viernes, 23 de febrero de 2018

Julián Sánchez Bort y la catedral de Lugo


Seguimos en estas páginas descubriendo a conquenses prácticamente desconocidos por la generalidad de sus paisanos actuales. En este caso le toca el turno a Julián Sánchez Bort, arquitecto e ingeniero militar del siglo XVIII, autor de diferentes obras civiles y de otras relacionadas con la defensa naval, que están repartidas por diferentes puertos nacionales, y que fueron realizadas precisamente en aquella época dieciochesca en la que este tipo de estructuras, en España y fuera de España, estaban recibiendo un fuerte impulso renovador.

Antes de adentrarnos en la obra de nuestro protagonista, haremos un breve repaso a la figura de su tío, el también arquitecto levantino Jaime Bort y Meliá, porque de alguna manera influyó sobre la labor profesional de aquél. Éste había nacido a finales del siglo XVII en Cuevas de Vinromá, en la provincia de Castellón, y durante el primer cuarto de la centuria siguiente realizó diversos trabajos en Murcia, así como en algunos pueblos de aquella provincia. Allí, participó en la realización de la fachada del santuario de la Virgen de la Fuensanta, patrona de la ciudad, y en la plaza del marqués de Camachos, en la que proyectó un gran espacio pensado para las grandes celebraciones, y entre ellas las célebres corridas de toros. También terminó, en la misma ciudad, el Puente de los Peligros, sobre el río Segura, y la iglesia de la Merced. Y en la provincia murciana trabajó sobre todo en San Javier, donde realizó la ermita de Roda, y el ayuntamiento de Caravaca de la Cruz, de gran interés para los conquenses porque presenta un trazado similar al de la ciudad del Júcar, aunque más pequeño y sencillo, en el que sustituye los dos arcos laterales por sendas puertas adinteladas, dejando sólo abierto al tráfico el espacio central. Y en la provincia de Alicante trabajó en el palacio del conde de la Granja y en la iglesia de las santas Justa y Rufina, ambas levantadas en Orihuela, y en la portada sur de la basílica de Santa María de Elche.

Sin embargo, su obra más conocida en la zona levantina es la fachada barroca de la catedral de Murcia, que fue levantada con el fin de sustituir a la obra anterior, que había quedado completamente arruinada en 1738, a causa de una de las sucesivas riadas que sufrió la ciudad a lo largo de su historia. El proyecto había sido encargado por el cabildo diocesano a Sebastián Ferignan, director de obras del arsenal de Cartagena, pero fue Jaime Bort el que se encargaría de realizar finalmente la obra, de acuerdo con los planos del propio Ferignan, pero demostrando al mismo tiempo su propia pericia constructiva.  Se trata, en efecto, de una de las grandes referencias del barroco levantino español, y ha sido considerada por los especialistas como un gran retablo en piedra, en el que los planos cóncavos alternan con los planos convexos. La obra fue realizada entre 1738 y 1753.

Jaime Bort no era conquense, desde luego, pero en Cuenca vivió varios años, trabajando como maestro de obras del propio ayuntamiento; y en Cuenca, tanto en la ciudad como en la provincia, realizó algunas de sus obras. Es de destacar la ermita del Santo Rostro, en Honrubia, realizada en 1720, para la que realizó también un precioso retablo. Ambas obras, ermita y retablo, son también dos hermosos ejemplares del barroco valenciano. Sin embargo, la principal obra conquense de Bort es el proyecto que realizó para el nuevo edificio del ayuntamiento, proyecto que le fue encargado al arquitecto castellonense por el corregidor Juan Francisco de Luján y Arce en 1733. Sin embargo, los trabajos de construcción de este edificio tuvieron que hacer frente a innumerables dificultades, no pudiendo terminarse, por el arquitecto turolense José Martín de Aldehuela, hasta el año 1763, cuando el autor del proyecto llevaba ya casi diez años fallecido.

De esta forma ha definido José Luis Barrio Moya el proyecto de Bort: “Urbanísticamente el Ayuntamiento de Cuenca sirve como pórtico de entrada a la Plaza Mayor, levantándose sobre tres arcos, el central de medio punto y los laterales ligeramente apuntados. Los arcos llevan bóvedas de arista cuyas claves aparecen decoradas con elementos rocalla. Sobre el pórtico se eleva el cuerpo central del edificio, formado por dos partes. La baja lleva balcón corrido y la alta, ventanas. Sobre el segundo cuerpo aparece un friso decorado con rombos. En el centro de este segundo piso se encuentra un escudo de España y todo el conjunto se remata con otro elemento heráldico, sostenido por un león, y con inscripción laudatoria a Carlos III.”

Ayuntamiento de Cuenca
Foto: Julián Recuenco
Jaime Bort falleció en Madrid en el mes de febrero de 1754.  Él no era de Cuenca, como hemos dicho, pero dejó en Cuenca algunas de sus obras más importantes. Sí era de Cuenca su sobrino, Julián Sánchez Bort, hijo de una hermana del arquitecto, que nació en la ciudad del Júcar en 1725. Siguiendo a su tío cuando éste regresó a tierras murcianas, estudió primero en la Universidad de Orihuela, y trabajó durante sus años juveniles en algunas de las obras realizadas por Jaime. Después continuó sus estudios en el extranjero, principalmente en Francia y Países Bajos, especializándose en ingeniería hidráulica, lo que le permitiría convertirse con el tiempo en uno de los más reputados ingenieros navales. Y de regresó a España continuó sus estudios arquitectónicos en la Academia de Bellas Artes de San Fernando.

