viernes, 12 de marzo de 2021

La identificación de la ciudad romana de Segóbriga, un asunto de alta política eclesiástica

             Durante la segunda mitad del siglo XVIII, y especialmente a lo largo de las dos últimas décadas de aquella centuria, se produjo un debate historiográfico de gran magnitud respecto a cuál, de las viejas ciudades de la antigüedad clásica, se correspondía con los restos que desde unos años antes se estaban descubriendo en el despoblado de Cabeza de Griegos, en el término municipal de Saelices, situado en el extremo meridional de la diócesis de Cuenca, y muy próximo a la jurisdicción del priorato santiaguista de Uclés. Era un debate antiguo, trasladado de otro anterior todavía, relacionado con la identificación de la antigua Segóbriga en la actual Segorbe, que a lo largo del siglo XVI había sido asunto de enfrentamiento ya entre los historiadores más reconocidos y los simples aficionados a las antigüedades, como entonces se decía. A este respecto existían diferentes teorías, entre las que destacaban los defensores de situar en el cerro manchego las ruinas de la antigua ciudad romana, y obispado visigodo, de Ercávica, y la que prefería situar allí a Segóbriga, citada por Tito Livio y por Apiano, entre otros autores clásicos, en virtud de su situación como “caput Celtiberiae”, “cabeza de la Celtiberia”,  y del enfrentamiento bélico que en sus cercanías mantuvieron Viriato, primero, y más tarde, en el marco de las guerras civiles romanas, las respectivas tropas de los generales Metelo y Sertorio. El asunto afectó muy directamente a la Iglesia como institución, y en concreto también a la diócesis conquense, y no sólo porque algunos de los que intervinieron en el debate eran eclesiásticos, como más tarde veremos, sino también porque el debate mismo tuvo una importante deriva relacionada con asuntos de prelacía episcopal con otros dos obispados, los de Albarracín y Segorbe, además de con el propio priorato santiaguista.

       El asunto se inició ya en plena Edad Media, a finales del siglo XI, por la ambición desmedida del arzobispo de Toledo, don Bernardo, por aumentar en la medida de lo posible, hacia el este, los límites territoriales de la provincia eclesiástica de su sede metropolitana, con el fin de intentar restaurar toda la jurisdicción de la antigua provincia eclesiástica visigoda. Para ello, había obtenido del papa Urbano II la bula titulada Auctoritatem Pristinam, que facultaba el derecho de los arzobispos toledanos de poder instaurar las diócesis primitivas visigodas que en la antigüedad habían dependido de Toledo, aunque se encontraran todavía en poder de los musulmanes. Tanto Ercávica como Segóbriga, al igual que Valeria, que más tarde entraría también en la polémica a pesar de que había sido la única que, prácticamente desde siempre, había sido identificada con la homónima localidad de la hoz del río Gritos, eran tres de esas antiguas sedes episcopales, y era interesante para el poder eclesiástico identificar ambos lugares y reconocer, en la medida de lo posible, sus respectivas extensiones territoriales, con el fin de poder relacionarlas con los obispados actuales, tal y como era costumbre en la Edad Media.

            En este marco fue cuando, medio siglo más tarde, entre 1160 y 1170, Muhammad ibn Mardanis, el llamado “Rey Lobo” de Murcia, hacía entrega de la comarca de Albarracín, en el sur de la provincia de Teruel, a Pedro Ruiz de Azagra, un caballero naturalizado castellano, pero de origen navarro, de lealtad bastante discutible, convirtiéndolo de esta forma en el señorío soberano de Santa María de Albarracín. En los años anteriores, Azagra se había visto obligado, primero, en 1154, a abandonar la corte navarra, al no haber aceptado la sucesión del rey García Ramírez en favor de su hijo, Sancho VI, poniéndose al servicio del rey de Catilla, y más tarde también de la corte del rey castellano, Alfonso VIII, para ponerse al lado del Rey Lobo de Murcia. El asunto, que había tenido al principio un carácter puramente civil y político, como una especie de dique propuesto por el rey de la taifa murciana junto a la frontera con Castilla, con el fin de evitar los anhelos expansionistas y de reconquista del rey de Aragón, Alfonso II, terminó por convertirse también en un asunto eclesiástico en 1172, cuando el nuevo arzobispo de Toledo, don Cerebruno, que había llegado a la diócesis cinco años antes, desde el obispado de Sigüenza, consagró al primer obispo de la nueva diócesis de Santa María de Albarracín, don Martín, incorporando a la nueva sede diocesana a su archidiócesis, en contra de los deseos de los monarcas aragoneses, y sobre todo del obispo de Zaragoza, que en ese momento era Pedro Tarroja.

