Ahora, después de unas cortas
vacaciones, retomamos la actividad semanal de este blog con una entrada que
está relacionada con un tema que, lamentablemente, se encuentra también de
actualidad, en un momento tan extraño como el que nos ha tocado vivir; un momento
en el que la salud se encuentra en todo el mundo amenazada por una pandemia
global que ya ha provocado multitud de fallecidos. Mucho se ha hablado en estos
últimos meses, por paralelismo con esta otra pandemia de coronavirus que asola
a todos los países, de la mal llamada gripe española, que se extendió también
en todo el mundo a partir de 1918, en plena primera guerra mundial, y que causó
la muerte, entre ese año y el de 1920, a más de cuarenta millones de personas.
La epidemia no nació en España, aunque España fue uno de los países mayormente
castigados, con cerca de ocho millones de personas fallecidas y cerca de
trescientos mil fallecidos. Pero en un mundo en el que muchos países estaban
inmersos en la guerra, España era un país neutral, y por ello en ningún momento
censuró los informes que se iban publicando, lo que hizo que la epidemia fuera
conocida de esta forma, a pesar de que, según las últimas investigaciones
realizadas, los primeros casos se dieron en la base militar de Fort Riley, en
Estados Unidos, en marzo de 1918, y desde allí, la enfermedad se fue
extendiendo, a través de las trincheras, primero a los diversos frentes de la
guerra, y más tarde a gran parte del mundo.
Menos
se ha hablado de la epidemia de poliomielitis que asoló España, y también el
resto del mundo, en los años cincuenta. Y es extraño, si tenemos en cuenta que
en una situación política como la actual, en la que está de moda atacar todo lo
malo del franquismo y obviar sus aciertos, que también los tuvo a pesar de
tratarse, no hay que ponerlo en duda, de una dictadura, la manera de
enfrentarse el franquismo a esta epidemia, ocultando los datos e incluso la
existencia misma de la enfermedad durante bastantes años, podía ser también una
manera diferente de hacer crítica de aquel tiempo histórico. En efecto, la
epidemia de la polio, que atacaba sobre todo a los niños, entre los seis meses
y los diez años, no fue reconocido por el gobierno de Franco hasta 1958, cuando
llevaba casi una década en el país, a pesar de que fue la causante, entre 1949
y 1964, de al menos dos mil fallecimientos y de treinta y dos mil personas
afectadas, principalmente por daños en el sistema nervioso central, que
produjeron parálisis en las extremidades y en la columna vertebral. Otras
fuentes llegan a dar la cifra de hasta los trescientos mil afectados, cifras
que, en todo caso, están lejos todavía de las que ha proporcionado en España la
pandemia actual de Covid-19.
Pero
no quiero hablar ahora de ninguna de estas dos epidemias, que asolaron España,
y también buena parte del mundo, en diferentes momentos del siglo XX. Tampoco
quiero hablar de la epidemia de peste, o de las diferentes epidemias de peste,
que a lo largo de la historia, de manera reiterada, fueron asolando el continente europeo durante buena parte de su
historia, aunque sí creo conveniente resaltar la gran mortandad que entre 1347
y 1353, aproximadamente, causó en Europa la peste negra, que, llegó a Europa
desde oriente medio, y en concreto desde la colonia genovesa de Caffa, en la
actual Ucrania, sobre la que los mogoles que asediaban la plaza habían arrojado
con catapultas cadáveres infectados con el fin de propagar la enfermedad y
obligar así a sus defensores a rendirse, y a través de los barcos que
comunicaban la colonia con su metrópoli, barcos que a veces alcanzaban las
costas con nadie, o con muy pocos de sus tripulantes, todavía vivos. Según las
estimaciones de los historiadores, entre el treinta y el sesenta por ciento de
toda la población europea perdió la vida a consecuencia de esta enfermedad,
entre ellos, también, algunos reyes.
