Quiero comentar en esta nueva entrada del blog dos libros que tratan de arte, dos libros casi hermanos, que se presentaron juntos hace unas semanas, a principios del pasado mes de julio, en la Semana de los Libros de la Diputación Provincial de Cuenca. Los dos, juntos, conforman sendos homenajes a dos de nuestros grandes pintores. Uno, Óscar Pinar, de la segunda mitad del siglo XX, aunque por razones vitales y por su propio devenir pictórico se adentra también en las primeras décadas del siglo XXI; el otro, Emilio Morales, también un pintor moderno de pleno siglo XXI, que combina la pintura figurativa con algunos aspectos cercanos a la abstracción, y cuyas raíces se forjaron, también y por las mismas razones, en las últimas décadas de la centuria anterior.
El libro sobre Óscar Pinar es un rendido homenaje
conjunto del Ayuntamiento de Cuenca, de la Real Academia Conquense de Artes y
Letras y de la propia Diputación Provincial, escrito por cuatro de los miembros
de dicha RACAL: José Ángel García, que realiza una sentida semblanza humana del
fallecido pintor conquense; Miguel Ángel Moset, autor de un breve pero también
sentido artículo sobre su figura artística, pintor que habla sobre otro pintor;
Joaquín Saúl García Marchante, quien, como geógrafo que es, nos ofrece una
visión de sus paisajes, la temática preferida por el artista conquense, desde
el punto de vista de la geografía; y Pedro Miguel Ibáñez Martínez, experto
historiador del arte, que nos ofrece, con esa visión experta con la que antes
había hablado de la pintura del Renacimiento o de la arquitectura de José
Martín de Aldehuela, un analizado recorrido por el universo artístico de Óscar:
Un pintor, Óscar Pinar, que, en contra de lo que sobre él dijeron y escribieron
sus coetáneos, es más expresionista que impresionista, un pintor figurativo en
una época en la que primaba la abstracción, pero que no por ello fue menos
moderno que los abstraccionistas, precisamente por el antiacademicismo que
siempre quiso mostrar en cada uno de sus cuadros.
La parte central del trabajo, como ya hemos dicho,
corre a cargo del catedrático de Historia del Arte, Pedro Miguel Ibáñez, que
distribuye la etapa vital de Óscar, más
allá de sus años de aprendizaje, caracterizados por su etapa como alumno
oficial del alcarreño Fausto Culebras, en la conquense Escuela de Artes y
Oficios que regía en los años de la posguerra la Diputación Provincial, y un
aprendizaje, cuando menos oficioso, respecto del abulense Eduardo Martínez
Vázquez, edl madrileño Fernando Somoza, y del griego Dimitri Perdikidis, en la
etapa en la que los tres pintores permanecieron en Cuenca, en tres etapas
claramente definidas: un periodo de juventud, de 1947 a 1960; un periodo
álgido, de 1961 a 1980; y un tercer periodo de plenitud, entre 1982 y el año de
su fallecimiento, 2017, que el profesor Ibáñez define como de “entre la
modernidad y la tradición, o cómo reinventarse en el arte”.
