No
es frecuente encontrar un libro sobre arqueología que esté escrito de una
manera tan desenfada y sencilla de entender para un lector no avezado en literatura
científica, como éste que vamos a comentar esta semana. Su título, “La costurera que encontró un
tesoro cuando fue a hacer pis, y otras historia de la arqueología española”, ya
da una idea de cuáles son los verdaderos intereses de su autor, Vicente
González Olaya, periodista del diario El País que está especializado en asuntos
relacionados con la cultura y sobre todo, con los diferentes aspectos de la
defensa del patrimonio cultural español: hacer una historia de la arqueología
española basada en un puñado de descubrimientos importantes, y hacerla en clave
de humor, pero sin olvidar tampoco la seriedad científica que este tema
requiere; es decir, escribir un libro de carácter científico, pero al que pueda
enfrentarse cualquier lector interesado, independientemente de sus
conocimientos previos en el tema, pero manejando datos y fuentes contrastadas y
veraces. Se trata, en fin, de una historia de la arqueología española a lo largo
de veintiún capítulos, en los que se van desgranando algunos de los más
importantes descubrimientos de la arqueología de nuestro país, desde los años “heroicos”
de nuestros estudios arqueológicos, allá por el siglo XIX, hasta los últimos
hallazgos realizados. Y entre ellos, entre uno de esos últimos descubrimientos,
quiero destacar aquí el capítulo que el autor dedica a un yacimiento conquense,
destinado a ser, ya lo está siendo, uno de los grandes hitos de nuestra
arqueología: la villa romana de Noheda.
En alguna otra ocasión ya he escrito sobre esta importante villa romana, y sobre todo, sobre su espectacular mosaico, formado por millones de teselas de colores. Un mosaico y una villa de los que, poco a poco, ya se van conociendo más cosas, gracias a la interesante labor que vienen realizando los arqueólogos en los últimos años, bajo la dirección de Miguel Ángel Valero. Por ello, creo que el yacimiento va siendo también mejor conocido por el conjunto de los conquenses, aunque sigo teniendo la sensación de que muchos siguen sin ser conscientes de la verdadera importancia que éste tiene en el conjunto del estudio arqueológico actual. Conocemos, más o menos, ese mosaico figurativo, impresionante en sus dimensiones y en la calidad de sus figuras, pero seguimos sin comprender su importancia, el hecho de que no existe en toda España, y son muy pocos los que hay en el mundo, que lo sobrepase en dimensiones, o que la gran cantidad de teselas que contiene permitió a los maestros que se encargaron de su elaboración, allá por el siglo IV, la creación de sombras y de un cierto movimiento en la representación. Un mosaico que podría figurar en un lugar destacado, desde luego, en las mejores salas del tunecino Museo del Bardo, el más importante museo del mundo especializado en este tipo de arte.
Aún
no conocemos quién fue el propietario de esta villa singular, pero está claro
que, por la riqueza que contiene, debió ser sin duda un personaje muy
importante en el conjunto del imperio romano de Occidente, no pudiendo
descartar, incluso, que pudiera tratarse de algún miembro de la familia
imperial, que en este momento estaba regida, precisamente, por uno de los emperadores
hispanos, Teodosio el Grande (Couca, Coca,
Segovia, 347 – Milán, Italia, 395). Esperemos que las próximas excavaciones en
el yacimiento puedan dar más luz respecto a ello, así como también a otros
asuntos de interés, como los relacionados, por ejemplo, con la implantación del
cristianismo en la meseta en los siglos iniciales de la nueva religión. Para entonces,
el cristianismo hacía ya más de medio siglo que había sido autorizado en todo
el imperio, a raíz de la promulgación por Constantino del Edicto de Milán, en el
año 313, y se supone que estaba a punto de convertirse en la religión oficial
del estado, lo que sucedería en el 380. Sin embargo, aún no ha podido ser
hallado en Noheda ningún objeto que nos hable de esa nueva religión; por el
contrario, los mosaicos de la villa reflejan todavía algunos mitos paganos, y
todo lo desenterrado hasta la fecha nos recuerda a las villas y los grandes
palacios que fueron levantados en Roma durante los dos primeros siglos. No voy
a insistir más en el tema de la villa romana de Noheda, a la que, por otra
parte, he dedicado uno de los dosieres que figuran en la sección de Noticias
Históricas de este blog.
De
alguna forma, no es éste el único capítulo que González Olaya dedica en su
libro a la arqueología conquense. Y es que la provincia de Cuenca cuenta en su
haber con dos arqueólogos de gran prestigio, desconocidos los dos por la generalidad
de los conquenses, que desarrollaron su actividad, ambos, en aquellos años heroicos.
