En los primeros meses de 1936, la
Segunda República se disponía a hacer frente a lo que iban a ser sus últimas
elecciones generales, que se iban a ver afectadas por un innumerable número de
atentados, muchos de los cuales terminarían además con el resultado del
fallecimiento de algunos de los diferentes partidarios de las posturas
contrapuestas que se hallaban en liza. Fueron unos meses de inusitada
violencia, si no fuera porque esa violencia también habían sido común durante
todo el periodo republicano, en los que cualquier cosa valía a lo hora de
defender los ideales, y en los que hacerlo públicamente era un ejercicio de
valor y de inconciencia, algo que no es del todo compatible con una verdadera
democracia, tal y como ahora se pretende que lo fue el periodo comprendido de
la historia de España que va desde 1931, cuando se produjo la expulsión del
país del monarca Alfonso XIII y la proclamación de la república, hasta ese
mismo año de 1936. Sobre este periodo de nuestra historia se han vertido ríos
de tinta, y una polémica ideológica que, en demasiadas ocasiones, ha llevado
incluso al ataque personal entre los defensores de una y otra postura. En
efecto, escribir sobre la Segunda República y todo ese periodo histórico que se
ha sucedido desde ese momento, incluso hasta etapas muy posteriores como la de
la transición democrática, resulta todavía hoy difícil de realizar.
Aquellas elecciones fueron ganadas por el Frente Popular, la coalición de partidos de izquierda, pero la victoria de esos partidos que conformaban el frente resultó muy polémica incluso desde mucho tiempo antes de que esas elecciones llegaran a celebrarse, tal y como demuestran en su estudio Roberto Villa García y Manuel Álvarez Tardío, en un libro que, ya desde su título, “1936, fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular”, es bastante clarificador de las intenciones de sus autores. Desde luego, nadie puede poner en duda, más allá de determinadas posturas ideológicas que en principio deberían ser ajenas a todo estudio historiográfico, que la Segunda República española no fue ese paraíso perdido, esa Atlántida de Platón, que algunos quieren ver. Nacida de por sí a partir de un fraude de ley, unas elecciones municipales que en ningún caso, por el hecho de ser sólo municipales, no deberían haber supuesto el cambio de un sistema de gobierno, dos años más tarde, en 1933, albergó una revolución ilegal que pretendía llevar a cabo un paso más hacia el estado social-comunista que ya no tuviera marcha atrás. Recogemos, en este sentido, las palabras de los autores del texto en lo que a esto se refiere: “Octubre era una revolución y, como tal, estaba destinada a establecer definitivamente el socialismo, que ellos concebían como su apropiación permanente del poder, que se fundaría en la subsumisión del Estado a la UGT, propietaria y administradora de los grandes medios de producción y distribución económicos”.
¿Qué
es lo que, en sólo cinco años, los que separan la proclamación de la república
y el estallido de la guerra, llevó al colapso total de este sistema de
gobierno? Aunque este libro, en esencia, no trata de explicar los motivos de
ese colapso, sus autores dan algunas pistas de ello: la política religiosa de
la república, o por mejor decir, antirreligiosa, que en este sentido hay que
recordar que las primeras quemas de iglesias y los primeros ataques contra
algunos religiosos se habían producido ya en ese mismo año 1931; el fraude y la
violencia políticas, que si bien llegó a sus últimas consecuencias en ese año
de 1936, estaban ya presentes también en los anteriores gobiernos republicanos;
la política social y económica, hondamente socialista, en una España que
todavía no estaba preparada para ello;… Todos estos aspectos, y algunos más,
llevaron a algunos defensores antiguos de la república, en muy poco tiempo, a
cambiar de opinión y atacar, abierta o sibilinamente, al sistema republicano.
Es conocida la postura del rector de la Universidad de Salamanca, Miguel de
Unamuno, en los primeros momentos del golpe militar, que de forma bastante fiel
a la realidad ha sabido plasmar en el cine el director Alejandro Amenábar en su
última película, “Mientras dure la guerra”. Ortega y Gasset, que en 1931 había
sido miembro de la Agrupación al Servicio de la República, una asociación de
intelectuales que defendían la república, llegó a proclamar poco tiempo después
aquella conocida frase, “No es eso; no es eso”, en la que pretendía hacer ver
la realidad en la que se había convertido la realidad republicana. Y José
Sanjurjo, que al proclamarse ésta en abril de 1931 era director de la Guardia
Civil, y que como tal había puesto al instituto armado del lado de los
republicanos, se convirtió poco tiempo después en uno de sus principales
enemigos, hasta el punto de haberse convertido en uno de los principales referentes
entre los militares golpistas. Son sólo algunos ejemplos de cómo una política
fallida y revanchista fue cambiando, ella sola, todo el paisaje político de
España, para terminar por convertirlo en un campo de batalla ideológica.
