La dicotomía entre crisis y apogeo que vivió la
capital conquense a lo largo de todo el siglo XVIII, debió incidir
indudablemente en los pueblos que hoy conforman el ayuntamiento de Fuentenava
de Jábaga. Ejemplo de ello es, sin duda, la construcción de la nueva iglesia de
Navalón, a mediados también de dicha centuria, hecho que responde, por otra
parte, a la crítica situación en la que se encontraba el templo anterior, el
cual se hallaba situado en un emplazamiento diferente al actual, extramuros del
pueblo, en el paraje conocido como La Muela. Sin embargo, antes de adentrarnos
en el proceso de construcción de ese nuevo templo parroquial, creo conveniente
hacer una pequeña referencia a la figura de Felipe de Atienza y Acebrón, quien
había nacido en Navalón en 1675, y que en los primeros años de la centuria
siguiente ejerció su labor parroquial en las villas de Riopar y Yebra, en las
provincias de Albacete y Guadalajara respectivamente. En aquella época, Juan
Díaz Calvo, racionero de la archidiócesis de Toledo, le había hecho entrega de
una reliquia del Lignum Crucis, que había heredado de su familia, y él donó a
su vez a la iglesia de su pueblo natal, donde se mantuvo durante muchos años,
al cuidado seguramente de la hermandad de la Vera Cruz que existía allí desde
el siglo XVI. Fue administrador del Real Hospicio de Nuestra Señora de la
Inclusa, de Madrid, para niños expósitos, lugar donde falleció en 1732.
Sobre la construcción de la nueva iglesia de Navalón,
las visitas parroquiales que se fueron sucediendo durante la primera mitad del
siglo XVIII insistían en la existencia de importantes defectos en la fábrica
del edificio, defectos que estaban a punto de desembocar en la ruina de éste.
La situación llegó a ser tan crítica que en 1758, a finales del obispado de
Ramón Falcón y Salcedo, se decidió construir una nueva iglesia, aprovechando la
situación para hacerlo en un lugar más céntrico. Así, el 3 de diciembre de ese
año fue firmado el contrato entre Manuel de Castejón, cura párroco del pueblo,
y el propietario de las tierras en las que se iba a asentar el nuevo templo,
Antonio del Castillo y Prast, que era vecino de Cuenca, ciudad de la que era
regidor, como también lo había sido su padre, Antonio del Castillo y Chirino.
Se trataba por lo tanto de uno de los últimos descendientes de una de las
familias más antiguas de la ciudad, los Chirino, cuyo origen en la misma había
de remontarse a la figura de Alonso Pérez Chirino, uno de los caballeros que
tomaron parte en su conquista, en 1177, a las órdenes de Alfonso VIII el Noble.
Entre los descendientes conquenses de este Alonso Pérez Chirino destacan
personajes importantes, como Alonso García Chirino, caballero mayor de los
reyes Juan I y Enrique III, y miembro de la orden de la Banda, que defendió la
ciudad cuando fue sitiada por las tropas del rey Juan II de Navarra; Alonso
Pérez Chirino, médico del rey Juan II de Castilla; o, más recientemente,
Fernando Chirino de Salazar, calificador del Santo Oficio y consejero de Felipe
IV y del conde-duque de Olivares, que renunció a los obispados de Málaga y de
Charcas, en el virreinato de Perú.
Pero el más conocido de los miembros de esta familia
fue sin duda, al menos a nivel popular, Ginés Pérez Chirino, hijo de Alonso
Pérez Chirino, el conquistador de la capital conquense, quien durante el primer
tercio del siglo XIII era canónigo de la diócesis de Cuenca, en tiempos de su
segundo obispo, san Julián. Deseoso de catequizar en tierras de moros pasó a
Valencia y Murcia, territorios que en aquellos tiempos estaban regidor por Zeit-Abu-Zeit.
