Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


martes, 29 de abril de 2025

LA INFLUENCIA DEL ASOCIACIONISMO CATÓLICO BELGA EN ESPAÑA Y PORTUGAL


En un mundo donde empezaban a desarrollarse las ideologías de cariz izquierdista, como el socialismo y el anarquismo, que buscaban las mejores sociales entre los trabajadores y el pueblo en general, el asociacionismo católico fue impulsado por la doctrina social de la Iglesia, desarrollada en diferentes documentos papales ya desde la segunda mitad del siglo XIX. Entre estos textos, habría que destacar la encíclica “Rerum Novarum “, en la que, ya en 1891, el papa León XIII sentó las bases de la doctrina social de la Iglesia, defendiendo el derecho de los trabajadores para organizarse profesional y socialmente. Más tarde, en 1931, Pío XI profundizó en la doctrina social, y abordó el peligro de los totalitarismos en la encíclica tituladaQuadragesimo Anno”. Ya más tardíamente, en 1961, Juan XXIII, el mismo papa que promulgaría el concilio Vaticano I, aunque su fallecimiento le impidió llegar a verlo convertido en una realidad, reafirmó la importancia de las asociaciones católicas en la justicia social, en la encíclica “Mater et Magistra”.

Dicho esto, Bélgica fue uno de los centros clave del asociacionismo católico en este periodo de entresiglos, y sobre todo durante toda la primera mitad del siglo XX. A comienzos de dicha centuria, el religioso belga Monseñor Joseph Cardjin (1882-1967), firmemente comprometido con el compromiso social de la Iglesia católica, en un mundo cada vez más proletarizado, fundó en 1920 la Acción Católica, y cinco años más tarde, en 1925, la Juventud Obrera Católica (JOC), que tuvo una enorme influencia en la formación de los jóvenes trabajadores dentro de la fe católica y la acción social. El religioso belga promovió la metodología del "Ver, Juzgar, Actuar", que se convirtió en un principio fundamental de la doctrina social de la Iglesia. Monseñor Cardjin estuvo al frente, como consiliario general de su asociación, hasta 1965, fecha en la que dimitió debido a su avanzada edad. Ese mismo año, en el mes de febrero, y sólo una semana después de haber sido consagrado obispo, el papa Pablo VI, sucesor de Juan XXIII, le recompensó con la púrpura cardenalicia, con el título de cardenal diácono de San Miguel Arcángel. Ese mismo año, también, en el mes de diciembre, el mismo pontífice declararía clausurado el concilio Vaticano II. Dos años más tarde, el 24 de julio de 1967, el fundador de las JOC fallecía en un hospital de Lovaina, siendo enterrado  en la iglesia de Nuestra Señora de Laeken, una iglesia que fue mandada construir por el rey Leopoldo I para convertirla en panteón real de su dinastía. Su labor llegó a ser tan importante, que influyó en la redacción de algunas de las encíclicas papales, como ”Quadragesimo Anno”, firmada en 1931 por Pío XI, y también fue considerable su influencia en otros países europeos, principalmente en los dos países ibéricos, España y Portugal.


De esta forma, el nuevo catolicismo belga influyó de forma importante en el asociacionismo católico tanto en España como en Portugal, y esto es, precisamente, lo que ha venido a estudiar Ángel Luis López Villaverde, profesor de la Universidad de Castilla-La Mancha en su campus conquense, en su último libro: “En Cristo obrero. La conexión con el catolicismo social portugués y español durante las dictaduras salazarista y franquista”. El mismo autor ha explicado la importancia que la jerarquía católica quiso dar al asociacionismo de tipo católico en este momento:

“En una Europa marcada por un avanzado proceso de secularización, la respuesta católica al retroceso de la sociedad de cristiandad, pasó de la reacción contrarrevolucionaria de Pío IX (1846-1878), del rechazo al liberalismo y a los errores modernos, a la estrategia posibilista de León XIII (1878-1903), que se dispuso a poner freno a la descristianización de las masas trabajadoras y a prevenir la amenaza socialista, compitiendo con la movilización obrerista desde sus propios parámetros. Su encíclica Inmortale Dei (1881), sobre la constitución cristiana del Estado y el compromiso social y político ciudadano, desbrozó el camino. Aunque el paradigma lo fijaría otra encíclioca, Rerum Novarum (15 de mayo de 1991), dedicada a la situación de los obreros. Con este texto, antiliberal y antimarxista, dedicado a restaurar la cristiandad y a servir de contrapeso a la política anticlerical, nació la doctrina social de la Iglesia, el cristianismo social. Supuso  también el fin de la nostalgia precapitalista y de la utopía romántica del catolicismo social de década anteriores, para situarlo, con realismo, en un terreno equivalente y herramientas similares al del socialismo. La doctrina de León XIII aceptaba los valores seculares y liberales como mal menor, incluida la propiedad privada, y proponía la doctrina social de la Iglesia como campo de batalla. Una restauración social que implicaba la movilización, organizada, de los laicos, como soldados de la recristianización, y bajo el control de la jerarquía, lo que se conoció, indistintamente, como movimiento católico y como acción católica”.

