A mediados de la década
de los años ochenta del siglo pasado, el líder de la Unión Soviética, Mijail
Gorbachov, inició el gran terremoto ideológico que ha venido a llamarse la
Perestroika: la reforma política y económica que haría el viejo imperio
comunista, que sería sustituido por una Rusia renovada, libre ya de las
tensiones que se habían ido sucediendo en la gran nación de naciones desde el
mismo momento en el que había triunfado la revolución de 1917. Y paralelamente
a ello, también, la libertad y la independencia para todas esas naciones que,
ya desde antes de la Segunda Guerra Mundial, habían formado parte también de
aquel imperio, de manera que tanto una como las otras pasaron a incorporarse,
al menos nominalmente, a la lista de los países de la Europa democrática.
También, todos aquellos países que, nominalmente independientes de la Rusia
comunista, formaban parte también, de facto, de ese entente comunista
que fue el Pacto de Varsovia, siguieron engrosando la lista de las nuevas
democracias europeas, de manera que se fue generando en todo el mundo una
especie de proceso sociológico y psicológico, cuyo efecto más importante sería,
ya en el mes de noviembre de 1989, el derrumbe del muro de Berlín, que durante
muchos años había dividido en dos a Alemania y a todo el mundo occidental.
La caída del muro
permitió la definitiva reunificación del país que había sido derrotado durante
la Segunda Guerra Mundial, pero sus efectos no se limitaron sólo a la propia
Alemania. Se había iniciado, o al menos eso es lo que entonces se creía, una
nueva historia: una historia diferente, que había logrado trascender por fin a
la Guerra Fría, a ese mundo dividido en dos bloques enfrentados, esas dos
maneras opuestas de entender la política, la economía, y la sociedad en
general. “El fin de la historia y el último hombre”, es el título del ensayo
que el historiador norteamericano Francis Fukuyama publicó en 1992, basándose
en la teoría de otros pensadores anteriores, que arrancan del propio Hegel: la
historia de la humanidad, concebida como una lucha entre ideologías
contrapuestas, ha concluido con la derrota definitiva del mundo comunista;
dando inició con ello a un nuevo mundo de paz, basado en la economía del libre
mercado. La teoría, como decimos, no era nueva, pero hasta entonces no se
habían podido poner las bases para ese “hombre nuevo” del que hablaba Fukuyama,
en una Europa de entreguerras primero, y más tarde, en un mundo polarizado y
dividido por lo que Winston Churchill, nada más acabada la guerra, en 1946, llamó
el Telón de Acero, haciéndose eco de una vieja locución inglesa utilizada ya
desde el siglo XVIII en los viejos teatros londinenses.
Sin embargo, la guerra de
Ucrania -o la no guerra, si queremos seguir la denominación que le ha dado el
dirigente del país invasor, Vladimir Putin, en una clara muestra de esa
hipocresía que le caracteriza, que la denominó, hay que recordarlo, operación
militar de carácter especial-, no es un hecho aislado, sino el desenlace lógico
de una forma de hacer política que ha caracterizado al propio Putin desde el
mismo momento en que llegó al poder, convirtiendo así al país en el heredero
vital de la antigua Unión Soviética. El proceso se inició ya con su antecesor
en el cargo, Boris Yeltsin, quien protagonizó las primeras injerencias rusas en
Georgia, defendiendo a los independentistas de Osetia del Sur y Ajasia, dos
pequeñas repúblicas de mayoría prorrusa, y haciendo lo mismo en la Transnitria
moldava, o en la guerra civil que asoló entre 1992 y 1997, la república de
Tayikistán. Y dentro de los propios límites de la Rusia actual, las revueltas
en Chechenia fueron aprovechadas tanto por Yeltsin como por el propio Putin
para enraizarse todavía más en el poder. Desde entonces, las injerencias rusas
en las antiguas repúblicas soviéticas independizadas han sido múltiples, como
ya demostraron, en la misma Ucrania, las anteriores crisis de Crimea y el
Dombás.
