miércoles, 28 de octubre de 2020

“Inés del alma mía”, tres maneras diferentes de enfrentarse a una misma realidad histórica

 

En una entrevista mantenida hace algunos días con el periódico “La Voz de Galicia” a raíz de la publicación en España de su último libro, sobre la exploración romana de las fuentes del Nilo en tiempos de Nerón, el escritor italiano Valerio Massimo Manfredi hace una acertada revisión de lo que para él debe ser toda novela histórica. Así, el conocido autor de Módena dice lo siguiente a este respecto: “La historia tiene que comunicar hechos, por eso tiene la obligación de demostrar lo que dice, es lo que se llama en inglés the burden of truth, la carga de la verdad, como en los tribunales. Por eso un libro de historia tiene tantas notas a pie de página y una enorme bibliografía al final, tiene que probar todo lo que dice. Nosotros necesitamos saber lo que pasó. Si no sabemos lo que pasó no podemos saber lo que pasará. Al mismo tiempo necesitamos emociones, una vida sin emociones no es nada, es terrible, lo mismo cada día, un mar sin olas, un desastre. Todo lo que nos ha emocionado no lo olvidamos, puede ser un amor, el sonido de un violín en una noche de verano, las emociones dan sentido a nuestra vida”.


Sus palabras son bastante elocuentes y significativas, porque hay que tener en cuenta que Manfredi, además de ser un genial novelista, especializado precisamente en esa novela histórica que narra sucesos ocurridos en los tiempos clásicos, en las antiguas Grecia y Roma, es también un científico, un experto historiador y arqueólogo, que ha publicado importantes ensayos sobre historia antigua y ha dirigido excavaciones arqueológicas en diversos lugares de Europa y de Asia. Es así, pues, una voz autorizada en la materia, principalmente ahora, cuando la novela histórica está alcanzando nuevas cotas de popularidad; en efecto, son muchos los libros de este tipo que en los últimos años siguen saliendo a la luz, un auge que está en consonancia, también, con un auge paralelo del cine histórico. Dos lenguajes diferentes, uno, la novela, basado en la palabra, y el otro, el cine, basado en la imagen, que pueden ayudar a las nuevas generaciones, aquellas que consideran que la historia es aburrida, a tener un conocimiento más cercano de nuestro pasado, pero también, cuando no se hace bien, que corre el peligro de convertirse en uno de los principales enemigos de la historia.

Mi deseo en esta historia es acerarme, desde la novela y desde el cine, o mejor, desde la serie televisiva, a una mujer que vivió en el siglo XVI: Inés Suárez. Primero, desde la genial novela de la escritora chilena Isabel Allende, titulada precisamente de esta forma, “Inés del alma mía”; después, desde la serie homónima que, dirigida por Alejandro Bazzano y Nicolás Acuña, y protagonizada por un importante elenco de actores españoles, está programando en la actualidad Televisión Española en su primera cadena, y que ha puesto de nuevo en valor tanto a la propia protagonista de la historia como a la obra de la novelista chilena. Una figura, la de Inés Suárez, que demasiadas veces ha sido olvidada por la historiografía, como ha sucedido siempre con casi todas las mujeres, a pesar que de ella hablaron ya los primeros cronistas de la conquista, como el propio Alonso de Ercilla.

Nacida en Plasencia, en la provincia de Cáceres, en la primera década del siglo XVI, en el seno de una familia de artesanos, Inés Suárez fue criada por su abuelo, ebanista de profesión, debido a la grave enfermedad que padecía su madre. En 1526, deseosa por alejarse de ese ambiente rural que la oprimía demasiado, Inés contrajo matrimonio con Juan de Málaga, un soñador aventurero que primero la condujo a la ciudad andaluza en la que él había nacido, y que después la abandonó, cuando se embarcó para América en busca de un futuro y, sobre todo, de aventuras. Sin embargo, la mujer nunca se conformó con esa vida, similar a la de una viuda aunque su marido seguía vivo, y en 1537, cuando contaba unos treinta años, ella misma se embarcó también para el nuevo continente. Allí, en tierras americanas, primero en Panamá y después en Perú, siguió buscando a su marido, sin resignarse a esa soledad, hasta enterarse de que éste había fallecido en la batalla de Las Salinas, en la que se había decidido la guerra civil que había enfrentado a los dos antiguos socios en la conquista de las tierras de los incas, Francisco Pizarro y Diego de Almagro. Allí, en Cuzco, conoce a Pedro Valdivia, al que acompañó, como un conquistador más, y no como la simple acompañante de las tropas, en su expedición de conquista por las tierras chilenas, y de quien se convirtió en fiel amante hasta el año 1549, cuando el conquistador extremeño fue sometido a juicio por el nuevo virrey, el sacerdote Pedro de la Gasca, quien le había obligado a abandonarla, y a reclamar al Perú a su propia esposa, Marina Ortiz de Gaete, a quien había dejado abandonada en su Extremadura natal antes de cruzar el mar y partir a tierras americanas.

