En
esta ocasión quiero hacer un pequeño paréntesis en el blog para comentar un
libro que no es estrictamente sobre historia, aunque sí está escrito por una
historiadora conquense suficientemente conocida por los lectores, a pesar de su
juventud. Ella es Ana Belén Rodríguez Patiño, doctora en Historia
Contemporánea, especialista en temas relacionados con la Guerra Civil, y
especialmente con la Guerra Civil en Cuenca, a la que ya ha dedicado su tesis
doctoral, varios ensayos, uno de ellos realizado con la colaboración,
especialmente fotográfica, del tristemente desaparecido Rafael de la Rosa, y
algún que otro documental, que ha sido publicado en formato DVD. Pero, junto a
esa faceta como historiadora, en los últimos siete años, ella también ha venido
desarrollando una labor importante desde el punto de vista de la creación literaria,
con un total de seis novelas publicadas (“Donde acaban los mapas”, 2013; “Todo
mortal”, 2015; “Las aventuras del joven Bécquer”, 2016; “El mensajero sin
nombre”, 2018; “Yo soy Greta Garbo”, 2020; y “La estética de los nadadores”,
2020), un libro de poemas (“La ciudad que hay en mí”, 2015) y un volumen de
relatos (“La lógica del algoritmo”, 2018), además de haber participado como
directora en otros proyectos literarios, teatrales y artísticos.
Algunos
de esos libros que acabo de mencionar, como no podía ser de otra forma en una
autora de sus características, que también es historiadora al mismo tiempo,
están encuadrados en el género de la novela histórica, que tanto interés está
reclamando en los últimos años por parte de los lectores; aunque en ocasiones,
Rodríguez Patiño enmarca esa novela histórica con ciertas dosis de misterio, un
misterio de sombras que es más propio de ese otro subgénero que se ha venido a
llamar la novela gótica, tan del gusto de los autores románticos, como Gustavo
Adolfo Bécquer, sin duda uno de sus principales personajes históricos
preferidos. Sin embargo, en esta que venimos a comentar, “La estética de los
nadadores”, la autora se aleja de ese género de la novela histórica para
proporcionarnos una trama policiaca y de novela negra, pero lo hace utilizando
un paisaje de fondo luminoso, la propia ciudad de Cuenca, fácilmente
reconocible por cualquier lector conquense que pueda acceder a la novela.
Y es que, como
dice la propia autora en el epílogo -un epílogo, por cierto, a cuya lectura no
se debe en ningún caso acceder antes de haber terminado con la propia novela-, “igualmente
juzgué que era hora de encuadrar una novela en mi ciudad, después de haber situado
las anteriores en Madrid, Sevilla, París, Cádiz, Londres, Viena o Pekín. Ya era
hora de rendir un pequeño homenaje a mi ciudad natal, cuya belleza es lo único no
inventado del libro. Mi víctima aparecería ahora igualmente desnudo, pero ya no
en las playas de Miami, sino colgado del puente más famoso de Cuenca”. Confieso
que me he tomado la libertad de citar un párrafo de ese epílogo, aún a
sabiendas de que el lector, como he dicho, no debe acudir a él hasta el final
de la lectura, pero creo que lo hecho sin traicionar los deseos de la autora,
sin llegar a hacer ese spoiler, término feo a mi modo de ver, pero más descriptivo
que cualquier otro de los que existen en nuestro idioma.
Efectivamente,
se trata de un paisaje, el de Cuenca, la ciudad natal de Ana Belén, que está
muy presente por primera vez en el conjunto de su obra narrativa. Y una
narración que comienza en enero de 2019: “Como una postal de viaje que
mandar a la familia en Navidad, la imagen presentaba una ligera capa de nieve,
de un blando nuclear que cubría de hielo y frío, entre piedras relamidas por el
tiempo, los tejados y boscajes del precipicio. Sobre un abismo de altura
considerable, cruzando de parte a parte la hoz del pequeño río Huécar, un audaz
puente llamado de San Pablo une la parte antigua de la ciudad de Cuenca con una
ladera que asciende la montaña. De él colgaba aquel día un hombre completamente
desnudo, sujeto únicamente por uno de sus pies, abierto en canal y suspendido
como un cerdo tras la matanza.” Comienza así una aventura que no va a dejar
indiferente al lector, un misterio que debe desentrañar su protagonista, Erik
Brandon, un resolvedor de casos más que un investigador privado al uso, venido de Madrid, al estilo de la mejor novela
negra norteamericana, la de Dashiell Hammett o la de Raymond Chandler, la de
las películas en blanco y negro de Humphrey Bogart o de Alfred Hitchock, “experto
en desbrozar casos sucios con métodos no siempre legales, para que resuelvan
una investigación que parece definitivamente estancada.” Un Philip Marlowe
o un Sam Spade español, procedente de Lavapiés o de Usera, reuniendo de esta
forma las dos ciudades que enmarcan la perspectiva vital de Ana Belén Rodríguez
Patiño, la ciudad en la que nació, Cuenca, y en la que vive actualmente,
Madrid.
Pero antes de
terminar esta breve reseña, quisiera dejar antes una cosa clara. He mencionado con
anterioridad que no se trata ésta de una novela histórica, y eso es cierto. Sin
embargo, sí está presente en la narración un hecho histórico, un proceso
singular que ha marcado el devenir de nuestro país en sus últimos cincuenta
años. No puedo decir de qué hecho se trata, pues cometería ese mismo spoiler (otra
vez la palabrita) que tanto teme la autora, pero será fácilmente reconocible
por cualquier persona que llegue al final de la lectura.
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