jueves, 29 de julio de 2021

Dos libros sobre arte y artistas conquenses


 Quiero comentar en esta nueva entrada del blog dos libros que tratan de arte, dos libros casi hermanos, que se presentaron juntos hace unas semanas, a principios del pasado mes de julio, en la Semana de los Libros de la Diputación Provincial de Cuenca. Los dos, juntos, conforman sendos homenajes a dos de nuestros grandes pintores. Uno, Óscar Pinar, de la segunda mitad del siglo XX, aunque por razones vitales y por su propio devenir pictórico se adentra también en las primeras décadas del siglo XXI; el otro, Emilio Morales, también un pintor moderno de pleno siglo XXI, que combina la pintura figurativa con algunos aspectos cercanos a la abstracción, y cuyas raíces se forjaron, también y por las mismas razones, en las últimas décadas de la centuria anterior.

El libro sobre Óscar Pinar es un rendido homenaje conjunto del Ayuntamiento de Cuenca, de la Real Academia Conquense de Artes y Letras y de la propia Diputación Provincial, escrito por cuatro de los miembros de dicha RACAL: José Ángel García, que realiza una sentida semblanza humana del fallecido pintor conquense; Miguel Ángel Moset, autor de un breve pero también sentido artículo sobre su figura artística, pintor que habla sobre otro pintor; Joaquín Saúl García Marchante, quien, como geógrafo que es, nos ofrece una visión de sus paisajes, la temática preferida por el artista conquense, desde el punto de vista de la geografía; y Pedro Miguel Ibáñez Martínez, experto historiador del arte, que nos ofrece, con esa visión experta con la que antes había hablado de la pintura del Renacimiento o de la arquitectura de José Martín de Aldehuela, un analizado recorrido por el universo artístico de Óscar: Un pintor, Óscar Pinar, que, en contra de lo que sobre él dijeron y escribieron sus coetáneos, es más expresionista que impresionista, un pintor figurativo en una época en la que primaba la abstracción, pero que no por ello fue menos moderno que los abstraccionistas, precisamente por el antiacademicismo que siempre quiso mostrar en cada uno de sus cuadros.

La parte central del trabajo, como ya hemos dicho, corre a cargo del catedrático de Historia del Arte, Pedro Miguel Ibáñez, que distribuye la etapa vital  de Óscar, más allá de sus años de aprendizaje, caracterizados por su etapa como alumno oficial del alcarreño Fausto Culebras, en la conquense Escuela de Artes y Oficios que regía en los años de la posguerra la Diputación Provincial, y un aprendizaje, cuando menos oficioso, respecto del abulense Eduardo Martínez Vázquez, edl madrileño Fernando Somoza, y del griego Dimitri Perdikidis, en la etapa en la que los tres pintores permanecieron en Cuenca, en tres etapas claramente definidas: un periodo de juventud, de 1947 a 1960; un periodo álgido, de 1961 a 1980; y un tercer periodo de plenitud, entre 1982 y el año de su fallecimiento, 2017, que el profesor Ibáñez define como de “entre la modernidad y la tradición, o cómo reinventarse en el arte”.

Pedro Miguel Ibáñez critica muchas de las definiciones que otros críticos, en comentarios de prensa o en los textos para los catálogos de las innumerables exposiciones en las que participó a lo largo de su carrera, a lo largo y a lo ancho esta piel de toro que es España:“A lo largo de los distintos capítulos, queda evidente nuestra escasa concordancia con la mayor parte de los cronistas de exposiciones y críticos de arte, que han comentado aspectos de la pintura de Óscar Pinar. En poco casos se constata el punto de partida de una metodología precisa y la existencia de un criterio. Por el contrario, parece que casi todo se basa en la búsqueda de una frase ocurrente o de la mera retórica. Es por ello por lo que, desde el punto de vista historiográfico, su pintura ha permanecido inédita durante más de setenta años, desde el primer cuadro y fechado por él en 1947. Nada tiene que ver eso con el ideal estético de cada uno al valorar las obras. Queda claro que pueden existir discrepancias en la mirada, pero hay que fundamentar las apreciaciones teniendo en cuenta lo que nos enseña el último siglo y medio vivido por el arte contemporáneo. Una cosa es redactar un texto coyuntural para una exposición en un momento determinado, y otra muy distinta analizar las claves estilísticas y devolutivas de un artista con la perspectiva del mucho tiempo transcurrido, que es lo que toca. Lo que sí queda evidente, pasados los años, son las debilidades y las obsolescencias de esos textos literarios o ensayísticos, si no se han cimentado en un mínimo conocimiento del hecho artístico. Como conclusión del epígrafe, cabe resaltar la importancia de este tipo de monografías que establezcan una panorámica de suficiente envergadura de los artistas figurativos conquenses de mediados del siglo XX, esa suerte de generación perdida, fagocitada por lo abstracto.”

