En algunas ocasiones, cuando repasamos las páginas de nuestro pasado, nos encontramos con algún personaje curioso que, desafiando las convenciones de la sociedad en la que les había tocado vivir, luchan a contracorriente contra esa misma sociedad, convirtiéndose en una especia de versos sueltos de ella, páginas caídas del gran libro de la historia. Personajes que parecen estar sacados de una novela de aventuras o de una película de cine, pícaros o negreros, personas que se hicieron pasar por lo que no eran con el fin de hacerse con un tesoro o con un cargo de gobierno. Uno de esos personajes curiosos fue Gabriel de Villalobos, quien, como el Rodrigo Mendoza de “La Misión”, esa gran película rodada por Roland Joffe en 1986, se convirtió en el siglo XVII en un peligroso traficante de esclavos, viviendo una vida muy diferente de la que, en otras circunstancias, hubiera vivido en su pueblo natal: Almendros; a este personaje, ya lo dediqué en este mismo blog, hace tres años, una parte de la entrada en la que pretendía comparar a los personajes de la famosa película con dos conquenses, muy distintos entre sí, pero complementarios en esa aventura singular que fue la evangelización del continente americano (ver: https://julianrecuenco.blogspot.com/2018/01/las-dos-caras-de-una-misma-moneda.html). Otro de esos personajes singulares fue el pirata y aventurero Pedro Fernández de Bobadilla, el malquisto benjamín, como lo define en su biografía Régulo Algarra, de los marqueses de Moya,
En
efecto, nuestro protagonista era hijo, parece ser que el menor de todos, de los
marqueses de Moya; al menos, tal y como veremos, de la marquesa, Beatriz de
Bobadilla. Por este motivo, y para enmarcarlo en el conjunto de la sociedad a
la que pertenecía, creo conveniente trazar algunos rasgos de su familia. El
futuro marqués, su padre, Andrés de Cabrera, había nacido en Cuenca en 1430,
como hijo de Pedro López de Madrid, miembro de la caballería villana de la
ciudad del Júcar y, a pesar de su origen judeoconverso, alcalde de ella, y
quien muy pronto entraría al servicio de la corte, donde desempeñó cargos como
los de doncel del futuro rey Enrique IV y camarero mayor, y después de ello
alcanzaría también a desempeñar puestos
de mayor enjundia, como los de mayordomo, consejero, tesorero real (también fue
tesorero de Cuenca y de Segovia) y alcalde mayor de esta última ciudad
castellana. Su madre, Beatriz de Bobadilla, había nacido en Medina del Campo
(Valladolid) diez años más tarde que su marido, y era hija de Pedro de
Bobadilla y Corral, quien había sido también camarero mayor de Enrique III, a
quien sirvió militarmente en la guerra contra Portugal; y también, al primer
Trastámara de Aragón, Fernando I de Antequera. Los Reyes Católicos premiarían
después la fidelidad de los esposos durante la guerra civil contra las huestes
de Juana la Beltraneja, con el título de marqueses de Moya.
La
mayor parte de sus biógrafos coinciden al enumerar el total de los hijos que
tuvo el matrimonio, entre los cuales, por cierto, no consta el nombre de
nuestro protagonista. Ese número de hijos plenamente reconocidos en la
historiografía fue de nueve, cinco varones (Juan Pérez de Cabrera y Bobadilla
(sucesor de su padre como segundo marqués de Moya; Fernando de Cabrera y
Bobadilla, primer conde de Chinchón; Francisco de Cabrera y Bobadilla, obispo
de Ciudad Rodrigo y Salamanca; Diego de Cabrera y Bobadilla, caballero de la
orden de Calatrava, y comendador de Villarrubia y Zurita; y Pedro de Cabrera y
Bobadilla (caballero de Santiago, y después, religioso mercedario y militar) y
cuatro mujeres (María de Cabrera y Bobadilla, esposa de Pedro Fernández
Manrique, segundo conde de Osorno), Juana de Cabrera y Bobadilla (esposa de
García Fernández Manrique, hijo de éste, y tercer conde de Osorno), Isabel de
Cabrera y Bobadilla (esposa de Diego Hurtado de Mendoza, primer marqués de
Cañete) y Beatriz de Cabrera y Bobadilla (esposa de Bernardino de Lazcano, tercer
señor de esta localidad de la provincia de Guipúzcoa). Como se puede ver, la
condición social y familiar en la que creció nuestro personaje fue la de la más
alta nobleza castellana.
