En los últimos años, la
presión que los postulados ideológicos y políticos viene realizando sobre todos
los aspectos de la vida social, en España y en el resto de Europa, está
alcanzando niveles ciertamente peligrosos. En lo que respecta al sistema judicial,
por ejemplo, la coacción que el gobierno de Hungría viene ejerciendo en los
últimos años sobre los jueces y tribunales de su país, con la clara intención
de colocar a estos en una posición casi de dependencia respecto de los otros
dos poderes del Estado, limitando de esta forma las garantías que caracterizan
a todo sistema democrático, ha puesto en alerta a la Comisión Europea, y desde
Bruselas se viene instando al gobierno de Budapest a que dé marcha atrás en esa
política. El problema también afecta a España, como podemos apreciar por este
titular de una publicación tan poco sospechosa de derechista como “El País”, en
su edición digital correspondiente al día 20 de julio de este año: “La
Comisión Europea urge a España a la renovación del Consejo General del Poder
Judicial”. Y con el fin de evitar malinterpretaciones entre los políticos,
y entre los lectores, ahora, cuando los diferentes partidos se echan la culpa
respectivamente de que esa renovación no sen haya producido todavía, por culpa
de las cuotas que a cada uno de ellos les corresponde en el Consejo, explica lo
siguiente en la entradilla: “Bruselas sugiere que, en línea con los
estándares europeos, la mitad de los miembros del órgano sea elegida por
jueces.” En realidad, y es mi opinión personal, considero que lo propio
sería que fueran los jueces los que nombraran a todos los miembros del Consejo.
Algo parecido está
sucediendo con el estudio de la historia: desde un tiempo a esta parte, los
políticos se están convirtiendo en historiadores, hasta el punto de que ellos
pretenden ser los garantes de cuál es la historia verdadera, de qué historia es
la que debe enseñarse en las escuelas y en las universidades, y cuál otra, por
falsa desde su punto de vista ideológico, debería censurarse y olvidarse. El
asunto siempre ha sido una de las características de todo sistema nacionalista,
y ahí está el caso catalán del Institut Nova Història, una organización
financiada con dinero público, y creada precisamente para promover la
superioridad “histórica” de Cataluña respecto del resto de las regiones
españolas, a través de ciertos personajes históricos tan claramente “catalanes”
como Miguel de Cervantes o Cristóbal Colón; quizá algún día, el Institut llegue
a descubrir que también Jesucristo, durante su Crucifixión, llevaba barretina
en lugar de una corona de espinas. Porque, allí donde no llega la historia
real, el Institut no tiene ningún problema en inventarla para su propia conveniencia.
Leemos también el titular de una noticia reciente: “Los independentistas
dicen ahora que el compositor Beethoven era catalán”. Sobran comentarios.
Pero el problema no es
sólo de nacionalismos tan exclusivos y supremacistas como el catalán. Desde
Madrid, o mejor dicho, desde el gobierno central de Madrid, la Ley de Memoria
Democrática, tan poco democrática en realidad, pretende hacer un relato de la
Segunda República y de la Guerra Civil, claramente partidario, dando una vuelta
de tuerca más a la ya de por sí polémica Ley de Memoria Histórica de Rodríguez
Zapatero. Y en Rusia, por su parte, Vladimir Putin, en esencia un dirigente
comunista que nació demasiado tarde, después de la caída del comunismo clásico,
casi un estalinista post-Perestroika, pretende aprobar en Rusia una ley que
prohíba equiparar el estalinismo con el nazismo, a Stalin con Hitler,
blanqueando de esta forma a uno de los criminales más sanguinarios, tanto como
el propio Hitler, y ya es decir, que ha dado el continente europeo a lo largo
de todo el siglo XX.
