Durante la
segunda mitad de la década de los años sesenta, el régimen liberal decimonónico
en España, tal y como se había estado viviendo desde las primeras décadas de la
centuria, estaba ya completamente agotado. Y es que el régimen monárquico de
Isabel II hacía ya aguas por todas partes, hundido en la descomposición que
estaba causando la corrupción de la corte y el cansancio político de un
moderantismo regido por los intereses económicos de la nueva oligarquía
altoburguesa, en algunas ocasiones recientemente ennoblecida; un moderantismo
que estaba a medio camino entre los progresistas, que ya llevaban casi diez
años lejos del poder, y los carlistas, que después de haber sido derrotados
hasta dos veces en los campos de batalla, esperaban todavía su momento
político. En 1866 había caído el régimen de la Unión Liberal de Leopoldo
O’Donell, castigado por la reina por haberse mostrado, según ella, demasiado
blando con los sargentos del cuartel de San Gil, otorgando así de nuevo el
poder a Narváez, el líder del partido moderado. Sin embargo, la crisis
económica que asoló a todo el país en los tres años siguientes vino a agravar
la difícil situación política en la que ya entonces estaba sumida España.
´ La situación era ya insostenible, por
lo que en 1868 también la Unión Liberal se unió al pacto de Ostende, una
iniciativa del general Juan Prim que dos años antes había firmado en la ciudad
belga progresistas y demócratas, con el fin de hacer caer del trono a la reina
Isabel. Así, a principios de septiembre se inició la revolución, tras la
sublevación de la flota española de Cádiz, que estaba al mando del almirante
Juan Bautista Topete, quien pertenecía a la Unión Liberal, a lo que siguió la
llegada a España de algunos militares, Prim y Serrano, y políticos, Sagasta y
Manuel Ruiz Zorrilla que estaban exiliados en Inglaterra, llegada que fue
posible gracias al apoyo económico del propio cuñado de la reina, Antonio María
de Orleans, duque de Montpensier, quien se postulaba ante los revolucionarios
como candidato al trono de España. A finales de ese mes, la batalla de Alcolea
(Córdoba), y la posterior victoria final del levantamiento en Madrid,
provocaron la huida de Isabel II a Francia, estableciéndose primero un Gobierno
Provisional presidido por varias Juntas Revolucionarias, que se habían formado
en varias ciudades y estaban dirigidas por progresistas y demócratas.
Algunos de los miembros de ese
Gobierno Provisional no estaban todavía
preparados para convertir España en una república, y la constitución de 1898
vino a añadirse al problema, al establecer la monarquía como forma de gobierno
del país. Así, mientras se buscaba un nuevo rey para España, preferiblemente
uno que no fuera de la casa de Borbón, se elegía al general Francisco Serrano,
antiguo amante de la reina y miembro así mismo de la Unión Liberal, como
regente del reino. El duque de Montpensier seguía ofreciéndose como monarca, al
tiempo que se buscaban otras opciones fuera del país. El favorito del general
Prim era un joven miembro de la casa italiana de Saboya que fue coronado con el
nombre de Amadeo I. Pero el asesinato de su valedor en la corte pocos días
antes de que éste llegara a Madrid, unido al escaso reconocimiento que llegó a
disfrutar en algunos sectores de la sociedad española, le obligaron a dimitir
en febrero de 1873, poco más de dos años después de su ascenso al trono
español. Dimisión que traería consigo la proclamación de la Primera República,
que en apenas dos meses contó con cuatro presidentes diferentes: Figueras, Pi y
Margall, Salmerón y Castelar.