Pedro Miguel Ibáñez critica muchas de las
definiciones que otros críticos, en comentarios de prensa o en los textos para
los catálogos de las innumerables exposiciones en las que participó a lo largo
de su carrera, a lo largo y a lo ancho esta piel de toro que es España:“A lo
largo de los distintos capítulos, queda evidente nuestra escasa concordancia
con la mayor parte de los cronistas de exposiciones y críticos de arte, que han
comentado aspectos de la pintura de Óscar Pinar. En poco casos se constata el
punto de partida de una metodología precisa y la existencia de un criterio. Por
el contrario, parece que casi todo se basa en la búsqueda de una frase
ocurrente o de la mera retórica. Es por ello por lo que, desde el punto de
vista historiográfico, su pintura ha permanecido inédita durante más de setenta
años, desde el primer cuadro y fechado por él en 1947. Nada tiene que ver eso
con el ideal estético de cada uno al valorar las obras. Queda claro que pueden
existir discrepancias en la mirada, pero hay que fundamentar las apreciaciones
teniendo en cuenta lo que nos enseña el último siglo y medio vivido por el arte
contemporáneo. Una cosa es redactar un texto coyuntural para una exposición en
un momento determinado, y otra muy distinta analizar las claves estilísticas y
devolutivas de un artista con la perspectiva del mucho tiempo transcurrido, que
es lo que toca. Lo que sí queda evidente, pasados los años, son las debilidades
y las obsolescencias de esos textos literarios o ensayísticos, si no se han
cimentado en un mínimo conocimiento del hecho artístico. Como conclusión del
epígrafe, cabe resaltar la importancia de este tipo de monografías que
establezcan una panorámica de suficiente envergadura de los artistas
figurativos conquenses de mediados del siglo XX, esa suerte de generación
perdida, fagocitada por lo abstracto.”
Desde luego,
Óscar Pinar, a pesar de lo que de él se ha dicho muchas veces, fue un
pintor moderno, dentro de su apuesta por el arte figurativo, y lo es en parte
por su frontal oposición a todo academicismo, lo que, siendo una apuesta
personal, permitió que muchas veces nuestro pintor no fuera bien entendido por
sus coetáneos. Por ello, Pedro Miguel insiste en el último apartado de su
ensayo, en negar algunos de los estilos pictóricos en los que la obra del
conquense ha sido muchas veces encuadrada: como las supuestas debilidades
técnicas a la hora de enfrentarse a sus cuadros, algo que en realidad no
respondía a una falta de capacidad artística, sino a una concepción de la obra
bien pensada, y llevada a cabo de acuerdo con esas pretensiones; o el
infantilismo, que algunos de los comentaristas de sus lienzos, erróneamente,
acercan al pintor conquense a la estela de la estética naif; o un supuesto
realismo, que, como dice Pedro Miguel Ibáñez, no lo es si atendemos al colorido
de sus obras, y al trazo grueso que éstas presentan; o al argumento, tantas
veces repetido, de la obra pinariana como parte del impresionismo, estilo al
que sólo se acerca, y no demasiado, en una etapa de su peripecia artística, y
apenas por el colorido empleado en aquella etapa pictórica. Sin embargo, y como
Ibáñez insiste repetidamente a lo largo del libro, todo ello no es suficiente
para clasificar a un pintor dentro del impresionismo.
Entonces, ¿en cuál de los estilos de la pintura del
siglo XX cabría encuadrar a Óscar Pinar? La respuesta nos la da, ya al final de
su estudio, el profesor de la Universidad de Castilla-La Mancha: la pintura de
Pinar se encuentra entre el fovismo francés y el expresionismo alemán. Al
respecto, dice lo siguiente Pedro Miguel Ibáñez, en una cita extensa pero
claramente definitoria de su obra:“Entre el movimiento francés y los
alemanes existe un territorio fronterizo bien representado por el citado
Vlaminck, el miembro más expresionista del fovismo, y no digamos por Georges
Rouault, más cercano a los artistas alemanes que a sus compatriotas. Interesa
resaltar estos hechos por los vínculos que se pueden establecer con la misma
producción de Óscar, donde en ocasiones no resulta fácil discriminar si una
obra está más cerca del fovismo o del expresionismo, o si funde caracteres de
ambos movimientos. Toda la pintura de Óscar refleja la importancia del trazo
rotundo en la elaboración de sus cuadros… La fase del expresionismo más extremo
de Óscar finaliza hacia 1976, dejando a salvo piezas aisladas que pueden surgir
con posterioridad. No es casual que, en 1977, efectúe alguna declaración
manifestando su deseo de iniciar una nueva etapa. Interpretamos que la idea que
pudiera rondar su cabeza fuera la de abandonar los colores más apagados y
monocordes de los años precedentes, así como las formas bamboleantes y sinuosas
que dotaban de inquietante vida interior a los pueblos. Lo cierto es que genera
su momento más fovista, con un cromatismo más violento y variado. Los colores
vivos, alegres y contrastados vienen de muy atrás, desde Cuenca y la hoz
del Júcar (1963) hasta Otoño (1970), y coexisten con la otra línea ya
expuesta. Pero ahora se acentúan en las más diversas manifestaciones dentro del
género, sean marinas, vistas urbanas o escuetos elementos del paisaje. En
cualquier caso es un fovismo parcial y moderado, que en buena medida supone la
antesala de lo que caracteriza el periodo final. Sí alcanza la radicalidad
absoluta en piezas como, entre otras, Valdemoro del Rey, Cuenca (1980) y
Arandilla del Arroyo, Cuenca (1981), como hemos analizado en su lugar,
pero son obras de pequeño formato que nos dejan cierta frustración por lo lejos
que pudiera haber llegado en esta corriente estilística.”
