En principio, el oficio de
historiador incide en el que lo ejerce, de tal manera que todo lo que hace y
todo lo que piensa, está siempre influenciado por ese pasado que domina toda su
vida. Y sin embargo, el pasado es en realidad la otra cara del futuro, en el
sentido de que todo cuanto acontece en un momento del pasado, influye a su vez
en el futuro, que es presente sólo en un instante inapreciable, que es al mismo
tiempo pasado y futuro. El filósofo hispano-norteamericano Jorge Santayana
escribió una vez que “el hombre que no conoce su historia está condenado a
repetirla”, y ese es en realidad uno de los mensajes que debemos dar los
historiadores, enseñar a la humanidad cómo ha sido su pasado, aprender de ese
pasado todo lo que podamos para mejorar nuestro presente. La historia de este
siglo XX que se fue nos ha demostrado que muy poco es lo que hemos aprendido
del pasado; de nosotros depende que el siglo XXI, que se encuentra ya por su
segunda década, nos pueda enseñar los suficiente como para no caer en esos
mismos errores.
Mi actual propuesta, sin embargo,
no va encaminada a hacer una filosofía de la historia, sino incidir en un hecho
más concreto, que afecta sobre todo a los conquenses. Muchas veces se confunde
la necesidad de mantener viva la herencia del pasado, con tener una fidelidad
total y absoluta a esa herencia, manteniendo en el presente ciertos usos y
costumbres que son del pasado y que no son operativos en la sociedad en la que
nos ha tocado vivir. Viene esta reflexión a cuento por el tema tan traído y
llevado de los remontes en el casco antiguo, que permitirán a miles de
usuarios, conquenses y forasteros, a acceder de una forma más confortable a un
caso histórico que es, como con todo acierto se ha dicho inaccesible por
naturaleza. Y sobre, lo que en realidad es aún más importante, permitirán a los
propios vecinos de ese casco, poder acceder a su vez a la parte baja de la
ciudad, al centro moderno de la capital conquense, enlazando de esta manera
esas dos ciudades que, hoy en día, se dan la espalda, permaneciendo
prácticamente ajenas una de la otra. Porque se ha dicho, y con razón, que los
cascos históricos de las ciudades deben, ante todo, poder ser vividos por sus
usuarios, y vividos con todas las comodidades que tienen aquellos que viven en
cualquier zona residencia.
El asunto es mucho más importante
que una casa derribada o un entramado urbano que se pierde para siempre pese a
mantener un estilo propio del pasado, clasicista o modernista, asuntos de los
que ya me he ocupado en otros escritos anteriores. El asunto está relacionado
esta vez con el concepto global de una ciudad que es patrimonio de la
humanidad, y que por ello tiene una cierta responsabilidad con el conjunto del
planeta. Pero esa responsabilidad no obliga a mantener su casco histórico
exactamente igual a como lo fue durante la Edad Media, cuando la ciudad
empezaba a crecer gracias a los repobladores cristianos, atraídos a ella
gracias a unas leyes forales y favorables dictadas por el monarca Alfonso VIII;
ni siquiera a como lo fue durante los siglos XVI y XVII, cuando la ciudad
empezaba a extenderse hacia el valle, cruzando el Huécar.
¿Qué ciudad es la que ha llegado
hasta nosotros, la ciudad medieval o la barroca? ¿O ha sido la ciudad del siglo
XIX, descrita por autores universales, como Baroja o Galdós? ¿O no es ninguna
de ellas, sino una ciudad diferente, marcada por todos aquellos que han vivido
en ella a través de los siglos? Cuenca es, desde luego, la ciudad del siglo
XXI, una ciudad en la que en la que los turistas deben pasear, disfrutar de su
paisaje, natural o urbano. Pero, sobre todo, una ciudad en la que deben vivir
los conquenses de hoy en día, y a ellos, tampoco a los que viven en el caso
histórico, se les puede negar el disfrute de todas las comodidades y todos los
avances técnicos y culturales, que tienen el resto de los españoles.
En los últimos años, Cuenca ha
perdido ya innumerables oportunidades para seguir avanzando, para incorporarse
a ese desarrollo que otras actividades económicas, como la industria, nos
niega, incluso si, como es el caso, es el turismo y la cultura lo único que
puede, al menos un poquito, sacarnos de la crisis. Diría yo que es precisamente
por eso, por la importancia que queremos que tenga el turismo de calidad en
nuestra economía, por lo que los remontes deben hacerse, cueste lo que cueste y
los pague quien los tenga que pagar. Su construcción no tiene por qué
significar la destrucción del paisaje conquense. Es más, si se hace bien, como
hasta ahora se ha hecho el proyecto, su construcción va a ser un foco más de
atracción para el viajero. Véase si no el caso de los remontes de Toledo,
patrimonio universal de la humanidad también, como el caso conquense. Véase si
no el caso del nuevo (ya no tan nuevo) puente de San Pablo, que si en un primer
momento, a principios del siglo XX, pudo extrañar quizá a los conquenses de la
época, se ha convertido en la actualidad, como ese prodigio de equilibrio que
son las Casas Colgadas, en uno de los principales puntos de atracción para
turistas y viajeros.
Y es que este primer proyecto, en
el que habrá de basarse el proyecto definitivo, es obra de un grupo numeroso de
profesionales, dedicados a diferentes ramas del saber y de la técnica, que han
estudiado con detenimiento y dedicación cualquier aspecto, por más nimio que
pueda parecer, que pueda tener algo que ver con la construcción de estos
ascensores, los cuales, además, se enmarcan en un nuevo entramado urbano
destinado a dar más valor al río y a la muralla, y por ello, no me cabe duda de
que el resultado final va a ser el óptimo. El equipo lo dirigen cinco buenos,
excelentes, profesionales de la arquitectura (Carmen Mota Utanda, Fernando
Olmedilla Lacasa, Ignacio Vignolo Pena, Yanira Huertas de Maya y Ana Martínez Rodríguez), pero también
participan en él decenas de profesionales (urbanistas, topógrafos, geólogos,
arqueólogos, botánicos,…). Todos ellos han tenido un sueño, y Cuenca se merece
que ese sueño, por fin, pueda convertirse en realidad.