Y
una vez dicho esto, ¿por qué entre las genealogías más completas no figura este
malquisto hijo de los marqueses, benjamín de la familia, del que sí hablan, sin
embargo, algunos cronistas de la época, y entre ellos, varios de los que le
conocieron en vida? Podría haber sido por esa peripecia vital, de la que muy
pronto hablaremos, aunque en realidad el personaje, antes de morir había sido
ya perdonado tanto por el papa como por el emperador, Carlos V, y desempeñando,
él también, como otros miembros de la familia, cargos de importancia, incluso
superiores en algunos casos a los de alguno de sus hermanos. Pudiera haber sido
también, quizá, tal y como afirma Régulo Algarra, haciéndose eco de alguno de
aquellos cronistas del siglo XVI, porque Pedro de Bobadilla pudo no ser hijo
legítimo de los marqueses, sino de una relación ilegítima de la marquesa con el
famoso cardenal Mendoza, Pedro González de Mendoza, quien fue arzobispo de
Toledo y patriarca de Alejandría, y una de las personas más poderosas de su
época. Desde luego, la condición de sacerdote de éste no fue obstáculo para
ello, ni tampoco el hecho era algo demasiado extraño en el siglo XVI. En este
sentido, se conocen al menos tres hijos de Mendoza, a los que la propia reina
Isabel, que tanto le apreció durante su vida, les llamaba “los lindos pecados
del cardenal”: Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza, futuro marqués de Cenete, y
Diego Hurtado de Mendoza y Lemos, futuro conde de Mélito, ambos con la
portuguesa Mencía de Lemos, dama de la reina Isabel, y Juan Hurtado de Mendoza
y Tovar, que tuvo con Inés de Tovar, ya algunos años más tarde, aproximadamente
por los mismos años en los que nació Pedro de Bobadilla.
Sea
cierto o no lo sea, lo que sí está fuera de toda duda, es que en su juventud,
Pedro de Babadilla fue criado en la casa de los marqueses, y que fue
precisamente Andrés de Cabrera quien ordenó su encierro cuando, aún joven, pudo
escapar del convento en el que había sido ingresado, iniciando de esta forma
una vida de aventuras, a lo largo y a lo ancho del mar Mediterráneo. Pero antes
de adentrarnos en esa peripecia vital, en la que no faltó incluso una etapa en
la que estuvo relacionado con la piratería, creo importante intentar
desentrañar también algunos asuntos interesantes tocantes, sobre todo, con la
fecha y el lugar de su nacimiento. Sobre la fecha, la mayor parte de los
estudiosos afirman que fue en 1486, aunque Vicenta María Márquez de la Plata
asegura que debió haber nacido tres años más tarde, y así debió ser si tenemos
en cuenta las palabras de uno de esos cronistas, Gonzalo Fernández de Oviedo: “E
don Pedro se ahogó el año de 1522, por manera que él murió de edad de treinta y
tres años, poco más o menos.”. Sabido es lo difícil que resultaba averiguar
en esta época la edad de las personas, sin poder tener a mano la partida de
nacimiento respectiva.
El
otro interrogante, el de su lugar de nacimiento, es aún más difícil de
averiguar. Ni siquiera en el caso de sus nueve hermanos, los hijos reconocidos
de los marqueses, se conoce, en la mayoría de los casos, el lugar donde nacieron,
a lo que contribuye, además, la elevada posición de los padres, en una corte
que en ese momento era todavía itinerante, y las diversas casas y palacios que
ellos mantuvieron abiertas a lo largo de su vida. En efecto, los marqueses tuvieron
dos residencias principales: en Segovia, en la que el padre, como ya se ha
dicho, era tesorero y alcalde mayor, y en Chinchón, en la provincia de Madrid,
con cuyo señorío también había sido premiado por los mismos Reyes Católicos que
le habían otorgado el marquesado. Respecto a las tierras que formaban parte del
título, en la sierra baja de Cuenca, la capital, Moya, debería ser rechazada,
pues los marqueses ni siquiera llegaron a vivir allí, debido a la mala relación
que sus habitantes mantuvieron siempre con los marqueses, contrarios aquellos,
desde un primer momento, a aceptar el señorío; incluso cuando estos tuvieron
que buscar un lugar en el que pudieran reposar definitivamente sus huesos después
de la muerte, no lo hicieron en Moya, sino en el convento de dominicos que
ellos mismos habían fundado en Carboneras de Guadazaón. Sí tenían palacio en
otros lugares del marquesado, como en Cardenete, e incluso mantuvieron relación
directa con Garaballa, en cuyo santuario de Nuestra Señora de Tejeda, regido
entonces por los trinitarios, fue enterrado también alguno de los miembros de
la familia. Sin embargo, resulta
bastante improbable que nuestro personaje hubiera nacido en alguno de esos
lugares. Alguno de sus biógrafos llegan, incluso, a dar como lugar de
nacimiento la ciudad de Jaén, en la que los marqueses, es cierto, se
encontraban en ese año 1489, en el marco de las Guerras de Granada.
