Castilla es una tierra de horizontes amplios y memorias hondas, donde el paisaje parece conservar la voz de los siglos. En el corazón de la meseta, entre campos de cereal y pinares perfumados, se alza una ruta que une historia, arte y leyenda: Coca, Cuéllar, Íscar, Olmedo… y Arévalo, para cerrar un ciclo que une a tres provincias castellanas. Cinco nombres que resuenan con ecos de imperio y de teatro, de castillos y de fe.
Nuestra primera parada será Coca, la antigua Cauca romana, cuna del último emperador que gobernó sobre un imperio romano todavía unificado: Teodosio el Grande. Nació aquí, en Cauca, hacia el año 347, cuando la meseta castellana formaba parte de una de las provincias hispanas del imperio: la Tarraconensis. Desde estas tierras remotas, Teodosio ascendió a la cumbre del poder imperial, y marcó un destino: fue el emperador que hizo del Cristianismo la religión oficial del Imperio, cerrando así el ciclo que había iniciado Constantino. Después, dividiría definitivamente el impero entre sus dos hijos: el imperio de Oriente, la futura Bizancio, para Arcadio; el de Occidente, sumido ya en una crisis sin vuelta atrás, para Honorio.En Coca,
las huellas del pasado se entrelazan. Bajo el trazado medieval laten los restos
de la vieja Cauca romana. Pero es el castillo, joya del gótico mudéjar del
siglo XV, el que domina el horizonte y la memoria. Fue levantado a mediados del
siglo XV por el arzobispo de Sevilla, Alonso de Fonseca, señor de esta villa,
combinando el ladrillo rojo con la piedra blanca en un juego de torres, almenas
y fosos. Su foso, que alcanza en su lado más profundo los veinte metros y tiene
una anchura de diez metros, lo que le convierte en casi inexpugnable, a pesar
de responder como en el caso del castillo de Belmonte, al modelo de
castillo-palacio propio de la centuria en la que fue construido. y sus torres
almenadas, han visto pasar siglos de guerras, banderías y olvidos. Desde sus
murallas, que aún se pueden ver en algunas calles de la localidad, el viajero que
llega a Coca, puede imaginar el esplendor de la Roma hispana y la solemnidad del
último emperador, nacido en estas tierras de cereal y viento.
Cuéllar
es también un museo al aire libre del románico propio de la zona, en el que se
combinan los elementos más característicos del estilo medieval con la
utilización del ladrillo, propio del mudéjar. Sus iglesias, construidas en
ladrillo y decoradas con arquerías ciegas, hablan de la convivencia entre
cristianos y musulmanes, del arte que nace del mestizaje. San Andrés, San
Esteban o San Martín, son templos que conservan la serenidad de la Edad Media y
el perfume de las devociones antiguas. Entre ellas, el visitante puede perderse
en un silencio que suena a siglos, mientras el aire del pinar se mezcla con el
eco de las campanas.
Hoy, sus
muros sirven de escenario a eventos culturales y miradores naturales. Desde lo
alto, el viajero contempla el ondular de la tierra castellana, esa inmensidad
que Lope de Vega llamaría “campo de corazones duros y cielos infinitos”. Entre
las almenas, uno siente que Castilla fue un día frontera del mundo, y que sus
castillos no eran sólo fortalezas, sino también símbolos de resistencia y de
orgullo.
La ruta,
de momento, concluye en Olmedo, villa cargada de historia y de
literatura. En sus calles empedradas resuena el eco de los versos del Fénix de
los Ingenios, del ya citado Lope de Vega, uno de los mejores escritores del
Siglo de Oro, quien inmortalizó la ciudad en una de sus comedias más famosas: “El
caballero de Olmedo”:
al caballero,
la gala de Medina,
la flor de Olmedo.”
La
comedia de Lope de Vega cuenta la historia de don Alonso, un noble caballero de
Olmedo que se enamora de doña Inés, una joven de Medina del Campo. Con la ayuda
del gracioso Tello, Alonso logra ganarse el amor de ella, pero su felicidad
despierta los celos de don Rodrigo, quien también pretende el amor de la joven.
