en plena primera guerra mundial, y que causó la muerte, entre ese año y el de 1920, a más de cuarenta millones de personas. La epidemia no nació en España, aunque España fue uno de los países mayormente castigados, con cerca de ocho millones de personas fallecidas y cerca de trescientos mil fallecidos. Pero en un mundo en el que muchos países estaban inmersos en la guerra, España era un país neutral, y por ello en ningún momento censuró los informes que se iban publicando, lo que hizo que la epidemia fuera conocida de esta forma, a pesar de que, según las últimas investigaciones realizadas, los primeros casos se dieron en la base militar de Fort Riley, en Estados Unidos, en marzo de 1918, y desde allí, la enfermedad se fue extendiendo, a través de las trincheras, primero a los diversos frentes de la guerra, y más tarde a gran parte del mundo.
               Menos se ha hablado de la epidemia de poliomielitis que asoló España, y también el resto del mundo, en los años cincuenta. Y es extraño, si tenemos en cuenta que en una situación política como la actual, en la que está de moda atacar todo lo malo del franquismo y obviar sus aciertos, que también los tuvo a pesar de tratarse, no hay que ponerlo en duda, de una dictadura, la manera de enfrentarse el franquismo a esta epidemia, ocultando los datos e incluso la existencia misma de la enfermedad durante bastantes años, podía ser también una manera diferente de hacer crítica de aquel tiempo histórico. En efecto, la epidemia de la polio, que atacaba sobre todo a los niños, entre los seis meses y los diez años, no fue reconocido por el gobierno de Franco hasta 1958, cuando llevaba casi una década en el país, a pesar de que fue la causante, entre 1949 y 1964, de al menos dos mil fallecimientos y de treinta y dos mil personas afectadas, principalmente por daños en el sistema nervioso central, que produjeron parálisis en las extremidades y en la columna vertebral. Otras fuentes llegan a dar la cifra de hasta los trescientos mil afectados, cifras que, en todo caso, están lejos todavía de las que ha proporcionado en España la pandemia actual de Covid-19.
               Pero no quiero hablar ahora de ninguna de estas dos epidemias, que asolaron España, y también buena parte del mundo, en diferentes momentos del siglo XX. Tampoco quiero hablar de la epidemia de peste, o de las diferentes epidemias de peste, que a lo largo de la historia, de manera reiterada, fueron asolando el continente europeo durante buena parte de su historia, aunque sí creo conveniente resaltar la gran mortandad que entre 1347 y 1353, aproximadamente, causó en Europa la peste negra, que, llegó a Europa desde oriente medio, y en concreto desde la colonia genovesa de Caffa, en la actual Ucrania, sobre la que los mogoles que asediaban la plaza habían arrojado con catapultas cadáveres infectados con el fin de propagar la enfermedad y obligar así a sus defensores a rendirse, y a través de los barcos que comunicaban la colonia con su metrópoli, barcos que a veces alcanzaban las costas con nadie, o con muy pocos de sus tripulantes, todavía vivos. Según las estimaciones de los historiadores, entre el treinta y el sesenta por ciento de toda la población europea perdió la vida a consecuencia de esta enfermedad, entre ellos, también, algunos reyes.
               Mucho tiempo antes, otra epidemia había diezmado también a la población del imperio romano. Se trataba de la también mal llamada “peste antonina”, que en realidad se trataba de una pandemia de viruela o sarampión, especialmente virulenta, que se extendió por todo el imperio entre los años 165 y 180, durante el gobierno compartido de Lucio Vero y Marco Aurelio; ambos emperadores, incluso, fallecieron víctimas de la epidemia. Originada en un primer momento también en el frente, durante el asedio que las tropas romanas mantuvieron sobre la ciudad de Seleucia, se extendió rápidamente, primero entre las legiones y más tarde por todo el imperio, llegando a causar en el momento álgido de la epidemia mil muertes diarias sólo en la capital, Roma. Fue el médico grecorromano Galeno de Pérgamo quien primero la describió, pues pudo conocerla de primera mano al ser inmune a sus ataques, quizá debido a la relación que desde su infancia el médico pudo tener con el ganado vacuno. Todavía quedaba mucho tiempo para que el médico inglés Edward Jenner descubriera la existencia de un tipo de viruela también en el ganado bovino, mucho menos dañino que la humana, algo que sería primordial para la curación de la enfermedad a través de la preparación de anticuerpos en el sistema inmunitario: las vacunas, que reciben su nombre precisamente por haber sido, primeramente, preparadas a partir de esa escasamente virulenta viruela bovina.
