domingo, 25 de abril de 2021

La Guerra de la Independencia en Cuenca, vista desde el lado de la prensa francesa

 

            En diferentes ocasiones, antes yo he escrito sobre distintos aspectos relacionados con la Guerra de la Independencia en estas tierras de la provincia de Cuenca, pero siempre le había hecho desde el punto de vista de los patriotas españoles. En esta ocasión, voy a hacerlo desde el punto de vista de la prensa francesa, y sobre todo, desde el propio Estado Mayor del ejército napoleónico, gracias a un ejemplar de uno de los periódicos de ese país vecino, “Le Moniteur Universel”, que he podido encontrar recientemente. Se trata del número 348 de dicha publicación, correspondiente al domingo, 3 de diciembre de 1812. Publicado en París, e impreso, tal como aparece al pie de su última página, en la imprenta de H. Agasse, que estaba situada situada en el número 2 de la calle Poitevisn de la capital francesa, el ejemplar consta un total de cuatro páginas del tamaño que ha venido a llamarse tabloide, aunque un poco más extenso en su longitud (28 x 46 cm.), formada cada una de ellas por un total de tres columnas, y es en la tercera columna de su primera página, después de una serie de informaciones que nos llevan a diversas ciudades europeas (Constantinopla, Bucarest, Viena, Berlín, Cassel), donde aparece la referencia a la situación en la que en ese momento se encontraban las tropas francesas que, con el propio rey José I a la cabeza, se encontraban en ese momento atravesando, desde tierras valencianas, la provincia de Cuenca, en dirección a la ciudad de Madrid.

            En realidad, se trata de tres documentos oficiales, tres despachos remitidos por el jefe del Estado Mayor del ejército de José I, el general Jeán-Baptieste Jourdan, al ministro de la Guerra de Francia, Henri Clarke, duque de Feltre, informándole de los movimientos quehabía dado el ejército francés en los días anteriores, entre el 20 de octubre y el 9 de noviembre de ese año: Los tres documentos están fechados respectivamente en Cuenca, Madrid y Salamanca, y a ellos nos vamos a referir en tres entradas sucesivas de este blog. Y sin más preámbulos, nos vamos a ocupar ya del primero, que está fechado en Cuenca el 25 de octubre. Dice lo siguiente el documento en cuestión:

“París, 12 de diciembre

Ministerio de Guerra

Ejércitos de España

Extracto de los despachos dirigidos a Su Excelencia. Señor duque de Feltre, Ministro de Guerra, por el Señor Mariscal Jourdan, Jefe del Estado Mayor de Su Majestad Católica.

Cuenca, 25 de octubre de 1812

Como tengo el honor de anunciarlo a Vuestra Excelencia según mi carta del 18, el rey salió de Requena el 19 para ir a Villalgordo.

El día 20, Su Majestad instaló su cuartel general en La Pesquera. El paso del Cabriel es tan difícil que la noche del día 21 no se reunieron todas las tropas en La Pesquera. El día en que el rey llegó a La Pesquera con su guardia, la división del general Treillard se reunió con la del general Darmagnac en Campillo de Altobuey; la división del general Palombini se había quedado en el Cabriel, para proteger el paso de las tropas.

El día 21, el rey se dirigió con su reserva a Campillo de Altobuey; las divisiones Treillard y Darmagnac fueron a Almodóvar del Pinar; la división Palombini permaneció en La Pesquera para reunir a todas las tropas. El día 22, el rey instaló su cuartel general en Solera (de Gabaldón), las divisiones Treillard y Darmagnac se trasladaron hacia Olmeda de las Valeras; la división Palombini llegó a Almodóvar del Pinar.

El día 23, la división de Treillard avanzó sobre Villar de Olalla, la reserva se dirigió a Valera de Arriba; la división de Palombini fue a establecerse en Valera de Abajo, y el rey llegó a Cuenca, con los caballos ligeros de la guardia y la división Darmagnac.

Su Majestad encontró aquí al conde de Erlon, que había llegado allí el día 20 con la división del general Barrois, una batería de cuatro piezas y la 27ª de cazadores a caballo y 7ª de caballería ligera. El conde Erlon, en su marcha, se encontró ante él con las tropas de Bassecourt, capturando a veintidós jinetes en el combate que su caballería mantuvo con él en Valverde (de Júcar); al llegar a Cuenca, el conde de Erlon encontró allí al Empecinado, que parecía querer defender la ciudad, pero el enemigo fue rápidamente expulsado.

El día 24 llegó a Cuenca la reserva y la división del general Palombini; ese mismo día el rey encomendó el mando principal del ejército del centro al general Erlon.

El conde de Erlon comenzó, desde ayer, a poner en movimiento a las tropas del ejército del centro. Mañana, la división Darmegnac estará en Huete, la del general Barrois estará en Carrascosa (del Campo), con la brigada de caballería ligera; la división de dragones, comandada por el general Treilard, también estará en las cercanías de Carrascosa. La división Palombini partirá mañana por la mañana de aquí, para regresar a Horcajada (de la Torre), donde Su Majestad se propone pasar la noche; y la reserva no podrá salir hasta mañana por la noche desde Cuenca, donde está muy ocupada recolectando alimentos, pero llegará pasado mañana a Carrascosa, donde Su Majestad se propone establecer su cuartel general.

El rey ha recibido noticias del duque de Dalmacia; fue el día 20 en Belmonte, pero la retaguardia de su ejército aún no había pasado La Roda. El duque de Dalmacia anunció que el general Hill iba hacia Aranjuez. En el lado de Tarancón hay un cuerpo de tropas españolas a las órdenes del general Elliot. Aún no sabemos dónde está Ballesteros, y no tenemos noticias del ejército de Lord Wellington, por lo que aún no es posible predecir si el enemigo defenderá la línea del Tajo.

El Empecinado se ha retirado a Priego.

Firmado, Jourdan”.

            Para comprender mejor la letra del documento, inédito hasta la fecha, conviene hacer una pequeña referencia histórica a todos los personajes que son mencionados en el escrito, así como a la situación real en la que en ese momento se encontraba la guerra entre franceses y españoles. Así, nos encontramos ya en el último trimestre de 1812, en el mes de octubre de ese año (aunque el periódico está fechado a mediados de diciembre, como vemos, el escrito lleva fecha de 25 de octubre, y hace referencia a los sucesos acaecidos durante las cinco jornadas anteriores),  cuando la situación ya había dado un cierto giro en favor de las tropas españolas. En el verano de ese año, después de la victoria de los aliados en la batalla de Arapiles, el propio rey José I se había visto obligado a abandonar Madrid al frente de sus ejércitos, y dirigirse en dirección a Valencia, dejando la capital abandonada, en manos de los ingleses y de los patriotas españoles. Sin embargo, el 3 de octubre se había dispuesto ya la contraofensiva francesa, después de una reunión que el rey intruso mantuvo en Fuente la Higuera con los mariscales Soult, Suchet y Jourdan, éste último jefe del Estado Mayor, y, como tal, autor del despacho. Y ya en los días siguientes, el enorme ejército francés del centro abandonaba definitivamente las tierras levantinas para, a través de la provincia de Cuenca, intentar ocupar de nuevo la capital madrileña.

