Esta segunda entrega de
la serie se extiende entre los años 75 y 58 a.C., es decir, desde el obligado
exilio de nuestro protagonista en la isla de Rodas, después de su derrota en su
intento de acusación contra Antonio Hibrido, uno de los senadores optimates,
hasta la invasión de los helvecios contra la parte de la Galia que, ya
entonces, era aliada de Roma, lo que posibilitó al futuro dictador, en
definitiva, disponer de mando militar sobre las legiones. En la novela, tal y
como ocurre en la entrega anterior, se presentan al lector episodios de la vida
de Julio César, unos más conocidos que otros pero todos igual de históricos,
como su relación con Pompeyo, más política que personal, o su enfrentamiento
con los piratas, quienes le habían hecho prisionero en el transcurso de aquel
exilio, y a quienes conseguirá derrotar fácilmente, recuperando todo el dinero
que había costado su liberación, y mandándolos ejecutar, solucionando el
problema que ellos representaban en aquella parte del Mediterráneo.
La novela se divide en
cuatro partes claramente diferenciadas. En la primera, “Un mar sin ley”, se nos
presenta, precisamente, ese problema de la piratería en el Egeo, al tiempo que
se nos presenta también un César derrotado, es cierto, pero dispuesto también a
seguir dando batalla contra el partido de los optimates; y para ello se
dirige a la isla de Rodas, con el fin de poder aprender allí oratoria, de la
mano del mayor orador del momento, Apolonio Molón. Pero en el curso del viaje,
ya lo hemos dicho, debe hacer frente al problema de la piratería, a la que va a
vencer gracias a su inteligencia, como tantas veces lo haría en el futuro. Pero
la historia de César es, también, la historia de Roma, tal como el propio
Apolonio le va a confesar a éste en el transcurso de una de sus conversaciones,
en la terraza de la propia casa del retórico griego: “La política romana es la
política que nos afecta a todos… Sólo los ignorantes o los tontos se permiten
la insensatez de no estar al corriente de la política que nos afecta.”
Por ello, en la nueva
novela de Posteguillo se nos presentan otros asuntos que, aparentemente, no
afectan para nada a la vida del protagonista, aunque muy pronto nos iremos
dando cuenta de que ello no es así; que de alguna manera también van a afectar
a su vida política y personal. Son asuntos como la guerra civil que todavía se
está desarrollando en Hispania, entre Sertorio y Metelo, entre los populares y
los optimates, que en aquellos momentos se encuentra ya en su fase
final, después de la llegada a la península de Pompeyo, en favor de estos
últimos, y después, también, de aquella etapa en la que el teatro de
operaciones de la guerra hubiera estado en la meseta sur, y en la que habían
tenido tanto que ver ciudades como la propia Segóbriga. Nada habla de ello la
novela porque, tal y como decimos, la guerra se encuentra ya en su fase
definitiva, y estaba a punto de ser ganada por Pompeyo, después de haber
comprado la traición de los oficiales de Sertorio.
En esta primera parte de
la novela se nos presenta, también, el otro gran problema al que los romanos
tuvieron que enfrentarse en esta etapa de su historia: la sublevación de
Espartaco, el temible gladiador tracio que puso en jaque a la propia capital
del imperio, y que se desarrollará de manera más crucial en la segunda parte de
la novela, es importante porque el conflicto va a ser la excusa que permitirá
el regreso de César, primero a la propia ciudad de Roma, y más tarde, incluso,
a su recuperación para la política. En este sentido, y para los que sólo conocen
la figura de Espartaco a través de la película de Stanley Kubrick, para
aquellos que sólo aciertan a imaginar al gladiador a través del físico del
actor Kirk Douglas, el final del héroe puede resultar un tanto extraño. Sin
embargo, ya lo hemos dicho, Santiago Posteguillo, antes que novelista es
historiador, y como historiador es siempre fiel a la historia real en todo lo
que cuenta. Por ello, él sabe muy bien que Espartaco, en realidad, no murió
crucificado, sino en pleno combate contra las legiones romanas; si es que
realmente murió en el transcurso de la batalla del río Silaro, porque, en todo
caso, y a pesar de lo mucho que se buscó su cadáver por parte de sus enemigos
romanos, éste nunca fue encontrado. Es por ello, por lo que Posteguillo, como
narrador, se ve capacitado para imaginar, como también lo han hecho algunos de
sus biógrafos, que él en realidad nunca murió en la batalla, que a pesar de que
estaba gravemente herido, pero todavía vivo, su amante, la desconocida Idalia,
una antigua esclava de su lanista, el preparador de gladiadores Léntulo
Batiato, pudo rescatarlo del campo de batalla, sacarlo finalmente de la
historia y darle por fin esa libertad que largamente anhelaba.