En su querida Santiago de la Nueva Extremadura, la actual Santiago de Chile, que la pareja había fundado en las nuevas tierras descubiertas, Inés tuvo que enfrentarse durante buena parte de su vida a los mapuches (que no a los araucanos, que éste es en realidad un término inventado por el poeta Alonso de Ercilla para facilitar de algún modo sus rimas), y también a la maledicencia y a las envidias de algunos de sus compañeros de expedición, que habían forzado del virrey el juicio de Valdivia. Entregada por éste a uno de sus capitanes más fieles, Rodrigo de Quiroga, con el fin de evitar que Inés pudiera ser exiliada fuera de Chile y recluida, pobre, en un convento de monjas, pasó junto a Quiroga el resto de su vida, compartiendo sus riquezas y su poder como “gobernadora” de Santiago, hasta la muerte de éste, acaecida en 1580. Pocos meses más tarde moriría la propia Inés, sin haber abandonado ya en ningún momento sus hermosas tierras chilenas, de las que se había enamorado desde el primer momento de su llegada a ellas, cuarenta años antes; y sin haber abandonado tampoco el amor que llegó a sentir por su forzado marido.

Pero, ¿qué hay de verdad histórica en esta Inés, y que hay de inventado en ella, primero por Isabel Allende y después en la serie televisiva? Para comprenderlo mejor, vamos primero a comparar el libro con la serie, buscar algunas diferencias entre uno y otra, diferencias como la que supone ese primer encuentro de la heroína extremeña con el Perú. En efecto, en la novela Inés llega a las nuevas tierras conquistadas a los incas algún tiempo después de que se hubiera producido la batalla de Las Salinas, en la que Pizarro pudo alcanzar, por fin, todo el poder ansiado en el nuevo reino. En la serie, sin embargo, lo hace cuando la batalla está a punto de producirse, de manera que puede conocer a Valdivia cuando éste, maestre de campo de Pizarro, se acaba de alzar con la victoria, y desde luego, cuando Almagro todavía no ha sido ejecutado. Sobre este hecho concreto volveremos seguidamente; de momento, es interesante decir que la diferencia permite mantener para el espectador la carga emotiva que le da el enfrentamiento de Almagro con los Pizarro, convertidos, especialmente Hernando Pizarro, en el malo que toda película de este tipo necesita.

Otro detalle diferenciador es la manera en la que se produce el primer encuentro entre Pedro Valdivia e Inés Suárez. En la serie cinematográfica, Inés conoce a Valdivia precisamente en el momento decisivo de la batalla, cuando las tropas de Valdivia se han alzado con la victoria y están recogiendo a los heridos y enterrando los cadáveres, cuando ella se erige desde el puerto de El Callao, donde había desembarcado en su viaje desde Panamá, hasta cuzco, donde espera encontrar alguna información de su marido. Ese primer encuentro se produce en la novela en una taberna de Cuzco, mientras el explorador extremeño se encuentra observando un mapa de Chile que había trazado durante su última visita a Almagro, todavía preso de los Pizarro. Se trata, en realidad, de un conocimiento indirecto, puesto que en la España del siglo XVI, también en la España americana de la época, no es de una mujer decente acudir sola, tampoco en compañía de algún hombre, a una taberna. Por ello, el conocimiento se produce en realidad pocas horas después, en la casa de Inés, a donde Valdivia había acudido con el fin de intentar defenderla, después de haber sorprendido accidentalmente la conversación de un embozado, un alférez que había viajado hasta Cuzco al mismo tiempo que Inés, que le estaba contando a sus malencarados interlocutores su intención a agredirle.