Mucho
tiempo antes, otra epidemia había diezmado también a la población del imperio
romano. Se trataba de la también mal llamada “peste antonina”, que en realidad
se trataba de una pandemia de viruela o sarampión, especialmente virulenta, que
se extendió por todo el imperio entre los años 165 y 180, durante el gobierno
compartido de Lucio Vero y Marco Aurelio; ambos emperadores, incluso,
fallecieron víctimas de la epidemia. Originada en un primer momento también en
el frente, durante el asedio que las tropas romanas mantuvieron sobre la ciudad
de Seleucia, se extendió rápidamente, primero entre las legiones y más tarde
por todo el imperio, llegando a causar en el momento álgido de la epidemia mil
muertes diarias sólo en la capital, Roma. Fue el médico grecorromano Galeno de
Pérgamo quien primero la describió, pues pudo conocerla de primera mano al ser
inmune a sus ataques, quizá debido a la relación que desde su infancia el
médico pudo tener con el ganado vacuno. Todavía quedaba mucho tiempo para que
el médico inglés Edward Jenner descubriera la existencia de un tipo de viruela
también en el ganado bovino, mucho menos dañino que la humana, algo que sería
primordial para la curación de la enfermedad a través de la preparación de
anticuerpos en el sistema inmunitario: las vacunas, que reciben su nombre
precisamente por haber sido, primeramente, preparadas a partir de esa
escasamente virulenta viruela bovina.
No;
no quiero hablar demasiado de todas esas epidemias, que a lo largo de la
historia han causado la muerte a muchos millones de personas, en España y en el
resto del mundo. Quiero hablar principalmente de otra epidemia, más olvidada
que estas otras: la epidemia de cólera que asoló España en los años ochenta del
siglo XIX, y en la cual una de las provincias más afectadas fue la de Cuenca. Y
más bien, quiero hablar de dos médicos que, con su trabajo abnegado, hicieron
que la enfermedad terminara por desaparecer finalmente; un trabajo que, por
otra parte, fue premiado por el ayuntamiento de la capital mediante el
ofrecimiento del nombre de una de sus calles. Se trata de los doctores Jaime
Ferrán y Clúa y Jesús Galíndez y Rivero, al menos en teoría, pues tal y como
vamos a ver, la aparición en Cuenca de este último fue algo más tardía.
Un
año después, en 1885, un nuevo brote de cólera se había extendido desde la provincia
de Valencia a diferentes provincias vecinas, y entre ellas, como no podía ser
de otra forma, también a la de Cuenca. En realidad, la nueva epidemia había hecho
ya su aparición en la provincia de Alicante, a través del vapor “Buenaventura”,
que había fondeado en el puerto de la ciudad mediterránea el año anterior, y en
muy poco tiempo había asolado ya diferentes municipios de la provincia, y desde
allí, siguiendo la línea de la costa, hasta Gandía. En marzo de 1885 se habían
dado ya los primeros casos en la capital levantina, desde donde se extendió por
toda la península. A través del municipio de Mira, en la frontera entre las dos
provincias, donde la epidemia causó una gran mortandad (ya durante los meses de agosto y septiembre
de ese mismo año se habían declarado un total de cuarenta y nueve fallecidos y
ciento veinticinco afectados sólo en el pueblo) ,
la enfermedad llegó también a la capital de la provincia, en la que llegaron a
fallecer, según datos tomados del excelente estudio sobre la ciudad, ya clásico
de Miguel Ángel Troitiño Vinuesa (“Cuenca, evolución y crisis de una vieja
ciudad castellana) trescientos ochenta y cuatro de sus habitantes, de los
setecientos ochenta y seis que llegaron a verse afectados por la enfermedad, alcanzando
la sobremortalidad en todo el periodo afectado por la epidemia una cifra sobrecogedora:
el 47,1 por mil.
