El Camino de Santiago. El origen
de una vía de espiritualidad
Según la
tradición cristiana, el apóstol Santiago el Mayor, hijo de Zebedeo y hermano de
Juan, predicó el Evangelio en la península ibérica, después de que Jesucristo,
una vez resucitado, lo enviara, como al resto de los Apóstoles, a anunciar su
mensaje entre los gentiles. Aunque ni los propios Evangelios ni los Hechos de
los Apóstoles, el libro de las Sagradas Escrituras que narra la vida de los
doce en los años siguientes a la Pasión de su Maestro, recogen esta misión evangelizadora
de Santiago, y por lo tanto la historicidad de su presencia en el extremo
occidental del mundo conocido, algunos de los textos apócrifos y, sobre todo,
crónicas posteriores, sostienen que el Apóstol viajó hasta Hispania, posiblemente
a través de la vía marítima fenicio-romana, cruzando todo el mar Mediterráneo, evangelizando
diversas regiones del noroeste peninsular. Después, tras regresar a Jerusalén,
fue martirizado allí por orden de Herodes Agripa, hacia el año 44 d.C. Sus
discípulos, según la tradición sagrada, trasladaron su cuerpo por mar hasta las
costas de Galicia, donde sería enterrado en un lugar oculto, cuyo recuerdo se perdió
durante muchos siglos.
En las
décadas siguientes, Compostela se convirtió en un importante centro de devoción
y de poder eclesiástico. Echemos un vistazo rápido a lo más destacado de la
cronología de lo que, ya entonces, empezaba a ser conocido como un importante
lugar de peregrinación. Entre los años 834 y 843, la sede episcopal fue
trasladada desde Iria Flavia a lo que ya entonces era llamado Santiago de Compostela.
En 997, el caudillo musulmán Almanzor saqueó la ciudad, pero no dudó en
respetar la tumba del apóstol, lo que reforzó su carácter sagrado que tenía el
lugar. En 1095, el papa Urbano II reconoció oficialmente el culto a Santiago. En
1139, Inocencio II otorgó a la diócesis la dignidad arzobispal. En 1164,
Compostela fue reconocida como uno de los tres grandes centros de peregrinación
cristiana, junto con Roma y Jerusalén.
Con el
crecimiento del culto al apóstol, se fue estructurando el Camino de Santiago,
como una red de rutas que desde el norte de Europa, especialmente Francia, pero
también otros países, como Inglaterra o Portugal, llegaban hasta Galicia. A lo largo de estos
caminos fueron surgiendo con el paso del tiempo decenas de hospitales y de albergues
para acoger a peregrinos, y monasterios y templos para asegurar el culto y la
asistencia espiritual. Y también, cono no podía ser de otra forma en aquellos
años medievales, en los que la caballería tenía una especial importancia, órdenes
militares y religiosas, especialmente la de Santiago (1170), encargadas primeros
de la protección de los caminantes, pero que poco tiempo después, y a imitación
de otras órdenes que fueron naciendo en toda Europa, pasaron también a combatir contra los
musulmanes, llegando a ser uno de los elementos principales de la Reconquista.
En
aquellos tiempos, igual que ahora, el Camino no solo tenía un sentido
devocional, sino que también articulaba la repoblación de los territorios
conquistados, repoblación en la que la orden también terminó siendo
protagonista, al menos en una parte de los territorios conquistados. Además, servía
de eje de comunicación, intercambio cultural, y construcción de la identidad
cristiana peninsular. El románico, ese nuevo orden arquitectónico que estaba
llegando de Francia en aquel lejano siglo XI, y durante toda la primera mitad
de la centuria siguiente, también lo hizo, sobre todo en su primera época, a
través del Camino.
En
tiempos del reinado de Alfonso VII (1109-1157), el apóstol Santiago fue
presentado como símbolo de la unidad política de Hispania. Y entre los siglos
XI y XIII, el Camino vivió su época dorada. Millones de peregrinos europeos lo
recorrieron en aquella época. A su paso se desarrollaron núcleos urbanos, como
Jaca, Estella, Burgos, León o Astorga. En 1075 comenzó a construirse la catedral románica de Santiago,
culminando, en muy pocos años, un impresionante santuario de peregrinación. Sin
embargo, a partir del siglo XIV, diversos factores, como el estallido en el
continente europeo, de importantes conflictos armados, la extensión de la peste,
y a partir del siglo XVI, la reforma protestante, provocó en toda Europa un
cambio en las rutas de peregrinación, lo que llevó a un declive del Camino, que
ya no resurgiría con fuerza hasta tiempos recientes. Ya en el siglo X, el
Camino de Santiago volvió a resurgir con gran fuerza.