Por ello, libros como
éste, “Retaguardia roja. Violencia y revolución en la guerra civil española”,
por el que su autor, el historiador manchego Fernando del Rey, profesor de la
Universidad Complutense de Madrid, obtuvo en el año 2020 el Premio Nacional de
Historia, son todavía necesarios. Son libros como éste, escritos con valentía,
y, sobre todo, con la apoyatura que garantiza el conveniente uso de los
documentos, los que nos permiten poder tener una visión completa de esa etapa
de la historia, tan convulsa como fue el estallido bélico de 1936, con sus
causas y también con sus consecuencias. Un asunto complejo, que ha sido tratado
muchas veces con sectarismo, por unos y por otros, pero que aquí ha sido
tratado con gran amplitud de miras por el historiador de La Solana (Ciudad
Real), a pesar de que sólo trata, prácticamente, de la violencia ejercida por
la reta guardia republicana. Porque, como él mismo dice, la violencia ejercida
en la otra retaguardia, en la de los nacionales, primero en las zonas en las
que había vencido el levantamiento y mas tarde, a medida que el frente de
guerra iba avanzando, también en el resto del país, ya ha sido estudiada en
diferentes textos, mejor acogidos que éste, seguramente, por la crítica afecta
a los postulados de izquierdas.
El libro se remite a una
zona concreta de la retaguardia republicana, la provincia de Ciudad Real, en la
que la sublevación militar fue derrotada desde un primer momento, gracias, como
en el caso de la provincia de Cuenca, a la negativa de la Guardia Civil a
ponerse de parte de los sublevados. Por ello, su espacio geográfico se
caracteriza por haber permanecido en la retaguardia durante todo el conflicto,
a pesar de hallarse relativamente cerca de algunos de los frentes militares.
Sin embargo, y por la especial concepción de la obra, el trabajo de Fernando
del Rey se puede extrapolar también a otros espacios similares, dando al libro
un carácter de universalidad que por temática, sin embargo, no tiene. Lo ha
dicho de esta forma el crítico Miguel Gregorio González, en un texto para el
Diario de Sevilla: “Un estudio centrado en la provincia de Ciudad Real, pero
del que se traduce un fenómeno general ya conocido, el del frente interior, que
extendió las hostilidades bélicas a los no combatientes.”
El libro termina también
con la consabida teoría, defendida a ultranza por quienes se ciñen a los
postulados oficialistas de izquierdas, de que la violencia ejercida por los
sublevados fue una violencia “gubernamental”, promovida desde el propio
gobierno de Burgos, mientras que la ejercida en el bando republicano fue muy
distinta, ajena al propio gobierno de la República, y que fue realizada por
masas incontroladas, e incluso, por meros criminales que nada tenían que ver
con la política. Por el contrario, a lo largo del libro puede verse como, en
realidad, también la violencia republicana, como la nacional, fue una violencia
premeditada desde el propio gobierno, que buscaba también el exterminio del
enemigo, atendiendo siempre a ese frente interior del que hablaba el crítico
andaluz. En gran parte, ello pudo producirse por un cambio en el sistema judicial,
provocado por la renovación de muchos jueces, y el resto del personal judicial
que no era afecto al Frente Popular. A modo de ejemplo, recogemos uno de los
párrafos que conforman el libro:
“Las personas
llamadas a ocupar las vacantes dejadas por el personal judicial purgado fueron,
a menudo, militantes comprometidos con los comités o con las gestoras
municipales del Frente Popular. El relevo de aquel personal dio pie a que se
desmoronara todo el sistema, liquidándose el principio elemental de la
seguridad jurídica. Así, la justicia municipal y provincial dejaron de
funcionar como instancias independientes del poder político, abriendo el campo
a todas las arbitrariedades imaginables y a un sinfín de ilegalidades
imposibles de contemplar en los tiempos de la República en paz… Pero no sólo
era cuestión de absentismo, ineficacia y pasividad en cumplir los
procedimientos legales ante los delitos que se cometían o cuando aparecían
cadáveres en las cunetas y descampados. Es que a menudo las personas que se
hicieron con las riendas de los juzgados fueron también las primeras en
vulnerar las leyes.”
