martes, 11 de junio de 2019

UN MENSAJE ESCRITO EN UN LIBRO DIFERENTE


“Este libro esconde la obra de un asesino. Y es probable que un día venga a buscarlo”. Sin duda, éste es un mensaje inquietante en cualquier libro que se abra con el único fin que tiene todo libro: el de su lectura. Pero, ¿dónde, en que parte del libro, puede el lector encontrar las pruebas del asesinato al que se hace referencia con ese mensaje, que alguien ha escrito en la última página de ese ejemplar enigmático y único, un ejemplar que pasa de mano en mano de anticuarios y coleccionistas por distintas ciudades de Europa? ¿En las imágenes que, a modo de ilustraciones inocentes, o no tan inocentes, de un tarot oculto, adornan el mensaje del libro en cuestión? ¿En el propio mensaje, a modo de un texto cifrado a través de sus páginas?
              “El mensajero sin nombre” es la última novela de la escritora conquense, afincada en Madrid, Ana Belén Rodríguez Patiño, quien, además de novelista, es también historiadora, guionista de importantes documentales históricos, poetisa, y tantas otras cosas más, relacionadas siempre con el mundo de la cultura. Una nueva novela, que está ambientada en los años intermedios del siglo XIX, y en la que recupera algunos de los protagonistas de su relato anterior, “Todo mortal”, alrededor de un personaje real, inmortal a la vez a pesar de todo: el célebre escritor del romanticismo Gustavo Adolfo Bécquer; y también, su más desconocida madrina, pero también histórica, Manuela Monnehay.
              Se trata ésta, como en realidad todas sus obras, de una novela inclasificable, porque en ella se tratan muchos géneros literarios, pero sin acomodarse nunca a uno de esos géneros en concreto. En efecto, la novela tiene elementos del género policiaco, tan de moda en la actualidad, y hasta tiene como uno de sus protagonistas a un policía diferente, a uno de esos extraños policías que son propios del siglo XIX, al estilo de Sherlock Holmes o Víctor Ríos, pero sin embargo, no se puede clasificar como una novela policiaca al uso. De la misma forma, el relato se acerca a la novela gótica, desde su ambientación en ese mágico siglo XIX goticista y romántico. Un ambiente muy cercano al de las propias leyendas becquerianas, inolvidables, en el que ni siquiera falta un cementerio. Sin embargo, tampoco se puede decir que se trate ésta de una novela gótica como las demás.
              Pero si tenemos que clasificarla dentro de uno de esos géneros literarios, que a veces tanto dificultan, más que facilitan, la comprensión de una obra literaria, quizá sea a la novela histórica a lo que más puede acercarse esta nueva obra de la autora conquense. No en vano, se trata, como ya se ha dicho, de una novela ambientada, y muy bien ambientada, en el siglo XIX. Y no en vano, como también se ha dicho, la autora es, además de novelista, doctora en Historia Contemporánea, con una tesis sobre la Guerra Civil en Cuenca, que ha sido publicada en diferentes entregas, de las cuales se han realizado ya, además,  varias reimpresiones. Por ello, esa ambientación histórica ha sido muy cuidada, reflejando una época de nuestro pasado más cercano, en parte desconocido, sobre todo por los no expertos, pero importante por lo que supone de cambio político y social en una España que se estaba alejando ya de los presupuestos propios del Antiguo Régimen. Y aunque no es éste, el de la política, el asunto que más le preocupa a la autora, la política se encuentra también presente, latente, a través de sus páginas, dando muestras de eso que más caracterizó a la España decimonónica: la inestabilidad de unos gobiernos dominados demasiadas veces por los militares.
              Y si la política del siglo XIX español está latente en “El mensajero sin nombre”, la sociedad de la época aparece también, pero en este caso de manera bastante explícita. Porque la novela de Ana Belén es como una ventana abierta por la que se asoman las diferentes clases sociales de una Sevilla diferente, moderna. La Sevilla de la burguesía, que puede permitirse el lujo de viajar a París con el fin, sólo, de poder adquirir nuevas piezas para sus colecciones artísticas, pero también la Sevilla del hampa, la que malvive al otro lado del sucio Guadalquivir, más allá de Triana y de los bajos fondos. Y también, las que comparten espacio en una capital, Madrid, todavía sucia, tal y como la vio uel propio Gustavo Adolfo, cuando, joven aún, se instaló en ella con el fin de hacerse una carrera literaria.
              Y también están presentes en la novela los nuevos pasatiempos de esa sociedad burguesa, a la que pertenecía Bécquer; como el coleccionismo privado de antigüedades y de obras de arte, que hasta entonces había sido coto vedado para los reyes y para la alta nobleza, pero al cual en ese momento empiezan a tener acceso también los burgueses. Y también todo ese mundo de novedades, de avances técnicos y científicos, como la fotografía, y sus diferentes técnicas de capturar las imágenes en placas de cristal, y de imprimirlas después en papel; atrapar para siempre la realidad, como por arte de magia, en una mágica combinación de haluro de plata, celulosa y tinta. Esa fotografía que empezaba en aquel momento a rivalizar con la pintura, con ese mundo inmortal en el que el poeta había crecido -su padre y su hermano fueron pintores reconocidos, e incluso él mismo también se dedicó durante un tiempo a pintar- , echándole un pulso eterno del que las dos artes salieron muy beneficiadas. Y es que la segunda mitad del siglo XIX, ya lo sabemos, fue muy productiva en numerosos inventos, inventos y descubrimientos que cambiarían definitivamente la vida y la sociedad en gran parte de Europa, y también, del resto del mundo.    

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