sábado, 9 de junio de 2018

Revolucionarios, conservadores y carlistas


Durante la segunda mitad de la década de los años sesenta, el régimen liberal decimonónico en España, tal y como se había estado viviendo desde las primeras décadas de la centuria, estaba ya completamente agotado. Y es que el régimen monárquico de Isabel II hacía ya aguas por todas partes, hundido en la descomposición que estaba causando la corrupción de la corte y el cansancio político de un moderantismo regido por los intereses económicos de la nueva oligarquía altoburguesa, en algunas ocasiones recientemente ennoblecida; un moderantismo que estaba a medio camino entre los progresistas, que ya llevaban casi diez años lejos del poder, y los carlistas, que después de haber sido derrotados hasta dos veces en los campos de batalla, esperaban todavía su momento político. En 1866 había caído el régimen de la Unión Liberal de Leopoldo O’Donell, castigado por la reina por haberse mostrado, según ella, demasiado blando con los sargentos del cuartel de San Gil, otorgando así de nuevo el poder a Narváez, el líder del partido moderado. Sin embargo, la crisis económica que asoló a todo el país en los tres años siguientes vino a agravar la difícil situación política en la que ya entonces estaba sumida España.

´          La situación era ya insostenible, por lo que en 1868 también la Unión Liberal se unió al pacto de Ostende, una iniciativa del general Juan Prim que dos años antes había firmado en la ciudad belga progresistas y demócratas, con el fin de hacer caer del trono a la reina Isabel. Así, a principios de septiembre se inició la revolución, tras la sublevación de la flota española de Cádiz, que estaba al mando del almirante Juan Bautista Topete, quien pertenecía a la Unión Liberal, a lo que siguió la llegada a España de algunos militares, Prim y Serrano, y políticos, Sagasta y Manuel Ruiz Zorrilla que estaban exiliados en Inglaterra, llegada que fue posible gracias al apoyo económico del propio cuñado de la reina, Antonio María de Orleans, duque de Montpensier, quien se postulaba ante los revolucionarios como candidato al trono de España. A finales de ese mes, la batalla de Alcolea (Córdoba), y la posterior victoria final del levantamiento en Madrid, provocaron la huida de Isabel II a Francia, estableciéndose primero un Gobierno Provisional presidido por varias Juntas Revolucionarias, que se habían formado en varias ciudades y estaban dirigidas por progresistas y demócratas.

            Algunos de los miembros de ese Gobierno Provisional  no estaban todavía preparados para convertir España en una república, y la constitución de 1898 vino a añadirse al problema, al establecer la monarquía como forma de gobierno del país. Así, mientras se buscaba un nuevo rey para España, preferiblemente uno que no fuera de la casa de Borbón, se elegía al general Francisco Serrano, antiguo amante de la reina y miembro así mismo de la Unión Liberal, como regente del reino. El duque de Montpensier seguía ofreciéndose como monarca, al tiempo que se buscaban otras opciones fuera del país. El favorito del general Prim era un joven miembro de la casa italiana de Saboya que fue coronado con el nombre de Amadeo I. Pero el asesinato de su valedor en la corte pocos días antes de que éste llegara a Madrid, unido al escaso reconocimiento que llegó a disfrutar en algunos sectores de la sociedad española, le obligaron a dimitir en febrero de 1873, poco más de dos años después de su ascenso al trono español. Dimisión que traería consigo la proclamación de la Primera República, que en apenas dos meses contó con cuatro presidentes diferentes: Figueras, Pi y Margall, Salmerón y Castelar.