            Y respecto de los personajes citados en este texto, conviene destacar, sobre todos los demás, las figuras del autor del escrito, el ya citado Jourdan, y del destinatario de aquella misiva oficial, el ministro de la Guerra francés. Jean-Baptiste Jourdan había nacido en Limoges, en el centro de Francia, en la histórica región de Limosin (Nueva Aquitania), en abril de 1762, y se había alistado en el ejército muy pronto, como era normal en aquella época, cuando acababa de cumplir los catorce años, con el fin de servir en la Guerra de la Independencia de Estados Unidos. Participó después en las primeras campañas antimonárquicas, durante la Revolución Francesa. En 1793, cuando apenas había cumplido los treinta años de edad, ya era general de división, y en 1794 participó en la batalla de Fleurus contra las tropas austro-holandesas, que supuso la ocupación por parte de Francia de los Países Bajos Austriacos y la retirada de las tropas aliadas hasta el otro lado del Rin. En los años siguientes participó también en las campañas centroeuropeas, en Italia y en Estiria. Durante la Guerra de la Independencia española fue la mano derecha del rey José I, lo que le indispuso con el resto de los generales principales, más devotos de Napoleón que de su hermano, el nuevo rey de España.

            Por su parte, el receptor del despacho de Jourdan era el propio ministro de la Guerra, Henri Jacques Guillaume Clarke, primer duque de Feltre y primer conde de Hunebourg. De padre irlandés, era de la misma generación que Jourdan, pues había nacido en Landecries, cerca de la frontera con Bélgica, en 1765. Alumno de la Escuela Militar de París, en 1782 era subteniente del regimiento de Berwick, y diez años más tarde mandaba ya un escuadrón de caballería, siendo ascendidos al año siguiente a brigadier, y ya en 1795, a jefe del Estado Mayor del Ejército del Rin. Como Jourdan, también sirvió al emperador en la campaña italiana, y más tarde en la Europa central, enlazando entre 1805 y 1806 los cargos de gobernador en las importantes ciudades de Viena, Erfurt y Berlín. En 1807 fue nombrado por Napoleón ministro de Guerra, en sustitución de Louis-Alesandre Berthier, haciéndose también con el control del ministerio de Administración de Guerra, que durante la etapa de su antecesor había sido independiente. Durante el periodo que se mantuvo al frente del ministerio logró hacer fracasar la Expedición Walcheren, que en 1809 se había pretendido dirigir desde Reino Unido contra la base naval que los franceses tenían en Amberes, y por ello fue premiado por el propio Napoleón con el título de duque de Feltre. Pero será a partir de 1813 cuando Clarke empezaría a ver debilitado su poder, primero con el nombramiento de Pierre Antoine Nöel Bruno como ministro de Administración de Guerra, volviendo así a separarse ambas carteras, y más tarde, ya en 1814, ya durante el reinado de Luis XVIII, con su sustitución al frente del ministerio de Guerra por Pierre-Antoine Dupont de l’Étang.

            Y respecto al resto de los militares nombrados en el documento, vamos a analizar en primer lugar los generales franceses: Anne-François-Charles Treilliard, quien había invadido Portugal en 1810, al frente de una división de dragones, a cuyo frente participó después en las batallas de Majadahonda y Vitoria, antes y después de los hechos narrados en este documento; León Claude Toussoint Barthelemy, barón d’Armagnac, antiguo veterano también de las campañas contra los rusos y los prusianos, distinguido al principio de la guerra en la acción de Medina de Rioseco; Guiseppe Federico Palombini, de origen italiano, veterano de la vieja República Cispadane, y después, de la República Cisalpina, antecedentes directos de lo que más tarde sería el reino unido de Italia, comandante de dragones en el ejército de Napoleón en las batallas de Kolberg y Stralsund, y que terminaría combatiendo, después de 1814, junto a las tropas austriacas; Jean-Baptiste Drouet, conde de Erlon, jefe del noveno cuerpo del ejército de España y. más tarde, a partir de 1811, del quinto cuerpo del ejército de Andalucía, y que mucho tiempo después, entre 1834 y 1835, sería nombrado gobernador general de Argelia;  Pierre Barrois, quien también había participado en la batalla de Friedland al frente de una brigada de infantería de línea; y Jean-de-Dieu Soult, duque de Dalmacia, uno de los más brillantes generales de las tropas napoleónicas, antiguo general en jefe de las campañas italianas del Piamonte, y jefe de la guardia personal del emperador.

            Es precisamente éste último, Soult, duque de Dalmacia, el más importante de todos los generales citados, y el que más veces se repite en el conjunto de los tres escritos. En 1805 había contribuido decisivamente para obtener la victoria en la batalla de Austerlitz, y después de participar activamente en las campañas de Rusia y de Prusiafue nombrado general en jefe de las tropas francesas en España, periodo en el que cometería numerosos actos vandálicos, y entre ellos, el robo de importantes obras de arte e, incluso, el asesinato del obispo de Coria, Juan Álvarez de Castro. Su enfrentamiento con el rey José I le alejó temporalmente de España, participando en ese momento en la campaña del Rin, aunque a partir de 1813, cuando la derrota francesa era ya un hecho, fue puesto de nuevo al frente de las tropas invasoras. Derrotado en Pamplona y en San Sebastián, y más tarde, también, en Orthez, al otro lado de los Pirineos, pudo mantener, sin embargo, la ciudad de Toulouse, deteniendo así el avance de las tropas españolas en el país vecino. Más tarde acompañaría a Napoleón, al frente de su Estado Mayor, en su huida a la isla de Elba, hasta su derrota definitiva en tierras belgas, en la batalla de Waterloo.

Respecto de los aliados, en el documento se menciona varios jefes españoles e ingleses. Respecto a los españoles, la figura de Juan Martín Díez, el Empecinado, quien, como hemos visto, se encontraba en octubre en las cercanías de Cuenca, es suficientemente conocida como para intentar hacer aquí una breve reseña de su figura. Por su parte, al llegar el año 1812, Ballesteros, por su parte, era ya un líder veterano en diferentes campañas por Castilla y Andalucía. Jefe del cuarto ejército, se había opuesto firmemente al nombramiento de Wellington como general en jefe de todos los ejércitos aliados.  Finalmente, Luis Alejandro de Bassecourt, a pesar de su nombre y apellido, y de su origen francés, ya era al inicio de la guerra un veterano del ejército español, a cuyo país venía sirviendo ya desde 1783, cuando se había incorporado a la guardia valona, luchando primero en la Guerra Grande del Rosellón, t más tarde, entre 1796 y 1799, en la Capitanía General de Cuba, que en ese momento estaba regentado por su tío Juan Procopio Bassecourt. Entre 1810 y 1811 había sido, además, capitán general de Valencia, siendo obligado a abandonar la ciudad del Turia por el empuje de las tropas francesas.