Fueron más de seis años convulsos, en los que la revolución tuvo que
hacer frente además a tres conflictos bélicos: la guerra de Cuba, la revolución
cantonal (la revolución dentro de la revolución), y una nueva guerra carlista,
la segunda según algunos historiadores, o la tercera, según la denominación que
más seguidores ha tenido tradicionalmente a pesar de las nuevas corrientes
actuales. Los que defienden la primera denominación aducen que en realidad el
conflicto que se desarrolló entre septiembre de 1849 y mayo de 1849 apenas afectó a una parte
concreta de la geografía nacional. Por supuesto, sobre la guerra contra Cuba de
1868-1878, también llamada Guerra de los Diez Años, poco es lo que podemos
decir aquí, más allá de la participación en el conflicto de un grupo más o
menos numeroso de conquenses, obligados a ir allí como soldados por la fuerza
del reclutamiento de quintas, y también de algunos militares profesionales. En
este sentido hay que destacar la figura del entonces comandante José Lasso
Pérez (Valverde de Júcar, 1837 – Madrid, 1913), que también había participado
en la campaña de Santo Domingo seis años antes; convertido en teniente general,
llegaría a ser nombrado a finales de la centuria capitán general de Puerto Rico
y de Filipinas.
Y por lo que se refiere a la revolución cantonal, también hay que
destacar la figura de un conquense aún más ignorado, uno de los primeros
republicanos conquenses, Froilán Carvajal y Rueda (Tébar, 1830 – Ibi, Alicante,
1869). Poeta y periodista romántico, hombre de acción, revolucionario
republicano que participó con Prim en su fracasado pronunciamiento de 1866, en
Villarejo de Salvanés (Madrid), que pagó con el exilio, y después también en el
fracasado levantamiento revolucionario de 1867. A mediados de octubre de 1868
se presentó en Yecla al frente de una partida de trescientos hombres armados,
proclamando la república en esta ciudad murciana, pero la junta revolucionaria
de Cartagena le obligó a disolver sus tropas para evitar mayor derramamiento de
sangre. Participó en el levantamiento de 1869 para implantar la república
federal en todo el país, pero fue apresado por las tropas del general José
Arrando, y fusilado el 8 de octubre de ese año en la cárcel de Ibi. Ramón J.
Sender lo convirtió en uno de los defensores del cantón de Cartagena en su
novela Míster Witt en el cantón.
Mucho más importante para la historia de nuestra ciudad, y también de
nuestra provincia, fue la Tercera, o Segunda, Guerra Carlista. Una guerra
carlista que supuso como suceso más trágico, la invasión de la capital hasta en
tres ocasiones por los a sí mismos llamados legitimistas. La primera de ellas
fue la que protagonizó en octubre de 1873 las tropas que estaban al mando del
brigadier José Santés, que en muy poco tiempo, y merced a su abismal
superioridad militar y numérica, se pudieron hacer con ella sin necesidad del
menor derramamiento de sangre, al haberse rendido las autoridades conquenses
nada más haber comenzado los carlistas el intento de asalto. En la defensa de
la ciudad participaría el comandante Eusebio Santa Coloma (Cuenca, 1823 –
Cuenca, 1883), quien después de haber realizado toda su carrera militar en
Filipinas, donde había llegado a ocupar algunos cargos de gobierno, había
regresado a la península poco tiempo antes para terminar aquí su carrera
militar. El comandante, habiéndose refugiado en la parte alta de la capital
para hacer frente a los carlistas al mando de un pequeño grupo de guardias
civiles y de voluntarios de la libertad, y sabiendo que Cuenca ya se había rendido,
logró escapar con ellos por la puerta del Castillo, salvando de esta forma el
armamento y las municiones, tal y como figura en su hoja de servicios.
Mientras todo esto ocurría, su hijo, Federico Santa Coloma (Manila, 1850
– Madrid,1929), participó del lado de los liberales en todos los frentes de la
guerra, primero en el frente norte, en la provincia de Bilbao, y después de
combatir en las tierras serranas y alcarreñas de Cuenca y Guadalajara, y seguir
por el frente levantino del Maestrazgo, donde participó de manera destacada en
la toma de la localidad turolense de Cantavieja (1875), uno de los principales
reductos carlistas, y en Cataluña, también en la conquista de Seo de Urgel
(Lérida) pocos meses después, finalizando con la toma definitiva de Estella
(Navarra), que supuso el final de la guerra y la derrota definitiva de los
legitimistas. Federico Santa Coloma inició la guerra carlista de alférez y la
terminó de comandante graduado, habiendo conseguido todos sus ascensos hasta
ese momento por acciones de guerra, pero estaba destinado, ya en la centuria
siguiente, al generalato y a los gobiernos militares de Málaga y Gerona.