            Era vital hacer valer los derechos que le ofrecían la ya citada bula de Urbano II, y para ello había que situar convenientemente alguna de aquellas diócesis visigodas extintas, cuyos nombres eran conocidos por las actas de los diferentes concilios provinciales toledanos que se llevaron a cabo entre los años 589 y 693, pero cuya extensión, e incluso, en algunos casos, su propia localización, seguía sin ser conocidas. La diócesis elegida para hacer valer sus derechos sobre la comarca serrana de Albarracín fue en aquel momento la de Segóbriga, identificada sólo por su parecido fonético con la localidad actual de Segorbe, en la comarca castellonense interior del Alto Palancia, a pesar de que en ese momento todavía se encontraba en poder de los moros, y de su relativa distancia de Albarracín. De esta forma, se reconocía en cierto sentido un cierto carácter bicéfalo a la nueva sede episcopal, con dos cabeceras: Albarracín y Segorbe. El asunto ha sido descrito por el arqueólogo Martín Almagro Basch:

            “La intención del arzobispo Cerebruno, la del obispo de Albarracín, D. Martín, y la del señor soberano de aquella ciudad, D. Pedro Ruiz de Azagra, coincidían claramente en la de buscar la expansión del Señorío y del Obispado hacia Segorbe, identificada con Segóbriga, y hacia las tierras de Valencia que habría de conquistar el rey de Aragón, tierras que Cerebruno intentaba incorporar a su jurisdicción metropolitana como arzobispo de Toledo, heredero de la antigua provincia cartaginense a la que había pertenecido Valencia. El territorio de Albarracín no sabemos a qué diócesis perteneció en la época visigoda. Pero es probable que la diócesis de Ercávica, cuyos obispos, a veces, se llaman Celtiberiae sedis, llegara, en su jurisdicción, hasta Albarracín y su tierra. En cambio, sí sabemos que Ercávica perteneció al Conventus Caesaraugustanus. Tal vez, además de los antiguos lusones, pudo incluir aquel obispado a los celtíberos lobetanos, si, como se cree, Lobetum estuvo en Albarracín. Lo que resulta del todo improbable es que la tierra de Albarracín haya pertenecido nunca a Segóbriga, sede muy lejana y que estuvo siempre bajo la jurisdicción de Carthago Nova (Cartagena).”

Los intereses de los arzobispos toledanos, incluso, pretendieron hacer valer su jurisdicción provincial sobre la nueva sede episcopal de Valencia, una vez que la ciudad del Mediterráneo había sido conquistada por el rey aragonés Jaime I, pero el papa rechazó la pretensión y más tarde, en 1319, Jaime II obtuvo del pontífice Juan XXII el reconocimiento de Zaragoza como nueva sede metropolitana, pasando en ese momento la de Albarracín a ser una de las diócesis sufragáneas del nuevo obispado. Ya no había tanta necesidad de mantener la identificación de Segorbe con la antigua ciudad de Segóbriga, al menos desde el punto de vista de los arzobispos de Toledo, pero sí desde el punto de vista de los propios obispos de Albarracín, que mantenían el ánimo de defender en esa identificación una antigüedad del obispado, y con ello una prevalencia sobre otras sedes vecinas, que en realidad no le correspondía. Y mientras tanto, el cerro de Cabeza de Griego, aunque todavía estaba habitado, bajo la jurisdicción política de la orden de Santiago, según demuestran algunos documentos de la época, estaba ya a punto de ser abandonado, y sus restos olvidados, situación en la que permanecerían durante los siglos medievales.

