Isaac Peral
había nacido en Cartagena en 1851, y unos años más tarde, cuando todavía era un
niño, se trasladó con su familia a San Fernando, en la provincia de Cádiz.
Seguramente el hecho de haber pasado sus primeros años en estas dos ciudades
del sur de España, en las que el mar era un elemento importante del paisaje, y
la personalidad de su padre, un destacado funcionario de la Marina, influiría
en él para que en 1865, cuando apenas había cumplido los catorce años de edad,
decidiera ingresar en el Colegio Naval para iniciar así una carrera militar en
el seno de la armada. De esta forma, pasó los siguientes años de su vida
embarcado, navegado por los diferentes mares y océanos, primero como guardiamarina
y más tarde como oficial. Y como miembro de la dotación de la fragata
“Numancia” formó parte de la escolta de honor que trajo a España desde el
puerto italiano de Spezzia, en Liguria, hasta la propia ciudad de Cartagena, al
duque de Aosta, recientemente proclamado nuevo rey de España con el nombre de
Amadeo I.
Ascendido a
alférez de navío en 1872, participó en los años siguientes en la llamada
“Guerra de los Diez Años”, como segundo comandante del “Dardo”, un pequeño
buque que formaba parte de la primera división del norte de Cuba, y más tarde
participaría también en el combate contra los carlistas, a bordo de la goleta
“Sirena”, embarcación que formaba parte de la escuadra del Cantábrico. Y
destinado en 1881 en el apostadero de Filipinas después de haber sido ascendido
a teniente de navío, en el mes de noviembre de ese año se le dio el mando del
“Caviteño”, un cañonero que estaba encuadrado en la llamada División Naval del
Sur, en el puerto de Zamboanga, en la isla de Mindanao, de cuyo mando tuvo que
hacerse cargo el propio Peral durante algún tiempo por la prolongada enfermedad
de su jefe titular.
En 1885,
después de la llamada “crisis de las Carolinas” que enfrentó a España y a
Alemania por la posesión de este lejano archipiélago del Pacífico, que había
sido español desde su descubrimiento en 1523 por Toribio Alonso de Salazar y
Diego de Saavedra, pero sobre cuya posesión Alemania había manifestado su
interés desde hacía algún tiempo antes, Peral comunicó a sus superiores que había
conseguido solucionar el reto de la navegación submarina. Un proyecto que contó
desde un primer momento con importantes apoyos, entre ellos el de la propia
reina regente, María Cristina de Habsburgo, y también el de su suegra, la
exreina Isabel II, pero también con un importante rechazo entre algunos de sus
compañeros, envidiosos, lo que al final supondría, como tantas veces en la
historia de España, el fracaso de ese hermoso proyecto, que habría logrado
situar a nuestro país, otra vez, a la cabeza de todas las potencias militares.
Así, un decreto
de 20 de abril de 1887 dispuso la construcción del submarino, de acuerdo a los
planos presentados por Isaac Peral, iniciándose de esta forma su construcción,
cuyas obras fueron iniciadas en el mes de octubre de ese mismo año. Finalmente,
el 18 de octubre de 1888 era botado en uno de los diques del arsenal de La
Carraca, en Cádiz. Se trataba del primer submarino torpedero, de dimensiones
ciertamente reducidas, pero capaz de llevar una dotación aproximada de diez personas
y de lanzar torpederos desde un tuvo que se hallaba en la parte de la proa. Sus
características eran las siguientes: 22 metros de eslora, 2,87 metros de manga,
una velocidad máxima de diez nudos en superficie y de ocho cuando se movía en
inmersión, y entre 77 y 85 toneladas de desplazamiento, dependiendo también de
si se encontraba en superficie o debajo del agua. La propulsión la realizaban
dos motores eléctricos, cada uno de los cuales era capaz de prestar a la nave
una potencia de treinta caballos, una de las más elevadas de la época.
A partir del
mes de marzo de 1889 se iniciaron las primeras pruebas del submarino, primero
en uno de los diques del propio arsenal de La Carraca y después en el puerto de
Cádiz y también en mar abierto. Sin embargo, en ese mismo año comenzaron
también las desventuras de su inventor, que fue primero arrestado por orden del
propio ministro de Marina, el almirante Rafael Rodríguez de Arias, por haber
viajado sin su permiso, tal y como era preceptivo, hasta París, con el fin de
acudir a la Exposición Internacional que en aquellas fechas se estaba
celebrando en la ciudad francesa para estudiar posibles nuevas aplicaciones
para su submarino (había obtenido para ello permiso oral de su superior, el
capitán general del departamento marítimo de Cádiz, Florencio Montojo). Por
este motivo, tuvo que pasar algunos meses en el penal de Cuatro Torres, dentro
del propio recinto militar del arsenal de La Carraca.
