sábado, 20 de enero de 2024

De noticias falsas y palabras mal empleadas. Dos nuevos libros sobre política e historia

 

No cabe duda que estos momentos que nos han tocado vivir no son demasiado buenos para la democracia, ni tampoco para intentar un estudio serio de la historia. La ley de la Memoria Democrática, con su indudable sesgo ideológico, vuelve a poner sobre la mesa la censura, al querer imponer a los politólogos, y a los historiadores, lo que deben o no deben escribir sobre el pasado más reciente, y convirtiendo, otra vez, la historia de España, incluyendo temas tan sensibles como la Segunda República o la Guerra Civil, en una historia de buenos y malos; reinventado la historiografía del franquismo y dándole la vuelta, somo si se tratara de un calcetín usado. Los buenos de ayer son los malos de hoy en día, y los que ayer fueron malísimos, unos verdaderos diablos, son ahora los ángeles del progreso. Por otra parte, los medios de comunicación, y sobre todo las redes sociales, abundan en fake news, de manera que la verdad se convierte en un tesoro imposible, incluso para aquellos que están presuntamente bien informados. Así las cosas, saber diferenciar entre una noticia verdadera de una simple labor propagandística, o incluso un trabajo de desestabilización del enemigo, es tarea prácticamente imposible para la mayor parte de la población. Sobre ambos aspectos, sobre las fake news, en este caso las relacionadas directamente con la crisis catalana, y sobre lo que algunos aspectos de la nueva ley pueden significar para el estudio de la historia, relacionadas en este caso con el manido uso de la palabra “fascista”, es sobre lo que tratan estos dos libros que voy a comentar en esta nueva entrada.

El primero de ellos tiene un título y un subtítulo que, por su extensión, son bastante clarificadores de lo que tratan: “Fake news: la nueva arma de destrucción masiva. Cómo se utilizan las noticias falsas y los hechos alternativos para desestabilizar la democracia.” Su autor, David Alandete, es un periodista de raza, que se presenta como “experto en gestión de medios e investigaciones sobre campañas de desinformación.” Conoce bien la política internacional desde su antiguo puesto como director adjunto del diario El País, entre 2014 y 2018. Antes de ello, había sido corresponsal de ese mismo periódico en Washington, cubriendo las noticias que procedían del Pentágono, el Congreso americano y el Departamento de Estado. También cubrió, como enviado especial en Afganistán, el décimo aniversario de la operación militar norteamericana contra ese país asiático. Entre los años 2013 y 2014, fue corresponsal de El País en Oriente Próximo, donde cubrió asuntos tan importantes como el golpe de estado de Egipto, en julio de 2013, la guerra civil en Siria, o el proceso de paz entre judíos y palestinos. En la actualidad vuelve a cubrir, como corresponsal de ABC, las noticias procedentes de la capital norteamericana.

El autor defiende en el libro la tesis de la injerencia de Rusia, existente  desde siempre, pero creciente en los últimos años, en la política interior de Europa y de Estados Unidos. Y no sólo la defiende, sino que, además, da numerosas pruebas de su existencia, a diferentes organizaciones, como RT o Sputnik, que, bajo el paraguas de simples agencias de información, lo que hacen es verter noticias falsas en la opinión pública. Ejemplo de ello, por su propio interés interno, es todo el aparato de desinformación que, ya desde mucho tiempo antes de que estallara la guerra, ha venido desarrollando en el tema de Ucrania. En este sentido, tiene especial importancia, por las consecuencias que provocó en muchos pasajeros inocentes, el accidente que el 14 de julio de 2014 sufrió un Boeing 777 de Malaysia Air Lines, que ese día había despegado del aeropuerto de Amsterdam, y que causó la muerte a cerca de trescientos pasajeros, principalmente holandeses y australianos. La táctica, en este y en otros casos similares, como en el caso del envenenamiento del espía, agente doble, Serguéi Skripal, y de su hija Yulia, ha sido la de difundir, mediante sus agencias de desinformación, varias teorías diferentes, incluso enfrentadas entre sí, con el fin de que la opinión pública no pueda conocer la verdad, que no es otra que su implicación en el suceso.

