En el siglo XVIII, la Ilustración
nos dejó una visión de la historia lineal, como una secuencia progresiva e
infinita desde la barbarie, propia de los tiempos primitivos, hasta la Razón
más absoluta, una secuencia sin vuelta atrás, y en la que una vez alcanzada la
Razón, el hombre habríaá alcanzado el bien supremo. Sin embargo, lejos de esa
visión lineal de la historia, los siglos XIX y XX, con sus guerras sucesivas en
diferentes puntos del planeta, con todas sus tragedias humanas, y los
diferentes holocaustos y genocidios que se han venido sucediendo, nos
demuestran la falsedad de esta tesis, haciéndonos ver que los tiempos no han
cambiado demasiado desde la época de las cavernas. Cambian las circunstancias,
y cambia sobre todo el desarrollo técnico e industrial, pero en el fondo, las
ideas, los sentimientos, siguen siendo los mismos.
En los últimos tiempos, algunos
historiadores han dado una visión de la historia diferente, circular, en la que
parece que la historia siempre se repite, poco menos que como si la humanidad
estuviera montada en una especie de rueda, o una noria, también infinita, en la
que todos volvemos a pasar una y otra vez por los mismos puntos. “El hombre que
no conoce su historia está condenado a repetirla”, escribió una vez Jorge
Santayana, en una cita que me gusta repetir porque yo también considero que esa
es realmente la función principal del estudio histórico: aprender de nuestro
pasado, aprender de nuestros aciertos y, sobre todo, también de nuestros
errores, para evitar que volvamos a cometerlos. Sin embargo, no es tampoco
cierta esa visión circular de la historia; no es que la historia tenga que repetirse
irremediablemente, porque ni la situación ni los protagonistas de la historia,
nunca son los mismos.
En la situación en la que nos
encontramos en la actualidad, tenemos muchas oportunidades de intentar aprender
de la historia; y sin embargo, parece que queremos solazarnos una y otra vez en
los mismos errores de siempre. De un tiempo a esta parte, en todo el mundo
desarrollado se están extendiendo los populismos políticos, tanto los de
izquierda como los de derecha. Volviendo la espalda al pasado, no son escasas
las voces que defienden a esos políticos populistas, como si ellos fueran la
salvación a la crisis, económica, social y de valores, que asola a todos los
países en la actualidad. Populistas fueron Hitler y Stalin. Populistas fueron
todos los gobernantes que aprovecharon la situación de crisis que dejó en
Europa, en los años treinta, el Crack del 29, para llevar a sus países sus
postulados fascistas o comunistas. Y el nacionalismo, con su propio arsenal de
muertes por ejemplo en Yugoslavia, también bebe en su origen de ese mismo
factor de populismo en el que beben las dos ideologías que más muertes han
provocado a lo largo de todo el siglo XX, el fascismo nacionalsocialista de
Adolf Hitler, y el comunismo de estado de Iósif Stalin.
Mucho se habla en la actualidad
de esa Ley de Memoria Histórica, como si ésta fuera realmente la panacea de
todos los males en los que España está sumida. Es cierto que la España del
siglo XX está teñida con la sangre de una guerra cruel y fratricida (no más
trágica en realidad que algunas otras guerras que se sucedieron por Europa
durante los últimos ciento cincuenta años en los diferentes campos de batalla
de Europa, por más que ésta, por cercana, así nos lo parezca a los españoles;
véase si no la tragedia del Somme y de Verdún en el frente occidental, o de
Gallippoli en el turco, durante la Primera Guerra Mundial, en las que las bajas
se contaron por decenas o incluso centenas de millar, o la repetitiva tragedia
de los Balcanes). Pero querer hacer de esa guerra una historia de buenos y de
malos, de una España nacional que sin ningún motivo se levantó en armas contra
una España democrática e inocente, no es del todo cierto.
