El año editorial de María de la Almudena Serrano Mota ha sido, sin duda,
uno de los más fecundos de su carrera investigadora. A sus publicaciones sobre “Mil
años de historia: castillo, inquisición, cuartel y cárcel”, “La desamortización
de la Real Casa de Santiago de Uclés (Cuenca)“ y “El monasterio de la Concepción
Francisca de Cuenca. Documentos para su historia (1498-1886)”, ya comentados en este mismo blog (ver “Dos
libros de Almudena Serrano sobre la historia del Archivo Histórico Provincial
de Cuenca y sobre la Real Casa de Santiago de Uclés”, 9 de julio de 2024; y “Un
nuevo libro sobre documentación histórica: el convento de la Concepción
Francisca de Cuenca”, 21 de octubre de 2024), se suma ahora este nuevo y
revelador estudio: “Los Velázquez de Cárdenas en Nueva España y la fundación
del convento de carmelitas descalzos de Uclés ”, que rescata del olvido la
figura del capitán Antonio Velázquez de Figueroa y León, un personaje esencial
para entender los vínculos entre Castilla, y Cuenca en particular, y el mundo
indiano, y cuyo protagonismo hasta ahora apenas había sido advertido por la
historiografía local. Sin embargo, hay que señalar que la autora, aunque
historiadora de formación, es, sobre todo, archivera de vocación, y bajo estas señas de identidad es en las
que ha escrito este nuevo ensayo; un ensayo que, por ello, no es, en esencia,
una biografía del personaje, sino un análisis de toda la documentación
encontrada sobre él y su linaje. A este respecto, es clarificador que,
como en los otros tres textos ya citados, el libro ha sido editado por la Real
Academia Matritense de Heráldica y Genealogía.
Yo, sin embargo, que soy historiador de formación y de vocación, voy a
resaltar el aspecto histórico de este personaje, más que el documental
propiamente dicho, poniendo en valor la figura de un conquense casi desconocido
hasta ahora, que supo trasladar al nuevo continente un linaje familiar que
terminaría por convertirse en testigo de sendos procesos históricos, si se
quiere contrapuestos: la hispanización del nuevo continente, y la independencia
y el nacimiento de un nuevo país, México; pero que en su conjunto forman parte de
la historia y del presente, de la cultura en esencia, de aquel país hermano.
Natural de Uclés, Antonio Velázquez de Figueroa emprendió en 1562 un viaje a la Nueva España, donde iniciaría una trayectoria marcada por el servicio a la Corona, la exploración de nuevos territorios y la consolidación de una poderosa estirpe criolla vinculada a la minería. Era descendiente de una familia de discutida nobleza, como revela la ejecutoria de hidalguía de 1535 solicitada por su padre, Rodrigo Velázquez, frente a la oposición del concejo ucleseño, que los consideraba como pecheros. Según este documento, nuestro personaje descendía de figuras vinculadas al entorno cortesano del rey Enrique IV: era tataranieto de Luis González de León, que había sido corregidor de Carmona en tiempos del monarca castellano. Según esta ejecutoria, el litigante, Rodrigo Velázquez, era nieto de Pedro de León - tratante de ganado lanar y cabrío, quien también había hecho negocios con los comerciantes genoveses instalados en Castilla, además de haber sido nombrado caballero de la Orden de Santiago-, y de Catalina Viedma. Y era hijo, a su vez, de Amaro Velázquez y de Inés Alonso de Montemayor. Tanto su abuelo como su padre habían sido vecinos de la villa de Torrubia, que pertenecía a la misma orden de Santiago. El mismo litigante, Rodrigo Velázquez, era soldado del rey, llegando a alcanzar el rango de alférez, y había contraído matrimonio con Catalina Mexía de Figueroa. Uno de los hijos de este matrimonio fue el citado Antonio Velázquez de Figueroa.
La familia mantenía además lazos con los hermanos Juan y Rodrigo Velázquez
de León, quienes se habían establecido en el nuevo continente en los primeros
años del descubrimiento, y estaban emparentados con el célebre adelantado Diego
Velázquez de Cuéllar; los tres habían nacido en esta villa de la provincia de
Segovia. Estos vínculos facilitaron la incorporación de Antonio a los círculos
del poder virreinal en México. Así,
nada más llegar a América, el capitán Antonio Velázquez entró al servicio del
virrey, Luis de Velasco y Ruiz de Alarcón, con quien ya mantenía una relación
previa, al haber servido como paje de su esposa, Ana de Castilla. En 1563 fue
comisionado por éste para supervisar en Veracruz el navío de aviso de la flota
real, y poco tiempo más tarde participó en la expedición de Tristán de Luna a la
Florida, aunque en este momento existen dudas cronológicas sobre el momento
real de su llegada a Nueva España, pues dicha empresa había partido en 1561, un
año antes de la fecha oficial del embarque según el catálogo de pasajeros. Todo
apunta entonces a que su llegada había sido anterior a la fecha registrada, una
hipótesis razonable a la luz de los servicios que prestó y del reconocimiento
que obtuvo.