Pero la desinformación afecta también a la política interior de otros países, enemigos o supuestos enemigos de Rusia. En Estados Unidos se interpuso en las elecciones que dieron la presidencia del país a Donald Trump, y en todos los procesos electorales que se han sucedido desde entonces. Rusia también ha intentado intervenir en Europa, principalmente entre los países más fuertes de la alianza. En el Reino Unido logró una importante victoria cuando, de forma inesperada, la opinión favorable al Brexit logró imponerse en el referéndum, y el país no tuvo más remedio que separarse de la Unión Europea. También ha intentado intervenir tanto en Alemania como en Francia. Por lo que respecta a este último país, Alandete también se muestra bastante claro: “En pocos países han invertido los medios de propaganda rusos tantos recursos como en Francia. Sputnik y RT operan ambos en francés y su principal objetivo allí ha sido Emmanuel Macron. Primero, con informaciones sesgadas y malintencionadas en las elecciones presidenciales de 2017 y más recientemente durante la revuelta populista de los chalecos amarillos, que comenzó como un rechazo al aumento del impuesto sobre las gasolinas y pronto pasó a pedir la dimisión de Macron. El 29 de mayo de 2017 el presidente francés hizo algo a lo que pocos líderes mundiales se han atrevido: pedirle contención a Vladímir Putin, a la cara y ante periodistas de todo el mundo durante una visita.”

Así las cosas, no debe extrañarnos la influencia que los intereses rusos han tenido en la política interior española, y especialmente en la crisis catalana. El propio Alandete se hace eco de un informe realizado por Josep Baques, doctor en Ciencias Políticas, miembro del Instituto Español de Estudios Estratégicos, dependiente del Ministerio de Defensa, en  los siguientes términos: “En un informe del Instituto Español de Estudios Estratégicos, el centro de estudios del Ministerio de Defensa, el doctor en ciencia política Josep Baqués afirmaba que el Kremlin está aprovechando el órdago catalán para desestabilizar, empleando para ello una política destinada a generar confusión desde las redes sociales, en una línea similar a la utilizada para influir en las recientes elecciones de Estados Unidos. Moscú no tiene interés específico en España, ya que queda demasiado lejos de su área de influencia. Ni siquiera somos dependientes del gas natural ruso a diferencia de lo que ocurre, con mayor o menor claridad, al norte de los Pirineos. Pero Moscú aspira a fomentar las desavenencias en Cataluña para de ese modo debilitar a un Estado miembro de la OTAN. Esta estrategia puede repetirse en el futuro en otros Estados europeos (puesto que muy pocos son monoculturales) y, desde luego, puede reproducirse en nuestro propio país (vinculado al caso catalán o a otros  similares/potenciales).”

Porque es ello, la desestabilización de los países considerados enemigos, lo que realmente mueve al Kremlin a la hora de tomar este tipo de iniciativas, iniciativas que, por otra parte, y para el caso español, van mucho más allá de su participación en el caso catalán. No son un secreto las relaciones que el gobierno ruso mantiene con los partidos políticos de extrema derecha, incluido VOX, pero también, cuando le interesa, con los de extrema izquierda. Y ahí, en este entramado de fuerzas opuestas, es donde la desinformación procedente de Rusia tiene su caldo de cultivo. Por más que VOX haya negado su relación con el Kremlin, son claros los informes que demuestran ciertas relaciones de diferentes asociaciones españolas de extrema derecha, como Hazte Oír o CitizenGo, con diferentes personajes rusos, como Alexei Komov o Konstantin Malofeev, que a su vez están bien relacionados con el gobierno de su país.