Durante el siglo XVI,  el debate historiográfico volvió a resurgir, en términos ahora relacionados puramente con la identificación de la vieja Segóbriga, en el marco de la nueva valoración que de los restos antiguos, principalmente de los de la antigua civilización grecorromana, se dio en el Renacimiento. A mediados de aquel siglo visitó el cerro de Cabeza de Griego, donde ya estaban empezado a descubrirse, todavía de manera accidental, algunos restos antiguos, Luis de Lucena, un fraile y médico natural de Guadalajara, al que su interés por la epigrafía y la arqueología, así como su postura religiosa personal, cercana al erasmismo, le llevaría más tarde a buscar la protección de la corte romana, donde atendió como médico al papa Julio III, y donde falleció en 1552. Durante la visita del médico al cerro manchego, que desde luego se produjo antes de 1546, el médico alcarreño copió nueve inscripciones antiguas, algunas de las cuales se conservan gracias a transcripciones posteriores del texto, porque los originales, de las piedras y de las propias copias escritas de mano de Lucena, se han perdido. También visitó el cerro algún tiempo después, en 1574, Ambrosio de Morales, quien fue el primero en defender que las ruinas se correspondían con la antigua ciudad de Segóbriga.

Para entonces, la opinión mayoritaria seguía siendo que Segóbriga y Segorbe eran una misma cosa, y más cuando en 1577, el rey Felipe II había obtenido de Gregorio XIII la creación de la nueva diócesis independiente de Segorbe, recortando importantes territorios a la de Albarracín, con el fin de intentar debilitar a la ciudad serrana, con cuya comunidad se encontraba desde algún tiempo antes enfrentado, y situando a la nueva diócesis bajo la jurisdicción metropolitana de Valencia. De esta manera, la antigua sede de Santa María de Albarracín quedaba definitivamente dividida en dos sedes diferentes, y una parte del debate historiográfico sobre la localización de la vieja Segóbriga se trasladaba ahora a un nuevo punto geográfico. Para seguir manteniendo su pretensión de prelacía sobre el nuevo obispado de Segorbe, y poder seguir así siendo considerados como herederos de los antiguos obispos de Segóbriga, los obispos de Albarracín debían demostrar que la vieja ciudad romana se encontraba en algún lugar de su propio obispado. El lugar elegido fue la Muela de San Juan, una extensa plataforma calcárea situada al sur de la provincia de Teruel, limitando con la de Cuenca, entre los pueblos de Griegos y Guadalaviar, situada a mil ochocientos metros de altura sobre el nivel del mar, donde no había sido encontrado ningún resto de época romana, y donde era extremadamente difícil siquiera que los romanos hubieran podido pensar en levantar una ciudad de las características de Segóbriga, por sus extremadas condiciones de vida.

Así pues, durante el siglo XVII, la polémica siguió enfrentando ahora, sobre todo, a los obispos de Albarracín y los de la nueva sede de Segorbe, una polémica en la que participaban, sobre todo los cronistas aragoneses (Jerónimo Zurita, Antonio Agustín,…) y valencianos (Gaspar Escolano, Francisco Diago, Francisco Villagrasa,…), pero en la que también participaban, a veces, algunos historiadores de reconocido prestigio nacional, e incluso internacional, como el numismático Juan Foi-Vaillant, o el historiador francés Jean Hardouin. Una polémica a la que, como estamos viendo, no era ajena la alta política eclesiástica, y que no estaba exenta de falsificaciones, a veces demasiado burdas, leyendas, y absurdos argumentos inventados por los pseudocronistas, con el fin de proporcionar a la ciudad romana, y con ello también, de alguna manera, al obispo respectivo, una antigüedad que no le correspondía. A modo de ejemplo, y con el fin de dar una idea de la falacia de los argumentos empleados, Rodrigo Méndez Silva, un pseudohistoriador judeoconverso de origen portugués, escribió lo siguiente sobre el origen de la ciudad romana: “Fundáronla los Sagas Armenios, gentes de Tubal, años del mundo criado 1820, antes de la humana Redención 2111, llamándola de su nombre Sego. Doscientos años después la reedificó Brigo, cuarto Rey de España, y añadiéndola Briga, se dijo Segóbriga, corruto Segorbe.”

