domingo, 31 de enero de 2021

Santa Teresa de Jesús, Catalina de Cardona y Ana de San Agustín. El origen del carmelo descalzo en la provincia de Cuenca

 

               A finales del siglo XII, después de la Tercera Cruzada, que había sido convocada por el papa Gregorio VII con el fin de liberar Jerusalén de los turcos, y que había significado, por fin, en el otro lado del continente europeo, una paz temporal entre los reyes Felipe II de Francia y Enrique II de Inglaterra, a los que se añadieron más tarde otros monarcas y grandes dignatarios europeos, unos pocos creyentes europeos se instalaron en Tierra Santa, junto al Monte Carmelo y la llamada Fuente de Elías, el mismo lugar en el que, según la tradición, el profeta Elías había demostrado a los judíos quién era el verdadero Yahvé. El lugar se encuentra en el extremo occidental de Israel, en un punto elevado junto al mar Mediterráneo, un monte de forma triangular de veintiséis kilómetros de longitud y siete kilómetros de anchura, en el que se asienta la ciudad de Haifa, la mayor de las que se hallan en la parte norte del país, y la tercera en extensión de todo el territorio israelita. Sobre este monte había sido también donde, en los primeros años de aquella centuria, un grupo de eremitas, inspirados por el propio profeta Elías, se habían asentado para vivir su vida religiosa en comunidad, y donde, allá por el año 1251, la Virgen del Carmen se apareció a San Simón Stock, general superior de la nueva orden carmelita, para entregarle el escapulario que, con el tiempo, terminaría por convertirse en el principal emblema de la orden. Aquellos peregrinos dieron un importante impulso a la orden, que poco tiempo después se irá extendiendo, primero por el centro y el norte de Europa (Flandes, norte de Francia, Alemania, …) y más tarde, también, por todo el continente. De esta forma, la orden carmelita, cuyo símbolo, además del ya citado escapulario, es una cruz sobre la cima de un monte, que quiere ser precisamente el Monte Carmelo, se convirtió a finales de la Edad Media en una de las principales órdenes religiosas, tanto masculinas como femeninas, e incluso, como en el caso de los franciscanos, con una rama seglar, la llamada Tercera Orden Carmelita, a la que pueden pertenecer tanto los hombres como las mujeres.        


No es mi intención en esta entrada realizar una historia pormenorizada de los carmelitas, que eso es algo que muchos ya han realizado, sino la de intentar acercar al lector algunos aspectos relacionados con los orígenes de la orden en la provincia de Cuenca, y especialmente de su rama descalza, la que fundó Santa Teresa de en la segunda mitad del siglo XVI, en el marco de la reforma de la Iglesia católica, que en España había ya comenzado ya cien años antes, mucho tiempo antes de que la Reforma protestante hubiera creado una crisis insalvable en el cristianismo europeo. En efecto, fue a partir de las fundaciones de Santa Teresa de Jesús, y en concreto a partir de 1562, cuando se llevó a cabo la primera de las fundaciones, la del convento de San José de Ávila, cuando se llevó a cabo la creación de la llamada Ordo Fratrum Discalceatorum Beatissimae Mariae Virginis de Monte Carmelo, es decir, la rama descalza de la orden carmelita. Y durante los años siguientes, las nuevas fundaciones se fueron sucediendo (Arévalo, Medina del Campo, Malagón, Pastrana, Sevilla, …), como también se fueron sucediendo sus fundaciones en la rama masculina, para lo que la santa había tenido la ayuda dekl otro gran místico de nuestra literatura, San Juan de la Cruz.