Y entre los ingleses, tampoco hace falta presentar a Arthur Wellensley, duque de Wellington, general en jefe de todo el ejército aliado durante los últimos años de la guerra. Además de éste, el documento menciona a Elliot, menos conocido que los otros, y Rowland Hill. Éste último había quedado al mando de la guarnición aliada en Madrid una vez que la capital había sido abandonada por el rey intruso, aunque muy pronto, como se verá en el segundo documento, se vería obligada a evacuarla, durante la contraofensiva francesa, siendo obligado por los enemigos a reunirse con las tropas de Wellington al otro lado del Guadarrama. Por su parte, y respecto al otro general inglés citado, no hemos conseguido encontrar referencia de ningún Elliot con este empleo en el ejército aliado, más allá de un comodoro[1] de la Royal Navy, presente en la península entre 1808 y 1813. También podría tratarse de un error tipográfico o de identificación, cometido bien por el propio Jourdan o, más posiblemente, por el impresor que hubiera copiado el despacho. En ese caso, el documento podría referirse a un brigadier de apellido Ellis, del que sabemos que formaba parte del ejército de Wellington, o, en todo caso, el general español Francisco Javier de Elio, antiguo virrey de Río de la Plata entre 1810 y 1812, que a partir de 1814 se haría famoso por su colaboración en la persecución de los liberales. Durante la última etapa de la Guerra de la Independencia, Elio fue general en jefe del segundo ejército, operando en las provincias de Valencia, Murcia y Castilla la Nueva, y a partir de enero de 1813, capitán general de los reinos de Valencia y Murcia.



[1] Rango de la Armada británica, inexistente en la Marina española, que sería el equivalente en ella al contraalmirante.


martes, 20 de abril de 2021

Festejos celebrados en Cuenca en 1790 para celebrar la proclamación de Carlos IV como rey de España

 

            El 14 de diciembre de 1788 fallecía el rey Carlos III, “el mejor alcalde de Madrid”, según ha sido considerado de manera casi unánime por todos los historiadores, el rey ilustrado, siendo sustituido por su hijo, Carlos IV, un monarca que no ha sido tan bien considerado por los historiadores. La trayectoria del nuevo jefe del Gobierno español es, sin embargo, algo que no nos interesa en este momento, sino los festejos que fueron celebrados en Cuenca con motivo de la proclamación, con algún tiempo de retraso, a partir del 20 de mayo de 1790, es decir, un año y medio más tarde. Conocemos bien aquellos festejos, que fueron publicados en una especie de folleto, impresos en la Imprenta Real de Madrid: “Noticia de las funciones executadas en la M.N. y M. L. ciudad de Cuenca con motivo de la proclamación del Señor D. Carlos IV en el día 20 de mayo de 1790”. Como puede verse, el título es por sí claro de su contenido. Gracias a aquella impresión, de la que todavía se conserva algún ejemplar, podemos saber con total exactitud de qué manera se celebró en la ciudad del Júcar este acontecimiento, que vino a transformar durante una semana, entre el 20 y el 27 de mayo, la vida de los conquenses de finales del siglo XVIII. La importancia del documento me obliga, por esta vez, a presentar a los lectores de este blog la literalidad del mismo, sin ningún tipo de interpretaciones historiográficas intermedias:

           

Esta ciudad de Cuenca, que siempre ha sido de las primeras en acreditar su zelo, amor y respecto a los Soberanos, sufría impaciente que en medio de tantas demostraciones de júbilo de toda la Nación, se retardasen las suyas, a pesar de la actividad con que desde luego, se trabajó para prepararlas.

            Se celebraron diferentes juntas extraordinarias presididas del Corregidor para arreglo de las celebraciones al método y buen orden con que habían de acordarse las demostraciones de regocijo, nombrando por Comisarios a los Regidores Perpetuos D. Francisco Paula Castillo Álvarez de Toledo, Maestrante de Ronda, y a D. Santiago Guzmán de Villoria, Alguacil mayor del Sto. Oficio de la Inquisición, Teniente coronel del Regimiento Provincial, y señalado el día 20 de mayo para la proclamación, y los sucesivos hasta el 27 para los festejos, tuvo efecto uno y otro de esta forma.

Vestidas y adornadas las salas Consistoriales de damasco carmesí, mediascañas doradas, cortinajes, frisos correspondientes, los techos de pinturas al fresco, con remates dorados, dosel de terciopelo con galones y flecos de oro para los retratos de SS.MM., canapés de igual clase, y construido nuevo oratorio de estucos, columnas, altar y otros adornos de orden compuesto, se estrenaron la mañana del mismo día 20 de mayo, celebrando Misa rezada en él su capellán, aplicada por la salud, acier4to y felicidad de nuestros Soberanos.

Concluida sacó el Corregidor el nuevo Real estandarte de damasco carmesí bordado de oro, con flecos, cordones y borlas de lo mismo, y precedidas las formalidades de costumbre, hizo entrega al Regidor Decano D. Juan Nicolás Álvarez de Toledo, conde de Cervera, que en defecto del Alférez mayor debía levantarle; y formada la Ciudad de todos los individuos que la componen, puestos de ceremonia, acompañada del Coronel de Milicias del Exército D. Julián Guzmán de Villoria, como Regidor de Madrid, de otro que por serlo de Ciudades con voto en Cortes tienen lugar en ésta, de los que aunque retirados sirvieron los mismo oficios en ella, y de los títulos de Castilla convidados para éste y demás actos, salió precedida de clarines y timbales con sus Maceros, y en medio de aclamaciones y repique general de campanas.

Fue recibida por el Cabildo pleno con capas de coro, teniendo a su cabeza al Olmo. Obispo vestido de Pontifical, el que bendixo con las oraciones rituales el Real pendón, y despedida se retiró, depositándolo baxo dosel en las salas Consistoriales.

A las tres y media de la tarde se juntaron los Capitulares en el Consistorio, al que también pasó en caballo primorosamente enjaezado el Corregidor acompañado de sus Ministros de golilla, del Alguacil mayor, de su Teniente, dos volantes ricamente vestidos, llevando detrás dos lacayos con libreas de gala con caballos de mano cubiertos de reposteros con los escudos de sus armas.

Salió también el Conde de Cervera en la propia forma precedido de los Gremios y acompañado de varios Caballeros, con dos Regidores que pasaron a conducirlo, y siendo recibido de otros dos Comisarios en las salas Consistoriales, repitió el Corregidor la entrega del Real estandarte.

Sin embargo de no ser la tarde la más apacible por llover con exceso, como la ropa del Regimiento Provincial se hallaba tendida con sus Xefes militares y banderas, y convocado un numeroso concurso de naturales y forasteros, no se detuvo la Ciudad en verificar el acto, y tomando sus caballos se ordenó la comitiva en esta forma.