Así,
si el brote de cólera que se había producido treinta años antes, en 1855, ya
había alcanzado una cifra importante en todo el país, en éste, el último de los
que se produjeron en dicha centuria, no fue menos mortal: según cálculos
realizados por diversos investigadores, la cifra de fallecimientos en España
alcanzó a poco menos de los ciento veinte mil habitantes, llegando incluso a
alcanzar también una cantidad superior a los trescientos treinta y cinco mil
contagios. La cifra podría haberse reducido de manera drástica de haberse
seguido los métodos propugnados por este médico catalán, que ya el mismo año en
el que la enfermedad había alcanzado la categoría de epidemia, llamado desde
Valencia, procedió a la inoculación masiva de la bacteria entre la población de
Alcira. A pesar del éxito obtenido por el doctor Ferrán, pronto se desató la
polémica porque una parte de los expertos consideraba peligroso el método de la
vacunación masiva, lo que movió al Gobierno a prohibirla. Pasaría algún tiempo
antes de que la comunidad científica aprobara dichos métodos, pero lo cierto es
que a partir de entonces, la peligrosidad del cólera morbo se hizo mucho menos
virulenta.
Por
su parte, el doctor Jesús Galíndez y Rivero había nacido en Amurrio (Álava) en
1887; por ello, es difícil pensar, tal y como se ha escrito, que “aunque su
especialidad era la de oftalmólogo, fue muy famoso en nuestra capital en el
siglo pasado durante la epidemia de cólera”, tal y como escribió en 1855 José
de Julián Igualada en su libro “Cuenca, la Muy Noble, Muy Leal e Impertérrita”,
sobre los nombres de las calles de la ciudad. En efecto, después de estudiar
medicina en la Universidad de Madrid, donde se licenció con sobresaliente en la
promoción de 1910, y donde se doctoró ante un tribunal que estaba presidido por
el propio Santiago Ramón y Cajal, se especializó en oftalmología, llegando a
alcanzar en 1911 la dirección de los servicios de su especialidad en el
madrileño Hospital-Asilo de San Rafael.
José
Vicente Ávila, en base a algunos anuncios que fueron publicados en la prensa
conquense, afirma que su relación con la ciudad de Cuenca se inició ya en ese
mismo año, y que se mantuvo durante los veinte años siguientes, en los que en
fechas concretas, principalmente durante la Semana Santa y en las fiestas de
San Julián, se acercaba a la ciudad del Júcar con el fin de curar a sus
habitantes de la rija y de otras enfermedades oculares. Pasaba consulta en su
habitación del Hotel Iberia, junto al parque de San Julián, aunque no dudaba
tampoco en atender de manera gratuita a aquellos conquenses que no contaban con
medios suficientes para acudir de pago a su consulta, principalmente a los
pobres asilados en la Casa de la Misericordia y en cierto asilo municipal que
se encontraba junto a la iglesia de San Antón, en lo que fue antiguo colegio
homónimo y actual sede de la Real Academia Conquense de Artes y Letras.
Por
este motivo, el Ayuntamiento de Cuenca no dudó en 1919 en dedicarle con su
nombre una calle, recientemente abierta en aquellas fechas, entre la que había
sido calle del Juego de la Pelota Viejo (actual calle Calderón de la Barca) y
la del Agua, o Fray Luis de León; una calle, por otra parte, que pocos
conquenses de hoy conocen por su verdadero nombre, pues a pesar de rondar ya
los cien años de existencia se le sigue conociendo con el mismo nombre con el
que casi todos la conocían a principios del siglo pasado, Calle Nueva. Y dos
años más tarde, en 1921, el homenaje a
este famoso oculista se repetiría con su nombramiento como hijo adoptivo de Cuenca.
Al doctor Jaime Ferrán, sin embargo, la corporación conquense aún tardaría más
tiempo en tributarle el merecido homenaje en forma de un lugar en el callejero;
no sería hasta marzo de 1953 cuando se adoptaría el acuerdo de titular con el
nombre de bacteriólogo catalán a la antigua calle Yesares, llamada así desde
antiguo porque era allí donde estaban ubicadas tradicionalmente la mayor parte
de las fábricas de yeso que había en la ciudad.
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