Las obras que en la década de los años cuarenta realizó para la canalización de las aguas del río Segura, con el fin de evitar nuevas inundaciones a su paso por la capital murciana, hicieron que el conquense fuera llamado a la corte, con el fin de supervisar las obras de los reales sitios. En esta etapa se enmarca la realización, en 1748, de sendos puentes en el Real Sitio de El Pardo. Desde allí, y después de haber terminado su formación, sería enviado a la ciudad de Ferrol (La Coruña), donde llevó a cabo la construcción del nuevo arsenal, del que sería nombrado en 1762 nuevo director general, en sustitución de Francisco Llobet. También fortificó la ciudad gallega, a imitación del puerto de Dunkerque, en Francia, que conocía de sus años de estudio, y el cuartel de batallones.

Desde Galicia, Sánchez Bort sería trasladado a Navarra, donde siguió realizado diversas obras de carácter militar, y otras de enorme interés económico para el país, como la terminación del Canal Imperial de Aragón. Y en Madrid, algunos años más tarde, colaboró con Jorge Juan, con el que ya había colaborado también durante sus años gallegos, en la construcción de una nueva bomba de agua, que después sería instalada bajo su supervisión en la base naval de Cartagena. También realizó, en 1774, las reformas llevadas a cabo en el puerto de San Sebastián. Finalmente, en 1777 pasaría a Cádiz, el otro gran puerto español del Atlántico, al ser nombrado director del arsenal de La Carraca, en Isla de León, donde proyectó los nuevos diques y supervisó la nueva población de San Carlos, que sin embargo no llegaría a terminarse nunca.

Junto a esta gran labor como ingeniero hidráulico, que le llevó por los puertos más importantes de la costa española, también destacó como arquitecto, enmarcándose su obra dentro del nuevo estilo neoclásico que ya empezaba a triunfar en todo el país dentro de la segunda mitad del siglo XVIII. Ya durante su estancia en Ferrol, compatibilizando esta faceta de su biografía con sus labores como ingeniero, inició en 1763 la construcción de la nueva parroquia de San Julián, reconvertida también en concatedral, en el barrio de la Magdalena, muy cerca de la zona militar de la ciudad. Sin embargo, su obra más importante en este aspecto es la fachada de la catedral de Lugo, que había quedado en gran parte destruida durante el terremoto de Lisboa de 1755. Este edificio fue proyectado por el conquense como una especie de retablo clásico, de línea recta, formado por cinco calles, tres más las dos que se corresponden con las torres simétricas, de dos cuerpos cada una de ellas excepto, como no podía ser de otra forma, las de los dos extremos. La calle central aparece rematada con un frontón triangular y un friso recto, rematado a su vez por tres estatuas, que recuerda el proyecto realizado por Ventura Rodríguez para la catedral de Pamplona, y también a algunas iglesias renacentistas y neoclásicas italianas.

Julián Sánchez Bort falleció en Cádiz el 31 de agosto de 1781, cuando era director del arsenal de La Carraca.


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Catedral de Lugo

Foto: Wikipedia



sábado, 17 de febrero de 2018

El origen de la Semana Santa de Cuenca y el autor del Lazarillo


            El título de esta entrada nueva del blog, es cierto, puede extrañar a muchos de sus lectores; al menos, de todos aquellos que no han visto antes los respectivos enlaces que pueden encontrar en la sección titulada NOTICIAS HISTÓRICAS, y referidas en este caso concreto a las noticias sobre la historia de Cuenca. ¿Qué puede tener en común la Semana Santa de nuestra ciudad, concretamente su origen histórico al final del primer cuarto del siglo XVI, con el hasta hace poco tiempo desconocido autor de una de las obras cumbres de la literatura española, la “Vida del Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades”? La realidad es que muy poco, más allá de un apellido, Valdés, y de un origen común relacionado con esta familia conquense, en los tiempos lejanos del emperador Carlos V (Carlos I de España).

            Por otra parte, puede resultar extraño intentar relacionar el origen de la Semana Santa con un libro como éste, de origen claramente erasmista. Es sabido que Erasmo propugnaba una religión intimista, personal, que tenía más que ver con la propia interpretación religiosa del individuo, que con ese otro teatro en la calle, en el que se ofrece una forma de vivir el hecho religioso más externa que interna, poco sincera muchas veces, en el que se convertiría la Semana Santa durante el barroco, pero que ya entonces estaba empezando a cobrar forma. Hay que tener en cuenta, por ejemplo, que el de Rotterdam defendía entre otras cosas, la validez de la confesión hecha por el individuo sólo con Dios, sin necesidad de un intermediario, aunque éste fuera un sacerdote. Las obras de los Valdés, como veremos, también defienden esa manera de vivir la religión propia de Erasmo, y por ello, por cierto, los dos hermanos tuvieron problemas con el tribunal de la Inquisición.