Abrían la marcha una partida de soldados de Caballería con espada en mano, después los Gremios vestidos a la Española, de Moros, Holandeses, Húngaros y otros trages con arreglo a costumbre. Los clarines y timbales con uniformes de gala. Los Ministros de Justicia en trage de golilla y varas altas. El Alguacil mayor con la suya. Los Porteros con mazas de plata, ropas talares de damasco carmesí guarnecidos de galón de oro. El Mayordomo de la Ciudad. Los Escribanos de Ayuntamiento. El Procurador del estado de Caballeros hijosdalgo. El Síndico Personero del común. Los Diputados y Regidores, y demás convidados, cada uno con su volante al estrivo. En el medio los Reyes de Armas con cotas de damasco bordadas de oro, cerrando la comitiva el Corregidor y el conde de Cervera a la derecha con el Real estandarte. Detrás el Teniente de Alguacil mayor, los caballos de respeto conducidos por lacayos, y otra partida de Caballería con espada en mano. En esta disposición se presentó en la plaza tan lucida cabalgata, en donde formó el Regimiento Provincial, batiendo la marcha, y presentando las armas a la Real insignia, llegó al tablado dispuesto para el primer acto. Estaba custodiado de cuatro centinelas, adornada su circunferencia de valaustres, pirámides, xarrones, las armas reales, las de la Ciudad, con dos órdenes de gradas, todo alfombrado, y con inscripciones alusivas al asunto. Dexados sus caballos, subieron los Maceros, los Escribanos de Ayuntamiento, los Reyes de Armas, el Regidor subdecano, D. Antonio del Castillo y Peralta, el Corregidor y el Conde; impuesto silencio por los Reyes de Armas, se pronunció la fórmula de Castilla, Castilla, Castilla por el Sr. Rey D. Carlos IV (que Dios guarde) tremolando tres veces el Real pendón. A este tiempo se descorrió la cortina que cubría en los balcones Consistoriales, baxo magnífico dosel, los Reales retratos, presentándose en su custodia dos granaderos del Regimiento Provincial, quedando de guardia los tres días y noches que permanecieron descubiertos. Principió al punto el repique general de campanas, se soltaron los reloxes, y conmovido el pueblo prorrumpió en repetidas vivas y aclamaciones, al que se arrojaron varias monedas de plata dispuestas por el Conde. Con el mismo orden siguió la comitiva a reiterar iguales actos en la plazuela de la Inquisición y campo de San Francisco por las calles señaladas,  significando el pueblo su alegría, fidelidad y regocijo. Restituida a las casas Consistoriales, devolvió el Conde el Real pendón, que se colocó baxo dosel, y entre las centinelas, y acompañando todos al Decano a su casa, se retiró cada uno a la suya.

Aquella noche se sirvió en casa del Conde un magnífico y delicado refresco de varios géneros de helados y dulces de ramillete, al que concurrió por convite el Sr. Obispo, Cabildo, Clero, Xefes políticos y militares, y toda la Nobleza de ambos sexos, y después de una completa orquesta de música siguió el bayle hasta el día, pasando de mil personas las que asistieron.

Al repique general de campanas y reloxes, principió la iluminación de toda la Ciudad, y la música en los balcones Consistoriales, durando hasta las once.

Aquel día dio la comida el corregidor a 73 pobres encarcelados, con abundancia y explendidez, encargándoles pidiesen a Dios por la salud, acierto y prosperidad de SS.MM. y Real Familia. Los quatro siguientes hicieron igual caritativa demostración el Sr. Obispo, el Arcediano titular de la Sta. Iglesia Catedral D. Antonio Palafox y Croy, el Conde de Cervera, y la Junta de Ganaderos.

El 21 por la mañana junta la Ciudad como en el antecedente, pasó a la Catedral al Te Deum y Misa solemne que celebró de Pontifical el Ilmo. Obispo, con asistencia del Cabildo, en acción de gracias por la exaltación al Trono de nuestro Soberano, y para implorar de la Divina Omnipotencia derramase sus bendiciones sobre SS.MM. y Real Familia, concediéndoles toda prosperidad.

Igual acto de religión había executado la Sociedad patriótica de Amigos del país el 19, teniendo exámenes públicos en que se repartió varios premios asignados por su Ilustrísima, por el Corregidor, por los Regidores D. Francisco Paula Castillo y Don Santiago Villoria, y por otros sujetos amantes de la buena educación y progreso de la juventud, de que la misma Sociedad dará noticia individual y circunstanciada.

Un Canónigo de la propia Catedral, cuyo nombre no se ha publicado, vistió interior y exteriormente 60 pobres de ambos sexos, elegidos por los Curas de las Parroquias de la Ciudad, concurriendo a una Misa solemne que se dixo en S. Nicolás, y al Ofertorio se adjudicaron dos dotes de a 50 ducados, que a expensas del mismo fueron sorteados entre 16 niños y niñas para tomar estado, comulgando todos; y después de haber recibido decentes limosnas, pasaron a la Catedral a implorar las divinas piedades por la intercesión de S. Julián, cuyo cuerpo se expuso en su magnífica Capilla por tres días de acuerdo de su Cabildo.

A la tarde salieron los gremios en comparsas figurando la toma de Cuenca y entrada en triunfo del Rey D. Alonso el VIII, que conducido en un suntuoso carro y acompañado de una vasta comitiva precedida de soldados a caballo, timbales y clarines, llegó a la plaza y subiendo al tablado que sirvió para la proclamación, ocupó su silla y almohada recibiendo la obediencia y homenaje que le presentaron todos, con alusión al que se renueva en la persona a de S.M. reynante, a quien de nuevo le reconoce y jura por su Soberano.

Se personalizaron las Villas conquistadas con las banderas de sus armas, ofreciendo sus peculiares frutos y esquilmos. Las de los conquistadores, las Órdenes Miliares que concurrieron, y quanto conduxo a su condecoración, guardando las ritualidades que los Romanos en semejantes actos.

El Rey correspondió repartiendo las diferentes mercedes, gracias y privilegios concedidos a la Provincia, como también otros símbolos de su protección a la Religión, ciencias y artes, recitándose en verso por uno de los Xefes del acompañamiento la relación de este pasage de la historia.

Finalizado, volvió el Rey a su carro triunfal; continuó la marcha con su comitiva, cerrándola el Teniente de Alguacil mayor con dos Ministros a caballo, y otra partida de soldados, que dando vuelta a la carrera concluyeron los festejos del día, repitiendo la iluminación general, repique de campanas y reloxes, y la música en los balcones de la Ciudad.

En la tarde del 22 representaron los mismos gremios la fábula de Pandora y Concilio de los Dioses, tan conocida en la mitología, principiando la numerosa y concurrida comitiva como en el día antecedente, siguiendo las comparsas respectivas de los Dioses, que se distribuyeron en quatro primorosos carros triunfales costeados, el principal y muy superior por los Gremios, y los tres por los Labradores y Hortelanos.

La Diosa Ceres iba coronada de espigas, con racimos de uvas y amapolas en cuna mano, en la otra la cornucopia, arrojando flores y frutos, y componían su comparsa Segadores y Espigadores.

Al carro magnífico en que iba Pandora precedía una primorosa danza de enanos y su brillante comitiva, cerrando el Teniente de alguacil mayor con dos Ministros y otra partida de Caballería.  Al llegar al tablado, en el que como el día anterior se hallaba la silla y almohada, baxaron los Dioses y esperando a Pandora, la acompañaron a su puesto, y sentada, la fueron ofreciendo sus respectivos dones, recitando en verso cada uno los justos motivos de su gratitud; todo con efusión, a que si en aquella Diosa que sacó Vulcano tan perfecta admiración, y confesaron los demás su preferencia, tributándola dones, con quanta más razón deberá Cuenca, su Provincia y el Reyno, respetar y reco9nocer a la Reyna nuestra Señora por su Soberana, publicando las virtudes, gracias y dotes que la singularizan.