En su carrera como funcionario, fue alcalde mayor de Xilotepeque e
Yscateupi, corregidor de Cuyseo y combatiente en la guerra contra los indios chichimecas.
Participó también en la fallida fundación de Santa Elena —en el actual estado
norteamericano de Carolina del Sur—, un punto olvidado de la geografía colonial,
que testimonia los intentos tempranos de la monarquía hispánica por expandirse
hacia el norte del nuevo continente. Hay que tener en cuenta que, en la
terminología propia del siglo XVI, el territorio de la Florida no se ciñe sólo
al actual estado, que cierra por el norte la bahía de México, sino que se
extiende, también, por los actuales estados de Carolina del Sur, Georgia y
Alabama.
La vida del capitán dio un giro definitivo al contraer matrimonio con
Isabel de Cárdenas, quien era hija de Pedro Pérez de Cárdenas, un antiguo
combatiente de la guerra de Jalisco, en la que había fallecido. Este matrimonio
incorporó al patrimonio familiar unas ricas minas de plata en Zacualpan, cuya
explotación aseguró la fortuna de los Velázquez de Cárdenas durante muchas generaciones.
Y por otro lado, una parte sustancial del capital obtenido de las minas viajó
a Castilla. En concreto, más de veinte mil ducados fueron enviados a Uclés,
donde sirvieron para la creación de un mayorazgo a favor de su hijo, Amaro
Velázquez de Cárdenas, conocido como "el mayorazgo de indios" por el
origen americano de la fortuna. Ese mismo caudal financió también la fundación
del convento de carmelitas descalzos de Uclés, en la que participaron tanto
Antonio, su esposa y sus hijos, como dos hermanos de Antonio, el maestro Amaro
Velázquez de Figueroa, y otro más. que es más reconocido por el nombre que
había adoptado al entrar en la propia orden carmelita, fray Francisco del
Santísimo Sacramento. Este convento, además de reflejar la religiosidad barroca
y el deseo de redención de los propios indios, simboliza la permanencia del
vínculo con la patria chica, aún desde la lejanía del virreinato.
Durante el siglo XVII, los Velázquez de Cárdenas consolidaron su posición en Nueva España y en Castilla. Rodrigo, Amaro, Fernando, José Antonio y Francisco Antonio, se fueron sucediendo, generación tras generación, al frente del linaje y en la gestión de minas y el mayorazgo. La figura más destacada del linaje, ya en el siglo XVIII, fue Joaquín Velázquez de Cárdenas y León, un científico ilustrado que participó en la expedición a California, que había sido organizada por el virrey, Joaquín de Montserrat, y estaba dirigida por José de Gálvez, y que representa el tránsito entre la nobleza militar y el saber ilustrado. Hijo de Francisco Antonio Velázquez de Cárdenas, había nacido en 1732, en la hacienda minera de Acevedotla, ubicada en el actual municipio de Zacualpan, y que, como sabemos, pertenecía a la familia desde el siglo XVI. Fue abogado, matemático, astrónomo, escritor, y además, un experto en minería, una de las actividades económicas más importantes del virreinato.
Desde muy joven, Joaquín Velázquez de León se destacó por su gran
curiosidad intelectual. Estudió derecho, pero su interés por el conocimiento lo
llevó mucho más lejos. Fue discípulo del célebre matemático y astrónomo español
José Antonio Alzate, con quien compartió la pasión por las ciencias naturales y
exactas. No era raro verlo estudiar los cielos con instrumentos astronómicos o
recorrer minas analizando la geología del terreno. Pero su saber no se quedó
sólo en los libros: participó activamente en expediciones científicas, como la
ya citada de Gálvez, y fue uno de los primeros novohispanos en aplicar métodos
matemáticos y astronómicos al estudio del territorio. A petición de la corona,
se dedicó a la medición de meridianos y levantamientos topográficos, con el fin
de mejorar el conocimiento del virreinato, combinando su formación científica
con una clara vocación de servicio al rey.