               No; no quiero hablar demasiado de todas esas epidemias, que a lo largo de la historia han causado la muerte a muchos millones de personas, en España y en el resto del mundo. Quiero hablar principalmente de otra epidemia, más olvidada que estas otras: la epidemia de cólera que asoló España en los años ochenta del siglo XIX, y en la cual una de las provincias más afectadas fue la de Cuenca. Y más bien, quiero hablar de dos médicos que, con su trabajo abnegado, hicieron que la enfermedad terminara por desaparecer finalmente; un trabajo que, por otra parte, fue premiado por el ayuntamiento de la capital mediante el ofrecimiento del nombre de una de sus calles. Se trata de los doctores Jaime Ferrán y Clúa y Jesús Galíndez y Rivero, al menos en teoría, pues tal y como vamos a ver, la aparición en Cuenca de este último fue algo más tardía. 
               
Hijo de un humilde médico de pueblo, Jaime Ferrán y Clúa nació en 1851 en Corbera de Ebro, en la provincia de Tarragona, y después de haber estudiado el bachillerato en esta ciudad catalana, se doctoró en medicina en la Universidad de Barcelona, en 1873. Desde 1879 fue médico titular de Tortosa, donde comenzó a interesarse por una especialidad que entonces se encontraba en ciernes, la bacteriología, siguiendo de cerca las investigaciones del médico francés Louis Pasteur, y logrando en 1884 una beca de la Real Academia de Medicina para completar sus estudios en la especialidad, y en concreto en la lucha contra el cólera, en la ciudad portuaria de Marsella, en Francia. Hay que recordar que durante todo el siglo XIX, el cólera había hecho repetidas apariciones en diferentes lugares de España y de Europa, también en Cuenca, causando una alta mortandad entre los elementos menos favorecidos de la sociedad de la época.
               Un año después, en 1885, un nuevo brote de cólera se había extendido desde la provincia de Valencia a diferentes provincias vecinas, y entre ellas, como no podía ser de otra forma, también a la de Cuenca. En realidad, la nueva epidemia había hecho ya su aparición en la provincia de Alicante, a través del vapor “Buenaventura”, que había fondeado en el puerto de la ciudad mediterránea el año anterior, y en muy poco tiempo había asolado ya diferentes municipios de la provincia, y desde allí, siguiendo la línea de la costa, hasta Gandía. En marzo de 1885 se habían dado ya los primeros casos en la capital levantina, desde donde se extendió por toda la península. A través del municipio de Mira, en la frontera entre las dos provincias, donde la epidemia causó una gran mortandad  (ya durante los meses de agosto y septiembre de ese mismo año se habían declarado un total de cuarenta y nueve fallecidos y ciento veinticinco afectados sólo en el pueblo) , la enfermedad llegó también a la capital de la provincia, en la que llegaron a fallecer, según datos tomados del excelente estudio sobre la ciudad, ya clásico de Miguel Ángel Troitiño Vinuesa (“Cuenca, evolución y crisis de una vieja ciudad castellana) trescientos ochenta y cuatro de sus habitantes, de los setecientos ochenta y seis que llegaron a verse afectados por la enfermedad, alcanzando la sobremortalidad en todo el periodo afectado por la epidemia una cifra sobrecogedora: el 47,1 por mil.