Concluido este acto circuló por la carrera toda la comitiva; continuaron por la noche la iluminación y repique general de campanas, habiendo retirado el Corregidor con el Ayuntamiento el Real estandarte, después de tremolarlo tres veces en los balcones, y proferir por otras tantas vivas al Sr. D. Carlos IV nuestro Soberano (que Dios guarde), a que concurrió el pueblo con sus finales aclamaciones.

Sin intermisión principiaron los conciertos que la Ciudad dispuso en sus salas Consistoriales y bayle público sin ceremonia, franqueando la entrada a toda persona de ambos sexos que se presentó con decencia, sin capa ni mantilla, y en términos que no desdixere de una concurrencia tan ilustre, observando aquel modo, compostura y circunspección propia de tan serio y decoroso festejo. Estuvo presente el corregidor, y fueron Directores del bayle que se executaba a un tiempo en tres salas, el regidor D. Francisco Antelo Pazos y Villoria con los de proclamación. Se iluminaron vistosamente la entrada, escaleras y salones, sin que en tan numeroso concurso se experimentara la menor confusión ni desorden.

El 23 por la mañana, con la mayor pompa y aparato prestó el Ilmo. Sr. Obispo juramento en manos del deán, y pleyto homenaje en las del Corregidor, comisionados por S.M. a este fin, al Príncipe D. Fernando nuestro Señor, celebrándose un acto tan decoroso en la Capilla de S. Julián que existe en la Sta. Iglesia Catedral, teniendo después en su Palacio un abundante y espléndido banquete.

Con tan plausible motivo, puso decreto este Prelado perdonando 286.393 reales que se le debían por distintos Labradores y Artesanos imposibilitados, y al mismo tiempo consiguió 50 dotes de a 100 ducados, para distribuirlos entre otras tantas doncellas honestas que fuesen del territorio de sus Mayordomías, a fin de tomar el estado de Religión o Matrimonio que eligiesen.

Aquella tarde se corrieron parejas por los Gremios en caballos de pasta en la Plaza mayor, divididos en quatro cuadrillas con distintos trages y divisas, y hicieron varias evoluciones, juegos de estafermo y sortija, que concluyeron con las regulares a los Reales retratos.

El día 24 se permitió saliesen por la tarde los vecinos con mojigangas arbitrarias, divirtiendo al pueblo en lo extraño de sus disfraces e invenciones. En la misma executó sus habilidades en la Plaza del Campo de S. Francisco una compañía Valenciana, repitiendo la Ciudad por la noche sus conciertos y bayle sin ceremonia, como en el anterior, que continuaron después por dos días a costa de los Comisarios de proclamación, para que el pueblo siguiese dando pruebas de su amor y regocijo en obsequio de los Soberanos.

Los días 25, 26 y 28 se tuvieron por mañana y tarde las tres corridas de novillos permitidas por la Superioridad en la plaza construida al intento, llenando el gusto y diversión de los aficionados.

La tranquilidad, buen orden y el haber reunido el numeroso concurso de naturales y extraños al precioso objeto de tributar aclamaciones a tan benéfico Monarca, sin verificarse el menor exceso ni desavenencia, sobrando a precios cómodos los abastos de primera necesidad y aún los de regalo, dan un público testimonio de acierto en las providencias, bandos, rondas y patrullas que dispuso el Corregidor y correspondieron a sus intenciones.”

jueves, 15 de abril de 2021

De la hoz del Huécar al Mar Caribe: Custodio Díaz Merino, obispo de Cartagena de Indias

 

            Cuando  el prior del convento dominico de San Pablo, fray Custodio Díaz Merino, en el verano del año 1806, recibió la noticia de su nombramiento por Carlos IV como nuevo obispo de la diócesis de Cartagena de Indias, la capital del virreinato de Nueva Granada, en la actual Colombia, no sabía aún que este hecho se iba a convertir en testigo de excepción de uno de los acontecimientos históricos más importantes de la historia del continente americano, un hecho que iba a modificar por completo el sistema político y las relaciones de poder entre el viejo y el nuevo mundo: el proceso independentista de las antiguas colonias hispanas, que desencadenaría finalmente, a lo largo de la primera mitad del siglo XIX, el nacimiento de las nuevas repúblicas americanas. Un proceso del cual, por cierto, el religioso conquense, siempre se mostraría un declarado enemigo, lo cual tendría sus consecuencias, tal y como se verá a lo largo de esta entrada.

            Fray Custodio Díaz Merino había nacido en Iniesta, en la comarca de la Manchuela conquense, en el año 1740, y muy pronto se va a interesar por la vida religiosa, ingresando cuanto todavía era bastante joven en la orden de los predicadores.  Así, estudio primero Filosofía en el convento de San Pablo, que los dominicos tenían en la capital de la diócesis, coronado desde el otro lado del río la hoz del Huécar, y desde allí pasó al colegio que la misma orden tenía también en la ciudad universitaria, Alcalá de Henares, donde se graduó en Teología, y del que más tarde llegaría a ocupar el cargo de rector. A continuación pasó también por diversos conventos de la orden, como los de Toledo, Benavente (Zamora), y Guadalajara, en alguno de los cuales ocupó también el cargo de lector en Teología, y más tarde, también en el convento conquense de Carboneras de Guadazaón, que había sido fundado a caballo entre los siglos XV y XVI por los primeros marqueses de Moya, hasta su incorporación otra vez al convento de Cuenca, del que llegaría a ser, tal y como se ha dicho, prior. Este periodo, tal y como se ha dicho, se corresponde con la última etapa del religioso conquense en la península, pues fue entonces, el 26 de agosto de 1806, cuando le llegó la noticia de haber sido nombrado nuevo obispo de Cartagena de Indias, cuya sede había quedado vacante por el fallecimiento de su anterior propietario, Jerónimo de Liñán y Borda.