La situación del país, ya antes
de la guerra, se había hecho insostenible para una parte de esa España, acosada
por una República en la que se había ocultado una verdadera revolución que
bebía también de las mismas fuentes que la revolución rusa de 1917. Hay que
recordar, si no, la famosa frase de Dolores Ibarruri, “La Pasionaria”: “Más
vale ejecutar a cien inocentes, a que se escape un solo fascista vivo”. Querer
desenterrar los cadáveres no es en absoluto criticable; al menos no lo es en el
sentido que nos lo ofrece la excelente película australiana “El maestro del
agua”, pero sí lo es destruir todo el edificio de la transición española de
1977, modélica para muchos países, que la han utilizado como modelo, en
beneficio de una ideología.
Y si resulta peligroso confiar la
historia a los políticos, más peligroso y doloroso resulta comprobar como son
los mismos historiadores los que, algunas veces, se dedican a falsear esa
historia en beneficio de los propios políticos. Es cierto que durante la
dictadura del general Franco, los propios historiadores, algunos de ellos, no
dudaron en defender una visión de la historia manipulada en beneficio de
ciertos intereses, de ciertas instancias de poder, pero no lo es menos que en
la actualidad, es la izquierda la que tampoco duda en ofrecer una visión
opuesta, pero igualmente falsa o al menos parcial, como la otra. ¿Dónde se
encuentra entonces la verdad?, dirán los lectores más independientes, ajenos a
esos intereses políticos. La respuesta, al menos para mí, es bastante clara: en
el documento en sí mismo, en la profusión de documentos que siempre debe
manejar el historiador, pasados a su vez por el tamiz de la independencia y de
la crítica.
Así, es normal que el
historiador, incluso también el lector independiente, ajeno al mundo de la
investigación histórica, pero con un cierto sentido crítico, sienta bochorno al
escuchar ciertas afirmaciones falsas que se repiten una y otra vez desde el
campo del independentismo catalán, algunas veces incluso desde las aulas de las
propias universidades, falseando una historia suficientemente contrastada para
decir, por ejemplo, que Cataluña alguna vez fue un reino, incluso un estado en
el sentido más moderno de la palabra, o que la historia de España es sólo la
historia de su opresión a Cataluña. Es como si se pretendiera que una mentira,
sólo por el hecho de repetirla muchas veces, acabara convirtiéndose en verdad.
Algún político alumbrado ha llegado a decir, incluso, que Aragón, al contrario
que Cataluña, nunca ha sido una realidad histórica y política independiente. De
esta forma resulta lógico que los nacionalistas no lleguen a sospechar siquiera
la importancia que Cataluña ha tenido en el resto de España, más allá de esa
supuesta “opresión” del todo contra la parte, y que España, en su realidad
global, la ha tenido también dentro de Cataluña, en una mutua relación de
cordialidad a través de los siglos.
Pero los fantasmas del pasado no
son propios sólo de nuestro país; por el contrario, se extienden también por
toda Europa, e incluso por el conjunto de la civilización universal. Muchos de
los problemas que tiene el siglo XXI nacieron hace ya más de cien años.
Algunos, como la actual guerra entre Rusia y Ucrania por el control de la
península de Crimea, nacieron ya incluso en el siglo XIX, con la guerra
homónima que enfrentó ya entonces a Rusia con el resto de las potencias
europeas, y con los intereses de rusos y otomanos por controlar los Santos
Lugares y, sobre todo, ciertas regiones caucásicas, y también de los Balcanes.
Y el dominio en los Balcanes, a su vez, unido al fuerte nacionalismo
desarrollado en los países de la antigua Yugoslavia, posibilitó que hace sólo
treinta años se desencadenara en la región una guerra tan cruel quizá como la
de España, cuando parecía que en Europa no había ya espacio para ese tipo de
conflictos.