Con la
expansión del Imperio español, el culto a Santiago se exportó a América, donde
fue adoptado como santo patrono de numerosas ciudades. En muchas regiones, se
sincretizó con deidades indígenas, o fue reinterpretado como símbolo de
justicia, protección y autoridad. La figura del apóstol, ya sea como peregrino,
como santo o como guerrero, continúa hoy siendo un referente de identidad,
espiritualidad y encuentro entre pueblos, tanto en Europa como en América. Así,
la aparición del apóstol Santiago en Compostela no es sólo un episodio
religioso, sino un acontecimiento con profundas consecuencias políticas,
culturales y sociales. El Camino de Santiago se transformó en un eje de
comunicación espiritual, territorial y simbólica que articuló gran parte de la
cristiandad medieval. Y aunque de una manera muy diferente, más propia de este
siglo XXI, lo sigue articulando también en la actualidad.
Sin
embargo, en realidad no existe un Camino de Santiago, sino varios caminos. Los
más conocidos son los que atraviesan el norte de la provincia de Cuenca, pero
un camino de peregrinación como era éste, transitado por peregrinos de todo el
continente europeo, era, en realidad, una red de vías que tienen un destino común, Santiago de Compostela,
y muchos puntos de origen diferentes; todos los caminos llevan a Roma, dice el
refrán, y casi todos los caminos llegan a Santiago. Hay que recordar aquí el
camino inglés, que, procedente de las Islas Británicas, y a través del Canal de
la Mancha y el Mar Cantábrico, recorría, en muy pocas jornadas, el trayecto
entre La Coruña y Compostela; o el portugués, que comunicaba Lisboa y Santiago
a través de Oporto o Tui. En este
sentido, no se puede dejar de lado el llamado Camino de la Lana, que desde la
costa mediterránea, principalmente desde Alicante, pasando por las provincias
de Cuenca, Guadalajara y Soria, llegaba hasta Burgos, donde enlazaba
directamente con el camino francés.
Santiago Matamoros y la dimensión
guerrera del apóstol
La
aparición del apóstol Santiago a lomos de un brioso corcel blanco en la batalla
de Clavijo (844), según las crónicas, consolidó su imagen de apóstol-guerrero.
Montado sobre un caballo blanco y blandiendo una espada, habría intervenido
milagrosamente para dar la victoria a los cristianos frente a los musulmanes. Esta
poderosa imagen nace, tal y como se ha dicho, de la legendaria Batalla de
Clavijo donde, según las crónicas medievales, cuando las tropas cristianas
estaban a punto de ser derrotadas por los temibles musulmanes, el apóstol se
apareció sobre un caballo blanco, blandiendo una espada, y provocando el terror
entre las tropas musulmanas. Como resultado de esta visión, los cristianos
recobraron unas fuerzas que ya estaban demasiado mermadas, logrando de esta
forma, al día siguiente, la victoria sobre sus enemigos. Este es el origen de
la iconografía del apóstol a caballo, con uno o varios guerreros moros a sus
pies, a punto de ser pateados por el corcel.
Este episodio, aunque legendario,
fue crucial para convertir a Santiago en patrón de España, reforzar la idea de
una Reconquista sagrada, y vincular el Camino a la lucha religiosa y a la
política peninsular. La figura de Santiago Matamoros se convirtió en un icono
visual y simbólico de la cristiandad peninsular, y su imagen ecuestre se
difundió ampliamente en esculturas, relieves, códices y retablos. Y junto a la
imagen de San Jorge, el otro santo caballero, derrotando al dragón -un antiguo
soldado de la guardia pretoriana, que también se encuentra en la difusa
frontera entre la historia y la leyenda-, puede ser considerado como una
transliteración de los antiguos mitos grecolatinos, y también de las
tradiciones celtíberas. En efecto, Santiago Matamoros comparte rasgos con San
Jorge, venerado tanto en Europa como en Oriente Próximo, especialmente en lugares
tan distantes entre sí como Georgia, Inglaterra y, en lo que respecta a la
península ibérica, en Aragón y en Cataluña. Ambos aparecen como guerreros
montados, salvadores frente al enemigo infiel o monstruoso -el dragón o el
enemigo musulmán-, lo que sugiere una transposición cristiana de antiguos
arquetipos guerreros indo-europeos.