            Su etapa al frente de la diócesis no fue sencilla. En primer lugar, su incorporación a la misma fue bastante tardía, no pudiendo tomar posesión de ella hasta tres años más tarde, el 1 de julio 1809, cuando la metrópoli ya estaba sumida en la guerra contra las tropas francesas. Este hecho, la invasión napoleónica de la patria, que como es sabido se había iniciado ya el año anterior, se pone de manifiesto en la carta pastoral de presentación que el obispo publicó al año siguiente de su toma de posesión, en la imprenta que Diego Espinosa de los Monteros tenía en la capital del virreinato, y que firma como “Fray Custodio Díaz Merino, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica Obispo de Cartagena de Indias, Teniente Vicario de los Reales Ejércitos de Mar y Tierra, del Consejo de Su Majestad”. La carta, que remite a todos los eclesiásticos y fieles de la diócesis americana, alude y está motivada, como hemos dicho, por la difícil circunstancia en la que se encuentra el país, y especialmente, todavía, la metrópoli:

“En aquellos momentos funestos, en los que la mano sanguinaria de un déspota extrangero detramaba sobre nuestra Península, y sobre su misma Capital la desolación, el llanto y la sorpresa; en aquellos tristes instantes en que la Nación predilecta se consideraba casi sin más recursos que una firme, y santa confianza en el brazo irresistible del Dios de los exercitos, cuya religión ha conservado siempre como su mejor herencia, y patrimonio; en aquellos días de inexplicable dolor, en que nos veíamos rodeados, acometidos y perseguidos de unos enemigos, que sobre tenaces, y porfiados eran crueles e inhumanos, que a la crueldad añadían por divisa la ferocidad, y a la ferocidad la insolencia, el desprecio y el insulto; en estos mismos días de tanta aflicción nos hallábamos en la Corte, implorando del Trono con los mayores esfuerzos, y más vivas ansias los auxilios, para presentarnos en esta nuestra Diócesis, con los entrañables deseos de conocer nuestras ovejas, y de que estas conocieses su verdadero Pastor…”

Pero sus problemas no habían hecho más que empezar, pues muy poco tiempo después va a saltar en el virreinato la chispan de la independencia. En efecto, en 1811, apenas dos años después de su toma de posesión, comenzaron también en Cartagena de Indias, y en otros puntos de la actual Colombia, las revueltas políticas contra los representantes del gobierno español, a los que desde el primer momento se opuso el religioso conquense. Por ello, los patriotas americanos le acusaron de colaboracionista con el partido realista, cuyos principales defensores se habían refugiado en Santa Marta, la otra gran ciudad que rivalizaba con Cartagena como capital de la comarca. Y es que la ciudad, situada también en la costa meridional del Caribe, en el actual departamento de Magdalena, se había convertido en el principal bastión de los partidarios del gobierno peninsular, lo que llevó al general independentista Pedro Labatut a conquistarla por la fuerza en 1813, llegando incluso a arrasarla. Pero ya antes de que ello sucediera, en 1812, unos meses después de que fuese proclamada la independencia por los independentistas unos meses antes, iniciándose así la guerra entre las dos facciones, Díaz Merino se vio obligado a abandonar la diócesis y buscar un exilio en Cuba, en la compañía de algunos miembros de su familia religiosa y de los administradores del tribunal de la Santa Inquisición, a la espera de que las aguas en la colonia de Nueva Granada se calmaran. Allí, en la capital, La Habana, permaneció atrapado, sin poder tampoco regresar a la península, sumida todavía en la guerra contra las tropas napoleónicas, y permaneció hasta que le sorprendió la muerte, el 12 de enero de 1815.

Cuando el dominico conquense abandonó su sede de Cartagena de Indias, ésta no había quedado en situación de sede vacante, puesto que la Santa Sede no llegaría a reconocer la sede del nuevo gobierno constituido después de la independencia hasta el año 1824. Mientras tanto, y después de conocerse el fallecimiento del dominico conquense, la Santa Sede y el gobierno español nombraron en 1816 un nuevo prelado, en la persona del jienense Gregorio José Rodríguez Carrillo. Éste llegó desde Santa Marta a Cartagena en marzo de ese año, aunque los patriotas americanos tampoco le pusieron las cosas fáciles, obligándole a que abandonara la ciudad, también, en 1821. En ese momento, el obispado quedó en situación de sede vacante durante un largo periodo de tiempo, hasta 1831, cuando, reconocido finalmente el nuevo gobierno de la Gran Colombia (un ente político intermedio, que estaba formado por el antiguo virreinato de Nueva Granada, formado por los países actuales de Colombia, Venezuela, Ecuador, Panamá y Guyana), fue nombrado nuevo prelado Juan Fernández de Sotomayor Picón. Éste, que había nacido en la propia ciudad de Cartagena de Indias en noviembre de 1777, y permanecería al frente de la diócesis hasta 1849, era un patriota independentista, antiguo cura párroco de Mompós, cuya actitud al frente de los criollos revolucionarios, a los que había alentado desde el púlpito desde 1810, y con los que había colaborado también activamente desde su puesto como diputado por el estado de Cartagena en el Congreso general de la Unión, le había enfrentado con los dos obispos anteriores de la diócesis.


Por otra parte, en la sede americana, y también en su destierro cubano, uno de los fieles acompañantes de fray Custodio fue su sobrino, Juan Antonio Díaz Merino. Dominico como él, y también nacido en Iniesta, en 1772, ingresó en el convento conquense de San Pablo cuando apenas contaba con catorce años de edad. Desde Cuenca, también como su tío, pasó al colegio de la orden en Alcalá de Henares, donde estudió Teología, y al convento que la orden tenía en Ávila, centro del que más tarde sería también profesor. Después, acompañó a su tío cuando éste fue nombrado obispo de Cartagena de Indias, como secretario, y durante la permanencia de ambos en cuba pudo disfrutar de una cátedra en la universidad de La Habana. Cuando, por fin, pudo abandonar la isla caribeña y regresar a España, pasó a residir durante un tiempo en el convento de Cuenca, desde el que pasó al convento madrileño de Atocha. En los años siguientes fue definidor general de su orden, hasta que, ya en 1832, fue elegido obispo de Menorca, constituyendo de esta forma el último nombramiento de prelado realizado por Fernando VII y, por lo tanto, el último nombramiento del Antiguo Régimen. En la capital de la isla, Ciudadela, creo el seminario conciliar de San Agustín. Pero su posición política, más cercana a los absolutistas que a los liberales, tal y como había sucedido antes con su tío, y su oposición frontal al nuevo régimen liberal que surgió después del fallecimiento de Fernando VII, provocó primero su confinamiento en Cádiz, y más tarde su exilio en la ciudad francesa de Marsella, donde falleció en 1843. Sus restos mortales fueron llevados después, sin embargo, hasta Menorca, en cuya catedral fue enterrado. Fue autor de diversos libros: “Biblioteca de la Religión”, publicada entre 1828 y 1829, una inédita “Historia eclesiástica de Natal Alejandro”, y una “Colección Eclesiástica”, que había sido publicada a partir del año 1824, y que escribió en colaboración con Basilio Casado, canónigo lectoral de la diócesis de Cuenca.

lunes, 5 de abril de 2021

Jean-Charles de Coucy, obispo de la diócesis francesa de La Rochelle, refugiado en Cuenca en 1812

 

Un asunto digno de tener en cuenta es el relacionado con la estancia en tierras del obispado de Cuenca, a caballo entre los siglos XVIII y XIX, de un grupo de sacerdotes franceses, con el obispo de La Rochelle a la cabeza, que se habían visto obligados a abandonar el país vecino debido a la persecución política a la que estaban siendo sometidos en su país. El dato nos lo proporcionaba ya el historiador y canónigo Trifón Muñoz y Soliva, que en su Episcopologio dice lo siguiente al hablar del obispo Ramón Falcón y Salcedo: “Durante su ausencia tuvo la dirección de esta diócesis su vicario general y provisor D. Manuel Villa [sic], quien aprovechó la ocasión  de hallarse expatriado en Villar de Olalla el obispo de La Rochela [sic], pensionado por los señores obispos y cabildos de Cuenca y Sigüenza, le rogó  le sirviese venir a hacer órdenes, cual lo efectuó, quedando aún de los presbíteros que ordenó D. Benito Saiz, cura párroco de Beamud, y también el referido prelado francés hizo la consagración de óleos, y ofició de pontifical en de esta santa iglesia catedral en la semana mayor”.

