Cuenta Pilar Urbano en su libro sobre el fracasado golpe de estado del
23 de febrero
de 1981 cierta conversación que mantuvieron en Argentina, poco tiempo después
de los hechos el historiador Claudio Sánchez Albornoz y el abogado Rafael Pérez
Escolar. En aquel encuentro decía el primero de ellos lo siguiente: “¡No
entiendo nada, nada…! ¡Estos políticos acomodaticios…! Mire usted, hace poco me
visitó el señor Fraga Iribarne. Y me dijo: ¡Sepa usted que yo soy republicano!
Y yo le contesté, pensando en el famoso 23-F y en todo lo que pudo ocurrir: ¡Pues
hace usted muy mal! Ahora en España, si se es patriota como usted lo es de
arriba abajo, sólo se puede ser monárquico… Sí. ¡Y se lo dice a usted un hombre
que ha sido Presidente de la República de España!”.[1]
En
efecto, nadie puede dudar del republicanismo del gran historiador español,
mantenedor con Américo Castro de la gran polémica que avivó durante mucho
tiempo la historiografía española, la polémica sobre la esencia de España. Don
Claudio fue ministro de Estado durante la Segunda República, entre los meses de
septiembre y diciembre de 1933, durante el fallido gobierno de Alejandro
Lerroux y el de Diego Martínez Barrio. Después, al estallar la Guerra Civil, se
exilió en la República Argentina, donde ejerció de profesor en las universidades
de Mendoza y Buenos Aires. Finalmente, sería también presidente de la república
española en el exilio, entre 1962 y 1971. En 1976, después de la muerte de
Franco, pudo regresar temporalmente a España, y lo hizo ya con carácter definitivo
en 1983, dos años después del fallido golpe de Tejero y de Armada, asentándose
en Ávila, donde fallecería en el mes de julio del año siguiente.
¿Por
qué entonces aquella aseveración tan monárquica del gran maestro de los
historiadores españoles? La respuesta, a mi modo de ver, es clara: cuando un
gobierno es débil, como entonces lo era el gobierno de España, es cuando más se
necesita un estado fuerte para hacer frente a todos los ataques que puede
sufrir. Pilar Urbano ha demostrado que durante aquel doloroso 23 de febrero, ya
lejano, el rey don Juan Carlos se mostró como un poder firme, capaz de hacer
frente al levantamiento y parar el ruido de sables. Es más: ha demostrado que si
en aquel momento el monarca hubiera dudado lo más mínimo y se hubiera puesto del
lado de los militares golpistas, hubiera arrastrado con él a la mayor parte del
ejército, un ejército que en aquel momento confiaba más en el rey que en la propia
Constitución. ¿Habría sucedido lo mismo si en aquel momento el jefe del Estado
hubiera sido un político, como lo era, y desde luego que debía serlo, el jefe
del gobierno?
Yo
creo, con el gran maestro de los historiadores, que en los tiempos que corren
en España sólo se puede ser monárquico, aunque uno no lo sea de corazón, como
no lo era tampoco don Claudio. En los tiempos actuales el gobierno es más débil
que nunca, al menos desde que se cerró ese periodo de la historia que ha sido
conocido como la Transición. Hay más corrupción que nunca, corrupción que
afecta prácticamente a todos los partidos. La apuesta del separatismo catalán
alcanza ahora su punto más álgido, similar sólo a cuando, durante la Segunda
República, Luis Companys y otros nacionalistas catalanes proclamaron el estado
catalán; aquello acabó con los políticos separatistas juzgados
y condenados por rebelión, y encerrados en los penales de Puerto de Santa María
y de Cartagena. Y la extrema izquierda, de inspiración totalitaria, que ya ha
conseguido el poder en algunas de las grandes ciudades, donde desprotege a su
propia policía en el enfrentamiento con los anti-sistema, amenaza con
desestabilizar todavía más el país con medidas y propuestas que son propias de
los países de raíz estalinista.
Por
otra parte, hay países en los que por sus características o por su población la
forma de gobierno más apropiada es la República. Como en Estados Unidos, que es
una república federal constitucional desde su nacimiento en 1776 y apenas ha
sufrido en estos dos siglos y medio alguna crisis política de carácter interno
más allá de la Guerra de Secesión, entre 1861 y 1865. La historia nos
demuestra, sin embargo, que en España quizá sea necesario un jefe de Estado
fuerte, que sea ajeno al sistema de turnismo que es propio del juego político.
Durante la Primera República, nacida del periodo revolucionario que a la postre
se pudo ver que no sería tan glorioso como se pensaba en 1868, en apenas un año
se tuvieron cuatro presidentes de la república y cinco gobiernos diferentes. Durante
la Segunda República, que nació de unas elecciones que en realidad eran
municipales, y que por lo tanto no debían haber supuesto realmente un cambio
radical en la forma de estado, se sucedieron también un número excesivo de
gobiernos diferentes, dieciséis si se cuentan también los que se sucedieron
durante la Guerra Civil. Es cierto que la inestabilidad gubernamental es una
enfermedad crónica en gran parte de nuestra edad contemporánea, pero desde
luego durante los períodos republicanos, esa inestabilidad alcanzó las cotas
más altas de la historia.