Así las cosas, España comenzaba el año 1936 sumida todavía en un proceso revolucionario, que había comenzado en 1931 desde el gobierno para terminar por trasladarse, dos años más tarde, después de la victoria de los partidos de derechas, a la oposición. En 1933, la izquierda no pudo soportar su derrota, que de alguna manera paralizaba su proyecto socialista, y a partir de ese momento intentó por todos los medios, tal y como también proclamó un conocido dirigente comunista actual hace pocos años, después de otra derrota electoral de su partido, “ganar en la calle lo que habían perdido en las urnas”; algo que no es propio, desde luego, de un sistema político verdaderamente democrático. Así, en los primeros meses de 1936, los fallecidos por la violencia política podían contarse ya por decenas, tanto entre los defensores de una y otra postura política, como entre las fuerzas del orden. Y conforme avanzaba el calendario y se acercaban las fechas electorales, ese número fue aumentando exponencialmente. Recogemos de nuevo las palabras que sobre ello han escrito ambos autores, profesores los dos de la Universidad Rey Juan Carlos:
“Al igual que con el número de encarcelados, se multiplicó la cifra de víctimas mortales de la represión, que estos medios estimaron en 4.000 o 5.000, números que continuaron creciendo hasta la víspera de la jornada electoral. Ante este tipo de propaganda, en 11 de enero Portela dio instrucciones a la Fiscalía de la República para que actuase contra todo ataque al Ejército, Guardia Civil o cualquier otro de los institutos armados, y advirtió que instituiría la censura previa si los medios de izquierda no actuaban con mayor responsabilidad.” Y más adelante continúan: “Los falangistas, los socialistas y los comunistas fueron los grandes protagonistas de esta violencia: uno de cada dos episodios corresponde a choques entre ellos. Los falangistas estuvieron, por tanto, muy por encima de los cedistas, que protagonizaron un 22% de los choques, o de los monárquicos y los tradicionalistas, en torno al 10%. Apenas aparecieron en esos episodios los republicanos moderados, y solo en muy pocos casos los de izquierdas”.
Después de leer el libro, el lector ya no tiene dudas respecto a lo que pudo motivar, poco tiempo más tarde, el estallido de la Guerra civil, si es que acaso todavía las tenía antes de comenzar a leer el libro: el clima político en España era en aquel momento irrespirable, por culpa, sí, de la extrema derecha, representada por el nuevo partido de Falange -en ningún caso, como se ha dicho, por la CEDA-, pero también por la extrema izquierda de los partidos socialistas y comunistas. No se trata de defender desde el atril del historiador esa otra violencia, mucho más sangrienta todavía, que fueron los tres años de guerra civil, sino sólo de explicarla y comprenderla; esa es, realmente, la labor del historiador, más que la de colocarse en la posición de defensor de determinadas posturas ideológicas. Y es que los partidos de izquierda y de derecha, pero sobre todo los de izquierda, se convirtieron en adalides ideológicos de una democracia que, mirando en retrospectiva, no era tal, o no lo era al menos desde una forma moderna y actual. Es un hecho que no puede negarse cuando leemos los escritos de los propios dirigentes políticos, como los diarios del propio Manuel Azaña o los discursos de algunos de los dirigentes de los partidos, como el socialista Francisco Largo Caballero, quien, y recogemos de nuevo las palabras de Villa García y Álvarez Tardío, “lo expresa de forma paladina en su mitin madrileño del 12 de enero. Recordó a los republicanos que el PSOE ya no luchaba por la República democrática, sino por el socialismo y una dictadura del proletariado semejante a la Unión Soviética, a la que dedicó elogios y para la que hubo una atronadora ovación. Caballero avisó igualmente a los dirigentes republicanos de que la colación electoral era circunstancial y de que, cualquiera que sea el programa que se publique, los socialistas no hipotecaban absolutamente nada de nuestra ideología y de nuestra acción.”
“Al igual que con el número de encarcelados, se multiplicó la cifra de víctimas mortales de la represión, que estos medios estimaron en 4.000 o 5.000, números que continuaron creciendo hasta la víspera de la jornada electoral. Ante este tipo de propaganda, en 11 de enero Portela dio instrucciones a la Fiscalía de la República para que actuase contra todo ataque al Ejército, Guardia Civil o cualquier otro de los institutos armados, y advirtió que instituiría la censura previa si los medios de izquierda no actuaban con mayor responsabilidad.” Y más adelante continúan: “Los falangistas, los socialistas y los comunistas fueron los grandes protagonistas de esta violencia: uno de cada dos episodios corresponde a choques entre ellos. Los falangistas estuvieron, por tanto, muy por encima de los cedistas, que protagonizaron un 22% de los choques, o de los monárquicos y los tradicionalistas, en torno al 10%. Apenas aparecieron en esos episodios los republicanos moderados, y solo en muy pocos casos los de izquierdas”.
Después de leer el libro, el lector ya no tiene dudas respecto a lo que pudo motivar, poco tiempo más tarde, el estallido de la Guerra civil, si es que acaso todavía las tenía antes de comenzar a leer el libro: el clima político en España era en aquel momento irrespirable, por culpa, sí, de la extrema derecha, representada por el nuevo partido de Falange -en ningún caso, como se ha dicho, por la CEDA-, pero también por la extrema izquierda de los partidos socialistas y comunistas. No se trata de defender desde el atril del historiador esa otra violencia, mucho más sangrienta todavía, que fueron los tres años de guerra civil, sino sólo de explicarla y comprenderla; esa es, realmente, la labor del historiador, más que la de colocarse en la posición de defensor de determinadas posturas ideológicas. Y es que los partidos de izquierda y de derecha, pero sobre todo los de izquierda, se convirtieron en adalides ideológicos de una democracia que, mirando en retrospectiva, no era tal, o no lo era al menos desde una forma moderna y actual. Es un hecho que no puede negarse cuando leemos los escritos de los propios dirigentes políticos, como los diarios del propio Manuel Azaña o los discursos de algunos de los dirigentes de los partidos, como el socialista Francisco Largo Caballero, quien, y recogemos de nuevo las palabras de Villa García y Álvarez Tardío, “lo expresa de forma paladina en su mitin madrileño del 12 de enero. Recordó a los republicanos que el PSOE ya no luchaba por la República democrática, sino por el socialismo y una dictadura del proletariado semejante a la Unión Soviética, a la que dedicó elogios y para la que hubo una atronadora ovación. Caballero avisó igualmente a los dirigentes republicanos de que la colación electoral era circunstancial y de que, cualquiera que sea el programa que se publique, los socialistas no hipotecaban absolutamente nada de nuestra ideología y de nuestra acción.”
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