Como consecuencia de estos hechos, también existen algunas diferencias entre la novela y la película en todo lo relativo a los preparativos efectuados para la conquista de Chile. Así, se puede apreciar un menor protagonismo de Hernando Pizarro en la novela , y también, sobre todo en esta parte del doble relato, de Sancho de la Hoz, socio de Valdivia en un primer momento de la exploración, y también, como el pequeño de los Pizarro, uno de los malos de la serie. En efecto, si el tándem formado por Pizarro y Almagro había protagonizado desde un principio la carga emotiva y dramática, esa misma carga emotiva se repite también con la nueva pareja formada por Valdivia y de la Hoz, en la que el primero es el bueno y el segundo resulta ser el malo. Y de la misma forma, en la novela también hay un menor protagonismo de la princesa Cecilia, convertida en la serie en poco menos que una princesa europea, y uno de los principales apoyos de Inés en esos primeros años de Inés en tierras americanas. En la novela, la antigua princesa inca, heredera del linaje de Atahualpa, es, como en la historia real, amante del soldado Juan Gómez de Almagro, con el que marcha también a la conquista de Chile, a pesar de encontrarse embarazada en el momento de su partida. Por otra parte, no consta en la vida real que este Juan Gómez de Almagro fuera en realidad sobrino de Diego de Almagro, aunque sí había nacido también, como su padre, Alvar Gómez de Almagro, con quien había participado también en la epopeya americana, en el mismo pueblo de la provincia de Ciudad Real.

Otro aspecto a destacar en este sentido, es la perspectiva vital de los dos amantes conquistadores, Pedro e Inés, y la del resto de los protagonistas, en los días previos a iniciarse los preparativos de la conquista de Chile. En la novela, como también en la historia, los dos protagonistas viven su amor en la ciudad de Cuzco, la antigua capital del imperio inca, convertida en una de las más florecientes ciudades españolas en todo el continente, y que ambos viajan a la nueva capital fundada por los españoles, allí donde se había trasladado ya el verdadero foco de poder, Ciudad de los Reyes, la actual Lima, con el fin de solicitar de Pizarro el preceptivo permiso para poner en marcha la expedición. Mientras tanto, en la serie televisiva parece que ambas ciudades tienden a identificarse en una sola, como si de una única capital se tratara.

Se podrían añadir algunas diferencias más entre las dos manera de narrar el mismo relato histórico, entre los dos lenguajes artísticos, pero ello haría demasiado largo este texto. En general, se puede apreciar un mayor acercamiento de la novela a la realidad histórica de Inés Suárez. No es extraño que suceda de esta forma: las películas, y también cualquier otro arte que esté tan particularmente ligado a la imagen como el cine, y como las series de televisión, tiene la necesidad de mantener en el espectador la tensión del espectáculo, lo que hace que, en determinadas ocasiones, el argumento tienda a alejarse de la realidad histórica en la que se basa. En la novela, en cambio, sólo depende de la imaginación y el buen hacer del novelista, una imaginación, en todo caso, controlada, de manera que los hechos, si no se produjeron exactamente de la forma que narra el autor, bien pudieron haberse producido así. Y también en la imaginación del propio lector, que tiene que ir visualizando los hechos en su mente al mismo tiempo que va leyendo. En el cine y en la televisión, sin embargo, los acontecimientos se suceden más rápidamente, y hay menos espacio para la imaginación individual del espectador. En resumen, y enlazando otra vez con las palabras de Manfredi, a la hora de enfrentarnos como autor a una novela histórica, debemos tener un profundo conocimiento de la realidad histórica a la que nos enfrentamos, y ser lo más fiel posible a esa realidad. Pero eso no quiere decir que no podamos inventar algún hecho aislado, cuando éste no es bien conocido, o cuando no tenemos datos suficientes sobre alguno de los personajes. Pero todo ha de ser desde el supuesto de que esos hechos, si no sucedieron realmente de la forma que nos los imaginamos, bien pudieron haber sucedido de esta forma.

Por otra parte, puede parecernos extraño que una mujer española del siglo XVI, a la hora de relatar sus memorias a su hija, aunque en realidad se trate sólo de la hija de su esposo, lo haga tal y como se hace en la novela, de la que éstas, las memorias, son en realidad el hilo conductor; que no ahorre detalles tan explícitos sobre sus verdaderas relaciones amorosas con sus tres amantes sucesivos. Sin embargo, existe en la literatura española del Siglo de Oro testimonios suficientes que demuestran que todas las mujeres no se comportaban de la misma manera ante las mismas situaciones, a pesar de los convencionalismos de la época. Además, y la historia también lo corrobora, Inés Suárez es una mujer diferente, especial, que fue capaz de abandonarlo todo, su propia tranquilidad aburrida en un villorrio de España, y alistarse en una aventura que, si era enormemente trabajosa para un hombre, mucho más lo sería, eso sí, para una mujer de su época. Se trataba de una mujer apasionada, capaz de darlo todo en sus relaciones amorosas. Recogemos algunas frases entresacadas del relato novelesco: “Esas buenas razones me sirvieron durante años de forzada castidad, en los que mi corazón aprendió a vivir sofocado pero mi cuerpo nunca dejó de reclamar. En este Nuevo Mundo el aire es caliente, propicio a la sensualidad, todo es más intenso, el color, los aromas, los sabores; incluso las flores, con sus terribles fragancias, y las frutas, tibias y pegajosas, incitan a la lascivia. En Cartagena y luego en Panamá dudaba de los principios que me sostenían en España. Se me iba la juventud, se me gastaba la vida… ¿A quién le interesaba mi virtud? ¿Quién me juzgaba? Concluí que Dios debía de ser más complaciente en las Indias que en Extremadura. Si perdonaba los agravios cometidos en su nombre contra millares de indígenas, ciertamente perdonaría las debilidades de una pobre mujer.”