En cuanto a la mitología clásica, la
imagen del caballero celeste tiene paralelos claros con los héroes montados de
la mitología griega, como el centauro, ese ser híbrido que unifica, en un mismo
cuerpo, al caballo y al jinete; el dios guerrero Ares, o los gemelos Cástor y Pólux,
los Dioscuros, hijos de Leda; o incluso Belerofonte, montando a Pegaso para
derrotar a la Quimera. Y en cuanto a las tradiciones celtíberas celtiberas,
debemos recordar que, para estos pueblos del centro de la meseta, el caballo
era un animal sagrado, asociado con la guerra, la nobleza, la muerte y el
tránsito al más allá. En algunos yacimientos como Numancia, se han hallado
jarros rituales con hombres-caballo y domadores, símbolo posiblemente chamánico
o funerario.
Esa imagen del caballo como símbolo
totémico también aparece en el folklore español y americano. En efecto, el
caballo no sólo está presente en la tradición guerrera, sino también en las
festividades populares, muchas de ellas con orígenes medievales o incluso
paganos, aunque en muchas ocasiones el origen mítico está parcialmente oculto
en una tradición histórica realmente existente. Así se puede apreciar en
algunas fiestas de enorme interés, como en la Caballada de Atienza
(Guadalajara) que conmemora el rescate del rey Alfonso VIII, siendo todavía
niño, en el marco de la guerra civil que asoló Castilla a mediados del siglo
XII; o los Caballos del Vino, en Caravaca de la Cruz (Murcia), donde se mezcla
la simbología cristiana y pagana con las tradiciones agrícolas, y en la que el
caballo es símbolo de fuerza protectora.
También es este caso, y después del descubrimiento y
conquista de América, todas esas tradiciones fueron exportadas al Nuevo Mundo,
donde se fusionaron con algunas cosmovisiones indígenas. En Peteu (Guatemala),
por ejemplo, existe el "Baile del Caballito", una danza ritual en la
que el caballo, en esta ocasión a través de hombres disfrazados de tales, sigue
siendo símbolo sagrado, asociado a la lucha entre el bien y el mal, lo divino y
lo terrenal. Este sincretismo se refleja en cómo los pueblos indígenas
adoptaron la figura de Santiago como “santo guerrero”, defensor del orden,
muchas veces reinterpretándolo dentro de sus propias creencias.
En resumen, la figura de Santiago Matamoros y su asociación
con el caballo blanco no puede entenderse sólo desde el punto de vista del cristianismo
medieval. Es, en realidad, un arquetipo de héroe montado, heredero de múltiples
tradiciones: celtas, grecolatinas, visigodas, islámicas y cristianas. Sin
embargo, sí es cierto que, más allá de todo ello, su figura articula la
identidad nacional española en la Edad Media, como símbolo de la lucha sagrada
contra el invasor musulmán. Y al mismo tiempo, y una vez producida la
unificación de todos los reinos bajo una misma corona, y prolongada esa
unicidad hasta más allá del Océano Atlántico, permite la evangelización y
legitimación del dominio en las nuevas tierras descubiertas, usando símbolos ya
presentes en las culturas autóctonas.
La orden militar de Santiago,
entre la cruzada y la frontera
En el panorama espiritual, político y militar de la Europa
medieval, pocas instituciones alcanzaron tanta relevancia y proyección como las
órdenes militares. Nacidas en el contexto de las cruzadas orientales, especialmente
después de la conquista de Jerusalén en 1099, estas fraternidades de caballeros
profesaban votos religiosos y, al mismo tiempo, empuñaban las armas. Su misión
consistía en: defender la cristiandad frente a sus enemigos, ya fuesen los
musulmanes, los paganos o, más tarde, los herejes.