Tal y como ha descrito en
su libro “Putinistán” el periodista Xavier Colás, quien había sido enviado
especial del diario “El Mundo” a Moscú hasta el pasado mes de marzo, cuando fue
expulsado del país al no haberle sido renovado su visado profesional, Putin concibe
su país como ese gran territorio que va más allá de esa Gran Rusia, que está
conformada también por Bielorrusia y Ucrania, además de la propia Rusia, y
dotada, también, de una zona de influencia que se debe extender a muchos de los
territorios que habían conformado la antigua Unión Soviética. Así lo ha
definido el británico Mark Galeotti, autor de uno de los libros más
imprescindibles para comprender la psicología del mandatario ruso, “Las guerras
de Putin, desde Chechenia a Ucrania”, en un artículo publicado recientemente en
España: “En muchos aspectos, Putin es un geopolítico del siglo XIX. Desde su
punto de vista, un gran país necesita una esfera de influencia, de modo que la
soberanía de estados como Ucrania debe subordinarse a los intereses de Moscú,
de la misma manera que debe tener derecho a ser escuchada -lo que viene a ser
un derecho de veto- de todos los asuntos de importancia global, y tener la posibilidad
[Rusia] de romper las reglas del orden internacional, con impunidad de vez en
cuando. Esto es, después de todo, de lo que piensa que gozan los Estados
Unidos.”
La guerra de Ucrania, aún
entendiéndola como una consecuencia final de la política de Putin -y que no
sólo es de Putin, pues no son escasos los rusos que piensan como él-, no es el
único problema al que debe enfrentarse el mundo civilizado en pleno siglo XXI.
También debemos dirigir la vista hacia otros territorios, que también están anclados,
desde hace mucho tiempo, en un profundo pozo de sangre y de terror: la guerra
de Siria, que en estos momentos se encuentra tan enraizada; el enfrentamiento
entre Israel y Palestina, tan asociado también con el mismo problema de Siria;
la creciente belicosidad de territorios como el Sahel africano, tan empobrecido
por el hambre y por la falta de agua, y que constituye un importante caldo de
cultivo para el crecimiento de los más sangrientos grupos islamistas como el
Grupo de Apoyo al Islam, filial en la zona de Al Qaeda, o Boko Haram. Son sólo
algunos ejemplos; los focos de conflicto se multiplican por todo el mundo, y
los analistas internacionales siguen vertiendo ríos de tinta en periódicos,
revistas especializadas o libros, intentando dar las claves para que la opinión
pública pueda intentar comprender todos estos conflictos en toda su extensión,
aunque en ocasiones, es cierto, esas claves no dejan de estar teñidas con su
propia ideología, lo cual, por otra parte, hace todo mucho más confuso.
Sobre el problema de
Palestina, por ejemplo, mucho es lo que se ha escrito en los últimos años, y
ahora, cuando la guerra ha vuelto a avivarse, no son pocos los libros sobre el
tema que siguen llegando a los escaparates de las librerías. Algunos han sido
escritos desde el punto de vista de los israelitas, y otros, más incluso, lo
han sido desde el punto de vista de los palestinos. No es extraño que haya sido
así, sobre todo en un conflicto como éste, que desde hace tanto tiempo se halla
tan incardinado al conjunto de la sociedad, y más aún en momentos como éste,
cuando la polarización en el conjunto de la sociedad es tan exacerbada. En un
lado del tablero se aduce que Israel es el único país realmente democrático en
toda la zona de Oriente Medio, y que los aliados de los palestinos, Irán y
Rusia sobre todo, pero también otros grupos terroristas, como Hizbulá en Líbano
y los yutíes en Yemen, forman parte del llamado eje del mal; a los que
defienden esta teoría, desde luego, no les falta una parte de razón. Y se
defiende, sobre todo, y en lo que se refiere a esta última etapa del conflicto,
que Israel ha sido el país agredido por un grupo terrorista, Hamás, que ni
siquiera es capaz de defender a su propia población palestina, que ha matado y
raptado a civiles inocentes, en un ataque perpetrado desde la franja de Gaza. Y
desde el punto de vista de los árabes, y tampoco les falta una parte de razón,
se aduce que los palestinos también tienen el derecho a vivir en esta parte de
la tierra, que fue suya al menos durante un tiempo, antes de la llegada masiva
de colonos semitas.
