sábado, 30 de junio de 2018

Cuenca [in]accesible por naturaleza: sueño o realidad


En principio, el oficio de historiador incide en el que lo ejerce, de tal manera que todo lo que hace y todo lo que piensa, está siempre influenciado por ese pasado que domina toda su vida. Y sin embargo, el pasado es en realidad la otra cara del futuro, en el sentido de que todo cuanto acontece en un momento del pasado, influye a su vez en el futuro, que es presente sólo en un instante inapreciable, que es al mismo tiempo pasado y futuro. El filósofo hispano-norteamericano Jorge Santayana escribió una vez que “el hombre que no conoce su historia está condenado a repetirla”, y ese es en realidad uno de los mensajes que debemos dar los historiadores, enseñar a la humanidad cómo ha sido su pasado, aprender de ese pasado todo lo que podamos para mejorar nuestro presente. La historia de este siglo XX que se fue nos ha demostrado que muy poco es lo que hemos aprendido del pasado; de nosotros depende que el siglo XXI, que se encuentra ya por su segunda década, nos pueda enseñar los suficiente como para no caer en esos mismos errores.

Mi actual propuesta, sin embargo, no va encaminada a hacer una filosofía de la historia, sino incidir en un hecho más concreto, que afecta sobre todo a los conquenses. Muchas veces se confunde la necesidad de mantener viva la herencia del pasado, con tener una fidelidad total y absoluta a esa herencia, manteniendo en el presente ciertos usos y costumbres que son del pasado y que no son operativos en la sociedad en la que nos ha tocado vivir. Viene esta reflexión a cuento por el tema tan traído y llevado de los remontes en el casco antiguo, que permitirán a miles de usuarios, conquenses y forasteros, a acceder de una forma más confortable a un caso histórico que es, como con todo acierto se ha dicho inaccesible por naturaleza. Y sobre, lo que en realidad es aún más importante, permitirán a los propios vecinos de ese casco, poder acceder a su vez a la parte baja de la ciudad, al centro moderno de la capital conquense, enlazando de esta manera esas dos ciudades que, hoy en día, se dan la espalda, permaneciendo prácticamente ajenas una de la otra. Porque se ha dicho, y con razón, que los cascos históricos de las ciudades deben, ante todo, poder ser vividos por sus usuarios, y vividos con todas las comodidades que tienen aquellos que viven en cualquier zona residencia.

El asunto es mucho más importante que una casa derribada o un entramado urbano que se pierde para siempre pese a mantener un estilo propio del pasado, clasicista o modernista, asuntos de los que ya me he ocupado en otros escritos anteriores. El asunto está relacionado esta vez con el concepto global de una ciudad que es patrimonio de la humanidad, y que por ello tiene una cierta responsabilidad con el conjunto del planeta. Pero esa responsabilidad no obliga a mantener su casco histórico exactamente igual a como lo fue durante la Edad Media, cuando la ciudad empezaba a crecer gracias a los repobladores cristianos, atraídos a ella gracias a unas leyes forales y favorables dictadas por el monarca Alfonso VIII; ni siquiera a como lo fue durante los siglos XVI y XVII, cuando la ciudad empezaba a extenderse hacia el valle, cruzando el Huécar.

¿Qué ciudad es la que ha llegado hasta nosotros, la ciudad medieval o la barroca? ¿O ha sido la ciudad del siglo XIX, descrita por autores universales, como Baroja o Galdós? ¿O no es ninguna de ellas, sino una ciudad diferente, marcada por todos aquellos que han vivido en ella a través de los siglos? Cuenca es, desde luego, la ciudad del siglo XXI, una ciudad en la que en la que los turistas deben pasear, disfrutar de su paisaje, natural o urbano. Pero, sobre todo, una ciudad en la que deben vivir los conquenses de hoy en día, y a ellos, tampoco a los que viven en el caso histórico, se les puede negar el disfrute de todas las comodidades y todos los avances técnicos y culturales, que tienen el resto de los españoles.

En los últimos años, Cuenca ha perdido ya innumerables oportunidades para seguir avanzando, para incorporarse a ese desarrollo que otras actividades económicas, como la industria, nos niega, incluso si, como es el caso, es el turismo y la cultura lo único que puede, al menos un poquito, sacarnos de la crisis. Diría yo que es precisamente por eso, por la importancia que queremos que tenga el turismo de calidad en nuestra economía, por lo que los remontes deben hacerse, cueste lo que cueste y los pague quien los tenga que pagar. Su construcción no tiene por qué significar la destrucción del paisaje conquense. Es más, si se hace bien, como hasta ahora se ha hecho el proyecto, su construcción va a ser un foco más de atracción para el viajero. Véase si no el caso de los remontes de Toledo, patrimonio universal de la humanidad también, como el caso conquense. Véase si no el caso del nuevo (ya no tan nuevo) puente de San Pablo, que si en un primer momento, a principios del siglo XX, pudo extrañar quizá a los conquenses de la época, se ha convertido en la actualidad, como ese prodigio de equilibrio que son las Casas Colgadas, en uno de los principales puntos de atracción para turistas y viajeros.

Y es que este primer proyecto, en el que habrá de basarse el proyecto definitivo, es obra de un grupo numeroso de profesionales, dedicados a diferentes ramas del saber y de la técnica, que han estudiado con detenimiento y dedicación cualquier aspecto, por más nimio que pueda parecer, que pueda tener algo que ver con la construcción de estos ascensores, los cuales, además, se enmarcan en un nuevo entramado urbano destinado a dar más valor al río y a la muralla, y por ello, no me cabe duda de que el resultado final va a ser el óptimo. El equipo lo dirigen cinco buenos, excelentes, profesionales de la arquitectura (Carmen Mota Utanda, Fernando Olmedilla Lacasa, Ignacio Vignolo Pena, Yanira Huertas de Maya y Ana Martínez Rodríguez), pero también participan en él decenas de profesionales (urbanistas, topógrafos, geólogos, arqueólogos, botánicos,…). Todos ellos han tenido un sueño, y Cuenca se merece que ese sueño, por fin, pueda convertirse en realidad.


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