viernes, 22 de junio de 2018

Una visión del cristianismo primitivo


               En el año 313 de la era cristiana, tuvo lugar en el llamado Puente Milvio, al norte de Roma, el enfrentamiento entre las tropas de Constantino y las de Majencio, que se disputaban el poder en todo el imperio. Majencio era en ese momento el emperador romano de occidente, en el que había sustituido a Constancio Cloro. Constantino, por su parte, era hijo de éste y de Helena, la hija de un oscuro tabernero que se había establecido como tal en la región de Iliria, en la actual Serbia, y había sido aclamado como emperador por las tropas de su padre, acantonadas en Ebacorum, en la actual ciudad inglesa de York, cuando el viejo emperador se hallaba en su lecho de muerte. El hecho había sido el comienzo de una nueva guerra civil, una más en el conjunto de enfrentamientos que terminarían por asolar el imperio romano, una guerra que duró más de veinte años, y que ahora, a un lado y otro del Tíber, en el  desde entonces famoso Puente Milvio, estaba a punto de encontrar su desenlace definitivo.

            La batalla, que en principio estaba destinada a ser una más en esa historia sangrienta de enfrentamientos, de emperadores que apenas duraban unas pocas semanas en el trono, antes de morir asesinados por sus propios soldados o por los soldados de otros usurpadores, terminó por convertirse en un hito en la historia de la nueva religión de los seguidores de Cristo. En efecto, cuenta la tradición que la noche anterior a la batalla, Constantino vio en el cielo una señal luminosa, una especie de cruz enlazada en su parte superior con una especie de círculo que la cerraba, como una P griega, una cruz que terminó por convertirse en el símbolo de Cristo, al formar parte de su anagrama. Y acompañando a la señal luminosa, una gran voz que le anunciaba: “In hoc signo vinces = Con este signo, vencerás.” Cuentan los primeros padres de la Iglesia que el futuro emperador, hasta entonces un simple usurpador del imperio, se apresuró a obedecer a la voz desconocida, marcando los escudos de todos sus hombres con la señal que se le había aparecido. Poco importa para la leyenda que muchos de esos hombres, miembros casi todos de diferentes tribus del norte de Europa, y entre ellos los cornutos, ya llevaban en sus escudos diseños similares, formados por serpientes de dos cabezas enfrentadas entre sí.

Historia y leyenda, lo cierto es que al día siguiente, la victoria en la batalla cayó del lado de éste. Y tres años más tarde, el emperador agradecería esa ayuda sobrenatural que el destino le había ofrecido, proclamando el edicto de Milán, por el que se decretaba en todo el imperio romano la tolerancia hacia al religión de los cristianos. Es controvertido todavía el tema de si Constantino llegó a convertirse al cristianismo, o si sólo permitió su culto. Cristiana fue, desde luego, su madre, Helena, elevada a los altares a su muerte, quien organizó una expedición a Jerusalén que tuvo como consecuencia el descubrimiento de los restos de la Vera Cruz, la verdadera cruz, según la tradición, en la que Jesucristo había sido martirizado. De lo que no existe tampoco ninguna duda es del hecho de que el propio Constantino, seguiría influyendo en los años siguientes en el desarrollo de la nueva religión de los cristianos. Y es que Constantino se había manifestado durante gran parte de su vida como un fervoroso seguidor del Sol Invicto, un título que recibieron algunos de los dioses paganos más que un dios en sí mismo, un título que se dio sobre todo al Helios romano y a Mitra, dios que era originario de Persia y de otras regiones orientales, pero que también fue adoptado en muchas zonas del imperio romano. Un título que era representado entre sus seguidores como un hombre con la cabeza coronada con rayos de sol, y cuya festividad era celebrada cada año el 25 de diciembre. No resultó demasiado complicado asimilar para los primitivos cristianos esa imagen del Sol Invicto a la figura del propio Jesucristo, verdadero “Sol Invicto” para los primeros cristianos, cuyo nacimiento, por otra parte, nadie sabía en realidad en qué época del año se había producido, por lo que también en este aspecto sería asimilada la tradición solar de los paganos.