Por fin, la polémica se avivó en pleno siglo XVIII, cuando Enrique Flórez, en su “España Sagrada”, identificó de nuevo Segóbriga con Segorbe. Sin embargo, los nuevos hallazgos que ya se estaban produciendo durante toda la segunda mitad de la centuria, coincidentes con una nueva revalorización de los trabajos arqueológicos de campo, y especialmente los tres fragmentos de una lápida de alabastro con letras góticas, en los que se mencionaba a un supuesto, ahora plenamente reconocido, nuevo obispo de Segóbriga, no mencionado en las actas de los concilios toledanos, llamado Sefronio, volvieron a poner en valor la identificación de la ciudad romana con las ruinas de Cabeza de Griego, coincidiendo además con la negativa del erudito ilustrado valenciano Gregorio Mayans y Siscar, a identificar a la ciudad clásica con la musulmana Segorbe. Por fin, los materiales desenterrados empezaban a demostrar por sí mismos la teoría conquense. Aquellos fragmentos de lápida, que tan importantes fueron para demostrarla, habían sido encontrados in situ, precisamente, en el área en la que pocos años después, al realizar nuevas excavaciones, serían halladas las ruinas de la basílica visigoda.

Y aquí es donde entra en juego el priorato de Uclés, que en ese momento se hallaba regido por Antonio Tavira Almazán, el futuro obispo de Salamanca. Fue él quien, durante su corta permanencia al frente del priorato santiaguista, entre 1789 y 1790, mandó crear una comisión que llevara a efecto las primeras excavaciones arqueológicas que, con un carácter relativamente sistemático para el tiempo en el que éstas se llevaran a cabo. La comisión estaba formada por el padre Gabriel López, religioso agonizante, lector de Teología en el colegio que su orden tenía en Alcalá de Henares; Vicente Martínez Falero, abogado de los Reales Consejos y alcalde de Saelices; su hermano, Juan Francisco Martínez Falero; y el párroco del mismo pueblo de Saelices, Bernardo Manuel de Cossío. A ella se añadiría también el párroco del pueblo cercano de Fuente de Pedro Naharro, Jácome Capistrano de Moya, quien se convertiría en algo así como los ojos del obispo de Cuenca, Felipe Antonio Solano,  en los trabajos arqueológicos.

El lugar elegido para la excavación fue el mismo en el que treinta años antes habían aparecido los restos de la lápida en la que se mencionaba al obispo Sefronio, y muy pronto salieron a la luz allí unos muros que, pronto se supo, correspondían a los de la basílica visigoda, así como nuevos fragmentos de lápida en los que se mencionaban al propio Sefronio y también a otro obispo de la misma sede, Nigrino; de esta forma, se supuso que ambos debieron regir la diócesis antes del año 589, cuando se celebró el tercer concilio toledano, y se iniciaron así las listas de obispos asistentes a los diferentes concilios. Junto a estos restos, aparecieron también algunos restos óseos, que se supuso que correspondían con los de estos dos obispos segobricenses, convertidos ahora en verdaderas reliquias de santos. Y es que el hallazgo de los restos de los obispos provocó la apertura por parte del prelado conquense, de un proceso averiguatorio sobre el hallazgo y las circunstancias en las que se había producido el descubrimiento, para lo cual nombró instructor al doctor Roque Vallesteros, cura que estaba destinado en ese momento en Uclés, quien a su vez nombró notario del proceso al presbítero Juan Antonio Fernández Plaza. La intención del prelado era, sobre todo, intentar el traslado de los restos de los obispos a Cuenca, con el fin de poder darles el culto adecuado porque, y me hago eco de las palabras del párroco de Saelices, Bernardo Manuel de Cossío, recogidas en el proceso, “la palabra santos, contenida en la inscripción, no se ponía, en aquellos tiempos, en otros sepulcros que en aquellos que estuvieran canonizados como tales”.




El debate sobre la identificación idónea de la antigua Segóbriga se había trasladado así, desde Albarracín y Segorbe, donde cada vez era menos defendido por los especialistas, más allá de algunos cronistas locales, interesados en mantener la antigüedad teórica de sus respectivos obispados, a Cuenca, diócesis que, como sabemos, había sido creada a finales del siglo XII, en base a los antiguos obispados de Valeria y de Ercávica. En los textos antiguos en los que se citaban los antiguos obispados dependientes de Toledo, se mencionaban siempre estas dos diócesis junto a la de Segóbriga; sin embargo, había todavía algunos expertos que seguían defendiendo la vieja teoría de Segorbe. Por otra parte, en el debate tomaron parte activa algunos eclesiásticos de la diócesis, como Francisco Antonio Fuero y, especialmente, el citado Jácome Capistrano de Moya, quien publicó diversos trabajos, en los que se mantuvo siempre como defensor a ultranza de la teoría de identificar los restos de Cabeza de Griego con la vieja Segóbriga.