Y más adelante continúa: “Su propuesta situaba a los seglares al frente de una suerte de ejército misionero que integrara los diversos movimientos católicos existentes e interviniera en su medio social. Para ello, la nueva AC [Acción Católica] debía contar con una estructura jerárquica, coordinada por ramas especializadas (por sexo, edad y medio social), con autonomía de pensamiento y acción. A partir de ahí, sus objetivos se concretaban a dos niveles, una formación integral de sus miembros a la vez que una acción con incidencia social, tanto en el plano familiar como en la vida pública, Con esta línea de apostolado, la organización se fue institucionalizando en los países de tradición católica (1923 en Italia; 1925 en Polonia; 1926 en España;  1927 en Yugoslavia y Checoeslovaquia; 1928 en Austria; 1933 en Portugal) Y encontró expresión simbólica en la fiesta de Cristo Rey, instituida en 1925, para significar la realeza de Cristo, según el ideal de una nueva cristiandad, teorizado por Jacques Maritain, como renovada necesidad del primado de lo espiritual sobre lo temporal.  En paralelo a ese proyecto pastoral, se fijó una concepción teológica de la AC como participación  de los laicos en el apostolado jerárquico de la Iglesia, pues sólo ellos podían llegar a zonas donde los clérigos no lo hacían. En definitiva, la experiencia de la Acción Católica contribuía  al reconocimiento del pleno valor de apostolado de los laicos, que no se limitaba a una acción temporal, al expresar una espiritualidad y representar una conquista interior y exterior. Siempre bajo la dependencia del clero. Una reconquista cristiana que continuó con Pío XII. En su visión utópica y casi mesiánica se sobreentiende que el principal adversario ideológico era el comunismo. De modo que el anticomunismo se convirtió en el principal foco movilizador social y religioso hasta los años sesenta.”

Después de la Segunda Guerra Mundial, y en el contexto de la Guerra Fría, también debe ser tenido en cuenta el papel jugado tanto por la Acción Católica como por las Juventudes Obreras Católicas, en la lucha contra el comunismo: “En 1951, monseñor Cardjin viajó a Estados Unidos. Fundaciones como la Ford, la Carnegie, y, sobre todo, la Rockefeller, eran consideradas las mejores formas de financiación encubiertas, pues suponían buenas tapaderas para encubrir fondos gubernamentales con los que financiar actividades anticomunista. Se esperaba de los individuos e instituciones  subvencionadas por la CIA, que actuasen como parte de la campaña de persuasión y propaganda de la guerra fría cultural.” En aquel contexto, en la década de los años cincuenta, en el seno del Primer Congreso Mundial de la JOC y del Manifiesto de Roma, firmado en 1957, nacía oficialmente la JOCI (Juventud Obrera Católica Internacional).


Sin embargo, la celebración del concilio Vaticano II en la década siguiente, significaron una etapa de crisis para la JOCI: “Los años postconciliares fueron tiempos difíciles para la JOC como organización internacional. La JOCI entró en crisis, planteándose en su seno el proyecto de una secularización radical como alternativa al movimiento obrero, lo que provocó tensiones que estallaron en 1986, con el nacimiento de la CIJOC (Coordinadora Internacional de las JOC), que pretendía restablecer los objetivos originales, desde Una perspectiva evangelizadora y sin pretender ser alternativa al sindicato.”

El catolicismo en España y en Portugal tuvo algunos aspectos en común, pero también muchos aspectos diferentes. En Portugal, el catolicismo tenía un peso muy importante, representado por las figuras de Antonio Oliveira Salazar, en lo político, y de Manuel Gonçalves Cerejeira, en lo religioso. El primero ya había ocupado alguna cartera ministerial en la etapa de la Dictadura Nacional, y en 1933 se convertiría en el líder del llamado Estado Novo. Por su parte, el segundo sería patriarca de Lisboa durante casi cincuenta años, entre 1929 y 1977. Amigos ambos en su juventud desde sus tiempos de estudiantes en la Universidad de Coimbra, las relaciones entre la Iglesia y el Estado en el país vecino durante el Estado Novo fueron estrechas. La Iglesia desempeñó un papel importante en la legitimación del régimen. Por su parte, el régimen utilizó a la religión como herramienta de propaganda y de control social, fomentando la moral católica y la educación religiosa en las escuelas. No obstante también hubo tensiones, como el asunto del exilio forzado del obispo de Oporto, Antonio Ferreira, considerado el más liberal de todos los obispos portugueses. En este contexto, ya desde los últimos años de la década de los años sesenta y, sobre todo, durante la década siguiente, algunos grupos de católicos progresistas colaboraron activamente en la caída del régimen, que culminó en 1974 con la Revolución de los Claveles.

Así las cosas, la influencia del asociacionismo católico de carácter laico en el conjunto de la sociedad portuguesa vino dada por varias organizaciones, entre las que cabe destacar la Acçao Catolica Portuguesa (ACP). Aunque su nacimiento oficial no se produciría hasta finales 1933, su origen puede remontarse hasta el mes de abril del año anterior, por influencia directa del asociacionismo católico belga: “Sus grandes animadores -afirma el doctor López Villaverde- fueron el padre Buenaventura Alves de Almeida y unos jóvenes curas portugueses  que estudiaban en la Escuela de Ciencias Político-Sociales de la Universidad de Lovaina en el curso 1930-31, los llamados padres de Lovaina, que desarrollaron fuertes preocupaciones y admiración de la experiencia obrera católica belga. Se trata de los sacerdotes Manuel Rocha y Abel Varzim, que enviaban desde Bélgica artículos a medios católicos portugueses… mostrando su admiración por la vasta obra realizada en favor de la clase obrera belga por la CSC, la LNTC/ACW y la JOC/KAJ, y el contraste con la acción social católica en Portugal”.

Y más tarde, el autor del libro profundiza más en la cuestión: “Oliveira -se refiere a Erneto Serra de Oliveira, arzobispo de Mitilene, verdadero impulsor de la ACP- se había ido reuniendo con diferentes sensibilidades eclesiásticas. Especial interés mostraron los padres de Lovaina, Manuel Rocha y Abel Varzim, a quienes invitó a que elaboraran un proyecto de Acción católica en Portugal. Estos pusieron su mirada en el país en el que se habían formado académicamente. La experiencia belga resultaría decisiva en el lanzamiento de la ACP, con la presencia de Joseph Cardjin en los trabajos preparativos de la nueva organización de apostolado.”