También tuvo un papel importante en la reforma de la minería. Velázquez de
León no sólo estudió los minerales y los procesos de extracción, sino que
propuso mejoras técnicas y administrativas. Fue nombrado inspector general de
minas, y promovió el uso de herramientas científicas en una actividad
tradicionalmente artesanal. En este ámbito, sus conocimientos matemáticos eran
fundamentales para calcular vetas, pendientes y flujos de trabajo. Además de
sus trabajos técnicos, escribió varios tratados sobre astronomía, matemáticas y
minería, aunque muchos de ellos permanecieron manuscritos, sin llegar nunca a
las prensas de la edición, y los que lo hicieron, fueron siempre poco
difundidos. Como buen ilustrado, creía firmemente que el conocimiento debía
ponerse al servicio del bien común, y que la ciencia podía mejorar la vida de
las personas. Joaquín Velázquez de León murió en 1786, pero su legado perdura
como símbolo de una Nueva España culta, científica y abierta a las ideas del
progreso. Fue, en muchos sentidos, un adelantado a su tiempo: un hombre que
supo unir razón, ciencia y compromiso social.
Sin embargo, con la llegada del siglo XIX, los descendientes del linaje se
alejaron definitivamente de la metrópoli. Criollos por cultura, educación y
espíritu, tomaron partido por la independencia de México. Tal es el caso de Joaquín
Velázquez de León (1803–1882). Éste era hijo de Juan Felipe Neri Velázquez de
León García de Pereda, y de Guadalupe Álvarez de Guitién y Alarcón; y era nieto,
a su vez, de Fernando Velázquez de Cárdenas y León. Fue éste un personaje
fascinante del México del siglo XIX. Nacido en la ciudad de México en 1803,
creció en una época de grandes cambios, marcada por la lucha por la
independencia y la búsqueda de una identidad nacional. Desde joven, mostró una
gran pasión por el estudio. Se formó como ingeniero en el Real Colegio de
Minería, uno de los centros científicos más importantes de América en aquel
tiempo. Allí destacó por su interés en las matemáticas, la geografía y la
física, disciplinas que consideraba fundamentales para el desarrollo del país. Llegado
el momento del estallido revolucionario, se incorporó al ejército de Agustín de
Iturbide, y fue más tarde profesor en el Colegio Militar. En los años
siguientes, fue jefe de la Comisión Mexicana en Washington, ministro de Fomento
del nuevo país nacido de la revolución, y director del Colegio de Minería, en
el que había estudiado, contribuyendo así a la construcción del nuevo estado
mexicano desde las instituciones republicanas.
Pero Velázquez de León no se quedó solo en el mundo académico. Pronto se
involucró en la política y en la diplomacia, convencido de que el joven país
necesitaba tanto ciencia como instituciones fuertes. A lo largo de su vida
ocupó varios cargos importantes, entre los que destacó su etapa como ministro
de Relaciones Exteriores, durante el Segundo Imperio Mexicano, encabezado por
Maximiliano de Habsburgo. Aunque este periodo fue breve y polémico, Joaquín
intentó tender puentes entre México y las potencias europeas, buscando siempre
el bien del país.
Joaquín Velázquez de León murió en 1882, pero dejó tras de sí una huella
profunda. Representa a esa generación de mexicanos que creyeron que el saber y
el compromiso podían cambiar la historia. Hoy, su vida nos recuerda que ciencia
y política no deben estar reñidas, y que es posible servir a la patria con
inteligencia, moderación y visión de futuro. Lo más llamativo de su figura es que, a pesar de vivir en una época de
guerras, golpes de Estado y rivalidades políticas, nunca dejó de lado su
vocación científica. Fue un defensor del progreso, de la educación y del
pensamiento racional. Para él, el conocimiento no era un lujo, sino una
necesidad, para que México pudiera salir adelante.
En conclusión, el libro de María de la Almudena Serrano no sólo rescata a
un personaje olvidado del siglo XVI, sino que reconstruye con notable precisión
documental la genealogía, el ascenso y la transformación de una familia
conquense que llegó a ser protagonista de la historia atlántica. En su prosa
rigurosa y clara, Serrano demuestra cómo lo local y lo global se entrelazan en
las trayectorias de los linajes que, desde lugares tan discretos como Uclés,
proyectaron su influencia hasta los confines del imperio español, y más allá.
Una obra que enriquece la historia de la colonización, la nobleza indiana y la
memoria transatlántica de Castilla.
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