Sin embargo, hay que tener en cuenta que, cuando hablamos de la cofradía de la Misericordia en estos años iniciales de su existencia, no estamos hablando todavía de una hermandad penitencial de Semana Santa, sino de una hermandad de carácter asistencial. Repasemos la historia: más allá de una pequeña referencia medieval a la existencia de una hermandad con este nombre, datada en 1438 y recuperada de los archivos por el especialista José María Sánchez Benito, el primer dato que tenemos de ella está fechado en 1526; se trata de una solicitud desde el regimiento de la ciudad dirigida a Carlos I, para que el monarca pudiera autorizar la creación, bajo patrocinio municipal, de un cabildo de seglares que, bajo este nombre, se encargaría de enterrar a su costa a los pobres y a los que morían ajusticiados. La autorización del rey llegaría a la ciudad del Júcar al año siguiente, siendo nombrado desde el mismo momento como prior de la cofradía uno de sus regidores, Juan de Ortega. Y ese mismo año, este mismo regidor contrataba con uno de los canteros establecidos en la ciudad, el Maestro Miguel, la elaboración de una cruz de piedra que sería instalada en el Campo de San Francisco. No voy a insistir más en la relación existente entre ambos hechos, pues es algo que ya he tratado en otros textos anteriores, pero sí quiero insistir de nuevo en que este cabildo de la Misericordia sería el mismo que, cincuenta años después, con el nombre ya de cabildo de la Vera Cruz y Misericordia, se encargaría de organizar la procesión de Jueves Santo, además de seguir enterrando a los ajusticiados, como hasta entonces había hecho.

Dicho esto, queda todavía relacionar el origen de este cabildo, todavía no penitencial como hemos dicho, con el ya no tan anónimo autor del Lazarillo. Y es que también en 1527, el mismo año en que llegó a Cuenca la autorización real para crear la cofradía, se registraba en el propio ayuntamiento una solicitud personal de otro de sus regidores. Éste pedía de sus compañeros que la institución tomara las medidas necesarias que aseguran de cara al futuro la pervivencia económica de la cofradía. Nos interesa el nombre del regidor que hacía la solicitud: Fernando de Valdés. Aunque de origen converso en una de sus cuatro ramas, éste se había convertido desde mucho tiempo antes en uno de los hombres fuertes de la ciudad. Criado de Andrés de Cabrera, primer marqués de Moya, en sus años juveniles, había entrado en el ayuntamiento en 1482 como hombre fuerte del marqués, y en ese mismo año fue uno de los procuradores que debían representar a la ciudad en las Cortes de ese año. Y aunque había renunciado a la regiduría en 1520, cuando era regidor decano del ayuntamiento, sustituido en el cargo por su hijo primogénito, Andrés de Valdés, lo cierto es que siguió asistiendo regularmente a sus reuniones hasta su muerte, acaecida en 1530.

            El hecho de que fuera precisamente Fernando de Valdés quien se mantuviera especialmente interesado en asegurar la existencia de la hermandad no debe ser casual. Por el contrario, puede resultar lógico pensar que hubiera sido él precisamente quien estaba también detrás de la primera solicitud dirigida al emperador, y en este caso, no debe olvidarse quién era uno de sus hijos. Éste no es otro que Alfonso de Valdés, quien desde 1522 era uno de los escribientes con los que contaba la cancillería imperial, en la que muy pronto iría ascendiendo, a la sombra del canciller del emperador, Mercurino de Gattinara. En efecto, en 1524 el propio Gattinara le encargó la redacción de las nuevas ordenanzas de la cancillería, lo que le permitió dar el salto, primero al cargo de registrador y contrarrelator de la misma, y poco después al de secretario de cartas latinas del propio emperador, cargo en el que permanecería hasta su muerte.  

No resultaría extraño, pués pensar, que sería Alfonso quien actuara como intermediario de la ciudad con el rey para lograr el deseo de los regidores. Y es precisamente aquí donde entra también en juego la autoría del Lazarillo, y su relación con nuestra ciudad. Y es que en los últimos años se han venido desarrollando dos teorías diferentes sobre la atribución de esta obra, considerada como la primera novela picaresca de nuestra literatura, que fue copiada por muchos grandes escritores, como Quevedo o el propio Cervantes, aunque a la luz de las nuevas investigaciones no parece ya este libro, de forma tan clara, una novela picaresca al uso.