Por lo que se refiere a España, el enfrentamiento entre liberales y absolutistas, que caracterizó a todo el siglo XIX, había colocado a muchos eclesiásticos cerca de los postulados carlistas, si bien también es cierto que otros muchos religiosos, sin embargo,  se colocaron dentro del régimen liberal. La llegada de la Restauración, que puso fin al llamado Sexenio Revolucionario y a la Tercera Guerra Carlista, dividió a los católicos en diferentes grupos de opinión, desde los propios carlistas hasta los conservadores liberales, más partidarios de la separación entre Iglesia y Estado. Paralelamente a ello, los anticlericales, que hundían sus raíces en el liberalismo decimonónico más exaltado, representados sobre todo por los socialistas y los anarquistas, si bien, todavía, seguían siendo minoritarios en el conjunto de la sociedad, llegaron a alcanzar, a caballo entre los siglos XIX y XX, una fuerte implantación, sobre todo en la sociedad urbana. Y como no podía ser de otra forma, durante la crisis de la Restauración, que supuso la llegada al poder de Miguel Primo de Rivera, los católicos se pusieron masivamente de parte del dictador. Así las cosas, la crisis y el enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado llegó a alcanzar cotas elevadas durante la Segunda República, iniciándose los ataques contra la primera desde el mismo momento de instaurarse la República, tal y como lo demuestran los repetidos incendios de templos que se dieron en algunas ciudades andaluzas. Sin embargo, ni durante la República, ni en los tiempos de la dictadura franquista, la Iglesia fue tan monolítica como se ha querido ver en muchas ocasiones. Por el contrario, no fueron escasos los laicos y los eclesiásticos, incluso algunos obispos entre ellos, que no dudaron en enfrentarse al gobierno, especialmente a partir de los años sesenta.

En España, por su parte, el asociacionismo sindicalista de carácter católico también se encontraba dividido, lo que provocó una crisis, que se dejó notar entre la comunidad de los creyentes principalmente a partir de los años sesenta: “La crisis de la ACE [Acción Católica Española] tuvo especial incidencia en los movimientos especializados obreros. El 22 y 23 de abril de 1967, tanto la JOC [Juventud Obrera Católica] como la HOAC [Hermandad Obrera de Acción Católica] enviaron sendos comunicados a la CEE [Conferencia Episcopal Española] revalorizando sus aportaciones a la evangelización de los jóvenes y adultos obreros, así como los resultados de su acción, pidiendo, en el caso de la JOC. Comprensión  a su misión, y mostrando explícitamente la HOAC su decepción ante unos momentos <<tan trágicos para nosotros>>. Unos días después, del 4 al 7 de mayo, en la celebración del I Congreso Nacional del Apostolado Seglar, no asistió ningún representante de los movimientos obreros ni de juventud, por su disconformidad con la organización y la mentalidad conservadora de los asistentes, la mayoría eclesiásticos. La correspondencia mantenida entre el presidente nacional de la JOC, Enrique del Río, y el presidente de la CEE, reiteraba la tensión entre una organización que pedía mayor autonomía para realizar su fin apostólico dentro de la juventud trabajadora, y los reproches de la jerarquía para que mantuviera su obediencia y evitar la ruptura. Dos meses después, el 23 de julio de 1967, Cadjin murió. En junio de 1968, la JOC internacional pidió al presidente de la CEE un estatuto propio, aprobado en el Consejo Nacional de Segovia, y apoyado por la JOCI [Jeunesse Ouvriere Catholique Internationale]. En febrero de 1970 llegó la resolución: la CEAS [Comisión Episcopal del Apostolado Seglar] dispensaba temporalmente a la HOAC masculina y a la HOC y JOCF de su vinculación estatutaria a los órganos centrales de la ACE, aunque mantenían su vinculación jerárquica directa con la CEAS.”

A modo de conclusión, es difícil entender la historia de la Iglesia a lo largo del siglo XX, sin tener en cuenta las tensiones que se dieron entre los creyentes y los agnósticos, por un lado, y ya entre los primeros, entre los eclesiásticos y los seglares, que caracterizaron el proceso de secularización del conjunto de la sociedad, incluso en los países más católicos de Europa. En ese proceso, y al contrario de lo que sucedió en etapas anteriores, el papel de los laicos ha sido sustancial, tal y como entendieron todos los pontífices del siglo XX. Por lo tanto, el asociacionismo católico ha sido clave en la defensa de los derechos de los trabajadores y en la formación de los laicos en la vida pública. En Bélgica, España y Portugal, sus manifestaciones fueron diversas, pero compartieron una misma misión: la integración de la fe con el compromiso social. Durante el pontificado de Pío XI (1922-1939), la doctrina social de la Iglesia se consolidó con una visión más estructurada del papel del asociacionismo en la defensa de los trabajadores y la moral cristiana frente al comunismo y el liberalismo extremo. Y esa consolidación vino marcada por una creciente implantación de la Acción Católica, y de otras asociaciones de carácter proselitista, en el seno de la Iglesia Católica, en aquellos países en los que esta Iglesia seguía siendo mayoritaria en el conjunto de la sociedad.