La tercera parte, la más
extensa, con mucho, de la novela, es claramente indicadora desde el título de
lo que va a tratar: “Senador de Roma”. César ya ha logrado regresar a su Roma
querida; querida, sí, pero maldita al mismo tiempo, por lo mucho que va a
exigirle durante toda su vida. Pero César es capaz de sobreponerse a toda esa
maldición que le ofrece la ciudad, a través de su determinación y también de su
inteligencia. Y seguirá escalando posiciones en un cursos honorum que,
según toda previsibilidad, le hubiera sido imposible de conseguir a cualquier
otro romano que no fuera él, desde sus primeras prelaturas, de escasa
importancia, como la de questor o la de curator de la Vía Apia,
hasta el consulado, y, con ello, su reconocimiento como jefe de las legiones en
la Galia. Y por primera vez, además, van a aparecer en su vida algunos
personajes que, después, van a ser importantes en su biografía futura.
Personajes como Cleopatra, la futura reina de Egipto; o Craso, el hombre más
poderoso de Roma, al menos en términos económicos, con el que se aliará para
poder enfrentarse a los principales líderes optimates; o como el propio
Pompeyo, uno de ellos al principio, y con el que terminará también aliándose
para formar, junto al propio Creso, aquello que los historiadores conocen como
el Primer Triunvirato de Roma.
Sí; “Maldita Roma” no es
sólo una novela sobre la vida pública y privada de César. Se trata, más bien,
de una novela sobre Roma a través de la figura del hombre más importante de
Roma en el primer siglo antes de nuestra era. A pesar de ello, también hay
espacio para esa vida privada: sus dotes como conquistador, no ya de
territorios, sino también de los corazones de las más bellas matronas romanas,
sobre todo después de la muerte de su primera esposa, Cornelia, su gran amor a
través de los años, además de su hija Julia. Porque, más allá de su relación
afectiva con las otras mujeres de su vida -con sus hermanas, Julia la Mayor y
Julia la Menor; con su madre, Aurelia; con su hija, también llamada Julia-, a
través de la novela, el lector puede darse cuenta de la enorme contraposición existente
entre sus dos primeras esposas, entre Cornelia, a la que amó de verdad, y
Pompeya, la nieta de Sila, que sólo fue para él una manera de asegurarse, al
menos en apariencia, el respeto de los optimates, a los que pertenecía
la familia de ella. Por ello, el subterfugio de Aurelia para que César pudiera
divorciarse de Pompeya, aunque no está muy claro que pudiera desarrollarse tal
y como se narra en la novela, es tan real como el resto de la narración, y así
lo relatan también algunos autores clásicos, como Plutarco que han escrito
sobre la vida de César; como también narran el ridículo público que supuso para
Catón el asunto de la cesta llena de excrementos, que también aparece narrado
en las páginas de “Maldita Roma”.