Uno de ellos fue Pelayo Quintero Atauri (Uclés, 26 de junio de 1867 – Tetuán,
Marruecos, 27 de octubre de 1946). Su padre había sido gobernador de la
provincia conquense, y aunque estudió Derecho en Madrid, muy pronto se dedicó
activamente a sus verdaderas pasiones, relacionadas todas ellas con la historia
y la arqueología; pasiones que nacieron ya en sus años juveniles, entre las
piedras que, procedentes de Segóbriga, formaban parte del fastuoso monasterio que
los caballeros de Santiago habían levantado en su pueblo natal, y que supieron
desarrollar los jesuitas procedentes de Toulouse (Francia) que habían sido
acogidos en el monasterio cuando fueron expulsados por el gobierno francés. En
esa pasión influyó también la personalidad de su tío materno, Román García Soria,
quien había realizado ya algunas excavaciones en Segóbriga, y quien había
convencido al rector de los jesuitas que entonces regían el convento de Uclés,
para colocar allí un museo con las piezas recuperadas en el yacimiento. Más
tarde, sería el propio Quintero Atauri quien realizaría nuevas excavaciones en aquella
ciudad romana, y después, su actividad profesional le llevaría primero hasta
tierras andaluzas, a Cádiz, en cuya provincia realizó también algunas
excavaciones, y donde dirigió el Museo Provincial de Bellas Artes, y más tarde,
después de la Guerra Civil, al norte de Marruecos, donde fue uno de los grandes
impulsores de la arqueología norteafricana, y donde dirigió, también, el Museo
Español de Tetuán. Podemos decir que, probablemente, Quintero Atauri es más
conocido en aquellas tierras que se extienden al norte y al sur del Estrecho de
Gibraltar, que entre los conquenses, y prueba de ello es que en la facultad de
Filosofía y Letras de la Universidad de Cádiz, en su departamento de Historia,
Geografía y Filosofía, existe un grupo de investigación que lleva su nombre.
Nada
habla González Olaya sobre este arqueólogo singular, pero sí lo hace sobre el
otro de nuestros arqueólogos históricos, quizá todavía menos conocido que
Atauri entre el conjunto de los conquenses. Se trata de Juan Catalina García
López. Éste había nacido en Salmeroncillos de Abajo, allí donde la Alcarria
conquense se encuentra con la de Guadalajara, el 24 de noviembre de 1845. Terminó
la enseñanza secundaria en el instituto de Guadalajara, y después pasó a la Universidad
de Madrid, donde estudio Derecho y Filosofía y Letras, pasando más tarde a
titularse también en la Escuela Superior de Diplomática. En la capital
madrileña simultaneó sus estudios con sus primeras colaboraciones
periodísticas, y también en algunas revistas especializadas, como en el boletín
de la Real Academia de la Historia. Miembro del cuerpo de Archiveros,
Bibliotecarios y Arqueólogos, fue también cronista oficial de la provincia de
Guadalajara, miembro numerario de la Real Academia de la Historia, de la que
ocupó además los cargos de anticuario y secretario perpetuo, senador del reino
en tres legislaturas diferentes, vicepresidente de la Comisión de Excavaciones
de Numancia, e incluso director del Museo Arqueológico Nacional de España,
entre 1900 y 1901. Falleció en Madrid el 18 de enero de 1911.
García
López realizó excavaciones en diferentes yacimientos arqueológicos,
principalmente en Recópolis, la gran ciudad que había inventado el rey visigodo
Leovigildo para su hijo, Recaredo. En efecto, fue uno de los que supieron adivinar
que los restos medievales descubiertos en Zorita de los Canes, al sur de la
provincia de Guadalajara, se correspondían con los de la ciudad visigoda, que
otros habían preferido situar en diferentes lugares entre ambas provincias
alcarreñas, principalmente en el pueblo conquense de Buendía. Por ello, no
podía faltar en el libro de Olaya, en el capítulo correspondiente a este yacimiento
arqueológico, la referencia a nuestro olvidado arqueólogo: “Hasta que llegó
el erudito Juan Catalina García López (1845-1811) e intentó recomponer el puzle
histórico que tantos quebraderos de cabeza y discusiones había provocado entre
los expertos durante siglos. Si no se habían conservado textos originales de la
ubicación de la misteriosa Rochafrida del rey Pipino, pensó, lo mejor sería escarbar
en todos los lugares de la alcarria que reuniesen condiciones apropiadas para
levantar una ciudad. Y eso hizo, aunque los resultados fueron repetidamente negativos
durante años. Sin embargo, en 1893 descubrió un enigmático cerro pelado a las
afueras de Zorita de los Canes, una pequeña población devorada urbanísticamente
por un apabullante castillo musulmán que se erige junto y sobre ella.
Literalmente. Al excavar el altozano, situado a un kilómetro del casco urbano,
aparecieron unos muros de una gran potencia. Juan Catalina García se mostraba
seguro de haber encontrado la ciudad de Recaredo, pero, como siempre, nadie
pareció hacerle mucho caso. Catalina -se le conocía así, pensando que era su
apellido- murió medio ciego de tantas horas de estudio y dedicación a la
arqueología y a la historia, principalmente a la referente a la Alcarria. Su
fallecimiento, provocado por una neumonía, causó un inmenso dolor en la comunidad
académica y a su entierro asistieron ministros, obispos, rectores, condes y
marqueses. Le hicieron un gran homenaje funerario, pero lo de seguir su obra ya
era otra cosa. Así que todo quedó paralizado hasta las campañas de 1945 y 1946.”