Empezaré por la teoría del hispanista norteamericano Daniel Crews, profesor de la Central Missouri State University, autor del ensayo titulado “Biografía y autobiografía novelesca: nuevos datos sobre Juan de Valdés y Lazarillo de Tormes”. En el mismo, que presentó al XVI Congreso de la Asociación de Hispanistas (el texto puede consultarse íntegramente en internet, a través incluso de uno de los accesos de la página de noticias de este blog), atribuye la autoría de la obra a Juan de Valdés, otro de los hijos de Fernando de Valdés, y hermano gemelo del propio Alfonso según una declaración escrita de éste que se conserva. Aduce para ello que el padre de los dos escritores conquenses, había sido también mayordomo de la cofradía de San Lázaro, también de carácter asistencial como la de la Misericordia que mantenía un hospital para enfermos de peste en una zona extramuros de la ciudad, en un complejo asistencial formado además por los cercanos hospitales de San Antón, regido por frailes antoneros, y Jan Jorge. Como tal, el regidor conquense “dirigía las propiedades y rentas que apoyaban al hospital, y las casas que cuidaban a los mendigos enfermos, y coordinaba el trabajo de la cofradía asociada.”

Si Alfonso, ya lo hemos visto, había iniciado su carrera política a la sombra del emperador, Juan lo hizo en sus primeros años en la corte que el marqués de Villena, Diego López Pacheco tenía en Escalona, en la provincia de Toledo. Allí conoció el círculo de alumbrados de Pedro Ruiz de Alcaraz. Este hecho, y la publicación de una de sus obras más conocidas, el “Diálogo de la doctrina cristiana”, hizo que fuera perseguido por la Inquisición, por lo que tuvo que escapar hacia Italia, en donde llegó a ser gentilhombre del Papa, Clemente VII. Después de su estancia en Roma pasó a Nápoles, donde fundó una especie de tertulia a imitación de la que él mismo había asistido en Escalona, y en la que se ganó la amistad de una de las mujeres más influentes de la Italia de la época, Iulia Gonzaga. Allí escribió su obra más famosa, el “Diálogo de la lengua”, y allí falleció en 1541.
Alfonso de valdes.jpg

Retrato de Alfonso de Valdés.
Taller de Jan Comelisz Vermeyen. C. 1531.
The National Gallery. Londres
Se le ha identificado por el retrato del canciller Mercurio de Gattinara que porta en la mano derecha.




No es ésta la única atribución que se ha hecho del Lazarillo a alguno de los Valdés, aunque en el caso de Rosa Navarro Durán, catedrática de Literatura Española en la Universidad Autónoma de Barcelona, lo relaciona precisamente con su hermano Alfonso. Para ello ha publicado varios libros y artículos, y también ha realizado ya alguna edición crítica del clásico en el que éste ha dejado de aparecer como una obra anónima. En este caso, la autora realiza un pormenorizado análisis del texto, comparándolo con algunos detalles de la vida de Alfonso de Valdés y de sus otras dos obras conocidas, el “Diálogo de Mercurio y Carón” y el “Diálogo de las cosas acaecidas en Roma”, con los que encuentra muchos aspectos en común con el Lazarillo. Y también encuentra otros aspectos en común con diferentes libros publicados en aquellas mismas fechas en Italia o en España, de los que se sabe que Valdés había leído. Y se apoya también en algo que otros críticos ya dijeron antes que él: que el autor del Lazarillo formaba parte del círculo de los primeros erasmistas españoles. Y la relación de los dos hermanos Valdés con Erasmo, desde luego, no puede ser puesta en duda bajo ningún concepto: la amistad de ambos con el de Rotterdam, con el que llegaron a cartearse, es indudable, hasta el punto de que fueron ellos dos, sobre todo Alfonso, los verdaderos introductores de su obra en España.

Por otra parte, esta doble atribución del Lazarillo a los dos hermanos Valdés no es una contradicción, sino todo lo contrario. Por una parte, la atribución que hace Daniel Crews se basa sobre todo en la relación que su padre tuvo con la hermandad y el hospital de San Lázaro de Cuenca, y en este sentido el nombre del protagonista puede también no ser casual. Si se quiere, la relación entre ambos hechos puede ser demasiado banal en sí misma; en muchos lugares de España existían este tipo de hermandades y de hospitales para atender a los enfermos de peste, e incluso lo hacían siempre en lugares apartados, que solían recibir el nombre de “lazaretos”. Sin embargo, nos sirve para incidir aún más en la teoría de Rosa Navarro. Si Juan de Valdés pudo utilizar al titular de la cofradía para dar nombre al protagonista de su obra, lo mismo pudo hacer su hermano Alfonso, y en ese caso, más que un hecho aislado, sería una prueba más a las ya aportadas por esta profesora.

Por otra parte, también las otras obras de Alfonso de Valdés fueron atribuidas durante mucho tiempo a su hermano Juan. El “Diálogo de las cosas acontecidas en Roma” no fue adjudicado a su verdadero autor hasta finales del siglo XIX, gracias a la información aportada en algunas de sus cartas y a los ataques que había dirigido contra la obra el principal enemigo que tenía el conquense, Baltasar de Castiglione, diplomático al servicio del Papa. Y por lo que se refiere al “Diálogo de Mercurio y Carón”, no le sería devuelta su verdadera autoría hasta 1925, cuando Marcel Bataillon descubrió la censura que el doctor Vélez había realizado de la obra. El libro se lo había recogido la Inquisición a otro de los hijos de Fernando, el canónigo Diego de Valdés, y en el documento se indica claramente su autoría: “compuso este libro su hermano, Alonso de Valdés, secretario de Su Majestad para las cosas del latín.”

