Una de las imágenes más reconocibles de la cinematografía de
los tiempos gloriosos de Hollywood
es la espectacular escena de la carrera de cuadrigas en la arena del circo
romano, protagonizada por dos antiguos amigos de la infancia, el judío Ben-Hur
(Charlton Heston) y el romano Mesala (Stephen Boyd), alejados entre sí a lo
largo de sus vidas por una serie de factores, en gran parte ajenos a ellos mismos,
hasta convertirse en enemigos irreconciliables. La película, rodada en 1959 por
William Wyller sobre la base de una estupenda novela del escritor
norteamericano Lewis Wallace (Brookville, Indiana, 1827 – Crawfordsville,
Indiana, 1905), ganó ese año once de los prestigiosos premios Oscar, de las
doce nominaciones que había tenido, entre ellas los correspondientes a la mejor
película, mejor dirección, mejor actor principal (Charlton Heston), y mejor
actor de reparto (Hugh Griffith, por su papel del jeque Ilderim, dueño de las cuadrigas).
También consiguió algunos de los considerados premios técnicos, como el de la
mejor banda sonora (Miklos Rozsa), mejor sonido (Franklin E. Milton), mejor
fotografía en color (Robert Surtees), mejor diseño de vestuario para una
película en color (Elizabeth Haffenden, al frente de un equipo de cien
costureras), y mejores efectos especiales (A. Gallespie, R. MacDonald y M.
Lory). Es, desde luego, una de las obras cumbres de la cinematografía mundial,
y a ello contribuyó, desde luego, la ya comentada escena de la carrera de cuadrigas.
Viene a relación la película para comentar
que también la provincia de Cuenca contó, en los tiempos del imperio romano,
con su Ben-Hur particular, un brillante y popular héroe, como eran considerados
en aquel momento los aurigas que participaban en las carreras del circo. Podría
decirse que se trata del primer gran deportista triunfador en la historia del
deporte conquense, si no fuera porque entonces no existía en realidad ese
concepto de deporte, tal y como hoy se entiende el término, y si no fuera,
sobre todo, porque en aquel momento no se podía hablar aún de Cuenca como tgal,
ni como ciudad ni, menos aún, como provincia. Pero la gloria de los vencedores,
la corona de laurel, que en ese momento era lo que hoy en día representan las
medallas de oro en las nuevas olimpiadas, ciñeron sin duda sus sienes, antes de
que la muerte viniera a sorprenderle en plena juventud, probablemente durante
la celebración de su última y definitiva carrera de carros, corriendo de esta
forma la misma suerte, o mala suerte, de otros deportistas actuales, que se han
convertido de esta forma en inmortales: la muerte en el estadio o en el
circuito de carreras.
Y es que hace ya bastante tiempo,
en los años románticos en los que la arqueología era todavía una vida al estilo
de figuras como las de Heinrich Schliemann y Arthur Evans, apareció entre las
ruinas de la todavía poco conocida Valeria, una lápida sepulcral, o acaso
monumental, que enseguida fue publicada por los cronistas conquenses (Mateo
López, Trifón Muñoz y Soliva) y también por los especialistas extranjeros (Emil
Hübner); una lápida pétrea que, afortunadamente, corrió mejor suerte que otros
restos epigráficos descubiertos también por esas mismas fechas, pues todavía se
conserva, aunque en bastante mal estado, en las dependencias del Museo de
Cuenca. Las medidas de la pieza son las siguientes: ochenta centímetros de
altura, cincuenta y dos centímetros de anchura, veinticuatro centímetros de
profundidad, y una altura de las letras incisas de entre tres y cinco
centímetros. Una lápida que, en lo que ha podido leerse, cuenta con la
inscripción siguiente:
DMS /
AEL HE ME / ROT AVRIGE / DEFUNCTO / …CI AN XXXIII RA IA S / COMP / BILI /
…REQVENS VIATOR / SAE … QV RAN… / NA…PROTE
SV.