Desde luego,  Óscar Pinar, a pesar de lo que de él se ha dicho muchas veces, fue un pintor moderno, dentro de su apuesta por el arte figurativo, y lo es en parte por su frontal oposición a todo academicismo, lo que, siendo una apuesta personal, permitió que muchas veces nuestro pintor no fuera bien entendido por sus coetáneos. Por ello, Pedro Miguel insiste en el último apartado de su ensayo, en negar algunos de los estilos pictóricos en los que la obra del conquense ha sido muchas veces encuadrada: como las supuestas debilidades técnicas a la hora de enfrentarse a sus cuadros, algo que en realidad no respondía a una falta de capacidad artística, sino a una concepción de la obra bien pensada, y llevada a cabo de acuerdo con esas pretensiones; o el infantilismo, que algunos de los comentaristas de sus lienzos, erróneamente, acercan al pintor conquense a la estela de la estética naif; o un supuesto realismo, que, como dice Pedro Miguel Ibáñez, no lo es si atendemos al colorido de sus obras, y al trazo grueso que éstas presentan; o al argumento, tantas veces repetido, de la obra pinariana como parte del impresionismo, estilo al que sólo se acerca, y no demasiado, en una etapa de su peripecia artística, y apenas por el colorido empleado en aquella etapa pictórica. Sin embargo, y como Ibáñez insiste repetidamente a lo largo del libro, todo ello no es suficiente para clasificar a un pintor dentro del impresionismo.

Entonces, ¿en cuál de los estilos de la pintura del siglo XX cabría encuadrar a Óscar Pinar? La respuesta nos la da, ya al final de su estudio, el profesor de la Universidad de Castilla-La Mancha: la pintura de Pinar se encuentra entre el fovismo francés y el expresionismo alemán. Al respecto, dice lo siguiente Pedro Miguel Ibáñez, en una cita extensa pero claramente definitoria de su obra:“Entre el movimiento francés y los alemanes existe un territorio fronterizo bien representado por el citado Vlaminck, el miembro más expresionista del fovismo, y no digamos por Georges Rouault, más cercano a los artistas alemanes que a sus compatriotas. Interesa resaltar estos hechos por los vínculos que se pueden establecer con la misma producción de Óscar, donde en ocasiones no resulta fácil discriminar si una obra está más cerca del fovismo o del expresionismo, o si funde caracteres de ambos movimientos. Toda la pintura de Óscar refleja la importancia del trazo rotundo en la elaboración de sus cuadros… La fase del expresionismo más extremo de Óscar finaliza hacia 1976, dejando a salvo piezas aisladas que pueden surgir con posterioridad. No es casual que, en 1977, efectúe alguna declaración manifestando su deseo de iniciar una nueva etapa. Interpretamos que la idea que pudiera rondar su cabeza fuera la de abandonar los colores más apagados y monocordes de los años precedentes, así como las formas bamboleantes y sinuosas que dotaban de inquietante vida interior a los pueblos. Lo cierto es que genera su momento más fovista, con un cromatismo más violento y variado. Los colores vivos, alegres y contrastados vienen de muy atrás, desde Cuenca y la hoz del Júcar (1963) hasta Otoño (1970), y coexisten con la otra línea ya expuesta. Pero ahora se acentúan en las más diversas manifestaciones dentro del género, sean marinas, vistas urbanas o escuetos elementos del paisaje. En cualquier caso es un fovismo parcial y moderado, que en buena medida supone la antesala de lo que caracteriza el periodo final. Sí alcanza la radicalidad absoluta en piezas como, entre otras, Valdemoro del Rey, Cuenca (1980) y Arandilla del Arroyo, Cuenca (1981), como hemos analizado en su lugar, pero son obras de pequeño formato que nos dejan cierta frustración por lo lejos que pudiera haber llegado en esta corriente estilística.”

 

Y si el homenaje a Óscar Pinar llegaba tarde por esa manía que tenemos los conquenses de homenajear a las personas, casi siempre, después de su fallecimiento, y si el homenaje que sin duda se hará también a uno de los autores, otro de nuestros grandes pintores de entresiglos, Miguel Ángel Moset, también va a llegar tarde precisamente porque su temprana muerte, hace varios meses, no le ha permitido ver impreso ese libro en el que él también ha participado, el homenaje que Julio Calvo Pérez ofrece a su, nuestro, buen amigo, Emilio Morales, afortunadamente, todavía llega a tiempo. Y es que los conquenses todavía podemos disfrutar del arte y, lo que es más importante, también de la bondad del pintor de Mota del Cuervo. Un pintor que ya ha dejado cátedra entre los conquenses, porque son ya muchos los que, alumnos suyos, han sabido ya hacerse, ellos también, un hueco, entre exposiciones y premios de pintura, en este difícil mundo que es el arte. Un pintor que conoció la Movida madrileña, y lo que esa Movida representaba, cuando hacía caricaturas y dibujos en la Plaza Mayor de la capital, y que después quiso regresar a su tierra natal para regalarnos su manera de entender el arte, sabiendo de aquella otra “movida” conquense, la que representó el Asilo de Ancianos de nuestra Plaza Mayor, actual Museo de las Ciencias, lo que podríamos llamar la “edad de oro” del arte conquense, al amparo de Fernando Zóbel y su Museo de Arte Abstracto Español. Un pintor que es y se siente conquense, aunque con un recorrido universal que le ha llevado a mostrar algunos de sus lienzos por todo el mundo, desde Seúl y Tokio hasta diferentes puntos de Norteamérica. Un pintor que, sobre todo, no sabe decir nunca que no cuando alguien le pide uno de sus cuadros, o una de sus exposiciones, porque él también es un formidable comisario de exposiciones colectivas, para una oenegé o para cualquier otro fin solidario.