Monseño Josph Cardjin. El apóstol de los obreros.







lunes, 21 de abril de 2025

EL CONCILIO DE NICEA Y SU PRINCIPAL LEGADO: EL CREDO NICENO

 

En estos días en los que finaliza la Semana Santa, quiero poner fin a esta serie de entradas, en las que he intentado tocar algunos puntos relacionados con el cristianismo de los primeros tiempos, y lo quiero hacer dedicando unas reflexiones sobre el Concilio de Nicea, primer gran encuentro ecuménico de la nueva religión cristiana, y su gran legado histórico: la promulgación del llamado credo niceno, que, convenientemente corregido sesenta años más tarde, durante el concilio de Constantinopla, sería el germen del actual Credo, profesión de fe de toda la comunidad católica, que todavía rezan millones de personas, en la liturgia comunal y también en su vida privada.

En el año 325 d.C., en la Antigua ciudad de Nicea, en la antigua Bitinia, una Antigua ciudad griega que actualmente se encuentra en el noroeste de la peninsula turca, junto al lago Iznik, se celebró uno de los acontecimientos más determinantes de la historia del cristianismo y, por extensión, de la civilización occidental: el primer concilio ecuménico del cristianismo. Convocado por el emperador Constantino el Grande, el mismo que había permitido el culto en la nueva religion a partir de su victoria en el Puente Milvio, al norte de Roma, no solo fue una asamblea religiosa, sino también una apuesta política por la unidad del imperio romano, a través de la armonía doctrinal de la religion que todavía no era la official del Estado, pero que muy pronto pasaría a serlo. La importancia de este encuentro fue vital para el devenir futuro de la Iglesia Católica, porque a partir de este momento se rechazaba el arrianismo, se proclamaba el llamado credo niceno, origen del actual Credo, y se iniciaba una larga batalla teológica que se extendería durante muchos siglos.

Celebración del Concilio de Nicea, en el año 325. fresco en la Capilla Sixtina. El Vaticano.

Para comprender major las circunstancias en las que se realizó este encuentro, que convocó a los principales obispos, hay que tener en cuenta la situación política y religiosa del momento. El 28 de octubre del año 312, los ejércitos de Constantino I el Grande y de Magencio se enfrentaron junto al Puente Milvio, uno de los puentes que cruzan el río Tiber, al norte de Roma, en el contexto de las guerras civiles que pusieron fin a la etapa conocida como la Tetrarquía. Contra todo pronóstico, y después de que, según cuenta la leyenda, se le hubiera aparecido a Constantino en el cielo una cruz luminosa con las letras griegas -el crismón, que representa a Cristo: ji (Χ) y rho (Ρ), acompañada de una frase que se ha convertido en lema en varios países cristianos: In hoc signo vinces, Con este signo vencerás”-, éste pudo obtener la victoria. Por su parte, el otro aspirante a emperador, Majencio murió ahogado en el Tíber. La batalla fue decisiva para el ascenso de Constantino y marcó un punto de inflexión en la historia del cristianismo, que sería legalizado al año siguiente, mediante la promulgación del Edicto de Milán.

A partir de este momento, la nueva religion significaría la rápida extensión del cristianismo por todo el imperio, pero también la creación de importantes e intensas disputas internas. Una de las más graves fue la provocada por Arrio, un presbítero de Alejandría, en el actual Egipto, quien negaba la divinidad plena del Hijo de Dios. Su doctrina, conocida como arrianismo, sostenía que Cristo, el Hijo, había sido creado por el Padre, y que, por lo tanto no era eterno ni consustancial con Él. En otras palabras: para Arrio, Jesús no era verdaderamente Dios.

Ante la amenaza de un cisma que fracturara a la Iglesia y debilitara la cohesión del imperio, Constantino decidió intervenir. Reunió a más de trescientos obispos, la mayoría provenientes de Oriente, en la ciudad de Nicea, con el fin de resolver esta controversia a partir de un debate entre los participantes en el encuentro. El concilio fue presidido por el obispo Osio de Córdoba, de origen hispano, quien, por otra parte, se había convertido en una de las figuras clave de la política eclesiástica de la época. También destacaron en el concilio figuras como Alejandro de Alejandría, y su joven discípulo, Atanasio, quien más tarde se convertiría en el gran campeón de la ortodoxia nicena.

La cuestión central del concilio giró en torno a la naturaleza de Jesucristo. ¿Era de la misma sustancia que el Padre (homoousios), como sostenían los defensores de la ortodoxia? ¿O era una criatura suprema, pero inferior y creada por el propio Dios, como afirmaban los arrianos? La decisión fue clara: el Concilio de Nicea condenó el arrianismo como herético, y proclamó que el Hijo era "Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consustancial al Padre". Esta afirmación quedó recogida en el llamado credo niceno, verdadero cimiento doctrinal del cristianismo trinitario.

Pero además de la cuestión cristológica, el concilio abordó también otros temas importantes, como la fecha de la celebración de la Pascua, que se desvinculó del calendario judío, y otras cuestiones de disciplina clerical. Fue en este concilio, en efecto, cuando se aprobó que la celebración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo se celebraría en la primera luna llena, después del equinoccio de la primavera, es decir, siempre entre el 22 de marzo y el 25 de abril de cada año. Sin embargo, todas estas cuestiones quedaron en un segundo plano, debido a la importancia vital del propio enfrentamiento teológico. No obstante, aunque teológicamente el arrianismo había sido derrotado en Nicea, éste no desapareció. Durante décadas, especialmente en Oriente, numerosos obispos y emperadores, como Constancio II (337-361), simpatizaron con las tesis arrianas. Así las cosas, la controversia continuó hasta que el Concilio de Constantinopla, celebrado en el año 381, reafirmó la doctrina nicena, y condenó definitivamente el arrianismo.