Pero el libro cuenta también algunas otras cosas curiosas: historias de cuando los arqueólogos, algunos, llevaban ropa talar, y compatibilizaban sus conocimientos científicos con la misa y la teología, y pone como ejemplo de aquellos arqueólogos al padre Henri Breuil, el gran historiador y arqueólogo francés que durante la primera mitad del siglo XX recorrió los caminos de España, visitando miles de yacimientos y, según se dice, haciendo averiguaciones para la maquinaria del espionaje de su país. Olaya habla sobre este curioso experto, pero no cuenta que Breuil también visitó la provincia de Cuenca en los años treinta del siglo pasado, estudiando las pinturas rupestres de Villar del Humo. Y por otra parte, la pequeña figura de este gran experto me hace recordar algunos otros investigadores, aficionados, eso sí, que a lo largo del siglo XVIII vestían también sotana, mientras realizaban algunos trabajos arqueológicos en diferentes lugares de nuestra provincia. Jácome (Santiago) Capístrano de Moya, sacerdote que había nacido en Hontecillas o en Pinarejo, según los diferentes autores, párroco de Fuente de Pedro Naharro, fue uno de los más activos defensores en la identificación de los restos de Cabeza de Griego, cerca de Saelices, con la vieja ciudad romana de Segóbriga. Y lo mismo hizo Francisco Antonio Fuero, de Cañizares, canónigo del cabildo diocesano, respecto de Ercávica. Ellos fueron de los primeros en desenterrar el pasado romano de nuestra provincia, y pusieron las bases para todos los trabajos posteriores que después se fueron realizando.
Y
ya que hablamos de Segóbriga, resulta interesante afirmar que el yacimiento
cuenta con una larga trayectoria en cuanto a excavaciones arqueológicas se refiere.
En efecto, en sus ruinas se hicieron ya algunas excavaciones puntuales en el
siglo XVIII, en los años heroicos de la arqueología, y no sólo por aficionados
locales como Capístrano de Moya; también fue visitado por algunos de los
expertos de la época. Pero los primeros trabajos arqueológicos se llevaron a
cabo por algunas figuras del entorno, entre ellos algunos religiosos del
convento de Uclés: el propio Capístrano de Moya; Bernardo Manuel de Cossio,
párroco de Saelices; Vicente Martínez Falero, uclesino, abogado de los Reales
Consejos; o Gabriel López, lector de teología en la Universidad de Alcalá de
Henares. Todos ellos, bajo la dirección del prelado ilustrado Antonio Tavira Almazán,
quien sucesivamente sería en los años posteriores obispo de Canarias, Burgo de
Osma y Salamanca, y que antes de ello, entre 1788 y 1789, había sido también
prior del propio convento santiaguista, periodo en el que ordenó realizar las
primeras excavaciones sistemáticas en el yacimiento romano.
Pero
también llegaron a Segóbriga otros especialistas durante las últimas décadas
del siglo XVIII, y también durante toda la centuria siguiente: Cornide, Hübner,
Fita, … Todos ellos, junto a otros trabajos que siguieron realizándose desde
Uclés, siguieron sacando a la luz nuevos datos sobre las épocas romana y
visigoda. Porque también en el siglo XIX se siguieron realizando nuevas
exploraciones del yacimiento desde el pueblo vecino. Es de destacar a un grupo
de aficionados hoy olvidados: el ya citado Román García Soria, tío, como hemos
dicho de Quintero Atauri; Arturo Calvet, rector del colegio de jesuitas que
entonces estaba establecido en el monasterio de Uclés; el jesuita francés
Eduoard Capelle; el también jesuita Francisco Sáenz España, o un personaje tan
curioso y desconocido para el público en general como el médico de origen polaco
Álvaro Yastzembiec Yendrzeyowski, quien también era alcalde de Uclés, hijo de
un noble que se había visto obligado a abandonar el país y buscar asilo en
España en 1830, cuando éste se había sublevado contra los gobernantes rusos. Mucho
es lo que les debe la arqueología española, y la conquense en particular, a
aquellos primeros aficionados del siglo XVIII; todos ellos crearon una comisión
que, más allá de sus propios trabajos en el yacimiento, promovió la visita a
Segóbriga de Juan de Dios de la Rada y de Fidel Fita, quienes darian un impulso
casi definitivo a las excavaciones del yacimiento romano.
En aquellos dos siglos se hicieron algunos descubrimientos de vital importancia, como los restos de la basílica visigoda, y salieron a la luz algunos restos epigráficos, que ayudaron a comprender mejor el pasado del yacimiento, e incluso, permitieron identificarlo definitivamente con la ciudad de Segóbriga, citada por autores antiguos como Tito Livio y Estrabón. Algunos de esos restos, con el tiempo, se perdieron, pero la publicación de sus trabajos, y la existencia en los archivos de las memorias de las excavaciones, han permitido que, de alguna manera, no hayan desaparecido del todo de nuestra memoria colectiva.
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