Los especialistas han podido
recuperar el sentido, casi completo, del mensaje grabado en la piedra, a partir
de la interpretación más lógica de las iniciales conservadas en ella según las
costumbres romanas, que son bien conocidas por los epigrafistas modernos, y
también de las partes que, por su deficiente conservación, son difíciles de
leer. Y a partir de esa interpretación, se ha conseguido recuperar una parte de
la vida de este hijo de Valeria, una de las tres grandes ciudades romanas que estaban
situadas en el territorio de la actual provincia de Cuenca durante el pleno
imperio romano; tan importantes las tres, que algún tiempo después, cuando el
cristianismo se asentó definitivamente en estas tierras de la meseta, llegaron
a convertirse en sedes episcopales de cierta 0importancia, sufragáneas de la
cercana diócesis de Toledo. De esta manera ha sido traducido por los
especialistas dicha inscripción: A LOS DIOSES MANES LO SAGRADO. A AELIO
HERMEROTO, AURIGA MUERTO EN ILICI, DE 33 AÑOS DE EDAD, POR PROPIA GRACIA LA
REPÚBLICA VALERIENSE A ESTE VARÓN INCOMPARABLE. QUE LA TIERRA TE SEA LEVE.
FRECUENTE CAMINANTE QUE PASAS A MENUDO, LEE: HE NACIDO PRIMERAMENTE.
No cabe duda de que el personaje
fue importante en su época, como tampoco de su relación con la ciudad de
Valeria. Sin embargo, algunos aspectos de la inscripción quedan todavía
sumergidas entre la neblina de la duda. Por un lado, la verdadera filiación del
protagonista, que no se trataría, según algunas interpretaciones, de “Aelio
Hermeroto”, sino de “Aelio, hijo de Hermeroto”, como reconocen también en uno
de sus trabajos sobre las ruinas de Valeria el anterior director del Museo de
Cuenca, Manuel Osuna, y sus colaboradores[1].
Por otra parte, el lugar del fallecimiento del personaje, que podría tratarse,
como hemos mencionado, de la antigua ciudad de Ilici, en Elche (Alicante), pero
también de Acci, otra importante ciudad de la Bética (Iulia Gemella Acci), que
se corresponde con la actual Guadix, en la provincia de Granada.
Para entender mejor lo que
significó en su época esta figura de nuestra historia más remota, hay que tener
en cuenta lo que significaba para los romanos, también para los que vivían en
las provincias más alejadas de la capital, la profesión de auriga. Porque las
carreras en el circo romano (lugar reservado precisamente para este tipo de
actividades, aunque el imaginario ajeno a la historia ha trasladado a éste los
antiguos combates entre gladiadores o con fieras, que en realidad se llevaban a
cabo en los anfiteatros), sean éstas simplemente de caballos, de bigas, o de cuadrigas
(las había también de tres caballos, llamados trigas, de seis, de ocho, y hasta
de diez caballos), contaban en el imperio romano con una miríada de seguidores
enfervorizados, fácilmente comparable, salvando las distancias, a lo que hoy
significan los partidos de fútbol de las grandes competiciones televisadas. El
público seguía a los diferentes equipos que participaban en ellas, cada uno
identificado con un color diferente, y animaban enfervorizadamente al auriga
correspondiente, e incluso apostaba por él grandes cantidades de dinero. Desde
luego, el pueblo de Valeria debió sentir por su auriga una pasión cercana a la
que hoy se puede sentir por un deportista destacado, y su fallecimiento debió
afligir a gran parte de sus habitantes, cuando le tributaron, “por propia
gracia de la república valeriense” según la propia inscripción encontrada, un
homenaje como ese.
Poco más es lo que se sabe de este
remoto héroe conquense, más allá de esa información que proporciona la citada
pieza del Museo de Cuenca. Incluso la posibilidad de que el protagonista
hubiera fallecido en la misma arena del circo, en plena carrera y en lo que hoy
consideramos como algo parecido a un “acto de servicio”, de la que tanto se ha
especulado, no es segura, más allá de la temprana edad en la que se produjo su fallecimiento,
lo que combina muy bien con su posible muerte dentro de la pista. Por otra
parte, se ha destacado que la profesión del auriga esa una de las actividades
que hoy llamamos peligrosas, un deporte de alto riesgo en la terminología
moderna, y que fueron muchos los que perdieron la vida en el propio circo. Parece
ser que pudo vivir en los años intermedios de la segunda centuria, durante la
dinastía de los emperadores Antoninos, a la cual pertenecían, como es sabido,
los dos emperadores hispanos, Trajano y Adriano, aunque esto tampoco es seguro.