Las tres grandes órdenes internacionales los templarios, los
hospitalarios de San Juan (futuros caballeros de Malta, después de que el
emperador Carlos V les otorgara el señorío sobre la isla homónima), y la orden
teutónica (nacida en Alemania, pero que contaba también con una rama española
desde el matrimonio del rey Fernando III con Beatriz de Suabia, nieta del
emperador Federico Barbarroja), marcaron el modelo organizativo, simbólico y
espiritual para las nuevas milicias religiosas que surgirían también en Europa
occidental y, de modo muy especial, en la península ibérica; hay que recordar,
en este sentido, que también la Reconquista tuvo un cierto cariz de cruzada
contra el enemigo musulmán. Por ello, aunque el foco inicial de estas órdenes
se centró en Tierra Santa, sus ramas y prioratos se extendieron también por
Occidente, encontrando en España un campo fértil de acción.
La Orden de Santiago fue fundada en el reino de León hacia
1170, por un grupo de caballeros que se habían reunido en la ciudad de Cáceres.
Su objetivo inicial era doble: proteger a los peregrinos que transitaban el
Camino de Santiago, y combatir a los musulmanes en los territorios de la
frontera sur. Su fundación fue avalada por el rey Fernando II de León, y poco
después, en 1175, recibió el reconocimiento pontificio, mediante una bula del
papa Alejandro III. En 1174, la orden se extendió también al reino de Castilla,
donde el monarca Alfonso VIII les otorgó el castillo de Uclés, que de este
modo, se convirtió en su casa madre y centro de operaciones. Allí se erigió el priorato
de Uclés, un complejo que funcionaba como monasterio, fortaleza, centro
administrativo, archivo y residencia del maestre. Desde ese núcleo estratégico,
la orden dirigía sus campañas militares, organizaba la repoblación de nuevas
tierras y gestionaba una extensa red de encomiendas.
La Orden de Santiago se regía por la regla de San Agustín,
que permitía combinar la vida religiosa con la acción armada. Sus miembros eran
frailes-caballeros, nobles que profesaban votos de obediencia, castidad y
pobreza personal, pero no llevaban una vida estrictamente conventual. Su
símbolo, una cruz roja en forma de espada, sintetizaba perfectamente su doble
misión, espiritual y militar. La orden asumía funciones clave en el entramado
de la Reconquista: la protección de peregrinos hacia Santiago de Compostela, la
defensa de los territorios fronterizos frente al Islam, y la repoblación y
colonización agrícola de las tierras conquistadas. Su influencia en la corte
castellana, donde sus maestres llegaron a ejercer poder político significativo,
fue muy importante.
Uno de los episodios más reveladores del protagonismo de la orden
de Santiago tuvo lugar en 1177, cuando Alfonso VIII emprendió la conquista de
Cuenca, que para entonces era un importante bastión musulmán en el centro-este
de la península. Así, la orden participó de manera decisiva en la campaña,
aportando tropas, logística y recursos. Su colaboración fue recompensada
generosamente por el rey con bienes inmuebles, heredades rurales, molinos,
dehesas y propiedades urbanas dentro de la ciudad. Estos donativos no fueron
meramente honoríficos. Respondían a una estrategia política: consolidar la
presencia cristiana, facilitar la repoblación con gentes de confianza y
asegurar la fidelidad de la orden. Desde su sede en Uclés, la orden de Santiago
proyectó su influencia sobre el territorio conquense, estableciendo una red de
posesiones como el Hospital de Santiago, el Molino de Santiago, la Dehesa de
Santiago, dentro de la ciudad, o la fortaleza de Torrebuceit, en el actual municipio
de Villar del Águila.
A lo largo de los siglos, la Orden de Santiago se consolidó
como una de las instituciones más poderosas de la Corona de Castilla. Su red de
posesiones, su capacidad militar y su inserción en la estructura política, le
permitieron mantener una posición destacada hasta bien entrado el periodo
moderno. A partir de los Reyes Católicos, y especialmente bajo Carlos V y
Felipe II, y como sucedió con el resto de las órdenes hispánicas, la corona
asumió el control directo del maestrazgo, lo que marcó el comienzo de su
progresiva integración en el aparato estatal. No obstante, y a pesar de los
procesos desamortizadores del siglo XIX, su legado permanece hoy en día: iglesias,
castillos, archivos, escudos, y topónimos recuerdan aún hoy la huella profunda
de una institución que encarnó, como pocas, el cruce de caminos entre la
religión, la guerra y la política en la
España medieval.
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