¿Eran
los visigodos ya españoles, tan españoles como lo puede ser hoy en día
cualquier otra persona que, en pleno siglo XXI, haya nacido en cualquier punto
de la península Ibérica? La pregunta puede resultar capciosa, desde luego, pues
intentar darle respuesta no deja de ser, al mismo tiempo, intervenir en una de
las polémicas más sugerentes con las que se puede encontrar cualquier
historiador actual, más allá de su posible adscripción al más puro
nacionalismo. ¿Fue Carlomagno tan francés como lo sería más tarde Charles de
Gaulle o Philipe Petain? ¿Fue Zenobia, la princesa de Palmira, una princesa
siria, o fue tan griega como Cleopatra, la reina de Egipto, o Safo, la poetisa
de Lesbos? ¿Dónde reside, a fin de cuentas, la verdad de una nacionalidad, más
allá de un número en un carné de identidad, que en realidad no sirve de nada
cuando hablamos de una verdad histórica? ¿Qué tiene que ver, en realidad, la
historia con cualquier nacionalismo político?
Intentar
responder a todas estas preguntas sería como intentar dar solución a una de las
polémicas más sugerentes de cualquier estudio histórico. No decimos nada nuevo
cuando afirmamos que los estados modernos, al menos tal y como hoy los
entendemos, nacieron a partir del siglo XVI, y sin embargo, también es verdad que,
en cierto sentido, algunas de esas naciones tienen una historia, o una
prehistoria, que se puede extender hasta los antiguos reinos medievales.
Francia puede entenderse ya como nación cuando sus viejos territorios
medievales terminaron de unificarse alrededor de la corte de París, allá por
los años finales de la Edad Media, y sin embargo, nadie puede negarlo, también
había empezado a ser Francia mucho tiempo antes, durante las dinastías
merovingia y carolingia, antes de la crisis que supuso para el país vecino la
partición del territorio en pequeños estados feudales. ¿Acaso duda alguien del
pleno dominio de Carlomagno sobre todo el territorio francés? ¿Acaso duda
alguien, nacionalista o no, de Carlomagno como verdadero héroe de Francia en un
mundo en descomposición? Los visigodos, como los francos, forman parte también
de la historia nacional de su país, en este caso España, en aquellos siglos de
crisis y de luchas intestinas.
Así
lo afirma Esparza en su historia de los visigodos, que ahora comentamos. Los
visogodos llegaron a la península Ibérica a principios del siglo XVI, y sin
embargo, su historia como pueblo arranca desde mucho tiempo antes, desde el
siglo I, cuando sus antepasados salieron desde otra península, la de
Escandinavia, huyendo de una climatología que, aún siendo favorable para la
habitabilidad del territorio, provocó una superpoblación que, finalmente, sería
el germen de un nuevo proceso de hambrunas y de crisis; porque la
superpoblación también provoca hambre, cuando el territorio no es capaz de producir
alimento suficiente para todos. En efecto, los historiadores han podido probar
que precisamente en aquellos momentos, todo el norte de Europa, y también las
regiones que hoy constituyen los países de Suecia y de Noruega, de Dinamarca e
incluso de Finlandia, llegaron a alcanzar temperaturas muy elevadas, similares
a las que hoy se pueden encontrar normalmente en el sur del continente. Este
hecho, tal y como se ha dicho, provocó un inusitado periodo de abundancia que
provocó la superpoblación, y, como consecuencia de ello, y aunque parece un
contrasentido, también el hambre. Lo cuenta Esparza:
“Siglo
I d. C. La península de Escandinavia se ha convertido en algo parecido a una
centrifugadora de pueblos. La gente se va de allí. No por el frío o el hambre,
sino más bien por todo lo contrario. Europa conoce un periodo excepcionalmente
cálido. Tan cálido que, según nos cuentan las fuentes antiguas, el cultivo de
la vid se había extendido por las tierras que hoy conocemos como Inglaterra y
Alemania, y en la Britania romana producían vino en abundancia, tanto que no
era preciso importarlo. En geografía, la línea de cultivo de la vid y del olivo
separa convencionalmente las tierras cálidas de las frías. Podemos imaginar
pues como sería de benigno el clima cuando estas líneas estaban tan al norte.
Ahora bien, la bonanza significa también superpoblación, porque la gente tiene
más posibilidades de supervivencia… El hambre, el frío y la enfermedad han sido
siempre inclementes reguladores demográficos. Pero si el frío remite, si el
hambre se reduce y, en consecuencia, la enfermedad mengua, entonces la población
se multiplica. Para llenar tantas bocas falta mucha tierra y métodos de cultivo
avanzados. Y si no hay ni una cosa ni otra, ¿qué opción queda? Es preciso que
algunos marchen. Así muchos salieron de una Escandinavia que parecía vivir en
perpetua primavera.”