En otro capítulo, del Rey
escribe lo siguiente: “Este ambiente no hizo inevitable ni provocó la guerra
civil que sobrevino tras el levantamiento en el Protectorado, como tampoco
justificó la brutal maniobra de alzarse en armas protagonizada por los
militares insurrectos, que rompieron con ello su juramento de fidelidad a la
legalidad establecida. De hecho, si el golpe militar no hubiera tenido lugar
difícilmente hubiera estallado la guerra. En lo que a virulencia verbal se
refiere, para lo único que sirvió la conspiración que sobrevino en un
pronunciamiento sangriento fue para que los discursos de odio superaran unos
niveles nunca vistos a lo largo de los años treinta. Con la diferencia de que
ahora se abría una lucha a muerte que parecía dar la razón a los que habían
previsto la posibilidad de que estallara la contienda.”
Sin embargo, yo no acabo
de estar de acuerdo con esta hipótesis: la situación que se vivía en España
durante gran parte del periodo republicano, y sobre todo durante la primera
mitad de 1936, antes de que se iniciara la guerra, era ya de por sí
insostenible, con un gran número de asesinatos y de atentados, causados por
condicionamientos ideológicos, provocados en un lado y otro del espectro
político. Es más, no resulta demasiado aventurado afirmar, como ya han dicho
algunos historiadores que han tratado el tema, que la guerra, en aquellas
circunstancias, era irreversible. Pero que la guerra fuera irreversible no
justifica por sí mismo todos los hechos que se llevaron a cabo en un bando y en
el otro, al amparo de esa guerra. No se trata de ser equidistantes, sin
embargo, entre un bando y otro, tal y como algunos políticos e historiadores de
izquierdas califican a aquellos otros especialistas que pretenden, pretendemos,
conocer los hechos históricos en toda su amplitud, sino de intentar comprender
todas las caras poliédricas de una realidad histórica tan compleja como ésta.
A partir de 1939, la
victoria de los nacionales sublevados provocó una nueva violencia en sentido
inverso. Ambas violencias están plenamente relacionadas entre sí, de manera que
el autor del libro, como otros historiadores hicieron antes, hablan de un
simple revanchismo por parte de las antiguas víctimas de la violencia. No cabe
duda de que la nueva represión ejercida por los sublevados se realizó, en un
porcentaje importante, contra los antiguos victimarios de izquierdas,
independientemente de que en aquellas circunstancias, tal y como asegura
Fernando del Rey, prácticamente todo el enemigo, desde los militares del
ejército derrotado hasta los que habitaron en la retaguardia, fueron al
principio sospechosos, y sometidos a investigación y, muchas veces, también a
prisión. Pero, ¿quiénes fueron los victimarios republicanos de 1936? Este
aspecto es también bastante controvertido, limitándose algunos historiadores a
culpabilizar de toda la violencia republicana, en todo caso, a los líderes de
los partidos del Frente Popular, a aquellos que dieron las órdenes de realizar
las sangrientas sacas de derechistas, o a aquellos que dispararon las pistolas
en cada asesinato que se producía. Por el contrario, existen muchas formas,
muchos niveles de culpabilidad, en una y en otra retaguardia. Al respecto, el
profesor de la Universidad Complutense, catedrático de Historia del Pensamiento
y de los Movimientos Sociales y Políticos en dicho centro universitario, afirma
lo siguiente:
“Se ha constatado
con razón que la represión con resultado de muerte afectó sobre todo a los
dirigentes de los partidos, sindicatos y organizaciones de izquierda en
general, aquellos que antes y, sobre todo, durante la guerra ostentaron cargos
de responsabilidad política a diferentes niveles. Fue así como cayeron muchos
de los principales líderes socialistas, anarquistas, republicanos y comunistas
de la provincia. Entre ellos, tres integrantes de la candidatura del Frente
Popular en las elecciones de febrero de 1936, más de cien alcaldes, varios
centenares de concejales e incontables impulsores de las colectivizaciones que,
a su vez y en conjunto, habían sido líderes y activistas de sus respectivas
formaciones a escala local o provincial.