Sin embargo, en algunas provincias del imperio, como en el norte de África, la huella del arrianismo se mantuvo en ciertas creencias de carácter heterodoxo. Para el apolinarismo (Apolinar el Joven, obispo de Laodicea, en Siria), Cristo tenía cuerpo y alma humana, pero no mente humana (ésta era reemplazada por el Logos divino). Para el monofisismo (Eutiques, monje de Constantinopla), Cristo tiene una sola naturaleza, la divina, ya que la humana fue absorbida por ésta. Para el nestorianismo (Nestorio, patriarca ecuménico de Constantinopla), hay que diferenciar entre la naturaleza humana de Cristo y su naturaleza divina, de manera que María ya no es la Madre de Dios (María Theotokos), sino la madre de Cristo.

Todas estas corrientes, como la donatista, fueron prohibidas en diversos concilios que se fueron sucediendo a partir del concilio de Nicea. Esta nueva herejía,  que se desarrolló en el norte de África desde finales del siglo IV, a partir de las enseñanzas del obispo Donato de Cartago, aunque en principio no tenía nada que ver con la sustancia de Cristo como segunda persona de la Trinidad, estaba relacionada también de alguna manera con todas las anteriores, porque afectaba a la legitimidad que podia tener el clero que había apostatado durante las persecuciones contra arrianos, monofisitas y nestorianos, para imparter los sacramentos.

Y más allá de este tiempo, la huella de todas estas corrientes religiosas, principalmente la arriana, perduró de manera sorprendente entre los pueblos germánicos. En efecto, evangelizados estos por misioneros arrianos, los visigodos, al igual que otros pueblos germánicos -ostrogodos, vándalos, suevos o lombardos-, abrazaron el arrianismo como religión oficial. En Hispania, esta corriente perduró hasta el año 589, enfrentando así al conjunto de la población de origen hispana, que era mayoritariamente católica, con las élites nobiliarias, quienes mantenían la fe arriana. En ese año, en el marco del III Concilio de Toledo, el rey Recaredo abjuró del y se convirtió al catolicismo, junto con gran parte de la nobleza visigoda. marcando así el final oficial del arrianismo como confesión de las clases dominantes, y logrando la definitive union política y religiosa de todo el reino.

Muchos siglos después del Concilio de Nicea, en el año 610, nació en la peninsula arábiga una nueva religión monoteísta, el Islam, que a partir de los años siguientes se extendió rápidamente tanto hacia el este, hacia el Asia central, como hacia el oeste, el norte de África, llegando incluso a ocupar el sur de Europa solo cien años más tarde. Así, su implantación en el norte de África fue muy sencilla, y estaría directamente relacionada con la anterior implantación, en esa misma zona, de aquellas corientes heréticas. Aunque el Islam no desciende directamente del arrianismo, comparte con él ciertas similitudes teológicas que han sido objeto de estudio. Y es que ambas doctrinas rechazan la existencia de la Santísima Trinidad, y afirman la unicidad absoluta de Dios (están en contra de las tres personas, que propugna el Credo niceno). Tanto los arrianos como los musulmanes consideran blasfemo afirmar que Dios tiene un Hijo. En este sentido, el Cristo del arrianismo, ser creado, subordinado al Padre, sin divinidad plena, se asemeja en ciertos aspectos al profeta Jesús del Islam, el más grande entre todos los profetas anteriores a él, pero también nada más que un profeta. Y es que Jesús es venerado entre los musulmanes como mensajero de Dios, pero no como Dios mismo.

Las diferencias entre el arrianismo y el Islam, sin embargo, son sustanciales. Para los arrianos, Cristo, aunque en sí mismo no era Dios, tenía un carácter preexistente, y era una criatura divina. En el Islam, en cambio, Jesús es estrictamente humano, nacido de la Virgen María por voluntad de Alá, pero sin preexistencia ni naturaleza divina. Además, el Islam se erige sobre una nueva revelación —el Corán— y una nueva figura profética, Mahoma, que lo distancia profundamente del arrianismo. No obstante, si la religion musulmana pudo extenderse tan rápidamente en muchos territorios, fue, probablemente, porque para los habitantes de esos territories, los postutlados que aquellos defendían podían confundirse fácilmente con los que habían mantenido los defensores de todas esas corrientes religiosas que habían convertido el Cristinismo de los primeros siglos en algo parecido a una guerra civil, bastante cruenta por otra parte.

Pero volviendo al Concilio de Nicea, su legado más duradero fue, sin duda, la formulación del Credo, una profesión de fe que unificó doctrinalmente a la Iglesia, al menos en teoría. Este texto no sólo fijó los límites de la ortodoxia, sino que también inauguró un nuevo modelo de autoridad teológica: los concilios ecuménicos como foros de decisión colegiada, bajo la tutela del poder imperial. Posteriormente, el credo niceno fue ampliado en el concilio de Constantinopla (381), dando lugar al llamado credo niceno-constantinopolitano, que hoy siguen rezando millones de cristianos en todo el mundo, tanto en la Iglesia católica como, en esencia, en las iglesias ortodoxas, y en muchas de las diferentes denominaciones de las religiones protestantes.

Así, aunque el concilio de Nicea no resolvió todas las tensiones del cristianismo naciente, sí sentó un precedente importante: la unidad doctrinal como condición para la paz eclesial y política. La lucha contra el arrianismo fue, en última instancia, una defensa de la divinidad de Cristo como centro de la fe. Su eco resonó siglos después, cuando nuevas formas de monoteísmo desafiaron de nuevo la concepción trinitaria del Dios cristiano. En ese juego de tensiones entre la razón, la revelación y el poder, el concilio de Nicea representa uno de los momentos más fascinantes y decisivos de la historia religiosa de la humanidad.