Desde entonces, el devenir del pueblo visigodo fue una especie de peregrinación, de norte a sur y de este a oeste, hasta su llegada definitiva a las tierras que hoy son España y Portugal, hasta su conversión, en tiempos quizá de Leovigildo y de Isidoro de Sevilla, en españoles. De Escandinavia a Polonia; de Polonia a las tierras que rodean el Mar Negro, entre las desembocaduras de los ríos Dnieper y Niester; y desde allí, atravesando el limes romano entre el Danubio y los Balcanes, hasta la vecina Francia, donde establecieron ya su primer reino importante, el de Tolosa. Fueron precisamente los francos los que los expulsaron de allí, después de su victoria en la batalla de Vouille, obligándoles a cruzar definitivamente los Pirineos y a establecer en Toledo la nueva capital de su reino; y algunas décadas más tarde terminarían por convertirse, por fin, en los primeros españoles, fundiéndose para ello con los hispanorromanos, que aún habitaban también el conjunto del territorio, una vez que, a partir de Leovigildo, se hubiera susumado, al albur de la unificación política y religiosa, la unificación social y cultural de la península. Recogemos de nuevo las palabras de José Javier Esparza:
“Si
Leovigildo hubiera vivido en la edad contemporánea, sus campañas habrías sido
definidas probablemente en los libros como guerras de unificación. A eso dedicó
su vida el rey godo, y prácticamente no descansó ni un minuto. Hay que recordar
como estaba el mapa cuando Leovigildo llega al trono. Al ancho espacio
sudoriental dominado por Bizancio, y que ya hemos visto como cayó, hay que
sumar el Reino suevo en el noroeste, que abarcaba aproximadamente la Galicia
actual, la mitad oriental de Asturias, las provincias de León y Zamora y lo que
hoy es Portugal desde el Miño hasta el Tajo. Y además, existían en Hispania
varios enclaves que vivían en un estatuto de semi-independencia: Sabaria, entre
las actuales Zamora, Salamanca y Valladolid; Orospeda, entre las sierras del
Segura y Cazorla; la ciudad de Amaya, en torno a la cual se había construido
una región autónoma de etnia probablemente cántabra; los montes de los
Araucones o Aregenses, en las montañas de Orense, con su caudillo Aspidius.
¿Qué eran todos esos enclaves? De alguna manera, mundos que habían permanecido
al margen del mundo: tribus autóctonas protegidas por una orografía singular,
restos del viejo orden señorial romano, comunidades que se habían organizado a
su propio aire… Mundos, en todo caso, que no cabían ya en el mundo nuevo que
soñaba Leovigildo.”
Es
cierto que no fue Leovigildo el que verdaderamente consiguió la unificación
religiosa, sino su hijo, Recaredo; y es cierto, también, que fue precisamente
esa unificación religiosa alrededor del catolicismo lo que permitió la
definitiva conversión de los visigodos en verdaderos españoles. Para ello, las
élites arrianas tuvieron que llevar a cabo una acción de generosidad,
convirtiéndose en masa al catolicismo, la religión a la que pertenecía el
grueso de la población, de origen hispanorromano. Hasta entonces, la rivalidad
entre los propios visigodos que formaban la élite de la sociedad, de
adscripción arriana, y los hispanorromanos, que todavía formaban parte
importante de la población en el conjunto del reino, no había permitido un
verdadero sentido nacional. Y fue Isidoro, el obispo de Sevilla, quien
realmente llevó a cabo, en algunos de sus escritos, esa identificación
definitiva entre el reino visigodo y el propio territorio. Lo dice, una vez
más, Javier Esparza:
“Isidoro
es un perfecto ejemplo de hasta qué punto la monarquía visigoda había llegado a
identificarse con España. Al contrario que cronistas anteriores, él no cuenta
la historia de la España goda como subordinada de la historia imperial. Al
revés, es el primero en identificar la monarquía visigoda con ese espacio
físico concreto que es la totalidad de la península Ibérica. Isidoro fue uno de
los primeros en darse cuenta de que esta España ya no era la Hispania romana,
sino que había nacido algo distinto, una entidad política singular e
independiente. Algo a lo que él se propuso contribuir reuniendo el gran legado
cultural de Roma y dando forma doctrinal a la monarquía visigoda, con la
Iglesia como poder moderador y los concilios como cortes que debían aprobar la
legislación del reino, como acabamos de ver. En su Historia de los godos
hay un fragmento que es un auténtico himno a España.”