Y la aparición más reciente de una interesante trozo de escultura, de bronce,
en la que se pueden ver unas manos musculosas de varón sujetando con fuerza
algo que parecen ser las riendas de un caballo, pone en relación esta pieza con
la existencia del auriga famoso, y abre la posibilidad de que la inscripción
pudiera haber pertenecido a una especie de monumento erigido a la memoria del
protagonista. La pieza de bronce, como la epigráfica, se conserva también entre
los fondos del Museo de Cuenca, como también otra pequeña pieza del mismo metal,
un pasarriendas completo, aunque en este caso, por el corte estratigráfico en
el que la pieza fue hallada, y también por el modelo, parece corresponderse ya
con el siglo IV.
¿Cómo pudo llegar este auriga conquense
a formar parte del difícil mundo de las carreras en el circo? ¿En qué lugar podía
realizar sus entrenamientos y sus primeras carreras? ¿Cuánto tiempo permaneció
viviendo en Valeria, si es que de verdad alguna vez este personaje vivió en la
ciudad que había fundado el cónsul Valerio Flaco a principios del siglo I a.C.,
sobre los cimientos de un antiguo poblado celtíbero? Desde luego, y debido a su
topografía, la ciudad de Valeria no podía contar con una infraestructura de
este tipo, que requería de un espacio amplio y llano en el que poder extender
el anillo. Si lo tuvo, sin embargo, la cercana Segóbriga, tal y como se
vislumbraba ya en los años setenta del siglo pasado, a partir de las
fotografías aéreas del yacimiento, y como han podido demostrar, más
recientemente, las últimas prospecciones arqueológicas, que han sacado a la luz
dicho circo, pudiendo así añadirlo al resto de infraestructuras que el visitante
del yacimiento puede contemplar en la actualidad. Por otra parte, se da la
circunstancia de que, normalmente, los aurigas eran esclavos, que pasaban a
convertirse en libertos gracias a sus victorias en la arena.
La figura de Aelio Hermeroto nos
remite a otro auriga reconocido que también era originario de la provincia
romana de Hispania. Se trata de cierto Cayo Apuleyo Diocles, quien había nacido
en Emerita Augusta, la actual Mérida, en el año 104, y cuya vida nos es
conocida también por ciertos monumentos epigráficos. Sus victorias, en el seno
de la llamada facción o equipo rojo, después
de haber corrido sucesivamente para las facciones blanca y verde, le llevaron a
competir en el llamado Circo de Nerón, en la misma ciudad de Roma. Compitió en
más de cuatro mil carreras, de las que ganó poco menos de mil quinientas, lo
que le produjo una fortuna personal muy próxima a los treinta y seis millones
de sestercios, una cantidad desorbitante para la época. Al contrario de lo que
solía ocurrir con estos héroes de masas, Diocles pudo llegar a retirarse,
cuando tenía cuarenta y dos años de edad. Se fue entonces a vivir a la ciudad
de Preneste, la actual Palestrina, en la misma legión del Lacio y no lejos de
la capital romana, donde falleció poco tiempo después, en el año 146. En el
momento de su retirada se le erigió en el lugar de sus triunfos un importante
monumento que, gracias a las copias de esa larga inscripción que han sido conservadas,
nos permiten conocer muchos detalles de su vida.
Recientemente, el escritor y
cineasta conquense Juanra Fernández, con la colaboración de Mateo Guerrero en
el dibujo y de Javi Montes en la coloración de dichos dibujos, ha realizado una
serie de comics sobre la figura de este auriga conquense, que ha llegado a
tener cuatro entregas, y que ha sido publicada también en Francia, un país con
una larga tradición en ese tipo de publicaciones.
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