Teniendo todo esto en cuenta, falta aportar algunas cosas más respecto a los años en los que el Lazarillo fue escrito, y a cuándo se realizó la primera edición de la obra. Se conservan cuatro ediciones diferentes del Lazarillo, fechadas todas ellas en 1554, en cuatro lugares diferentes: Burgos, Medina del Campo, Amberes y Alcalá de Henares. Para entonces, Alfonso de Valdés llevaba muerto ya más de veinte años. Sin embargo, ninguna de esas cuatro ediciones es desde luego la primera, y de la comparación entre ellas se deduce la existencia de dos modelos diferentes. Rosa Navarro insiste en la posibilidad de que el Lazarillo fuera publicada por primera vez en Italia o en España poco tiempo después de la muerte de su autor. Y respecto a la fecha en la que fue escrito, por diversas referencias que aparecen en la obra, y en las cuales no voy a insistir, lo debió escribir Alfonso en los últimos años de su vida, entre 1529, cuando Alfonso salió de Toledo con el séquito real, y 1532, fecha en la que se produjo su muerte, como ya se ha dicho. Y por lo tanto debió ser escrito en alguna de aquellas ciudades en las que progresivamente se fue estableciendo a partir de entonces, durante varios años, la corte del emperador: Barcelona, Bolonia, Augsburgo, Ratisbona, Viena, … En la capital austriaca moriría, víctima de la peste, el 15 de mayo de 1532.

Finalmente, quiero resaltar una última casualidad que tiene que ver con su vida, y no quiero insistir en el hecho de que una sucesión de casualidades apunta más a una realidad poco casual. Hay que recordar que uno de los amos del protagonista es el arcipreste de la iglesia toledana de San Salvador, y en otra iglesia de San Salvador, en Cuenca, había sido cura a finales de la centuria anterior un tío de Alfonso y Juan de Valdés, Fernando de la Barrera, hermano de su madre, quien había sido quemado por la Inquisición por judaizar. Las críticas a la Iglesia anterior a la reforma, que se aprecian claramente en el Lazarillo, pero también en otros libros de los dos hermanos Valdés, pueden estar relacionados también con este hecho, y no sólo con su conocida amistad con Erasmo.

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Portada del libro. Edición de Medina del Campo. 1554.


viernes, 9 de febrero de 2018

Indignados y comuneros


Cíclicamente, en la historia surgen algunos movimientos que, en esencia, propugnan un anhelo y una búsqueda de libertad, libertad con la que aquellos que inventan tales movimientos no contaban o no creían contar. Son movimientos en los que un grupo de hombres y de mujeres protestan contra el sistema establecido, solicitando, y a veces incluso imponiendo, una serie de cambios que permiten a la sociedad avanzar hacia una nueva manera de ver las cosas más igualitaria y generosa que esa otra sociedad en la que todos esos movimientos han nacido. Se trata también de unos movimientos en los que se busca más el bien común que el bien del individuo, y esta premisa, que puede ser buena en un primer instante, se vuelve perversa cuando se empieza a rascar un poco en las letras de los presupuestos que defienden, cuando se emplea la fuerza para ocupar bienes particulares, y cuando se ataca de forma premeditada la propiedad privada. Y sobre todo, como sucede en ese movimiento particular de los indignados, que triunfó hace algunos años aupado por la crisis económica, cuando es utilizada de manera descarada por un partido político concreto en sus intereses particulares en el momento que llega el periodo de elecciones.

            Sin embargo, no me interesa tanto el presente del movimiento de los indignados como analizar, aunque sea sólo superficialmente, la realidad de ese proceso histórico que cada cierto tiempo vuelve a asomarse de nuevo a las páginas de los libros de historia, y sobre todo, compararlo un poco con el movimiento de los comuneros, que se desarrolló en Castilla al final del primer quinto del siglo XVI, con sus lógicas diferencias históricas; con el que, al parecer, tiene ciertos aspectos comunes, o al menos así lo ha propuesto alguno de sus inventores. Es el mismo movimiento, dicen ellos, que en mayo del 68 se fue extendiendo como la pólvora desde las aulas universitarias hasta el conjunto de la sociedad de la época, principalmente en los países más desarrollados, transformando al conjunto de Europa en algo diferente, y que en Estados Unidos, gracias a hombres como Martin Luther King, devolvió la dignidad a los negros Es el mismo movimiento, siguen diciendo, y aquí las diferencias son más evidentes, que en el siglo XIX, de la mano de las revoluciones burguesas, supuso el final definitivo del Antiguo Régimen y el nacimiento del sistema constitucional en el que todavía nos encontramos. Es, terminan, el mismo movimiento que a finales de la Edad Media, y durante la primera mitad del siglo XVI, dependiendo de las regiones, supuso también el final de una era, el feudalismo, y el principio de una nueva época, quizá no perfecta, desde luego, pero sobre todo más igualitaria que la precedente. Y en este sentido, decimos nosotros, el movimiento comunero lo que pretendía era precisamente lo contrario, luchar contra ese movimiento renovador, mantener las formas medievales contra la modernidad que suponía el imperio de Carlos I.