Fueron más de seis años convulsos, en los que la revolución tuvo que hacer frente además a tres conflictos bélicos: la guerra de Cuba, la revolución cantonal (la revolución dentro de la revolución), y una nueva guerra carlista, la segunda según algunos historiadores, o la tercera, según la denominación que más seguidores ha tenido tradicionalmente a pesar de las nuevas corrientes actuales. Los que defienden la primera denominación aducen que en realidad el conflicto que se desarrolló entre septiembre de 1849 y  mayo de 1849 apenas afectó a una parte concreta de la geografía nacional. Por supuesto, sobre la guerra contra Cuba de 1868-1878, también llamada Guerra de los Diez Años, poco es lo que podemos decir aquí, más allá de la participación en el conflicto de un grupo más o menos numeroso de conquenses, obligados a ir allí como soldados por la fuerza del reclutamiento de quintas, y también de algunos militares profesionales. En este sentido hay que destacar la figura del entonces comandante José Lasso Pérez (Valverde de Júcar, 1837 – Madrid, 1913), que también había participado en la campaña de Santo Domingo seis años antes; convertido en teniente general, llegaría a ser nombrado a finales de la centuria capitán general de Puerto Rico y de Filipinas.

Y por lo que se refiere a la revolución cantonal, también hay que destacar la figura de un conquense aún más ignorado, uno de los primeros republicanos conquenses, Froilán Carvajal y Rueda (Tébar, 1830 – Ibi, Alicante, 1869). Poeta y periodista romántico, hombre de acción, revolucionario republicano que participó con Prim en su fracasado pronunciamiento de 1866, en Villarejo de Salvanés (Madrid), que pagó con el exilio, y después también en el fracasado levantamiento revolucionario de 1867. A mediados de octubre de 1868 se presentó en Yecla al frente de una partida de trescientos hombres armados, proclamando la república en esta ciudad murciana, pero la junta revolucionaria de Cartagena le obligó a disolver sus tropas para evitar mayor derramamiento de sangre. Participó en el levantamiento de 1869 para implantar la república federal en todo el país, pero fue apresado por las tropas del general José Arrando, y fusilado el 8 de octubre de ese año en la cárcel de Ibi. Ramón J. Sender lo convirtió en uno de los defensores del cantón de Cartagena en su novela Míster Witt en el cantón.

Mucho más importante para la historia de nuestra ciudad, y también de nuestra provincia, fue la Tercera, o Segunda, Guerra Carlista. Una guerra carlista que supuso como suceso más trágico, la invasión de la capital hasta en tres ocasiones por los a sí mismos llamados legitimistas. La primera de ellas fue la que protagonizó en octubre de 1873 las tropas que estaban al mando del brigadier José Santés, que en muy poco tiempo, y merced a su abismal superioridad militar y numérica, se pudieron hacer con ella sin necesidad del menor derramamiento de sangre, al haberse rendido las autoridades conquenses nada más haber comenzado los carlistas el intento de asalto. En la defensa de la ciudad participaría el comandante Eusebio Santa Coloma (Cuenca, 1823 – Cuenca, 1883), quien después de haber realizado toda su carrera militar en Filipinas, donde había llegado a ocupar algunos cargos de gobierno, había regresado a la península poco tiempo antes para terminar aquí su carrera militar. El comandante, habiéndose refugiado en la parte alta de la capital para hacer frente a los carlistas al mando de un pequeño grupo de guardias civiles y de voluntarios de la libertad, y sabiendo que Cuenca ya se había rendido, logró escapar con ellos por la puerta del Castillo, salvando de esta forma el armamento y las municiones, tal y como figura en su hoja de servicios.

Mientras todo esto ocurría, su hijo, Federico Santa Coloma (Manila, 1850 – Madrid,1929), participó del lado de los liberales en todos los frentes de la guerra, primero en el frente norte, en la provincia de Bilbao, y después de combatir en las tierras serranas y alcarreñas de Cuenca y Guadalajara, y seguir por el frente levantino del Maestrazgo, donde participó de manera destacada en la toma de la localidad turolense de Cantavieja (1875), uno de los principales reductos carlistas, y en Cataluña, también en la conquista de Seo de Urgel (Lérida) pocos meses después, finalizando con la toma definitiva de Estella (Navarra), que supuso el final de la guerra y la derrota definitiva de los legitimistas. Federico Santa Coloma inició la guerra carlista de alférez y la terminó de comandante graduado, habiendo conseguido todos sus ascensos hasta ese momento por acciones de guerra, pero estaba destinado, ya en la centuria siguiente, al generalato y a los gobiernos militares de Málaga y Gerona.