Atanasio de Alejandría y Arrio, defendiendo sus respectivos postulados de fe durante la celebración del concilio de Nicea, ante la mirada del resto de los padres conciliares. Imagen creada por Inteligencia Artificial.








Para profundizar más en el concilio de Nicea, y en su importancia en el desarrollo del cristianismo, ver el siguiente video: CONCILIO de NICEA: CONTROVERSIA SOBRE LA NATURALEZA DE CRISTO

miércoles, 9 de abril de 2025

LA IMAGEN DE JESUCRISTO EN LOS PRIMEROS TIEMPOS DEL CRISTIANISMO, Y LA CELEBRACIÓN DE LA SEMANA SANTA HASTA LA EDAD MEDIA

 

Ahora que se acerca la celebración de la Semana Santa, debemos decir que ésta es una de las celebraciones más importantes del cristianismo, porque conmemora, como todos sabemos, la pasión, la muerte y la resurrección de Jesucristo. La imagen actual de la Semana Santa, tal y como la vemos ahora, sobre todo en España y en algunos países mediterráneos y americanos, surgió en las primeras décadas del siglo XVI, aunque su estructura actual se consolidó con el tiempo, sobre todo a partir del Barroco y su concepción teatralizadora, para lo que fue muy importante la celebración del concilio Vaticano II. Sin embargo, ya en los primeros siglos del cristianismo, y a lo largo de toda la Edad Media, se desarrollaron diversas formas de celebración que, con el tiempo, sentaron las bases de las tradiciones actuales. Uno de los elementos más antiguos de la Semana Santa es la Vigilia Pascual, que ya en el siglo II tenía un carácter central en la celebración. Durante esta vigilia, los catecúmenos (futuros cristianos) eran bautizados, y se leía la historia de la salvación a través de textos del Antiguo y el Nuevo Testamento. La Resurrección de Cristo era el eje fundamental de la celebración.

En efecto, ya las primeras comunidades cristianas, cuando aún estaban siendo perseguidas por el Imperio Romano, celebraban la Semana Santa de manera muy discreta, centrando sus actos en la oración interior, el ayuno y la lectura de las Sagradas Escrituras. No obstante, las primeras referencias a estas celebraciones se encuentran en los escritos de los Padres de la Iglesia, como Orígenes y San Ireneo de Lyon. El primero, nacido en Alejandría, aproximadamente en el año 184, y fallecido en 253, fue uno de los teólogos y pensadores más influyentes de los primeros siglos del cristianismo. En su obra más influyente, "De Principiis" (“Sobre los Principios”), Orígenes reflexiona sobre la muerte de Cristo como un acto de amor divino que busca la salvación de la humanidad. En este contexto, el sufrimiento de Cristo, no solo es un evento histórico, sino que tiene un profundo significado espiritual para todos los creyentes que, tal y como Jesús hizo al entregarse a su propia muerte, deben renunciar a los placeres mundanos y luchar contra el pecado.

Y por lo que se refiere a San Ireneo de Lyon, nacido también un poco antes, aproximadamente en el 125, y fallecido en el año 202, también subraya la importancia de la resurrección, como principio y fundamento de una nueva creación. Para él, la resurrección de Jesús no solo confirma la verdad de su divinidad, sino que también inaugura una nueva etapa en el plan de la salvación divina. A través de su propia muerte, y sobre todo de su resurrección, Cristo vence al poder de la muerte, y también a Satanás, restaurando la vida eterna para todos los que creen en Él. Este punto de vista de Ireneo sobre la resurrección tiene un vínculo directo con las celebraciones de Semana Santa, pues la resurrección de Cristo es el punto culminante de la Semana Santa.

A finales del siglo IV, con la oficialización del cristianismo en el Imperio Romano tras el Edicto de Milán, decretado por el emperador Constantino en el año 313, las celebraciones en las que se conmemoraba la muerte y la resurrección de Cristo se hicieron más públicas y estructuradas. Por otra parte, el conocimiento que tenemos de la celebración de la Semana Santa primitiva debe mucho al libro de Egeria, una mujer de origen gallego que vivió en el siglo IV, quien, como parte de una peregrinación religiosa, viajó desde su tierra natal hasta Jerusalén y a otras partes del Medio Oriente durante los días de la Semana Santa y la celebración de la Pascua. Aunque no se sabe mucho de su vida personal, el relato de su peregrinación es uno de los primeros testimonios sobre cómo se celebraban las festividades cristianas en Tierra Santa, específicamente en Jerusalén, en aquella época. Así, Egeria nos narra una serie de ritos litúrgicos muy marcados. Uno de los elementos más destacados es la procesión del Domingo de Ramos, en la que los fieles se reunían a las puertas de la ciudad para conmemorar la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, y después recorrían las calles de de la ciudad, en una procesión solemne, portando palmas y cantando himnos, evocando la entrada de Jesús en la ciudad antes de su pasión.

El Viernes Santo, según el relato de Egeria , era un día de gran recogimiento y solemnidad. Los cristianos de la ciudad se reunían para rememorar la Pasión de Cristo, siguiendo un rito litúrgico que incluía lecturas bíblicas, oraciones, y una reflexión sobre el sacrificio de Jesús. En particular, Egeria describe las visitas a lugares clave, como era el Gólgota, donde se cree que Jesús fue crucificado, y el sepulcro vacío. Estas visitas a los lugares santos en Jerusalén fueron parte de las prácticas litúrgicas de la Semana Santa. Finalmente, en la noche del Sábado Santo ya se celebraba también la liturgia de la Resurrección. Egeria cuenta cómo, en la noche de Pascua, se celebraba una vigilia en la que los cristianos se reunían para orar, cantar himnos, y meditar sobre la resurrección de Jesucristo. Esta celebración incluía el bautismo de los nuevos conversos, y se culminaba con la alegría de la resurrección al amanecer del domingo. Así pues, la Vigilia Pascual ya era una ceremonia central en la Semana Santa cristiana, llena de símbolos de luz y resurrección.