            Pero, ¿es cierto que el movimiento de los indignados puede compararse siquiera con todos esos movimientos históricos? Como poco debemos decir que es todavía demasiado pronto para afirmar una cosa así: falta aún la perspectiva histórica suficiente que lo demuestre, y además, el movimiento de los indignados se vio sometido demasiado pronto a unas siglas políticas que lo desvirtúan. Sí es cierto, por otra parte, que el movimiento guarda algunos elementos en común con ideologías ya pasadas de moda, como el comunismo o el anarquismo, cuya depravación saltó a la luz hace ya demasiado tiempo como para que nos pillen por sorpresa. Por otra parte, mi análisis quiere ser desde el punto de vista del historiador, no del analista político, por lo que me interesan más los procesos históricos ya culminados, como el liberalismo, que en Cuenca tuvo también su foco de interés, como ya he apuntado en otros trabajos anteriores, y sobre todo al hablar del sacerdote Nicolás García Page, uno de los diputados liberales que más se destacaron en las Cortes de Cádiz.

            También me interesa, sobre todo, el fenómeno de los comuneros, y llegado a este punto tengo que decir que Cuenca también tuvo su héroe comunero, de esa comunería castellana del siglo XVI, la de Padilla, Bravo y Maldonado. Esa es otra historia, desde luego, aunque también resulte así mismo necesario desmitificar de una vez por todas la figura de Luis Carrillo, que así se llamaba el personaje en cuestión, más allá de absurdas leyendas que hablan de cabezas cortadas y puestas a secar al sol en balcones solitarios. En efecto, cuenta la leyenda que en 1520, habiéndose iniciado en Castilla el conflicto de las Comunidades contra el monarca Carlos I, Cuenca, como otras muchas ciudades castellanas, se incorporó en un primer momento a la revuelta. Mandaba los comuneros conquenses Luis Carrillo de Albornoz, quien poco tiempo después de haberse iniciado la rebelión decidió por su cuenta volver a la obediencia real, traicionado de esta forma a sus partidarios, quienes, sin fuerzas suficientes para mantenerse contra el rey, no tuvieron más remedio, ellos también, que solicitar el perdón del recién nombrado emperador.

Poco tiempo después, los comuneros fueron derrotados en Villalar (Valladolid), y sus últimos cabecillas (Juan de Padilla, líder de los comuneros toledanos; Juan Bravo, de los segovianos, y Francisco Maldonado, de los salmantinos) pagaron con su muerte el hecho de haber encabezado la revuelta de las ciudades castellanas. Pero en Cuenca, aquel que había iniciado el levantamiento estaba ahora sufriendo las burlas de sus antiguos compañeros de armas. Esto fue así hasta que un día su esposa, harta ya de las burlas que seguía sufriendo su marido, quiso vengarse de todos ellos: simulando que quería hacer las paces con sus ahora enemigos les invitó a cenar una noche en su casa, y a los postres, hartos ya de comer y de beber los burladores, la mujer dejó pasar a la habitación en la que ellos se encontraban a un grupo de sicarios que ella con anterioridad había contratado, los cuales les degollaron con suma facilidad. A la mañana siguiente, cuenta la leyenda, las cabezas de los antiguos compañeros de Luis Carrillo colgaban de todas las ventanas de su palacio señorial.

¿Qué hay de verdad histórica en la leyenda? Desde luego su protagonista, Luis Carrillo de Albornoz, es un personaje real, como lo es también el palacio, que fue derruido en los años setenta del siglo pasado para construir sobre su solar el nuevo Palacio de Justicia; del viejo edificio quedan aún, como única señal visible de su antigua belleza, las columnas del patio. Se trataba, desde luego, de uno de los personajes más poderosos de la Cuenca del primer tercio del siglo XVI. Señor de Torralba y de Beteta, y de otras poblaciones de la provincia, descendía por una de sus ramas de los Albornoz, que había llegado a Cuenca en los años primeros de la conquista cristiana, y en cuyas ramas genealógicas habían nacido algunos importantes servidores del trono y de la Iglesia. Poco tiempo antes del estallido comunero, en 1517, inició la restauración de la capilla que la familia tenía en la catedral de Cuenca, precisamente en la girola, la actual Capilla de los Caballeros, que se encargaría de terminar pocos años después su hermano, el canónigo Gómez Carrillo de Albornoz, quien además era protonotario y tesorero del cabildo. Y más allá de todo ello, el canónigo fue también uno de los primeros introductores en Cuenca del nuevo estilo renacentista, al haber traído a la ciudad del Júcar, desde Italia, al pintor manchego Fernando Yáñez de la Almedina, quien había sido discípulo de Leonardo da Vinci. Y es que el religioso había pasado algunos años en la península itálica, como alumno del Colegio de los Españoles, que en Bolonia había fundado uno de sus antepasados, el cardenal Gil de Albornoz, y allí había aprendido a disfrutar del nuevo arte que venía desarrollándose en las ciudades italianas.