Y si el homenaje a Óscar Pinar llegaba tarde por esa
manía que tenemos los conquenses de homenajear a las personas, casi siempre,
después de su fallecimiento, y si el homenaje que sin duda se hará también a
uno de los autores, otro de nuestros grandes pintores de entresiglos, Miguel
Ángel Moset, también va a llegar tarde precisamente porque su temprana muerte,
hace varios meses, no le ha permitido ver impreso ese libro en el que él
también ha participado, el homenaje que Julio Calvo Pérez ofrece a su, nuestro,
buen amigo, Emilio Morales, afortunadamente, todavía llega a tiempo. Y es que
los conquenses todavía podemos disfrutar del arte y, lo que es más importante,
también de la bondad del pintor de Mota del Cuervo. Un pintor que ya ha dejado
cátedra entre los conquenses, porque son ya muchos los que, alumnos suyos, han
sabido ya hacerse, ellos también, un hueco, entre exposiciones y premios de
pintura, en este difícil mundo que es el arte. Un pintor que conoció la Movida
madrileña, y lo que esa Movida representaba, cuando hacía caricaturas y dibujos
en la Plaza Mayor de la capital, y que después quiso regresar a su tierra natal
para regalarnos su manera de entender el arte, sabiendo de aquella otra
“movida” conquense, la que representó el Asilo de Ancianos de nuestra Plaza
Mayor, actual Museo de las Ciencias, lo que podríamos llamar la “edad de oro”
del arte conquense, al amparo de Fernando Zóbel y su Museo de Arte Abstracto
Español. Un pintor que es y se siente conquense, aunque con un recorrido
universal que le ha llevado a mostrar algunos de sus lienzos por todo el mundo,
desde Seúl y Tokio hasta diferentes puntos de Norteamérica. Un pintor que,
sobre todo, no sabe decir nunca que no cuando alguien le pide uno de sus
cuadros, o una de sus exposiciones, porque él también es un formidable
comisario de exposiciones colectivas, para una oenegé o para cualquier
otro fin solidario.
Julio Calvo, el autor del libro sobre Emilio, no es
crítico ni historiador del arte, sino un reconocido lingüista, catedrático en
la Universidad de Valencia, y autor de reconocidos estudios en los campos de la
lingüística y de la semántica, y director técnico del proyecto el Diccionario
de Peruanismos, de la Academia Peruana de la Lengua. También es autor de
diferentes estudios, siempre desde el punto de vista de la lingüística,
publicados ya en la propia Diputación Provincial de Cuenca, como los de Juan de
Valdés, Sebastián de Covarrubias y Lorenzo Hervás y Panduro, además de una
biografía de José Antonio Conde, natural, como él, del pueblo conquense de La
Peraleja, que llegó a ser uno de los principales arabistas de su época, a
caballo entre los siglos XVIII y XIX. Pero, sobre todo, Julio es un gran amigo
de Emilio, y ello, sin poner ningún ápice a su nuevo trabajo, se nota a lo
largo del texto.