Y es que, tal y como había sucedido también durante la Primera Guerra Carlista, la orografía de la provincia de Cuenca colaboraba a que muchas de sus comarcas pudieran convertirse en escenario habitual de enfrentamientos armados entre los seguidores de ambos bandos, enfrentamientos que si bien en algunas ocasiones eran simples escaramuzas, otras veces eran verdaderas batallas entre dos ejércitos numerosos. Los castillos de Cañete y Beteta se habían convertido para entonces en fuertes carlistas, y por ello en sus alrededores los encuentros entre estos y los liberales fueron habituales. Los liberales lograron algunas victorias importantes, como las de Campillo de Altobuey y Huélamo, batallas ambas en las que destacó precisamente Federico Santa Coloma, principalmente en ésta última, en la que formó parte de la columna que persiguió a los carlistas huidos hasta Valdemeca. Pero también hubo victorias de las tropas carlistas, y en este sentido especialmente trágica fue la nueva conquista de la propia capital conquense por las tropas del propio infante Alfonso Carlos, hermano del proclamado Carlos VII, y de su esposa Doña Blanca (María de las Nieves de Braganza, el 15 de julio de 1874, mucho más sanguinaria y destructiva que la que había acometido Santés algunos meses antes. La diferencia entre una conquista y otra estribaba en que, si bien la diferencia numérica entre invasores y defensores era abrumadora, en esta ocasión las autoridades conquenses habían decidido acometer la defensa de la ciudad, lo que provocó la muerte de un número importante de conquenses, algunos de los cuales fueron asesinados vilmente después de que la ciudad hubiera sido ya conquistada por los carlistas.

Con el fin de conmemorar y recordar este hecho, la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo organizó en el mes de julio de 2014 uno de sus cursos, en el que varios investigadores analizamos algunos aspectos sobre cuál era la situación de Cuenca en el momento de producirse la invasión carlista, situación que en muchos aspectos era y sigue siendo bastante desconocida. A pesar de que Miguel Romero ya había investigado en diversas monografías los asuntos relacionados con la guerra carlista, tanto por lo que se refiere a la propia ciudad, El Saco de Cuenca, como también a la provincia, Las guerras carlistas en Tierra de Cuenca, 1833-1876, y a pesar también de que el tema de cómo estaban entonces las fortificaciones de la ciudad ya había sido convenientemente analizado por los arqueólogos Michel Muñoz y Santiago David Domínguez en el libro Tras las murallas de Cuenca, estos especialistas profundizaron más en ambos aspectos, al tiempo que otros asuntos relacionados con el problema, político y militar, mucho más desconocidos, eran analizados también por otros investigadores. Por mí parte, yo me centré en la participación en el conflicto de la intervención en el mismo de una familia de militares de origen conquense: los Santa Coloma.

Así, dos jóvenes investigadores, Jesús Higueras y Sinesio Barquín, hablaron respectivamente de la situación política que se vivía en la ciudad en el momento previo a la invasión carlista, y de la configuración social y humana de un grupo armado de carácter miliciano que se había creado en todas las ciudades, también en Cuenca, con el fin de defender el poder revolucionario. Ambas contribuciones constituyen dos de los escasos acercamientos que se han hecho a la situación política y militar de la ciudad en el último tercio del siglo XIX. Finalmente, Diego Gómez Sánchez habló en el citado curso del monumento funerario que se mandó levantar en recuerdo de aquella fecha fatídica, el 15 de julio de 1874, monumento en cuyo interior se instalaron las cenizas de algunos de los conquenses que perdieron la vida en el asalto y posterior saqueo, y que fue destruido por las tropas nacionales después de la Guerra Civil de 1936-1939. Este autor ya se había acercado antes a un asunto tan poco común como el de los cementerios, en su libro La muerte edificada. El impulso centrífugo de los cementerios de la ciudad de Cuenca (siglos XI-XX), tan importante para nuestro estudio si tenemos en cuenta que había sido precisamente a lo largo del siglo XIX cuando se legisló desde el gobierno central para que se prohibiera definitivamente el enterramiento dentro de las iglesias y se obligara a la creación de nuevos cementerios fuera del casco urbano de las poblaciones. Abundando en este asunto, hay que decir que Cuenca contó en este período con dos cementerios, el que se había creado en 1834 frente al paraje de La Fuensanta, a la entrada de la carretera de Madrid, y el actual, que se inauguraría en 1896, muy al final del período aquí estudiado.