           

Ésta era la Semana Santa del año 1812. Pero, ¿qué es lo que se esconde detrás de esta afirmación del cronista y sacerdote conquense? Para comprenderlo mejor, hay que retroceder hasta el año 1790, cuando, en el marco de la revolución francesa, fue promulgada en el país vecino la llamada Constitución Civil del Clero, que eliminaba todos los privilegios especiales que hasta entonces había mantenido la Iglesia en Francia, convirtiéndola en un brazo subordinado al nuevo gobierno. En efecto, el 9 de julio de 1789, los revolucionarios franceses daban un nuevo paso al constituir la Asamblea Nacional Constituyente, que de forma inmediata empezó a promulgar nuevas leyes, tendentes a cambiar por completo la realidad social y política de la nación. Muchas de estas medidas iban dirigidas en contra de la Iglesia, y entre ellas, la aprobación de una profunda desamortización de los bienes eclesiásticos, la desaparición de las fiestas religiosas, e incluso la represión física de muchos sacerdotes, que fueron arrestados y asesinados en los días siguientes en diferentes partes del país.

Una de esas medidas, quizá la más importante, fue la aprobación de la Constitución Civil del Clero, en el mes de julio de 1790. Para llevarla a la práctica, se había creado una comisión, que estaba presidida por un sacerdote, Louis-Alexandre Expilly de la Poipe, quien era rector de la iglesia de Saint-Martin-des-Champs, en Morlaix, quien se convertiría posteriormente en el primer obispo constitucional en Francia. Se trataba de un nuevo ataque frontal en el que, entre otras medidas, se suprimían algunas instituciones antiguas de la Iglesia, como los cabildos diocesanos; se reestructuraba todo el entramado parroquial y diocesano, tomando como modelo, en este último caso, la división civil en departamentos; se proclamaba la elección directa de los obispos por parte del conjunto de los sacerdotes de cada diócesis, así como de sus fieles, eliminando de esta forma la participación del pontífice y del gobierno en los nombramientos; se decretaba la remuneración directa de los sacerdotes por parte del Estado, suprimiendo así cualquier derecho de tipo impositivo, incluido el pago de diezmos; y se otorgaban derechos civiles a los eclesiásticos, dejando la puerta abierta a posibles secularizaciones, en un plano de igualdad respecto al resto de los ciudadanos. Era, en suma, un documentos plenamente regalista, de honda tradición francesa especialmente a lo largo de todo el siglo XVIII, pero llegada a sus últimas consecuencias.

Por la Constitución Civil del Clero se obligaba a todos los religiosos del país vecino a prestar juramento al gobierno, si no querían perder sus cargos. Así, el 4 de enero de 1791, todos los diputados de la asamblea que eran a su vez miembros del clero, fueron obligados a prestar juramento, aunque la mayoría de los obispos que se encontraban en ella se negaron a hacerlo. Y tres días más tarde se iniciaron también los juramentos entre el resto de los eclesiásticos. Como había sucedido en la misma asamblea, fueron muchos los sacerdotes que se negaron a jurar la nueva constitución, entre ellos prácticamente la totalidad de los prelados. Pío VI, por su parte, había considerado la Constitución Civil del Clero como un documento herético y sacrílego, prohibiendo a los clérigos a prestar juramento y obligando a los que ya lo habían hecho a retractarse, lo que significaba la ruptura definitiva entre París y Roma. Se inició entonces, o se aceleró todavía más, la persecución contra todos aquellos sacerdotes que se habían negado a firmar, el llamado clero refractario, sobre todo a partir del mes de agosto de 1792. Así, en el mes de septiembre de ese año,  fueron asesinados, dentro de diversas cárceles francesas, cerca de doscientos sacerdotes, entre ellos varios obispos, y poco tiempo después, una vez proclamada la nueva República Francesa, fueron expulsados del país todos los sacerdotes refractarios. Muchos de ellos fueron acogidos en diferentes diócesis españolas, más de siete mil según los cálculos efectuados, entre ellos dieciocho prelados.

Éste es el marco, como decimos, en el que hay que entender la permanencia, en estos años de finales del XVIII, de un grupo más o menos numeroso de religiosos franceses, tanto en el obispado de Cuenca como en el resto de la diócesis. Pero antes de hablar de este prelado, conviene también hacer constar que en 1801, los problemas entre el gobierno francés y la Iglesia de ese país vecino se habían solucionado, al menos en parte, gracias al concordato que Napoleón Bonaparte firmó con la Santa Sede, que en ese momento estaba regida por Pío VII. En dicho concordato se reconocía al catolicismo, como, literalmente, “la religión de la mayor parte de los franceses”, pero no la religión oficial del Estado; y se aprobaba para el pontífice romano una especie de reconocimiento sobre el nombramiento de los obispos, pues, aunque era el primer cónsul, es decir, el propio Napoleón, el único que podía nombrarlos, se le reservaba al papa la concesión de una “investidura canónica”. No obstante, muchos religiosos franceses siguieron sin aceptar el concordato, provocando de esta forma una escisión con respecto de la Iglesia romana, todavía existente en el país vecino bajo el nombre de la Petite Eglise, y muchos sacerdotes se negaron a regresar a su país.

Ahora sí, uno de esos sacerdotes era el obispo de La Rochelle, sede de una diócesis que estaba situada en la costa este de Francia, frente al golfo de Vizcaya, y que actualmente es la capital del departamento de Charente Marítimo. La ciudad había tenido durante la Edad Media estatuto de puerto libre, que había sido concedido por los duques de Aquitania en 1130, lo que, unido al matrimonio que la duquesa había contraído con el rey de Inglaterra, Enrique II, y a la presencia en la ciudad de caballeros templarios primero, y más tarde de Jerusalén, le hizo crecer económicamente, hasta el punto de llegar a convertirse en uno de los puertos más importantes de esa parte del Océano Atlántico. La diócesis había sido erigida en mayo de 1648, transferida a la ciudad portuaria desde la antigua diócesis de Maillezais, al tiempo que se le adherían los distritos actuales de Marennes, Rochefort y una parte de Saint-Jean-d’Angély.

Cien años más tarde, durante la Revolución, se llevarían a cabo nuevos movimientos geográficos que afectaron tanto a esa sede diocesana como a otras vecinas, dentro del proceso, ya descrito, de igualar geográficamente las diócesis con los departamentos civiles. Así, en primer lugar, las diócesis de La Rochelle y de Saintes fueron unificadas en una misma sede, creando de esta forma la nueva diócesis de Cherente-Inferioure, bajo la dirección de un nuevo obispo constitucional de nuevo nombramiento. Más tarde, el 29 de noviembre de 1801, y en el marco del nuevo concordato firmado cuatro meses antes, las antiguas diócesis de Santes, a excepción de algunos territorios que habían formado parte anteriormente del viejo obispado de Angulema, pasó de nuevo al obispado de La Rochelle, nuevamente constituido como tal, al que ahora se añadían también los territorios dependientes del obispado de Luçon. Finalmente, en 1821, este gran obispado fue de nuevo desmantelado con la independencia, de nuevo, de la diócesis de Luçon, quedando otra vez constituida oficialmente la diócesis de La Rochelle et Saintes, ya sin aquellos territorios que se le habían añadido veinte años antes.