Éste
es el espacio y el tiempo vital en el que se inscribe la infancia y la juventud
de Pedro de Bobadilla. Respecto a su vida pública y aventurera, ésta se inició
a finales de la primera década del siglo XVI, cuando rondaba ya los veinte años
de edad. Antes, en 1495, había recibido el hábito de Santiago, cuando apenas
contaba con cinco o seis años, y fue algún tiempo más tarde cuando fue
ingresado en un convento de religiosos dominicos, obligado a seguir una carrera
religiosa que él no sentía, y del que escapó para marchar a Madrid. Puesto
entonces al cuidado de su padre, o padrastro, el marqués, pudo escapar del
lugar en el que había sido encerrado, quizá la ya citada localidad de
Cardenete, llegando hasta el puerto de Alicante, ciudad en la que se embarcó en
la compañía de un grupo de personas, y dedicándose a partir de ese momento,
durante algún tiempo, a lo que en aquel momento se llamaba el “corso”, es
decir, la piratería, a lo largo y a lo ancho del Mediterráneo; de los
cristianos sobre las costas berberiscas, y de los moros sobre las costas
europeas. El motivo y la posibilidad de haber actuado de esta forma, parece
ser, está relacionado con el robo de una joya valiosa que era propiedad de uno sus
hermanos.
Los
años siguientes los pasó Fernández de Bobadilla embarcado, asolando las costas
del norte de África en busca de esclavos, y manteniendo una relación bastante
cordial con los caballeros de Malta, a los que sirvió bajo la enseña de la cruz
roja blanca sobre fondo rojo; muchos años antes, los caballeros se habían visto
obligados a abandonar la isla de Rodas, frente a la costa turca y buscar
refugio en aquella otra isla, a medio camino entre los continentes europeo y
africano. Parece ser, incluso, que la enfermedad en la que en ese momento se
hallaba sumido el Gran Maestre de la orden, Guy de Rochefort, estuvo a punto de
convertir a nuestro protagonista en el nuevo maestre. Desde luego, las galeras
que estaban a su cargo eran muy importantes para la actividad comercial y
lucrativa de la orden, pero no sabemos hasta qué punto podrían resultar tan
decisivas.
En
una de aquellas correrías, Bobadilla logró capturar a un personaje bastante
importante: Al-Hassan ibn Muhammed al-Wazzan al-Fasi, más conocido en la historiografía
con el nombre que tomó después de su obligado, y provisional bautizo al
cristianismo: León el Africano. Éste había nacido en Granada, ciudad que se
había visto obligado a abandonar en 1492, después de la conquista del reino nazarí
por los Reyes Católicos, para establecerse en Fez (Marruecos). En el curso de
uno de sus numerosos viajes por el Mediterráneo, al-Fasí fue sorprendido por
los barcos de Pedro de Bobadilla, quien, habiéndose dado cuenta de la
importancia que podría tener el personaje en cuestión, decidió llevarlo a Roma,
para entregarlo al papa León X. En aquel momento, uno de sus hermanos,
Francisco, el obispo, se encontraba en la ciudad eterna, al servicio del sumo
pontífice, y Pedro encontró pronto la colaboración de Francisco en la nueva
etapa de su vida, que entonces se iniciaba.
El
regalo que Pedro de le hizo al papa, y como decimos, también la ayuda de su
hermano, más quizá ésta que aquél, supuso para Pedro de Bobadilla el perdón de todos
los pecados que había cometido en su juventud, y también, el nombramiento como
capitán de las galeras de la Santa Sede. Aquello había sucedido en 1518, apenas
diez años más tarde del inicio de su vida de aventuras. Poco tiempo más tarde
sería nombrado, también, capitán de las galeras imperiales, entrando
inmediatamente al servicio de Carlos V. Sin embargo, co contribución activa a
los ejércitos españoles, y en concreto a la Armada, no pudo ya alargarse demasiado
en el tempo: en 1522, nuestro protagonista se encontraba al frente de una
escuadra que había partido de los puertos españoles del Cantábrico, y que
marchaba hacia Calais para combatir a las naves del rey Francisco I de Francia,
fue sorprendido por una gran tormenta. El barco en el que viajaba, y también
alguno más, se hundió, llevándose con él a nuestro personaje. Allí, frente a
las costas francesas, murió ahogado Pedro de Bobadilla, probablemente el marino
más experimentado, y más arriesgado, del emperador Carlos V, el benjamín
malquisto de los marqueses de Moya, cuando apenas contaba, aproximadamente,
treinta y tres años de edad.
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