Julio Calvo, el autor del libro sobre Emilio, no es crítico ni historiador del arte, sino un reconocido lingüista, catedrático en la Universidad de Valencia, y autor de reconocidos estudios en los campos de la lingüística y de la semántica, y director técnico del proyecto el Diccionario de Peruanismos, de la Academia Peruana de la Lengua. También es autor de diferentes estudios, siempre desde el punto de vista de la lingüística, publicados ya en la propia Diputación Provincial de Cuenca, como los de Juan de Valdés, Sebastián de Covarrubias y Lorenzo Hervás y Panduro, además de una biografía de José Antonio Conde, natural, como él, del pueblo conquense de La Peraleja, que llegó a ser uno de los principales arabistas de su época, a caballo entre los siglos XVIII y XIX. Pero, sobre todo, Julio es un gran amigo de Emilio, y ello, sin poner ningún ápice a su nuevo trabajo, se nota a lo largo del texto.

El libro, que cuenta, como el ya comentado sobre Óscar Pinar, con un importante aparato de ilustraciones, algunos de los mejores cuadros de Emilio, está ordenado en base a tres apartados claramente definidos. En primer lugar, bajo el título de “Emilio Morales consigo mismo”, el autor realiza una biografía del pintor. Pero no se trata de una biografía al uso, secuencial, en la que el autor vaya repasando los hitos más importantes de la vida y la obra del artista. No; se trata más bien de un recorrido por el interior de nuestro genial artista, destacando, junto a esa biografía propiamente dicha, algunos aspectos que son clave en su obra, en cuanto formadores de su personalidad artística.

En la segunda parte, bajo el título de “Emilio Morales en su relación con los demás”, se destacan también dos aspectos que también han sido clave en el devenir de Emilio, a lo largo de estos cuarenta años como pintor: sus relaciones con el resto de los artistas, y su faceta como enseñante. Por lo que se refiere a lo primero, a su relación con los demás pintores, Emilio siempre ha tenido buena relación con casi todos los pintores y escultores con los que se ha relacionado a lo largo de estos años (Miguel Ángel Moset, Fernando Zóbel, Pacheco, …, por citar sólo a unos pocos, dentro del ámbito conquense; Antonio Villa-Toro, Rufino de Mingo,… fuera de nuestra ciudad; aquellos compañeros de la movida madrileña, como Paco Clavel o Fabio MacNamara, …, entre los más inclasificables de aquella movida), lo cual ya dice mucho sobre su proverbial bondad y amabilidad, en un mundo, éste de la pintura, en el cual resulta complicado apaciguar los fuertes egos personales de los artistas. Por lo que se refiere a lo segundo, a su capacidad como docente, ésta faceta es consustancial también con su propia labor creativa, y como muy bien afirma Calvo Pérez, han sido ya más de dos mil los alumnos que han pasado por sus clases, niños y adultos, tanto en Cuenca como en los diferentes pueblos de la provincia en los que ha dado clase de manera sistemática (Arcas, Fuentes, Sotos, Carboneras,…); algunos de ellos, además, ya han triunfado en su propia labor artística, participando en algunas exposiciones de importancia y ganando algunos premios de pintura, lo cual, también, dice mucho de Emilio como docente.

Finalmente, “Perspectiva y prospectiva” en la tercera parte hace Julio una mirada paralela al pasado, al presente y al futuro de Emilio como artista. También en ésta, como en las otras dos partes del libro, Amparo, la mujer de Emilio, sigue estando presente, porque, como dice el refrán, como el autor afirma, “detrás de todo gran hombre está siempre una gran mujer”; y Amparo, siempre está detrás de Emilio, para apoyarle en todos y en cada uno de sus proyectos, y también en sus clases de pintura, como si fuera ella misma parte de esa labor creativa del pintor de Mota del Cuervo.

Ya para terminar, quiero hacerlo con un párrafo de Julio, uno de los primeros que encontramos en el libro, en el que el autor define una parte de la obra de Emilio: “Pero Emilio Morales vive de las dos fuentes: la de la sencillez y reducción en los planteamientos artísticos y la de la evasión artística, la de los paisajes firmes, bien tratados por las formas y sujetos a la impresión de la luz, y la de la ciudad abstracta y onírica, bañada por el color, omisa a las formas, pero lejos del negro de la España de quienes engendraron un día el primer museo de arte abstracto de España. Esos son los logros y las objeciones del arte de provincias y en provincias, aunque Emilio Morales sale frecuentemente de esos cánones aupado por su constante insatisfacción artística y sus deseos de prevalecer a veces desde lo más nimio, como puede ser un plástico en el río, los reflejos insinuantes de los objetos, el vuelo de las palomas, el pase de un gato en equilibrios o un sueño de molinos de viento manchegos.”



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