Una vez fallecido Constantino, y después de un breve periodo de tiempo, en el que se mantuvo al frente del imperio uno de sus hijos, el joven Constancio II, subió al poder su sobrino, Flavio Claudio Juliano, llamado precisamente “El Apóstata” porque durante su reinado volvió a prohibir el culto de la nueva religión cristiana, imponiendo de nuevo el culto a los viejos dioses paganos. Sin embargo, ya no habría vuelta atrás, y el cristianismo terminaría imponiéndose al resto de las religiones, algunas veces por la fuerza, de manera que a finales del siglo IV se había impuesto ya como religión oficial de todo el imperio, proscribiéndose las religiones politeístas, y permitiéndose el judaísmo por el parentesco que existía entre ésta y la nueva religión del estado. Ello fue obra de un emperador de origen español, Teodosio, que en el año 380, mediante el edicto de Tesalónica, declararía ilegales los cultos antiguos.

En apenas un siglo, la historia había dado un vuelco, y los antes perseguidos habían pasado a ser perseguidores. Habían pasado ya los años de los antiguos emperadores (Nerón, Domiciano, Trajano, Marco Aurelio, Septimio Severo, Maximiano, Decio, Valeriano, Aureliano y Diocleciano), y los cristianos habían dejado de ser perseguidos por sus ideas religiosas. No por ello llegó la paz a las regiones del viejo imperio. Ahora eran los cristianos los que, en algunas de esas regiones, perseguían a los neosofistas y a los paganos, tiñendo otra vez de sangre las calles de sus ciudades más importantes, como Constantinopla o Alejandría. Ejemplo de ello es la persecución desencadenada en la ciudad egipcia en las primeras décadas del siglo siguiente, que acabo con el asesinato de varios centenares de ciudadanos, entre ellos Hipatia, matemática y astrónoma, cabeza visible, a pesar de su condición de mujer, de la escuela neoplatónica que había surgido allí entre los siglos IV y V, quien fuera ejecutada a instancias del obispo Cirilo. Juan Crisóstomo en Constantinopla, y Agustín de Hipona en el norte de África, fueron algunos de los cristianos que a partir de este momento impusieron su particular visión del cristianismo, una visión bastante dura con creyentes y con no creyentes, y principalmente contra las mujeres, desapareciendo a partir de este momento la figura de la diaconisa, hasta entonces vigente en el cristianismo primitivo.

Mientras tanto, en otro lugar del imperio, en Éfeso, una importante ciudad de origen griego, en la costa turca del Egeo, una mujer excepcional iba a ser elegida como figura central del cristianismo, en paridad con el propio Jesucristo. Y es que en el  concilio celebrado allí en el año 449, María, además de ser reconocida como Madre de Cristo, era reconocida también como María Theotokos, es decir, deípara o Madre de Dios. Y si desde un siglo antes el cristianismo había aprovechado la similitud existente entre Jesucristo y el Sol Invicto, a partir de este momento se van a extender también las representaciones de la Virgen María con Jesucristo entre sus brazos, representación que bebe también en anteriores fuentes paganas, como la de la Isis egipcia o la diosa solar de los hititas. Así lo ha descrito la historiadora británica Bettany Hughes:

“Para la antigua urbe, simultáneamente comercial y cosmopolita, la presencia física de una poderosa mujer de carácter cuasi divino no constituía ninguna novedad. En la tradición egipcia de Isis, la diosa aparece representada en un trono con su hijo Horus en las rodillas. Es indudable que existe una cierta hibridación entre Isis y María. Pero en la Anatolia las cosas iban más allá. Cada vez que admiramos los iconos de una iglesia ortodoxa o una estatua de la Virgen en un templo católico no es en modo alguno imposible imaginar que nos hallamos en las ventosas colinas que domina Hattusa, la antigua capital de la civilización hitita (actualmente situada al este de Constantinopla, a catorce horas en coche de la ciudad). La Anatolia había venido alimentando desde la Edad del Bronce un conjunto de tradiciones de culto a una diosa solar, creadora de todo lo existente. Los hallazgos arqueológicos de que disponemos (con una antigüedad de cuatro mil años) nos muestran que esta divinidad prehistórica era representada meciendo a un niño en el regazo y con un abanico de rayos solares tras la cabeza. Si cotejamos el aspecto de esas imágenes sagradas de la Anatolia de la primera Edad del Bronce con las representaciones de María y el Niño Jesús, observaremos que la iconografía muestra unas semejanzas asombrosas. Son muchos y muy distintos los sentidos en que puede afirmarse que la Virgen María es un producto de Oriente.”[1]



[1] HUGHES, BETTANY, Estambul, la ciudad de los tres nombres, Crítica, Barcelona, 2017, p. 259.

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