               Así, si el brote de cólera que se había producido treinta años antes, en 1855, ya había alcanzado una cifra importante en todo el país, en éste, el último de los que se produjeron en dicha centuria, no fue menos mortal: según cálculos realizados por diversos investigadores, la cifra de fallecimientos en España alcanzó a poco menos de los ciento veinte mil habitantes, llegando incluso a alcanzar también una cantidad superior a los trescientos treinta y cinco mil contagios. La cifra podría haberse reducido de manera drástica de haberse seguido los métodos propugnados por este médico catalán, que ya el mismo año en el que la enfermedad había alcanzado la categoría de epidemia, llamado desde Valencia, procedió a la inoculación masiva de la bacteria entre la población de Alcira. A pesar del éxito obtenido por el doctor Ferrán, pronto se desató la polémica porque una parte de los expertos consideraba peligroso el método de la vacunación masiva, lo que movió al Gobierno a prohibirla. Pasaría algún tiempo antes de que la comunidad científica aprobara dichos métodos, pero lo cierto es que a partir de entonces, la peligrosidad del cólera morbo se hizo mucho menos virulenta.
               Por su parte, el doctor Jesús Galíndez y Rivero había nacido en Amurrio (Álava) en 1887; por ello, es difícil pensar, tal y como se ha escrito, que “aunque su especialidad era la de oftalmólogo, fue muy famoso en nuestra capital en el siglo pasado durante la epidemia de cólera”, tal y como escribió en 1855 José de Julián Igualada en su libro “Cuenca, la Muy Noble, Muy Leal e Impertérrita”, sobre los nombres de las calles de la ciudad. En efecto, después de estudiar medicina en la Universidad de Madrid, donde se licenció con sobresaliente en la promoción de 1910, y donde se doctoró ante un tribunal que estaba presidido por el propio Santiago Ramón y Cajal, se especializó en oftalmología, llegando a alcanzar en 1911 la dirección de los servicios de su especialidad en el madrileño Hospital-Asilo de San Rafael.
               José Vicente Ávila, en base a algunos anuncios que fueron publicados en la prensa conquense, afirma que su relación con la ciudad de Cuenca se inició ya en ese mismo año, y que se mantuvo durante los veinte años siguientes, en los que en fechas concretas, principalmente durante la Semana Santa y en las fiestas de San Julián, se acercaba a la ciudad del Júcar con el fin de curar a sus habitantes de la rija y de otras enfermedades oculares. Pasaba consulta en su habitación del Hotel Iberia, junto al parque de San Julián, aunque no dudaba tampoco en atender de manera gratuita a aquellos conquenses que no contaban con medios suficientes para acudir de pago a su consulta, principalmente a los pobres asilados en la Casa de la Misericordia y en cierto asilo municipal que se encontraba junto a la iglesia de San Antón, en lo que fue antiguo colegio homónimo y actual sede de la Real Academia Conquense de Artes y Letras.

               Por este motivo, el Ayuntamiento de Cuenca no dudó en 1919 en dedicarle con su nombre una calle, recientemente abierta en aquellas fechas, entre la que había sido calle del Juego de la Pelota Viejo (actual calle Calderón de la Barca) y la del Agua, o Fray Luis de León; una calle, por otra parte, que pocos conquenses de hoy conocen por su verdadero nombre, pues a pesar de rondar ya los cien años de existencia se le sigue conociendo con el mismo nombre con el que casi todos la conocían a principios del siglo pasado, Calle Nueva. Y dos años más tarde, en 1921,  el homenaje a este famoso oculista se repetiría con su nombramiento como hijo adoptivo de Cuenca. Al doctor Jaime Ferrán, sin embargo, la corporación conquense aún tardaría más tiempo en tributarle el merecido homenaje en forma de un lugar en el callejero; no sería hasta marzo de 1953 cuando se adoptaría el acuerdo de titular con el nombre de bacteriólogo catalán a la antigua calle Yesares, llamada así desde antiguo porque era allí donde estaban ubicadas tradicionalmente la mayor parte de las fábricas de yeso que había en la ciudad.