Y en este sentido, también es interesante conocer hasta qué punto trabajan las redes desinformadoras rusas para intentar desprestigiar a figuras poderosas como el multimillonario y filántropo norteamericano, de origen húngaro, Georges Soros, a quien el autor del libro no duda en defender: “Soros es un prolífico autor, con catorce libros en su haber. En todos expresa una visión a favor de los valores de la democracia liberal capitalista, con una marcada preferencia internacionalista. No es un filántropo al uso, centrado en programas humanitarios y de ayuda al desarrollo social, sino un inversor político, interesado en difundir ideas de libertad, igualdad y propiedad privada, algo que le ha granjeado la enemistad de regímenes autoritarios en todo el mundo. Cuando la URSS cayó, decidió dedicarse a la construcción de instituciones que consolidaran la democracia en el este de Europa, expandiendo instituciones como la UE, a la que veía como garante de la democracia en el continente. Su confianza en la fortaleza de la UE se ha visto puesta a prueba con el auge de los diversos populismos que han ido ganando terreno a ambos lados del extinto telón de acero. La gran recesión, la crisis migratoria y el expansionismo ruso le han convertido en objetivo constante de críticas tanto dentro de Europa como en Rusia. Es acusado reiteradamente de haber puesto en marcha una gran conspiración mundial para acabar con la soberanía de las naciones centenarias de Europa. Un golpe especialmente fuerte para él fue la victoria del «sí» en el referéndum del brexit, tras el cual llegó a afirmar que el proyecto de integración europea estaba acabado.”

 

    Si la desinformación, y en concreto la desinformación proveniente del gobierno ruso, es importante como arma de combate en las guerras modernas, también lo es, como no podía ser de otra forma, el uso sesgado y manipulado de las palabras. En este sentido, a nadie se le escapa el manido uso que la palabra “fascista”, o su sinónimo más populista, “facha”, cada vez que nos referimos a un político o un partido que defiende unos postulados opuestos a los nuestros. Pero, ¿es aplicable este término a todo aquel que defienda una ideología, ya no de extrema derecha, sino incluso liberal? Ésta es la pregunta a la que intentan responder los autores de este otro libro “Ellos, los fascistas”, Javier Rodrigo y Maximiliano Fuentes. El primero es un historiador aragonés, que actualmente es profesor de Historia Moderna y Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona, y es especialista en las guerras civiles europeas y en todo tipo de violencias colectivas, incluido el desarrollo de los movimientos fascistas. El segundo, de origen argentino, ha publicado diversos estudios sobre el papel jugado en España durante la Primera Guerra Mundial, y en la actualidad es profesor en la Universidad de Gerona.

Para ello, los autores aprovechan los dos primeros capítulos para hacer un repaso de lo que fueron, en su momento, el periodo de entreguerras, los fascismos, principalmente las tres manifestaciones más importantes del movimiento a nivel europeo: el fascismo de Mussolini, propiamente dicho, el nacismo alemán, y el franquismo español, sobre todo el de los primeros años de la posguerra. Y ello, con el fin de hacer ver al lector cuáles eran las características propias de estos movimientos, las que tenían en común -el uso extremado de la violencia de estado, sobre todas las demás-, y las que las diferenciaban, con el fin de buscar, a su vez, semejanzas y diferencias con los movimientos actuales de extrema derecha. Sin embargo, no obvia tampoco el resto de organizaciones de tipo fascista, que fueron surgiendo en todos los países invadidos por Alemania en los años previos al estallido de la Segunda Guerra Mundial, o en los primeros meses del conflicto, siempre a semejanza del propio régimen de Hitler. Como es sabido, todos estos movimientos, salvo los casos especiales de Franco en España y de Oliveira Salazar en Portugal, por sus especiales circunstancias históricas, acabaron en 1945, tras la derrota completa del Eje en la guerra mundial.