Y es que, tal y como había sucedido también durante la Primera Guerra
Carlista, la orografía de la provincia de Cuenca colaboraba a que muchas de sus
comarcas pudieran convertirse en escenario habitual de enfrentamientos armados
entre los seguidores de ambos bandos, enfrentamientos que si bien en algunas
ocasiones eran simples escaramuzas, otras veces eran verdaderas batallas entre
dos ejércitos numerosos. Los castillos de Cañete y Beteta se habían convertido
para entonces en fuertes carlistas, y por ello en sus alrededores los
encuentros entre estos y los liberales fueron habituales. Los liberales
lograron algunas victorias importantes, como las de Campillo de Altobuey y
Huélamo, batallas ambas en las que destacó precisamente Federico Santa Coloma,
principalmente en ésta última, en la que formó parte de la columna que
persiguió a los carlistas huidos hasta Valdemeca. Pero también hubo victorias
de las tropas carlistas, y en este sentido especialmente trágica fue la nueva
conquista de la propia capital conquense por las tropas del propio infante
Alfonso Carlos, hermano del proclamado Carlos VII, y de su esposa Doña Blanca
(María de las Nieves de Braganza, el 15 de julio de 1874, mucho más sanguinaria
y destructiva que la que había acometido Santés algunos meses antes. La
diferencia entre una conquista y otra estribaba en que, si bien la diferencia
numérica entre invasores y defensores era abrumadora, en esta ocasión las
autoridades conquenses habían decidido acometer la defensa de la ciudad, lo que
provocó la muerte de un número importante de conquenses, algunos de los cuales
fueron asesinados vilmente después de que la ciudad hubiera sido ya conquistada
por los carlistas.
Con el fin de conmemorar y recordar este hecho, la sede conquense de la
Universidad Internacional Menéndez Pelayo organizó en el mes de julio de 2014
uno de sus cursos, en el que varios investigadores analizamos algunos aspectos
sobre cuál era la situación de Cuenca en el momento de producirse la invasión
carlista, situación que en muchos aspectos era y sigue siendo bastante
desconocida. A pesar de que Miguel Romero ya había investigado en diversas
monografías los asuntos relacionados con la guerra carlista, tanto por lo que
se refiere a la propia ciudad, El Saco de
Cuenca, como también a la provincia, Las
guerras carlistas en Tierra de Cuenca, 1833-1876, y a pesar también de que
el tema de cómo estaban entonces las fortificaciones de la ciudad ya había sido
convenientemente analizado por los arqueólogos Michel Muñoz y Santiago David
Domínguez en el libro Tras las murallas
de Cuenca, estos especialistas profundizaron más en ambos aspectos, al
tiempo que otros asuntos relacionados con el problema, político y militar,
mucho más desconocidos, eran analizados también por otros investigadores. Por
mí parte, yo me centré en la participación en el conflicto de la intervención
en el mismo de una familia de militares de origen conquense: los Santa Coloma.
Así, dos jóvenes investigadores, Jesús Higueras y Sinesio Barquín,
hablaron respectivamente de la situación política que se vivía en la ciudad en
el momento previo a la invasión carlista, y de la configuración social y humana
de un grupo armado de carácter miliciano que se había creado en todas las
ciudades, también en Cuenca, con el fin de defender el poder revolucionario.