Y ese mismo amor lo sintió también, durante el resto de su vida, desde que las conoció en compañía de Valdivia, por esas ásperas tierras chilenas del desierto y las frondosas que se hallaban más allá de la cordillera andina, e incluso por los propios mapuches con los que tuvo que enfrentarse: “Mapu-ché, «gente de la tierra», así se llaman ellos mismos, aunque ahora los denominan araucanos, nombre más sonoro, dado por el poeta Alonso de Ercilla y Zúñiga, que no sé de dónde lo sacó, tal vez de Arauco, un lugar del sur. Yo pienso seguir llamándolos mapuche —la palabra no tiene plural en castellano— hasta que me muera, porque así se dicen ellos mismos. No me parece justo cambiarles el nombre para facilitar la rima: araucano, castellano, hermano, cristiano y así durante trescientas cuartillas. Alonso era un mocoso en Madrid cuando los primeros españoles luchábamos en este suelo; llegó a la conquista de Chile un poco atrasado, pero sus versos contarán la epopeya por los siglos de los siglos. Cuando de los esforzados fundadores de Chile no quede ni el polvo de sus huesos, nos recordarán por la obra de aquel joven, quien no siempre es fiel a los hechos, ya que en su deseo de rimar los versos suele sacrificar la verdad. Además, no nos deja bien parados, me temo que muchos de sus admiradores tendrán una idea algo errada de lo que es la guerra de la Araucanía. El poeta acusa a los españoles de crueldad y desmedida ambición de riqueza, mientras exalta a los mapuche, a quienes atribuye bravura, nobleza, caballerosidad, ánimo de justicia y hasta ternura con sus mujeres. Creo conocerlos mejor que Alonso, porque llevo cuarenta años defendiendo lo que fundamos en Chile, y él apenas estuvo aquí unos meses. Admiro a los mapuche por su coraje y su amor exaltado a la tierra, pero puedo afirmar que no son un dechado de compasión y dulzura. El amor romántico que tanto exalta Alonso es bastante raro entre ellos. Cada hombre tiene varias mujeres, a las que trata como bestias de trabajo y crianza; así les consta a las españolas que han sido raptadas. Son tales las humillaciones padecidas en cautiverio, que estas pobres mujeres, avergonzadas, a menudo prefieren no regresar al seno de sus familias. Admito, eso sí, que los españoles no tratan mejor a las indias destinadas a su holgura y servicio. Los mapuche nos aventajan en otros aspectos, por ejemplo, no conocen la codicia. Oro, tierras, títulos, honores, nada de eso les interesa; no poseen más techo que el cielo ni más lecho que el musgo, andan libres por el bosque, con el viento en la melena, galopando en los caballos que nos han robado. Otra virtud que les celebro es el cumplimiento de la palabra dada. No son ellos quienes faltan a los pactos establecidos, sino nosotros. En tiempos de guerra atacan por sorpresa, pero no a traición, y en tiempos de paz respetan los acuerdos. Antes de nuestra llegada no conocían la tortura y respetaban a los prisioneros de guerra. El peor castigo es el exilio, la expulsión de la familia y de la tribu, más temida que la muerte. Los crímenes graves se pagan con una ejecución rápida. El condenado cava su propia tumba, donde echa palitos y piedras mientras nombra a los seres que desea que lo acompañen al otro mundo, luego recibe un mazazo mortal en el cráneo. Me asombra el poder de esos versos de Alonso, que inventan la Historia, desafían y vencen al olvido. Las palabras sin rima, como las mías, no tienen la autoridad de la poesía, pero de todos modos debo relatar mi versión de lo acontecido para dejar memoria de los trabajos que las mujeres hemos pasado en Chile y que suelen escapar a los cronistas, por diestros que sean. Al menos tú, Isabel, debes conocer toda la verdad, porque eres mi hija del corazón, aunque no lo seas de sangre. Supongo que pondrán estatuas de mi persona en las plazas, y habrá calles y ciudades con mi nombre, como las habrá de Pedro de Valdivia y otros conquistadores, pero cientos de esforzadas mujeres que fundaron los pueblos, mientras sus hombres peleaban, serán olvidadas”.


 



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