Y dicho esto, queda por fin dilucidar quién era este obispo de La Rochelle, que había celebrado junto al vicario general de la diócesis conquense, Manuel González de Villa, los oficios catedralicios en la Semana Santa de 1812. Y éste no era otro que el polémico Jean-Charles de Coucy. Nacido en 1746 en Econdal, en la región septentrional de las Ardenas, en el seno de una familia nobiliaria, los señores de Coucy, fue un destacado miembro del clero francés, defensor de posiciones claramente monárquicas y absolutistas. A partir de 1776 fue limosnero y capellán de la reina María Antonieta de Austria, la esposa de Luis XVI, así como abad de Isny, y más tarde pasó a formar parte del cabildo diocesano de Reims, por nombramiento directo del monarca absolutista. Y aunque el 28 de octubre de 1789 fue nombrado obispo de La Rochelle, sede en la que sería confirmado por Pío VI el 14 de diciembre de ese mismo año, poco tiempo pudo mantenerse al frente del obispado, al ser desposeído de su cargo, por negarse a firmar la Constitución Civil del Clero, siendo sustituido al frente de la nueva diócesis surgida después de la reconstitución de las sedes, por un obispo constitucional, Isaac-Étienne Robinet.

De esta forma, Coucy se vio obligado a abandonar el país y a exiliarse en España, primeramente en Pamplona, en donde se encontraba ya en junio de 1791. El lugar elegido, por él y por otros muchos obispos franceses, lo era por su cercanía a su patria francesa. La vigilancia efectuada sobre los prelados franceses, y especialmente sobre monseñor Coucy, por la fuerte personalidad de la que hacía gala, por la jerarquía eclesiástica española, provocó no pocos problemas entre los emigrados franceses, lo que provocó las protestas airadas de éste y de Lauzieres de Themines, obispo de Blois, que también se encontraba en su misma situación. Y poco tiempo después, una Real Cédula fechada el 2 de noviembre de 1792 establecía para todos los eclesiásticos franceses la obligatoriedad de residencia a una distancia superior a las veinte leguas de la frontera con su país, lo que llevó a nuestro protagonista a la ciudad de Guadalajara, donde se estableció primeramente en unas celdas que fueron acondicionadas expresamente para él en el convento de Santo Domingo. Con él se establecieron también tres canónigos de su misma diócesis, Armand de la Richardiere, Xavier D’Ayroles y Edward Roynard, y otro de del obispado de Nantes, Pierre Gautier. Guadalajara, hay que recordarlo, formaba entonces parte del arzobispado de Toledo, que en ese momento estaba regida por el cardenal Francisco de Lorenzana, y el deseo del francés por acercarse lo máximo posible a la sede primada le hizo adelantarse a monseñor Le Quien, obispo de Dax, quien había sido el elegido por el propio cardenal primado para que se estableciera en la ciudad alcarreña.

Allí, el obispo francés se dedicó a trabajar activamente en contra del gobierno francés, tal y como lo había hecho antes, durante su permanencia en la capital navarra, y con el fin, sobre todo, de organizar un fondo de asistencia mutua para todos los exiliados católicos franceses, solicitando para ello, además, el apoyo económico de la Iglesia española. También intentó atraer hacia Guadalajara a la totalidad de los ciento sesenta y ocho sacerdotes de su diócesis francesa, que en ese momento se encontraban exiliados en España, lo que da idea de hasta qué punto el problema de la revolución había afectado a toda la Iglesia galicana. Y en 1793, Lorenzana asignaba a Coucy y a los cuatro canónigos que le acompañaban en su exilio, con el fin de poder mantenerse de acuerdo a su dignidad, la cantidad de veinticuatro mil reales al año, a razón de dos mil reales al mes.

Permaneció varios años en la provincia de Guadalajara, y allí estaba todavía en 1801, cuando se negó también a firmar el concordato con la Santa Sede, convirtiéndose así en uno de los religiosos que más activamente contribuyeron al surgimiento del cisma francés. En 1803, Bonaparte solicitaba a Carlos IV el arresto del prelado francés, en virtud de unas supuestas cartas firmadas por el sacerdote. Por esta razón, el 12 de enero de 1804 Pedro Ceballos, ministro de Estado, firmaba un oficio que obligaba a Coucy a trasladarse a algún convento apartado del arzobispado de Sevilla, en el que el prelado francés debía permanecer bajo vigilancia del superior de dicho convento, y ajeno a toda labor pastoral y epistolar. El lugar elegido fue el convento de franciscanos observantes de Umbrete. Allí permaneció hasta el 7 de diciembre de 1805, fecha en la que se le permitió regresar a Guadalajara.

Esta segunda etapa en la ciudad alcarreña se alargó hasta 1811, cuando ésta fue invadida por las tropas napoleónicas, en el marco de la Guerra de la Independencia. Fue en este periodo cuando encontramos a monseñor Coucy en la provincia de Cuenca, y concretamente, como ya hemos dicho, en el pueblo de Villar de Olalla, donde permaneció hasta mediados de 1813. Ya antes de ello, desde el 2 de agosto de 1810, Coucy venía gozando de una renta de dos mil reales mensuales sobre los beneficios de la vacante del arcedianato de Moya, asignación que había venido a sustituir a la que Lorenzana le había otorgado, a él y a los canónigos que entonces lo acompañaban, algunos años antes. Y junto al resto de habitantes del pueblo, tuvo que esconderse literalmente en alguna ocasión, en las cuevas de la Peña del Cuervo, entre Altarejos, Valdeganga y la propia Villar de Olalla, cada vez que los franceses rondaban la comarca. En Villar de Olalla se encontraba todavía el 12 de abril de 1813, fecha en la que remitía una carta al sucesor de Lorenzana en el arzobispado de Toledo, el cardenal Luis de Borbón y Farnesio, nuevo arzobispo de Toldo, para felicitarle por su nombramiento como presidente del Consejo de Regencia.

En 1814, reestablecida de nuevo la monarquía borbónica en el país vecino en la persona de Luis XVIII, acompañó a éste en su exilio temporal en la ciudad flamenca de Gante, durante los llamados “Cien Días”. En 1816 presentó finalmente su renuncia a la diócesis de La Rochelle, siendo nombrado poco tiempo después, en agosto de 1817, arzobispo de Reims, y dos años más tarde se separaba públicamente del cisma de la Petite Eglise. En 1822 fue nombrado además miembro de la Cámara de los Pares, que había sido creada por el monarca francés en 1814, a imitación de la británica Cámara de los Lores, y falleció en su sede de Reims el 9 de marzo de 1824, seis meses antes que su protector, el rey Luis XVIII.