Avanzando ya en el tiempo, durante la Edad Media, la celebración de la Semana Santa adquirió un carácter mucho más solemne y teatralizado. Sin embargo, la Iglesia siguió estructurando todas las celebraciones en función de aquellos tres días que ya venían asimilando la mayor parte de las celebraciones desde los primeros tiempos del cristianismo, aquello que ha venido a llamarse el Triduo Pascual (Jueves Santo, Viernes Santo y Sábado Santo), con liturgias que incluían cantos gregorianos, representaciones dramáticas y procesiones. Uno de los elementos más característicos de esta época fue el drama litúrgico, que consistía en representaciones teatrales dentro de las iglesias o en plazas públicas. Estas obras escenificaban la Pasión de Cristo con diálogos tomados de los Evangelios y fueron el origen de las actuales procesiones y pasos de Semana Santa. Y dentro de ese drama litúrgico, otro elemento fundamental de la Semana Santa medieval fue el Oficio de Tinieblas, una serie de rezos y cánticos realizados en la oscuridad, donde se apagaban progresivamente las velas de un candelabro llamado "tenebrario" hasta dejar la iglesia en completa penumbra, simbolizando así la muerte de Cristo. Éste es el origen de algunos ritos que, en algunos lugares, se han mantenido a través de los tiempos, como la llamada ceremonia del desenclavo y entierro de Cristo.

Es en este marco teatral en el que las celebraciones empiezan a salir fuera de las iglesias, dando origen a las primeras procesiones, ya en los últimos tiempos de Edad Media, especialmente en España, Francia e Italia. Aquí, hermandades y cofradías se encargaban de organizar desfiles en los que se portaban reliquias, imágenes de Cristo crucificado y de la Virgen María, al tiempo que los fieles realizaban actos de penitencia, como el uso de cilicios o el caminar descalzos. En efecto, sabemos que, hasta muy avanzado el siglo XVIII, existieron en muchos lugares los llamados hermanos de sangre, llamados así porque, durante la procesión, iban por la calle disciplinándose. Fue el rey Carlos III, con su mentalidad ilustrada, la que prohibió este tipo de procesiones, aunque en algunas poblaciones, como en San Vicente de la Sonsierra (La Rioja), estas celebraciones han llegado hasta este siglo XXI.

Recreación por la Inteligencia artificial de una procesión de Domingo de Ramos, en Jerusalén, en el siglo IV, 
cuando la ciudad judía fue visitada por la peregrina Egeria.

Y cuando hablamos de la Semana Santa, uno de los aspectos que tampoco pueden dejarse de lado es cómo ha ido cambiando la imagen de Jesús a través de los tiempos, y como ha influido, en ese cambio de imagen, la historia que hay detrás de una reliquia tan importante para los cristianos, pese a toda la polémica que se ha suscitado a su alrededor, y de la que sería necesario hablar más detenidamente, como es la Sábana Santa, que se venera en la catedral italiana de Turín. En, este sentido, en los primeros siglos, los cristianos recurrieron a símbolos y figuras alegóricas para representar a Cristo sin ser identificados fácilmente por los perseguidores romanos. Así, una de las imágenes más comunes era la del Buen Pastor, un joven imberbe con túnica corta que carga una oveja sobre sus hombros. Esta representación, inspirada en la iconografía pagana de Hermes Criophoros, transmitía la idea de Cristo como guía y protector de su rebaño. Otras representaciones tempranas incluyen la imagen de Cristo como un maestro filosófico, vestido con una toga y con aspecto juvenil, siguiendo el modelo de los pensadores griegos. Este tipo de representaciones sería, en esencia, la transliteración de la imagen de los antiguos dioses paganos a ese nuevo dios, creador de la nueva religión. En las catacumbas de Roma se encuentran frescos en los que aparece realizando milagros o enseñando a sus discípulos, sin rasgos distintivos que lo diferencien de otros personajes del mundo greco-romano; y por supuesto, siempre sin barba.

A partir del siglo IV, con el Edicto de Milán y el creciente apoyo imperial al cristianismo, la iconografía cristiana evolucionó hacia formas más solemnes y reconocibles. Es en este contexto cuando, poco tiempo después, aparece una de las imágenes más influyentes de Cristo: la imagen de Edesa (también conocida como el Mandilion), una tela en la que, según la tradición, quedó impreso milagrosamente el rostro de Jesús. Hay que tener en cuenta de que la imagen tradicional de Jesucristo, tal y como hoy la conocemos, como un hombre más o menos joven, barbado, empezó a desarrollarse en Europa oriental, en el mundo bizantino, y que desde allí sería extendido por todo el mundo conocido, también en Europa occidental, a través del arte románico y gótico, llegando a ser muy importante para su difusión, como veremos a continuación, las cruzadas a Tierra Santa.

El Mandilion es una imagen de Cristo que, según la tradición cristiana, fue impresa milagrosamente sobre un paño o lienzo. Esta imagen es especialmente famosa por su asociación con la ciudad de Edesa (actualmente en Turquía), donde, según la leyenda, se encontraba un paño con la cara de Cristo que habría sido transferido milagrosamente a un lienzo. La leyenda cuenta que el Mandilion fue enviado al rey de Edesa, Abgar V, quien sufría de una enfermedad grave. El rey Abgar, en su desesperación, solicitó a Cristo que viniera a sanarlo, pero Cristo respondió que no podría ir a Edesa en persona. Sin embargo, según la tradición, Cristo envió una imagen de sí mismo que se habría impreso en un lienzo por un acto milagroso, cuando Cristo habría limpiado su rostro con un paño (el Mandilion) y luego lo envió a Edesa.