Ese
himno a España, ese fragmento de la historia de Isidoro, es bastante conocido,
y sin embargo, no nos resistimos a transcribirlo también, para que el lector de
este blog pueda darse cuenta real de su significado: “De todas las tierras
existentes desde el Occidente hasta la India tú eres, España, piadosa y madre siempre
feliz de príncipes y de pueblos, la más hermosa. Con razón tú eres ahora la
reina de todas las provincias. De ti no sólo el ocaso, sino también el Oriente,
reciben su fulgor. Tú eres el honor y el ornamento del orbe, la más célebre
porción de la tierra, en la que se regocija ampliamente y profusamente florece
la gloriosa fecundidad de la estirpe goda. Con razón la naturaliza te
enriqueció y te fue más benigna con la fecundidad de todas las cosas creadas…
Produces todo lo fecundo que dan los campos, todo lo precioso que dan las
minas, todo lo hermoso y útil que dan los seres vivientes, y no eres menos por
los ríos, que ennoblece la esclarecida fama de tus vistosos rebaños… Y además,
eres rica en hijos, en gemas y en púrpura, a la par que fértil en gobernantes y
genios de imperios, y eres tan opulenta en realzar príncipes como dichosa en
engendrarlos. Con razón por tanto la dorada Roma, cabeza de pueblos, te
ambicionó tiempo atrás, y aunque el mismo poder romúleo te poseyó primero como
vencedor, luego, sin embargo, el linaje floreciente de los godos, tras
numerosas victorias en todo el orbe, te arrebató con afán, y te amó, y goza de
ti hasta ahora entre regias ínfulas y enormes riquezas segura en la dicha del
imperio.”
La invasión de los musulmanes en el año 711 no supuso en realidad un punto y final en esa primera historia de España, sino sólo un punto y aparte. Así, la posterior historia de nuestro país como un puñado de reinos independientes entre sí, hasta la definitiva unificación de todos ellos en torno a la nueva dinastía Habsburgo, no puede entenderse sin ese pasado visigodo, como no puede entenderse tampoco la historia de Francia sin ese periodo anterior que se corresponde con el reinado de los francos. Así lo recoge, una vez más, el autor del libro que estamos comentando: “Y dice la historia, ya no sólo la tradición, que un bisnieto de Pelayo llamado Alfonso II llegó al trono de Asturias en 791, y restauró todo el orden gótico en palacio, tomándose a sí mismo por continuador de los reyes godos y a su reino por heredero directo del trono de Toledo. Y añade la historia, ya no la tradición, que Alfonso III de Asturias, casi dos siglos después de Guadalete, se puso a escribir la crónica de su Reino y lo emparentó directamente con la época de Wamba, que es el punto donde dejó el relato Isidoro de Sevilla. Y desde entonces los reinos cristianos de España (León, Navarra, Aragón, después Castilla) buscarán la herencia de la Hispania perdida en 711 y el linaje de la corona de Toledo. Y ahora, siglo XXI, entre automóviles y turistas, las estatuas imaginarias de los reyes visigodos adornan, junto a otros monarcas españoles, los jardines de la plaza de Oriente de Madrid. El Reino de Toledo desapareció para siempre, pero sus códigos, convertidos en Fuero Juzgo, sobrevivieron hasta el siglo XIX, el concepto estético visigodo es perceptible en los grandes monumentos del prerrománico asturiano, el modelo municipal de nuestro medievo fue más godo que romano, la religiosidad isidoriana se prolongó mal que bien en la liturgia y en el mundo monástico y, mucho más a ras de tierra, la huella germánica sobrevive en apellidos tan comunes como Rodríguez, Ramírez, Ruiz, Gutiérrez, Guzmán, Álvarez o Fernández.”
Y
a continuación, el autor termina afirmando lo siguiente: “Los visigodos no
murieron como la energía, se transformaron. Se transformaron en lo que nosotros
somos hoy. De algún modo, el fuego de la derrota terminó de fundir su silueta
en el suelo común hispano, ese suelo donde ya había iberos y celtas y romanos,
y por eso en nuestro zurrón histórico colectivo hay un poco de la ira de
Chindasvinto, de la grandeza de Leovigildo, de la sabiduría de Sisebuto y, ay,
también de la historia conspiradora de Witerico o del guerracivilismo de los
oligarcas de la corte toledana. Ellos no eran nosotros, pero nosotros sí somos
un poco de ellos”. Y termina diciendo: “Ahora lo que nos queda es pasear
entre las ruinas de Recópolis, aspirar hondo y percibir la fuerza un tanto
desesperada de aquel Alarico que abandonaba Roma buscando una patria para su
pueblo. Resulta que al final los visigodos la encontraron. Esa patria es la
nuestra.”
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