No quiere ello decir que en este momento desaparecieran todos los movimientos de extrema derecha. A nadie se nos escapa que, desde 1945, este tipo de ideologías se mantuvo, aunque casi siempre de manera minoritaria, entre los países vencedores -salvo Rusia, por razones obvias, beneficiadas, sin duda, por la Guerra Fría y la necesidad de luchar contra el comunismo en todos los países del bloque capitalista. Así, durante la segunda mitad del siglo XX fueron surgiendo en casi todos esos países algunos partidos de extrema derecha, más o menos asentados en sus sociedades respectivas, y algunos de ellos llegaron a contar con un cierto protagonismo. Pero, ¿se puede considerar a esos partidos como fascistas? Está claro que no, porque en ningún caso acudieron a defender sus postulados con la violencia que caracteriza a los partidos fascistas de los años treinta. En este sentido, defienden acertadamente los autores del ensayo, hablar de fascismo en la segunda mitad de la centuria pasada no deja de ser un mero anacronismo, no ya como concepto histórico, sino, incluso, como mero concepto político.

A nadie se nos escapa, tampoco, el creciente desarrollo que las ideologías de extrema derecha han tenido, también, en las últimas décadas, no sólo en Europa -Nigel Farage en el Reino Unido, Viktor Orban en Hungría, Donald Tusk en Polonia, Marine Le Pen en Francia, Matteo Salvini en Italia, Tom Van Grieken en Bélgica…-, incluso en aquellos países de más honda tradición liberal, como los escandinavos -Anders Lange en Noruega, Jimmie Akesson en Suecia, Niels Hojlund en Dinamarca-, sino también en cualquier parte del mundo -Narendra Modi en la India, Jair Bolsonaro en Brasil, el propio Donald Trump en Estados Unidos,… Se trata de políticos y de partidos que tienen mucho en común entre sí: la defensa de las fronteras nacionales, el euroescepticismo, la negación de postulados feministas, la defensa de la familia tradicional, la lucha contra la inmigración ilegal,… Pero, ¿es suficiente todo ello para definir a estos partidos como fascistas, en el sentido real que esta palabra tiene?

Los autores entienden que no, incluso en la manifestación más puramente española de esta nueva ultraderecha, que no es otra que VOX. En este sentido, y a pesar de ciertas relaciones existentes entre algunos de sus líderes con el régimen de Franco, hay que destacar que el partido de Santiago Abascal ni siquiera es tan beligerante como otros partidos europeos de extrema derecha. Respecto a este asunto, recogemos las palabras de Javier Rodrigo y Maximiliano Fuentes: “Otra característica fundamental de Vox es su marcado neoliberalismo. En este aspecto, el partido se distancia abiertamente de otras expresiones de la derecha radical que, como la Agrupación Nacional francesa, defienden un «chauvinismo del bienestar». Vox defiende con firmeza el libre mercado, la libertad individual en términos económicos y la propiedad privada. Éste es el punto fundamental de divergencia entre Vox y el resto de los partidos de la derecha radical europea que sostienen en sus programas posturas tradicionalmente progresistas en materia económica, como el proteccionismo, la reindustrialización y la defensa de la seguridad laboral. La visión sobre la Unión Europea también muestra diferencias entre Vox y otros partidos de la derecha radical. Su euroescepticismo es francamente moderado y desde sus orígenes ha sido mucho menos beligerante que el de grupos como el Frente Nacional o la Liga de Matteo Salvini.”

A modo de resumen, y como decíamos antes, hablar de fascismo en pleno siglo XXI no deja de ser un claro anacronismo y, sobre todo, un arma de combate que las ideologías de izquierdas no dejan de utilizar en su propio beneficio: “Cien años después de la Marcha sobre Roma, identificar fascistas o denominarse antifascista rasga en el anacronismo. La historia solamente es una maestra de futuro en sus concepciones más simplistas, y fenómenos tan complejos como los que aquí nos han ocupado necesitan de más reflexión que los que caben en los 280 caracteres de un tuit. Si queremos comprender la crisis de la democracia y prever su evolución, dejemos de utilizarla con categorías vinculadas con el pasado, suspendidas en el tiempo y en el espacio, como si los contextos no contasen ni evolucionasen. Leámosla históricamente, sí, pero también, y, sobre todo, con las herramientas del presente. Este ha sido nuestro objetivo.”

Un militar inspecciona los restos del accidente que el 14 de julio de 2014 sufrió un Boeing 777 de Malaysia Air, cerca de la aldea de Hrabove, región de Donetsk .


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