Pese a los presagios y advertencias, como una copla popular que anuncia su
destino, Alonso regresa una noche a Olmedo, tras asistir a una fiesta de toros
en la villa de Medina, donde se había destacado como una gran lanceador,
llegando incluso a salvar la vida de don Rodrigo. Éste, consumido por los celos
y ahora, también, por la vergüenza, escondido entre las sombras de la noche, lo
asesina en el camino, cumpliéndose así el trágico vaticinio. De esta forma, la
obra combina el amor, el honor y el fatalismo, mostrando la fragilidad de la
dicha ante la envidia y el destino. 
Pero
además, en Olmedo el visitante puede recorrer el Parque Temático del Mudéjar,
donde se reproducen en miniatura algunos de los templos más hermosos de esta
parte de Castilla, o el castillo de La Mota, en la cercana Medina del Campo, y
el propio castillo, ya visitado por el viajero, de Coca;  o perderse en el recinto amurallado de la
villa, que aún conserva puertas, torres, y el aroma de los viejos oficios. Pero
Olmedo, además, guarda también un testimonio de su pasado romano: la villa de
La Olmeda, del siglo IV, con mosaicos que relatan escenas mitológicas, muestra
que aquí, como en Coca, el Imperio dejó sus huellas de belleza y refinamiento.
Viajar
por estas cuatro ciudades medievales—Coca y Cuéllar, Íscar y Olmedo— es
recorrer una síntesis de España: el legado romano, el arte románico mudéjar, la
nobleza medieval, y la literatura del Siglo de Oro. Es sentir que, bajo el
polvo del camino, todavía late la historia de Teodosio, el eco de las guerras
fronterizas, la voz de Lope, y el espíritu de Castilla. En cada piedra, una
historia. En cada torre, una vigilia. En cada pueblo, una lección de
permanencia. Porque estas tierras, doradas por el sol y endurecidas por el
tiempo, siguen siendo —como decía Unamuno— “alma de España, meditación y
recuerdo”.
Pero aún
nos queda, al final del viaje, en la cercana provincia de Ávila, un regalo para
el viajero: Arévalo, la villa de los castillos y los
silencios de Castilla. Entre los campos dorados de la Moraña
abulense, Arévalo se levanta como una joya medieval detenida en el tiempo. Su
silueta, coronada por el majestuoso castillo de los Zúñiga, recuerda que esta
villa fue uno de los bastiones más importantes del reino de Castilla. Ciudad de
frontera primero, y luego corte de reyes, Arévalo respira historia en cada
piedra y en cada uno de los puentes que abrazan las aguas del Adaja y del
Arevalillo.
Su castillo, de planta triangular y robustas
torres, fue residencia ocasional de Isabel la Católica, quien nació muy cerca
de aquí, en Madrigal de las Altas Torres. Aquí, en Arévalo, la futura reina
aprendió la prudencia y la firmeza que más tarde marcarían su reinado. Hoy,
restaurado y convertido en museo, conserva aún el aire severo de las fortalezas
castellanas, símbolo de poder y refugio frente a las incertidumbres del
medievo. Pero Arévalo no se entiende solo desde su fortaleza. Su casco antiguo,
declarado Conjunto Histórico-Artístico, es un catálogo vivo del arte mudéjar
castellano. Las iglesias de Santa María la Mayor, San Martín, San Miguel o
Santo Domingo, son testigos de la convivencia de culturas, y del esplendor
artístico que floreció entre los siglos XII y XV. Las torres de ladrillo, con
sus arquerías ciegas y su elegante geometría, otorgan a la ciudad una armonía
única, cálida y austera a la vez.
Arévalo, como los otros cuatro destinos de nuestro
viaje, no es solo un recorrido por la historia de Castilla, sino una lección de
equilibrio entre la piedra y el alma de todo un pueblo. En sus calles tranquilas,
donde el viento parece arrastrar ecos de Castilla, el viajero descubre que aún
hay lugares donde el pasado no se ha marchitado, sino que sigue iluminando el
presente con la serenidad de lo eterno.







 
 
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