También la esposa vengativa es, lógicamente, un personaje histórico. Se trataba de Inés de Barrientos, quien era hermana del que había sido algunos años antes obispo de Cuenca, Lope Barrientos. De haber tenido ella el mismo carácter colérico que su hermano, el obispo, hay que creer que la mujer hubiera sido capaz de actuar tal y como describe la leyenda. Inquisidor y hombre de confianza de los reyes Juan II y Enrique IV, gobernó en Castilla a la muerte de Álvaro de Luna. Nombrado obispo de Cuenca en 1444, mantuvo con Diego Hurtado de Mendoza, guardia mayor de la ciudad, un conflicto armado que duró varios años, en cuyo trasfondo, por otra parte, se encontraba el poder real del monarca y el enfrentamiento con los nobles. Está claro que su envío a Cuenca no estaba motivado en realidad por causas puramente religiosas, sino que la verdadedra intención de su nombramiento había sido la de mantener controlados a los nobles conquenses.

Y finalmente, la propia historia coincide con la leyenda de Luis Carrillo. Cuenca fue una de las primeras ciudades en unirse con Toledo cuando ésta iniciaba la guerra contra el emperador. Sin embargo, en el mes de febrero de 1521, “el movimiento comunero estaba herido de muerte por las divisiones internas entre los moderados y los revolucionarios”, en palabras del hispanista francés Joseph Pérez. Éste es, sin duda, el trasfondo que hay detrás de la supuesta traición de Luis Carrillo. Por otra parte, no parece que el conflicto de las comunidades hubiera tenido demasiada influencia entre las familias más poderosas de la ciudad, más allá de la defenestración o la muerte de algunos de sus regidores, como Juan de Ortega. Quizá pudiera estar detrás de este hecho la figura de Fernando de Valdés, quien había iniciado su carrera política a finales de la centuria anterior, como hombre fuerte en la ciudad del primer marqués de Moya, Andrés de Cabrera, y quien desde hacía algunos años se había convertido en su regidor decano. Hay que tener en cuenta que éste era el padre de Alfonso de Valdés, secretario de cartas latinas del emperador a la sombra del canciller Mercurino Gattinara. Este mismo Alfonso de Valdés, por cierto, según la teoría de la profesora Rosa Navarro Durán, catedrática de literatura española de la Universidad Autónoma de Barcelona, es el autor de una de las obras cumbres de la literatura castellana: la “Vida del Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades.”
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"Ejecución de los comuneros de Castilla", de Antonio Gisbert (1860). Palacio de las Cortes

martes, 6 de febrero de 2018

Historia y mundo actual


Es un hecho común decir que uno de los motivos que existen para el estudio de la historia es lo que ésta nos puede ayudar, no sólo a los historiadores, sino al común de las gentes, para comprender mejor nuestro presente; sin embargo, no por el simple hecho de decirlo, ello es una verdad menos real. Desde luego, esta aseveración es incontestable cuando hablamos de historia contemporánea, pero se puede extender también hacia otros periodos de nuestro pasado. En este sentido, no se puede entender la historia actual de Europa si no se tienen en cuenta algunos aspectos que la han ido moldeando a lo largo de los siglos: la cultura clásica grecolatina y el Cristianismo. La historia de Europa es como es gracias a estos dos conceptos, como muy bien ha demostrado Miguel Artola, el maestro de muchos historiadores españoles, en su último libro, “El legado de Europa”. Sobre estos aspectos prometo insistir en futuras entradas a este blog.

            Por ahora, sin embargo, de lo que quiero hablar es de dos libros que han sido escritos por Gabriel Tortella, catedrático emérito de la Universidad de Alcalá de Henares y especialista en historia económica. El primero, “Capitalismo y revolución”, un ensayo de historia social y económica contemporánea, tal y como se describe en el subtítulo, nos ayuda, a través de su lectura, a comprender mucho mejor los tres últimos siglos de la historia universal. A través de sus páginas, el autor hunde las raíces del mundo contemporáneo en la revolución industrial que se desarrolló sobre todo en el norte de Europa a finales del siglo XVIII. Pero esa revolución industrial no fue una casualidad, sino que vino determinada por una revolución política anterior, que se había iniciado ya un siglo antes a un lado y otro del Mar del Norte, en la Inglaterra de Carlos I, el primer rey condenado a muerte por un parlamento, y la revolución holandesa contra la monarquía de los Habsburgo. Después, ya en la centuria del XVIII, llegarían también las otras dos revoluciones políticas, la norteamericana de 1775, que significó la independencia de los Estados Unidos, y la francesa de 1789, que terminaría de poner los cimientos del mundo moderno. La revolución iberoamericana, que supuso el final del imperio español en el nuevo continente durante el primer tercio del siglo XIX, participó también de las mismas características que las otras revoluciones septentrionales, pero las circunstancias por las que pasaba la población sudamericana, que aún no había llegado a unos niveles de desarrollo social óptimos que sí existían en los otros territorios, hizo que ésta tuviera un camino diferente.