Hecho prisionero por las tropas del rey almohade, y después de haber pasado
varios meses prisionero de éste en la ciudad de Caravaca, el infiel quiso
conocer de primera mano a qué se dedicaban sus prisioneros en su vida diaria. Y
cuando Ginés le contestó que su oficio era decir misa, y que no podría hacerlo
en ese momento por faltarle todos los elementos necesarios para el sacrificio,
el moro ordenó que le fuera llevado desde Cuenca todo lo necesario para
hacerlo. Sin embargo, dándose cuenta el sacerdote de que le faltaba lo más
importante de todo, la Cruz, se aparecieron en ese momento dos ángeles que
llevaban una cruz de doble brazo. Pérez Chirino pudo en ese momento decir misa,
y ante el milagro que se había producido, el rey moro se convirtió en ese
momento al cristianismo, con el nombre de Vicente Belvis, y con él toda su
corte. A partir de ese momento se desarrolló en toda España, incluso fuera de
ella, la devoción a la Cruz de Caravaca. Pero más allá de la leyenda, tanto
Ginés Pérez Chirino como Zeit-Abu-Zeit son personajes históricos, como
histórica es también la conversión de éste último al cristianismo y su
estancia, de manera intermitente, en algunas posesiones que la orden de
Santiago tenía en la diócesis conquense. Había sido el último gobernador
almohade de Valencia.
Por otra parte, la relación de la familia Chirino con
el pueblo de Navalón no se reducía sólo a la posesión de este solar. Hay que
tener en cuenta que ya en 1704 consta como camarera de la Virgen de Tejeda, que
entonces se veneraba en la ermita homónima, Melchora de Chirino, esposa de
Mateo del Castillo y Peralta, quien también era regidor de Cuenca, como otros
muchos miembros de su familia; ambos eran abuelos de Antonio del Castillo y
Prast. En aquel año se incoó un pleito en el tribunal de Curia Diocesana, a
instancias de Domingo López Blanco, mayordomo de la ermita, por la posesión y
pérdida de algunas alhajas de la Virgen que estaban en poder de la camarera,
hecho que obligó a que éste pasara por la casa que la familia tenía en Cuenca
con el fin de hacer un inventario de las mismas. Después de la lectura de la
documentación, no encontramos datos suficientes para saber cómo terminó el
proceso, que se complicó por la actuación personal de la camarera, que otra vez
en 1710 se llevó algunos efectos de la ermita sin que lo supieran ni el párroco
de Navalón ni el mayordomo de ésta.
En 1759 está fechada la licencia definitiva del
obispado para que dieran comienzo las obras, que fueron realizadas por Agustín
López, arquitecto que había nacido en Iniesta (era padre del también
arquitecto, urbanista e historiador Mateo López), por un valor de veinte mil
reales de vellón. Cantidad a la que después habría que sumar doscientos reales
más en concepto de algunas mejoras que el autor realizó durante el proceso de
construcción. Finalmente, en el mes de noviembre del año siguiente, Bartolomé
Ignacio Sánchez, maestro mayor de obras del obispado, aprobaba y recepcionaba
la iglesia. A partir de este momento se iniciaba el proceso de acondicionar y
amueblar el nuevo edificio para su uso religioso. En 1768 se encargó la
construcción del altar mayor a Alonso Ruiz, vecino de Cuenca, arquitecto,
escultor y trazador de retablos, que debía ser alumno del propio José Martín de
Aldehuela por la relación existente entre este retablo y otros realizados por
el maestro turolense, y tres años más tarde, en 1771, consta el pago de 780
reales por pintar y dorar la imagen de la Natividad de la Virgen, el sagrario y
la mesa del altar, obras realizadas por Julián López, quien presumiblemente
pintaría también los cuatro evangelistas que adornan las pechinas de la cúpula.
Unos años antes, en 1766, había sido adquirido el órgano a Julián de la Orden,
maestro organero de Cuenca, el mismo que realizó también los dos fantásticos
órganos de la catedral conquense, por un total de cuatro mil reales de vellón.
Pero lo más destacable de todo este mobiliario, por su
valor simbólico, quizá sea una de las dos campanas de bronce que adornan la
espadaña, que lleva grabada, además del año de su fundición, 1759, una cruz de
Caravaca, aunque en su versión sin ángeles a los pies. No cabe duda de que debe
tratarse de un donativo o una imposición de la persona que había vendido el
solar para la construcción de la iglesia, Antonio del Castillo y Prast; un
donativo o una imposición en recuerdo de la familia de su abuela paterna. Por
otra parte, ésta había impuesto para la venta de los terrenos la condición de
reservarse una parte del espacio sagrado para construirse una capilla propia,
condición que por otra parte, según parece, no llegó nunca a realizarse.