En los últimos capítulos
de la tercera parte, el autor acerca a los lectores diferentes aspectos de la
vida de César, cuando el dictador se encuentra en pleno apogeo de su poder; sus
campañas como propretor en Hispania, contra las tribus lusitanas que
asolaban las ciudades aliadas, y la creación de ese Primer Triunvirato. En lo
que se refiere a su etapa al frente de Hispania, la provincia más occidental
del imperio, podemos apreciar sus anhelos por pacificar definitivamente la
península ibérica, que la guerra civil entre Sertorio y Metelo había dejado en
una situación claramente inestable, más allá de la fuerte romanización que ya
caracterizaba a muchas de las ciudades, especialmente en Andalucía. Y también,
la relación de confianza, que en ese momento ya se empieza a entrever, con uno
de los hombres más poderosos de Hispania en aquellos momentos, el gaditano
Lucio Cornelio Balbo: “Quiero Roma -le dice el hispano a Julio César,
durante su encuentro frente al templo de Hércules, el viejo templo fenicio de
Melkart, en Gades-. Quiero que me lleves a Roma cuando termines como propretor
de Hispania. Quiero mejorar la posición de Gades en el mundo romano, pero tengo
claro que todo lo importante se decide en Roma. He de entrar en la política
romana o nunca conseguiré esas mejoras para mi ciudad.” Es cierto, con la ayuda
de César, Balbo conseguiría, en los años siguientes, entrar de lleno en la más
alta política romana, allí donde se decidía todo en el “imperio” de Roma, e
incluso, más allá del “imperio”, llegando a convertirse primero en senador, y más
tarde, también, ya en el año 40 a.C., en el primer cónsul que no era oriundo de
la península de Italia. Y su sobrino, de idéntico nombre, sería también el
primer romano que intentaría llegar más allá del desierto del Sahara, a la
región mítica de Tombuctú.
Y por lo que se refiere
al Primer Triunvirato, del que también fue parte activa el propio Balbo, éste
no fue nunca, tal y como muchas veces se ha hablado de él, en un usual
ejercicio de anacronismo que es impropio del estudio histórico, una institución
como tal, ni una alianza entre determinados partidos políticos. Se trata, más
bien, de una alianza personal entre tres políticos aparentemente
irreconciliables, más allá del propio beneficio personal que a cada uno de
ellos esa alianza pudiera repercutirles. La alianza entre Julio César y Marco
Licinio Craso, el hombre más rico de Roma, se había producido ya algún tiempo
antes, cuando el primero se había apoyado en la riqueza del segundo para crecer
en su carrera política, para comprar los votos necesarios para triunfar en las
elecciones a cada uno de los cargos. La alianza con Cneo Pompeyo Magno, sin
embargo, será posible gracias en parte al propio Balbo, a quien el gaditano
había apoyado ya antes, durante su guerra contra Sertorio. Y de esta forma, la
alianza de los tres políticos para derrotar al conjunto de senadores optimates,
con Catón y el propio Cicerón a la cabeza, se va a convertir en una lucha, casi
mortal, por el poder de la propia ciudad de Roma y, más allá de ésta, por el de
todo el imperio.
Pero la alianza que da
origen a este Primer Triunvirato es una alianza difícil, en lo personal y en lo
político, más allá de que Pompeyo le hubiera obligado a César a desposarse con
Calpurnia, la hija de Lucio Calpurnio Pisón, uno de los senadores afectos a la
facción de Pompeyo, y por más que éste se hubiera desposado a su vez con la
hija del propio César, con Julia. Por ello, no es extraño que ese Primer Triunvirato
terminara como acabó: con una guerra civil entre dos de sus miembros, los dos
lados más fuertes del triángulo, César y Pompeyo, después de la muerte del
tercero, Craso, en el año 53, durante su campaña contra los partos. Después de
la muerte de Craso o, sobre todo, de la de Julia; porque, a fin de cuentas, el
matrimonio entre Julia y Pompeyo no había significado para éste, más que la
posibilidad de tener en su poder un rehén valioso para César, un rehén que
obligara a éste a mantenerse siempre fiel a esa alianza tan inestable como
artificiosa. Sin embargo, aún faltarán
algunos años para que eso ocurriera, más allá del marco histórico en el que se
mueve esta segunda entrega sobre la vida novelada de Julio César. Y
Posteguillo, que conoce a la perfección cómo se desarrollará ese futuro, nos
entrega, a modo de epílogo, pequeños mensajes para abrir boca de lo que será
una futura tercera entrega de la serie: la campaña de Craso contra los partos;
la relación de Pompeyo con César, puramente interesada, como todo lo que aquél
había realizado a lo largo de su vida; los movimientos de Cicerón para dañar a su
principal enemigo; los desvelos de Julia para proteger a su padre; y, sobre
todo, la propia campaña de César en la Galia, y su relación con Cleopatra, la
mujer más hermosa del mundo según algunos historiadores, por más que esa
belleza haya sido puesta en duda últimamente.