En este sentido, porcentualmente los socialistas fueron los más
golpeados por la represión, sumando el 60,2% de las víctimas mortales, frente a
un 19,5% los anarquistas, un 14,6% los comunistas (gran parte de las Juventudes
Socialistas Unificadas incluidas aquí) y un 5,7% los republicanos de izquierda.
Tas la expulsión de los alcaldes y concejales derechistas y de centro a raíz de
las elecciones de 1936, los socialistas se hicieron por la vía de los hechos consumados
con el control de unos ochenta ayuntamientos, a lo que hay que añadir que los
únicos dos diputados obtenidos por el Frente Popular en esas elecciones fueron
de la misma corriente. Durante la guerra, los socialistas también se hicieron
con la presidencia de la Diputación a partir de 1937. Estas cifras indican a
las claras que, hablando con propiedad, la represión de posguerra cabe ser
calificada como politicidio y/o eliticidio, en la misma onda de limpieza
selectiva aplicada en la retaguardia republicana en los meses revolucionarios
de 1936 y principios de 1937… ¿Qué porcentaje de victimarios hubo sobre el
conjunto de los represaliados con resultado de muerte? Se ha sostenido que los
culpables de hechos de sangre fueron minoría entre los ejecutados, afirmación
que no carece de fundamento si se hace referencia a los ejecutores directos de
la violencia. Pero en el engranaje represivo previo o en torno a la violencia
política (vigilancia de puntos neurálgicos, cacheos, registros domiciliarios,
multas, expropiaciones, denuncias, detenciones, cárceles, palizas, …)
participaron miles de ciudadanos armados comprometidos en la movilización
contra los rebeldes. Sil olvidar a otros muchos que callaron desde los puestos
de responsabilidad que ocuparon, sin querer o sin atreverse a alzar la voz para
frenar aquellas matanzas. Por no hablar de los miles de izquierdistas que, sin
tener ningún cargo de responsabilidad, miraron para otro lado considerando que
lo mejor era no entrometerse, convencidos de que las matanzas no iban con
ellos. Y es que la implicación masiva de personas -directa o indirecta,
tangencial y oblicua- en los impulsos de limpieza política ha sido algo muy
común en las guerras del siglo XX, perteneciendo la mayoría de sus
protagonistas a eso que damos en llamar gente corriente. Fueron personas
normales las que, en las circunstancias extraordinarias dadas, se aprestaron a
participar en los crímenes de guerra al lado de las minorías que mataron por
motivos ideológicos. Unos y otros actuaron convencidos de que la acción se
ajustaba a los dictados de una autoridad legítima.”
La cita, lo reconozco, es
demasiado larga, pero no excesiva, porque clarifica muy bien esto que queremos
decir: también en la Alemania nazi, la culpabilidad en el holocausto del pueblo
alemán, que calló mientras los judíos y otras minorías eran exterminados en los
campos de concentración, y no sólo de los propios nazis, dirigentes del
partido, debe ser puesta de manifiesto. Por otra parte, en el libro, como en la
propia historia, también queda espacio para los sentimientos más hermosos, para
esas “redes de solidaridad individual”, como define el autor, que permitieron,
en algunas ocasiones, que algunos de los protagonistas de esa historia pudieran
salvar sus vidas, en una situación como aquélla, en la que el simple hecho de
dar la cara por los vecinos que eran perseguidos por sus ideas políticas o
religiosas, era un acto de temeridad absoluta, que situaba a los que obraban de
esta forma frente a sus propios correligionarios. Pero sólo de esta forma fue
posible que en algunos de aquellos pueblos manchegos, unos pocos, la sangre de
sus vecinos de derechas no manchara sus calles y sus plazas.
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