Para complicar todavía más las cosas, durante la última década del siglo XVIII surgieron algunas controversias entre los primeros excavadores de Segóbriga, relacionados con un cierto resentimiento entre algunos de ellos, por un supuesto aprovechamiento intelectual de los descubrimientos por parte del sacerdote Capistrano de Moya, quien había sido propuesto como académico correspondiente por la Real Academia de la Historia. Y también, por la intervención de los sucesores de Tavira al frente del priorato de Uclés, quienes intentaban hacer valer sus derechos de jurisdicción sobre el lugar en el que se estaban realizando los trabajos arqueológicos, y como herederos de los antiguos obispos de Segóbriga. El máximo defensor de la postura prioral fue el ilustrado jesuita Lorenzo Hervás y Panduro, quien visitó las ruinas en octubre de 1799, después de haber regresado a su pueblo natal, Horcajo de Santiago, desde su primer exilio italiano. Para el jesuita y filólogo manchego, la bula de creación del priorato de Uclés por Alejandro III, de 1175, anterior por tanto a la creación del obispado de Cuenca, reconocía la jurisdicción ordinaria de los priores santiaguistas sobre los territorios correspondientes a las antiguas diócesis visigodas extinguidas, como la de Segóbriga. Por su parte, el ya citado Jácome Capistrano de Moya, quien defendía en este punto los derechos del obispo conquense, en un nuevo libro que había dedicado al prelado que en ese momento regía la diócesis, Antonio Palafox, rebatía las tesis del jesuita, así como también las del agustino Juan Manuel Martínez Ugarte, más conocido en la historiografía como el padre Risco, quien había defendido en 1801 la localización en el cerro de la antigua ciudad de Munda, también citada en las fuentes clásicas, y del jesuita Juan Francisco Masdeu, quien aún seguía defendiendo la identificación de Segóbriga con la Segorbe actual.

Tal y como afirma el gran arqueólogo turolense Martin Almagro Basch, tan relacionado con la arqueología conquense por sus múltiples trabajos de campo realizados en nuestra provincia, y su relación con el Museo Arqueológico de Cuenca en sus años iniciales, quien además fue también director del Museo de Arqueología de Cataluña y del Museo Arqueológico Nacional, la polémica había quedado olvidada durante las dos primeras décadas del XIX: la crisis bélica contra los franceses la hicieron pasar a segundo plano. Los trabajos arqueológicos se reiniciaron en las dos últimas décadas de la centuria, dirigidos otra vez desde Uclés, por un equipo que estaba formado, en parte, por algunos eclesiásticos de la comarca. Junto a Román García Soria, tío del gran arqueólogo conquense Pelayo Quintero Atauri, y a Álvaro Yastzembiec Yendrzeyowski, un médico de origen polaco, hijo de un antiguo exiliado que había tenido que abandonar su país en 1830, en el marco de la revolución contra la opresión rusa, quien además era en ese momento alcalde de la villa ucleseña, figuraban también en del proyecto algunos jesuitas, que para entonces habían establecido ya un colegio en el antiguo monasterio santiaguista: Arturo Calvet, director del colegio, Francisco Sáenz España, y Edouard Capelle, uno de los jesuitas franceses que se habían visto obligados a abandonar el país vecino en 1880, con el advenimiento de la Tercera República, y que habían sido acogidos en el colegio por sus homónimos españoles.

Para entonces, el viejo priorato santiaguista, como el resto de las órdenes de caballería medievales, habían sido ya suprimidas, y el territorio que antes había dependido de ellas, se había convertido en el nuevo obispado de las Órdenes Militares, germen del actual de Ciudad Real. ¿Por qué el antiguo priorato santiaguista de Uclés no se incorporó al nuevo obispado, quedando a partir de este momento, de forma mayoritaria, incluido en la diócesis de Cuenca? Considero que la vieja polémica entre los obispos de Cuenca y los priores de Uclés no fue del todo ajena a este hecho; por el contrario, la decisión de Pío IX, tomada en noviembre de 1875 mediante las letras apostólicas Ad Apostolicam, vino a ser un reconocimiento de facto de los derechos episcopales de los obispos de Cuenca sobre el territorio que había ocupado en tiempos visigodos la diócesis de Segóbriga.

           


 

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