            Y es que nivel de desarrollo alcanzado por los pueblos en los que se dan los diferentes procesos históricos, afecta sobremanera a esos procesos. Cuando Carlos Marx escribió su célebre manifiesto, siempre había pretendido que la lucha de clases debía triunfar en alguno de los países en los que su población hubiera ya alcanzado el nivel de desarrollo suficiente para que el proceso pudiera triunfar, y esos países sólo podían situarse en la Europa occidental. Marx pensó sobre todo en Inglaterra o Alemania, principalmente en Inglaterra, pero sin embargo el proceso triunfó primero en Rusia, que a principios del siglo XX vivía todavía inmersa en un tipo de economía prácticamente feudal, y por eso, dice el autor, pasó lo que pasó. El camino soñado por Marx y Engels se convirtió en un sistema totalitario, tan totalitario o más incluso que el de los zares. Quizá sea que el socialismo, en realidad, sólo puede triunfar en países subdesarrollados o en vías de desarrollo, parece vislumbrarse a través de la lectura de estas páginas, porque en los países más desarrollados, es el capitalismo el único sistema económico viable.

            Otra cosa es la revolución socialdemócrata, que nace a principios del siglo XX y hunde sus raíces en la llamada “belle epoque”. Y es que el movimiento socialdemócrata, el estado del bienestar como se le llama ahora, es el único sistema que puede modelar el capitalismo más extremo, humanizándolo. La revolución socialdemócrata se opone así a la revolución comunista, inoperante en realidad, tal y como se ha demostrado en las últimas décadas, desde la Rusia soviética de Lenin o Stalin hasta la China de Mao, desde la Cuba de Fidel Castro hasta el Vietnam de Ho Chi Minh o la Corea actual de Kim Jong-un; un sistema, además, que suele ser peligroso para la estabilidad mundial.

 

            El otro libro de Tortella, “Cataluña y España, historia y mito”, no es en realidad un libro personal del autor. Tortella, en este caso, se pone al frente de un equipo de historiadores (José Luis García Ruiz, Clara Eugenia Núñez y Gloria Quiroga, además del propio Tortella), para hacer un repaso a la historia del nacionalismo catalán y sus enfrentamientos, si se quiere artificiales al menos en principio, con España. Así, los primeros capítulos del libro están dedicados a repasar todo el proceso histórico de los dos reinos españoles para demostrar que ambos, Castilla y Aragón (nunca Cataluña, porque nunca Cataluña fue un reino), forman parte de España desde el mismo momento de su nacimiento, un nacimiento que se puede retrotraer a varios siglos de antigüedad. Es cierto que las naciones, en el sentido más moderno de la palabra, no nacen hasta el siglo XIX, y sin embargo, en un sentido más laxo, pero igualmente válido, el nacimiento de algunas de ellas se puede alargar algunos siglos más, y en este sentido España es, junto con Francia e Inglaterra (Inglaterra quizá un poquito menos), las naciones más antiguas de Europa, que es lo mismo que decir las naciones más antiguas del mundo, con permiso quizá, en regiones más exótica, de China. Y Cataluña, como una parte que era de Aragón, formaba parte también de esa España moderna.

            El nacionalismo medieval hunde sus raíces en el siglo XIX, igual que otros muchos nacionalismos europeos. Es entonces cuando surgen los mitos nacionalistas, desde Wilfredo “el Velloso” hasta Pau Claris o Rafael Casanova. No es que estos personajes no existieran, desde luego, sino que sus luchas respectivas no eran en realidad luchas nacionalistas, tal y como ahora nos quieren hacer creer desde un rincón de la vieja Marca Hispánica. La supuesta independencia catalana lograda a través de la guerra de los Segadors, por ejemplo, duró apenas unos días, hasta que los supuestos partidarios de la independencia entregaron Cataluña en manos del rey Luis XIV de Francia, y hasta que ellos mismos no tuvieron más remedio que volver al redil español porque se sentían más oprimidos desde Francia que lo que lo habían estado desde la España de los Austrias. Y la guerra de Sucesión, por supuesto, no fue nunca una guerra entre Cataluña y España, sino una guerra continental en la que, con la excusa de la sucesión al trono de España, lo que se dirimía en realidad era cuál de las potencias europeas lograba alzarse con la primacía de todo el continente.

            En los últimos años, el nacionalismo catalán ha aumentado, es cierto, pero en realidad este aumento ha sido un proceso más político que social. Los autores del libro dedican a este aspecto el último capítulo, el más extenso de todos. En efecto, aproximadamente la mitad de las páginas que conforman el volumen las dedican los autores a demostrar de qué manera la transición ha contribuido a alejar Cataluña de resto de España, proceso que no debe ser atribuido sólo a las políticas nacionalistas llevadas a cabo desde la propia Generalitat por el partido en el poder, Convergencia y Unión. Por el contrario, han contado también a la permisibilidad, e incluso la colaboración, de las políticas llevadas a cabo desde Madrid por los partidos generalistas, tanto el Partido Popular como el Partido Socialista Obrero Español, que han sido capaces de vender la unión de todo el país por ese plato de lentejas que suponían un puñado de votos nacionalistas, en aquellos momentos en los que ninguno de ellos era capaz de alcanzar en las elecciones una mayoría absoluta que les permitiera gobernar en solitario.