Algunas teorías identifican el Mandilion, cuya historicidad, más allá de las leyendas que nos hablan del objeto, está bien atestiguada a través de múltiples textos, con la propia Sábana Santa, que actualmente se venera en la catedral de Turín. Los que defienden la teoría han podido seguir los pasos de esta reliquia, desde la ciudad turca hasta el norte de Italia, pasando por varias ciudades europeas. Así, en el siglo VII, en un contexto de conflictos con el imperio persa, los cristianos de Edesa temieron que la ciudad fuera tomada por las tropas de Cosroes I, pero la llegada de los árabes a la ciudad turca llegó, incluso, a salvar a la reliquia sagrada de los propios cristianos iconoclastas. Y algún tiempo después, en agosto del año 944, en tiempos del emperador bizantino Constantino VII Porfirogénito (905 – 959), y en el marco de las luchas entre los bizantinos y los musulmanes, el Mandilion fue trasladado a la capital bizantina, Constantinopla, donde empezó a ser venerada en la iglesia de Santa María de las Blanquernas donde era veneraba como una reliquia sagrada, y era centro de una procesión anual, en la que el lienzo era mostrado al pueblo.

El evento clave que marca el siguiente capítulo en la historia del Mandilion es la caída de Constantinopla, en el marco de la cuarta Cruzada, en el año 1204. Con la toma de la capital bizantina por parte de los propios cruzados cristianos, muchas reliquias fueron saqueadas o trasladadas. Hay documentos históricos que afirman el saqueo de la ciudad por parte de los venecianos y de los franceses, y se cree que el Mandilion fue robado. En este sentido, existe una carta de un familiar del emperador bizantino al papa, solicitando que le fueran devueltas las reliquias robadas, y especialmente, el lienzo sagrado. En ese documento se afirma que la reliquia había sido robada por un francés, y que se había llevado hasta Atenas. Según algunos estudiosos, la persona que había robado el Mandilion no podía ser otro que Otón de la Roche, un noble francés de origen borgoñón que participó en la cuarta cruzada, en la que fue nombrado duque de Atenas y señor de Argos y de Nauplia. Hay que tener en cuenta que la primera vez que aparece la Síndone, es decir, la Sábana Santa, en Europa, ya en el siglo XIV, lo hace en manos de Godofredo de Charny, hijo de Jean de Charny, señor de Lirey, también en Borgoña, quien, por otra parte, estaba casado con Jeanne de Vergy, quien era tataranieta del propio Otón de la Roche. Así lo demuestra, además, una placa de la Ostensión de la Síndone, fechada en 1355, en la que aparecen los escudos heráldicos de las dos familias, los Cherny y los Vergy, lo que demuestra que la posesión del objeto por parte de la familia era debida al patrimonio personal de la mujer.

Un siglo más tarde, en 1453, la última descendiente de la dinastía Charny, que había quedado empobrecida al haber quedado viuda, regaló la Síndone a Ana de Lusignano, esposa del duque Luis de Saboya, a cambio de unas tierras que habían pertenecido al ducado, para que ella pudiera vivir cómodamente, siendo venerada, a partir de ese momento, en la que entonces era la capital del ducado, la actual ciudad francesa de Chambery, muy cerca de las fronteras con Italia y Suiza. Allí, en Chambery, sufrió un pavoroso incendio que fundió parcialmente el arca de plata que la protegía (por este hecho es por lo que no es concluyente las pruebas de carbono 14 que se han hecho sobre la reliquia). Y el papa Julio II, a principios del siglo XVI, aprobó la celebración de una misa propia para la Sábana Santa, iniciándose, de manera oficial, el culto público de la reliquia. Finalmente, la Sábana Santa sería llevada a la nueva capital del ducado, Turín, en 1578, por orden del duque Manuel Filiberto, en el contexto de la nueva situación geopolítica provocada por el tratado de Cateau-Cambrésis, que había otorgado la posesión de la parte francesa del ducado al rey de Francia.

Este rostro, con barba y cabello largo, influiría profundamente en las representaciones posteriores de Cristo. A partir del siglo V, la tradición bizantina consolidó en sus iconos una imagen más estandarizada de Jesús: un hombre con barba, cabello largo, semblante serio y majestuoso, vestido con túnicas largas. Del arte bizantino pasaría, primero, al arte románico, en el que el rostro de Jesús se fue identificando con el Pantocrátor, el Dios todopoderoso y creador, de las iglesias medievales, y después, a todo el arte cristiano.

De acuerdo con la leyenda, el rey Abgar recibió el Mandilion de JudasTadeo, un discípulo de Jesús.





El podcast de Clio: LA IMAGEN DE JESUCRISTO EN LOS PRIMEROS AÑOS Y LA CELEBRACIÓN DE LA SEMANA SANTA EN LA EDAD MEDIA



Para profundizar en cómo ha influido el Mandilion y la sábana Santa en la imagen de Jesucristo, ver el siguiente video: 

JORGE MANUEL RODRÍGUEZ ALMENAR. LA SÁBANA SANTA Y SUS IMPLICACIONES HISTÓRICO-ARTÍSTICAS

Para profundizar en cómo era la Semana Santa durante la Edad Media, ver el siguiente video: 

BITE. SEMANA SANTA, ¿CÓMO NACIÓ ESTA CELEBRACIÓN?


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