En el mes de diciembre de 1874 fue coronado Alfonso XII, el hijo primogénito de la depuesta reina Isabel II. El proceso revolucionario era derrotado definitivamente después de seis años de diversos enfrentamientos en el exterior y en el interior. Cánovas, conocedor de que la situación en el país es delicada, crea un sistema de poder, el turnismo político, basado en el reparto de éste entre los dos partidos mayoritarios, el Partido Liberal de Sagasta y su propio Partido Conservador. Es la etapa que se ha venido a llamar la Restauración, que abarca principalmente el reinado del propio Alfonso XII (1874 - 1885) y la regencia de su esposa, María Cristina de Habsburgo (1885 - 1902), etapa a la que se le va a dedicar la segunda edición del citado curso de la Universidad Menéndez Pelayo. Una etapa, por otra parte, muy desconocida en lo que se refiere a la provincia de Cuenca, a pesar de su cercanía cronológica. Una etapa por otra parte en la que nuestras tierras se vieron sometidas a epidemias, como la de cólera de 1885, que unidas a la plaga de langosta que empezó a asolar las tierras conquenses ese mismo año y que tardarían varios años en ser erradicadas (en Villar de Cañas, por ejemplo, en 1887 se perdieron totalmente las cosechas) hizo que el crecimiento demográfico en gran parte de la provincia fuera en aquellos momentos negativo.

Cuenca al final del siglo es, como ha dicho Miguel Ángel Troitiño, una ciudad diferente a lo que había sido al inicio del período estudiado, una ciudad que se ha decidido ya definitivamente a bajar al llano, aunque hasta bien entrado ya el siglo XX lo haría de manera tímida, apenas unas pocas calles entrelazadas alrededor de una especie de tierras agrícolas y fácilmente inundables, las formadas por las huertas que abre el Huécar en las zonas del Puente de Palo y de lo que a principios de la centuria siguiente, ya totalmente urbanizado, sería el Parque de San Julián[1].







[1] “No hay duda, durante la etapa que nos ocupa la actividad edificativa se localiza fundamentalmente en el espacio extramuros. En la segunda mitad del siglo XIX existe una débil actividad edificatoria, acorde con un pobre incremento demográfico y una coyuntura económica difícil, aunque el número de edificios es prácticamente el mismo en 1860 que en 1900… La ciudad extramuros es, por tanto, el espacio donde se van a plantear todos los problemas relacionados con  la creación de nuevo suelo urbano, agravados por la necesidad de adecuar el tejido urbano preexistente y dotarse de una estructura acorde con el centro comercial y administrativo que en ella se consolida definitivamente. Es, en suma, allí donde mejor se podrá observar las lacras del capital en el momento de sentar los pilares de una ciudad nueva, tanto en aquellos espacios donde existe una nueva normativa –éste es el caso de lo que denominaremos genéricamente “Ciudad Baja”-, como de aquellos otros donde tal normativa brilla por su ausencia –caso de los barrios populares-.” M.A. Troitiño Vinuesa, Cuenca, evolución y crisis de una vieja ciudad castellana, Madrid, 1984, pp. 393-394.

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