En 1890, aunque
durante sus primeros seis meses las pruebas del submarino seguían celebrándose
con éxito, recibiendo por ello su inventor nuevos reconocimientos por ello,
entre ellos una Cruz al Mérito Naval, de segunda clase y con distintivo rojo, y
un sable de honor que le fue entregado por la propia reina regente, a mediados
de año las pruebas fueron suspendidas, primero con carácter temporal, por la
llegada del verano y de las altas temperaturas, y más tarde de forma
definitiva, debido a la proliferación de rencores y de envidias que contra él
se habían ido acumulando, todo ello unido a una incipiente incursión en la
política, que nuestro político había intentado al haberse presentado como
Diputado en Cortes por el distrito de Puerto de Santa María, como
independiente, pero en rivalidad directa con el hijo del nuevo ministro de
Marina, José María de Beranguer y Ruiz de Apodaca. Todo ello influyó en la
redacción de una nueva Real Orden, fechada en los primeros días del mes de
noviembre de ese mismo año, en el que, “por acuerdo del Consejo de Ministros, y
de conformidad con lo informado por la Superioridad de Marina”, se rechazaban
sus proposiciones para construir el nuevo submarino, y se le “ordenaba que se
entregase bajo inventario todo el material que en relación con el submarino
existía en el Arsenal de La Carraca”.
El teniente de
navío Isaac Peral decidió entonces abandonar la Armada, poniendo fin de esta
forma a su carrera militar, hecho que solicitó el 22 de noviembre, y que le fue
confirmada por el Consejo de Ministros el 3 de enero del año siguiente. Se
trasladó Peral después a Madrid, donde se dedicó a la instalación de centrales
eléctricas en diversas ciudades españolas, y también en casas particulares,
como en el palacio de la duquesa de Medinaceli. Fallecería el 22 de mayo de
1895 en Berlín, a donde había acudido con el fin de intentar curarse de un
cáncer de piel que le había provocado antes una herida mal curada que en la
sien le había producido un barbero del “Caviteño”, el mismo barco que él había
capitaneado por los mares de Filipinas. Enterrado provisionalmente en el
cementerio madrileño de la Almudena, su cadáver embalsamado fue trasladado en
1911 hasta Cartagena, en cuyo cementerio reposa desde entonces, ahora en un
hermoso mausoleo de mármol que cada año, en la festividad de Todos los Santos,
recibe un homenaje oficial por parte de un piquete de miembros del arma
submarina. Y por lo que se refiere a su genial invento, el submarino, que había
estado pudriéndose durante muchos años en el arsenal de La Carraca, en 1929 fue
remolcado por mar hasta el departamento marítimo de Cartagena, en cuyas
instalaciones permaneció durante un tiempo, en un dique flotante. Trasladado en
1965 hasta el centro de Cartagena, al paseo de Alfonso XIII, puede ser ahora
admirado tanto por los propios habitantes de la ciudad como por los turistas
que a diario visitan Cartagena.
De esta forma,
una vez más, España fue de nuevo cruel con uno de sus grandes genios. Y es que
la historia de nuestro país podría haber cambiado mucho a lo largo del siglo XX
si el submarino de Peral hubiera llegado a convertirse en una realidad. Para
comprenderlo mejor, traemos a colación las palabras de dos personalidades que
conocieron bien el asunto del submarino, un invento que, si bien para España no
pasó nunca de ser eso, un genial proyecto, estaba llamado a cambiar la forma de
la guerra en el mar en los años siguientes. Por una parte, el almirante
norteamericano George Dewey, jefe de la escuadra que había efectuado el bloqueo
a las tropas españolas en Santiago de Cuba, escribió lo siguiente en sus
memorias. “Si España hubiera tenido un solo submarino de los inventados por
Peral, yo no hubiera podido sostener el bloqueo ni veinticuatro horas”. Por
otro lado el ingeniero francés Gustave Zede, que en 1889, un año más tarde que
Peral , hizo también las primeras pruebas con su propio submarino, el
“Gymonte”, y que después fue director de los astilleros “Germain Krupp”,
encargados de construir los poderosos submarinos alemanes que destacarían a lo
largo de la Primera Guerra Mundial, afirmó al término del conflicto que “los
submarinos alemanes estaban plasmados del de Isaac Peral, a cuyos trabajos y
pruebas había asistido”. En efecto, durante las primeras décadas del siglo XX,
los ejércitos de Alemania y de Estados Unidos se beneficiaron, más que la
propia España, del trabajo realizado por Peral en los años anteriores, y
España, por culpa de las envidias, llegaría demasiado tarde, y en condiciones
de inferioridad, a una carrera armamentística que modificaría la historia a lo
largo de toda la centuria.
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