Desde el mundo occidental, que no sufre el conflicto de manera directa, que sólo lo vive de manera tangencial, se ha intentado solucionar el problema de diversas maneras, pero ninguna de ellas, al menos hasta el día de hoy, ha tenido el éxito esperado. Se ha hablado de la posibilidad de crear un país binacional, que acoja en su seno a judíos y a palestinos. Se ha hablado, también, de la creación de dos países diferentes, Israel y Palestina, lo que debería contar con un reconocimiento generalizado desde las Naciones Unidas. Quizá sea ésta la teoría que más adeptos tienen, aunque en Estados Unidos y en la mayor parte de los países europeos, muchos coinciden en afirmar que no es éste el mejor momento para alcanzar este reconocimiento, y que no puede estudiarse en serio la propuesta mientras el territorio se encuentre sumido en una guerra a sangre y fuego. El apoyo de algunos países árabes vecinos, como Jordania y la propia Arabia Saudí, que colaboraron con Israel hace unas semanas, cuando fue atacado por Irán, hace pensar que el conflicto entre ambos países es más territorial que puramente religioso.
Así las cosas, la
sensación que puede tener el observador externo es la de un mundo que está a
punto de estallar, un mundo que, en esencia, no es muy diferente al del siglo
XX, el siglo de las dos guerras mundiales y de la Guerra Fría. Y entre ambas
guerras, además, el creciente auge de los totalitarismos, de izquierda y de
derecha; el mundo de Stalin y de Hitler, y con ellos, de tantos y tantos
dictadores -Benito Mussolini en Italia, Miguel Primo de Rivera en España, Óscar
Carmona en Portugal, Miklós Horthy en Hungría, Józef Pilsudsky en Polonia,… y
más tarde, también, Antonio de Oliveira Salazar y Francisco Franco en los dos
países de la península Ibérica- que siguieron sus pasos, convirtiendo el
continente europeo en un extenso territorio en el que las libertades
democráticas brillaron por su ausencia.
En efecto, el fascismo en
este siglo XXI se llama populismo. Y el populismo, que puede ser de izquierdas
o de derechas, o incluso nacionalista, se está extendiendo por toda Europa,
también por los Estados Unidos -Joe Biden y Donald Trump pueden ser dos
ejemplos de ambos populismos- de manera bastante peligrosa, poniendo en jaque a
todo el sistema democrático liberal. También en España, el populismo está
atacando todo el edificio de la Transición, como también han puesto de relieve
José Manuel García-Margallo y Fernando Eguidazu en su último libro “España,
terra incógnita”; y buen ejemplo de ello es la llamada ley de la [des]memoria
[anti]democrática, que al mismo tiempo que blanquea los crímenes cometidos por
ETA -a fin de cuentas, Bildu ha tenido mucho que ver en el desarrollo de la ley-,
reescribe la historia, y convierte a la Segunda República, y también a la
Guerra Civil, en eso que nunca fue: una historia dulcificada de buenos
demócratas, los de izquierda, y de malos, malísimos, opresores liberticidas,
los de derecha. Ninguna guerra civil, tampoco la española, ha sido nunca nada
más que la firme constatación de un enorme fracaso de la convivencia social.
Julián, me ha gustado mucho tu artículo, el año pasado en la Universidad di un curso de geopolítica con un gran profesor.
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