Ambas contribuciones constituyen dos de los escasos acercamientos que se han
hecho a la situación política y militar de la ciudad en el último tercio del
siglo XIX. Finalmente, Diego Gómez Sánchez habló en el citado curso del
monumento funerario que se mandó levantar en recuerdo de aquella fecha
fatídica, el 15 de julio de 1874, monumento en cuyo interior se instalaron las
cenizas de algunos de los conquenses que perdieron la vida en el asalto y
posterior saqueo, y que fue destruido por las tropas nacionales después de la
Guerra Civil de 1936-1939. Este autor ya se había acercado antes a un asunto
tan poco común como el de los cementerios, en su libro La muerte edificada. El impulso centrífugo de los cementerios de la
ciudad de Cuenca (siglos XI-XX), tan importante para nuestro estudio si
tenemos en cuenta que había sido precisamente a lo largo del siglo XIX cuando
se legisló desde el gobierno central para que se prohibiera definitivamente el
enterramiento dentro de las iglesias y se obligara a la creación de nuevos
cementerios fuera del casco urbano de las poblaciones. Abundando en este
asunto, hay que decir que Cuenca contó en este período con dos cementerios, el
que se había creado en 1834 frente al paraje de La Fuensanta, a la entrada de
la carretera de Madrid, y el actual, que se inauguraría en 1896, muy al final
del período aquí estudiado.
En el mes de diciembre de 1874 fue coronado Alfonso XII, el hijo
primogénito de la depuesta reina Isabel II. El proceso revolucionario era
derrotado definitivamente después de seis años de diversos enfrentamientos en
el exterior y en el interior. Cánovas, conocedor de que la situación en el país
es delicada, crea un sistema de poder, el turnismo político, basado en el
reparto de éste entre los dos partidos mayoritarios, el Partido Liberal de
Sagasta y su propio Partido Conservador. Es la etapa que se ha venido a llamar
la Restauración, que abarca principalmente el reinado del propio Alfonso XII
(1874 - 1885) y la regencia de su esposa, María Cristina de Habsburgo (1885 -
1902), etapa a la que se le va a dedicar la segunda edición del citado curso de
la Universidad Menéndez Pelayo. Una etapa, por otra parte, muy desconocida en
lo que se refiere a la provincia de Cuenca, a pesar de su cercanía cronológica.
Una etapa por otra parte en la que nuestras tierras se vieron sometidas a
epidemias, como la de cólera de 1885, que unidas a la plaga de langosta que
empezó a asolar las tierras conquenses ese mismo año y que tardarían varios
años en ser erradicadas (en Villar de Cañas, por ejemplo, en 1887 se perdieron
totalmente las cosechas) hizo que el crecimiento demográfico en gran parte de
la provincia fuera en aquellos momentos negativo.
Cuenca al final del siglo es, como ha dicho Miguel Ángel Troitiño, una
ciudad diferente a lo que había sido al inicio del período estudiado, una
ciudad que se ha decidido ya definitivamente a bajar al llano, aunque hasta
bien entrado ya el siglo XX lo haría de manera tímida, apenas unas pocas calles
entrelazadas alrededor de una especie de tierras agrícolas y fácilmente
inundables, las formadas por las huertas que abre el Huécar en las zonas del
Puente de Palo y de lo que a principios de la centuria siguiente, ya totalmente
urbanizado, sería el Parque de San Julián[1].
[1] “No hay duda, durante la
etapa que nos ocupa la actividad edificativa se localiza fundamentalmente en el
espacio extramuros. En la segunda mitad del siglo XIX existe una débil
actividad edificatoria, acorde con un pobre incremento demográfico y una coyuntura
económica difícil, aunque el número de edificios es prácticamente el mismo en
1860 que en 1900… La ciudad extramuros es, por tanto, el espacio donde se van a
plantear todos los problemas relacionados con
la creación de nuevo suelo urbano, agravados por la necesidad de adecuar
el tejido urbano preexistente y dotarse de una estructura acorde con el centro
comercial y administrativo que en ella se consolida definitivamente. Es, en
suma, allí donde mejor se podrá observar las lacras del capital en el momento
de sentar los pilares de una ciudad nueva, tanto en aquellos espacios donde
existe una nueva normativa –éste es el caso de lo que denominaremos
genéricamente “Ciudad Baja”-, como de aquellos otros donde tal normativa brilla
por su ausencia –caso de los barrios populares-.” M.A. Troitiño Vinuesa, Cuenca, evolución y crisis de una vieja
ciudad castellana, Madrid, 1984, pp. 393-394.