El problema de los Balcanes, que
ahora nos parece estar por fin resuelto en el nacimiento de nuevos estados, hunde
sus raíces en el imperialismo de la segunda mitad del siglo XIX (abundando todavía
más en ello, podemos llevarlo incluso hasta el siglo XVI, y el proceso de
expansión turca por el este de Europa), y también en la Primera Guerra Mundial,
tan mal finalizada por los vencedores. Aunque en realidad no se trata de nuevos
estados, en el sentido más completo de la palabra, sino que se trata más bien
de la recuperación de esos estados históricos, mucho más antiguos que el
conglomerado artificial que diseñaron los diplomáticos de principios del siglo
pasado después de la Primera Guerra Mundial, y también los comunistas, treinta
años más tarde. No es éste, por lo tanto, el caso de Cataluña, por más que los
independentistas catalanes así nos lo quieran hacer creer al resto de los
europeos.
También el problema de Oriente
Medio hunde sus raíces, al menos en parte, en los acuerdos de paz con los que
finalizó aquel conflicto, que trazaron absurdas líneas rectas para las
fronteras de los nuevos países que surgían, muchas veces, bajo protectorado
europeo, en el norte de África y en la zona de influencia del Próximo Oriente. En
este sentido, debe ser tenido en cuenta, para comprender mejor todo lo que, a
lo largo del siglo XX, ha venido sucediendo en este rincón del planeta, el
llamado Acuerdo Sykes-Picot, o Acuerdo de Asia Menor, que de manera secreta se
firmó entre Reino Unido y Francia en mayo de 1916, todavía no acabada la
Primera Guerra Mundial, con el fin de definir las esferas de influencia de
ambos países en Oriente Próximo. Y no sólo durante el siglo XX: también durante
estas dos primeras décadas de la centuria actual, pues es una de las
solicitudes más claras realizadas por los grupos terroristas islámicos. Me hago
eco en este sentido de las palabras de la historiadora británica Bettany
Hughes:
“Por más que sean muchos los intelectuales de
Occidente decididos a dejar caer en el olvido el Acuerdo Sykes-Picot, lo cierto
es que aún después de muerto continúa siendo relevante. Es el elemento central
de uno de los vídeos promocionales que el Estado Islámico (Daesh) hizo públicos
en 2014, cien años después del estallido de la primera guerra mundial. En él
exige la revisión del pacto, pese a que el Acuerdo Sykes-Picot siga sin
aplicarse, y lanza un llamamiento a la unificación de todos los territorios
islámicos, debidamente integrados en una única comunidad política, la umma. En su intento por eliminar las
influencias coloniales, los miembros del Daesh y sus simpatizantes buscan con
mucha frecuencia en internet el binomio Sykes-Picot, siendo también uno de los
elementos más habituales de los tuits que intercambian. El líder de este grupo,
Abu Bakr al-Baghdadí -que opera desde su base en Samarra, una ciudad islámica
que se encuentra en el centro de Irak y que es de hecho la misma en la que
antiguamente se fabricaban las célebres puertas de madera finamente labradas que
tantas veces se han utilizado en las tumbas de los monjes cristianos- se ha
valido de las redes sociales para radicalizar su mensaje y dar voz a la condena
que esgrime frente a un acuerdo, el de Sykes-Picot, que apenas pasa de ser un
detalle surgido en una coyuntura histórica marcadamente turbulenta. El Estado
Islámico sostiene haber “aplastado” el Acuerdo Sykes-Picot. En los palacios de
Estambul, la intervención en la primera guerra mundial se vinculó con la yihad,
y en nuestros días se presenta como un asunto inacabado.”[1]
Desde luego, nada puede
justificar el terrorismo islámico, y hay que combatirlo por todos los medios
posibles (armamentísticos y, quizá, cuando las circunstancias lo permitan,
diplomáticos). Pero no cabe duda que, de haberse hecho mejor la
descolonización, el problema, aunque probablemente hubiera existido, habría
sido muy diferente.