El libro, que cuenta, como el ya comentado sobre
Óscar Pinar, con un importante aparato de ilustraciones, algunos de los mejores
cuadros de Emilio, está ordenado en base a tres apartados claramente definidos.
En primer lugar, bajo el título de “Emilio Morales consigo mismo”, el autor
realiza una biografía del pintor. Pero no se trata de una biografía al uso,
secuencial, en la que el autor vaya repasando los hitos más importantes de la
vida y la obra del artista. No; se trata más bien de un recorrido por el
interior de nuestro genial artista, destacando, junto a esa biografía
propiamente dicha, algunos aspectos que son clave en su obra, en cuanto
formadores de su personalidad artística.
En la segunda parte, bajo el título de “Emilio
Morales en su relación con los demás”, se destacan también dos aspectos que
también han sido clave en el devenir de Emilio, a lo largo de estos cuarenta
años como pintor: sus relaciones con el resto de los artistas, y su faceta como
enseñante. Por lo que se refiere a lo primero, a su relación con los demás pintores,
Emilio siempre ha tenido buena relación con casi todos los pintores y escultores
con los que se ha relacionado a lo largo de estos años (Miguel Ángel Moset,
Fernando Zóbel, Pacheco, …, por citar sólo a unos pocos, dentro del ámbito
conquense; Antonio Villa-Toro, Rufino de Mingo,… fuera de nuestra ciudad;
aquellos compañeros de la movida madrileña, como Paco Clavel o Fabio MacNamara,
…, entre los más inclasificables de aquella movida), lo cual ya dice mucho
sobre su proverbial bondad y amabilidad, en un mundo, éste de la pintura, en el
cual resulta complicado apaciguar los fuertes egos personales de los artistas.
Por lo que se refiere a lo segundo, a su capacidad como docente, ésta faceta es
consustancial también con su propia labor creativa, y como muy bien afirma
Calvo Pérez, han sido ya más de dos mil los alumnos que han pasado por sus
clases, niños y adultos, tanto en Cuenca como en los diferentes pueblos de la
provincia en los que ha dado clase de manera sistemática (Arcas, Fuentes,
Sotos, Carboneras,…); algunos de ellos, además, ya han triunfado en su propia
labor artística, participando en algunas exposiciones de importancia y ganando
algunos premios de pintura, lo cual, también, dice mucho de Emilio como docente.
Finalmente, “Perspectiva y prospectiva” en la
tercera parte hace Julio una mirada paralela al pasado, al presente y al futuro
de Emilio como artista. También en ésta, como en las otras dos partes del
libro, Amparo, la mujer de Emilio, sigue estando presente, porque, como dice el
refrán, como el autor afirma, “detrás de todo gran hombre está siempre una gran
mujer”; y Amparo, siempre está detrás de Emilio, para apoyarle en todos y en cada
uno de sus proyectos, y también en sus clases de pintura, como si fuera ella
misma parte de esa labor creativa del pintor de Mota del Cuervo.
Ya para terminar, quiero hacerlo con un párrafo de Julio, uno de los primeros que encontramos en el libro, en el que el autor define una parte de la obra de Emilio: “Pero Emilio Morales vive de las dos fuentes: la de la sencillez y reducción en los planteamientos artísticos y la de la evasión artística, la de los paisajes firmes, bien tratados por las formas y sujetos a la impresión de la luz, y la de la ciudad abstracta y onírica, bañada por el color, omisa a las formas, pero lejos del negro de la España de quienes engendraron un día el primer museo de arte abstracto de España. Esos son los logros y las objeciones del arte de provincias y en provincias, aunque Emilio Morales sale frecuentemente de esos cánones aupado por su constante insatisfacción artística y sus deseos de prevalecer a veces desde lo más nimio, como puede ser un plástico en el río, los reflejos insinuantes de los objetos, el vuelo de las palomas, el pase de un gato en equilibrios o un sueño de molinos de viento manchegos.”
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