            Entre las diversas fundaciones de Santa Teresa, cabe destacar una que nos interesa sobre todo, porque fue dentro de los límites del obispado de Cuenca: Villanueva de la Jara, en 1580. Pero antes incluso de que eso sucediera, se había iniciado ya la presencia de los carmelitas en el obispado de Cuenca, en este caso de los frailes carmelitas, gracias a la labor realizada por una dama de la nobleza catalana poco conocida entre los conquenses, Catalina de Cardona, quien se había instalado en la zona de la Manchuela algunos años antes. Aunque ilegítima, descendía, tal y como se ha dicho, de una de las familias más poderosas de la nobleza catalana, y había nacido en 1519, en Barcelona o en Nápoles, según las diferentes fuentes consultadas. Era hija de Ramon Folch de Cardona-Argensola, decimosexto barón de Bellpuig, en la provincia de Lérida, primer duque de Soma,  conde consorte de Palamós por su matrimonio con Isabel de Requesens y Enríquez de Velasco, y virrey sucesivamente de Sicilia y de Nápoles, en tiempos del rey Fernando el Católico. Durante las guerras mantenidas contra Francia por el control del reino de Nápoles, éste había sido capitán de las galeras aragonesas que habían participado con éxito en el sitio a la ciudad de Gaeta, y más tarde, en 1505, participó también en la conquista de Mazalquivir, en el norte de África. Después participó en la liga de Cambrai, contra la república de Venecia, y como jefe de los ejércitos de la Santa Liga logró, en 1512, la imposición otra vez de los Medici en la corte de Florencia. Falleció en Nápoles en 1522, después de haber permanecido doce años al frente del virreinato de este territorio italiano.          

Pero no es de este personaje del que quiero hablar, sino de una hija suya, parece ser que ilegítima, que vino a terminar sus días en Casas de Benítez, al sur de la provincia y del obispado de Cuenca. El hecho de que ésta hubiera nacido en 1519, cuando su padre se encontraba ya al frente de la administración del virreinato de Nápoles, me hace pensar que es más que probable su nacimiento en la ciudad italiana, en contra de los que defienden su nacimiento en la capital catalana. Y el temprano fallecimiento de su padre, cuando ella contaba apenas con tres años de edad, es lo que provocó que ella fuera educada en un convento de capuchinas, del que salió a la edad de trece años con el fin de contraer matrimonio. Sin embargo, ese matrimonio duró poco tiempo, por el fallecimiento prematuro de su esposo, por lo que nuestra protagonista tuvo que regresar al convento, del que salió de nuevo en 1557, cuando una pariente suya, Isabel de Vilamarí y Cardona-Bellpuig, condesa de Capaccio y Altavilla, y esposa de Ferrante Sanseverino, príncipe de Salerno, la reclamó con el fin de que ella le acompañara en un viaje a España. A partir de este momento comienza una nueva etapa en la vida de nuestra protagonista, que ya no regresaría nunca a Italia, permaneciendo durante un tiempo en la corte española, que entonces se encontraba en Valladolid, y llegando incluso a ser la nodriza del príncipe heredero, Carlos de Austria, quien fallecería en 1568, y del hermano del monarca, Juan de Habsburgo-Blomberg, el famoso don Juan de Austria.

Sin embargo, su profunda religiosidad, fruto de los años pasados en un convento de Nápoles, que siguió manteniendo a lo largo de toda su vida, le hizo huir de la corte. Unos años más tarde se encontraba en Pastrana, en el palacio de los príncipes de Éboli y condes de Mélito, Ruiz Gómez de Silva, quien era secretario de Felipe II, y Ana Mendoza de la Cerda, de donde se retiró también en 1562, para hacer vida eremítica en una cueva de Casas de Benítez. Y es aquí, entre Pastrana y la Manchuela conquense, donde el destino va a juntar a nuestras dos primeras protagonistas, Santa Teresa de Jesús y Catalina de Cardona. Para comprenderlo, hay que tener en cuenta la relación existente entre Santa Teresa y la princesa de Éboli, que mandó traer hasta su villa alcarreña a la santa de Ávila, encomendándole la fundación de uno de sus conventos, y llegando, incluso, a considerar la posibilidad de tomar ella misma los hábitos y recluirse en su convento de Pastrana. Fue probablemente en ese pueblo alcarreño donde Catalina conoció la labor de la santa avilense, y donde ella misma se sintió atraída por la orden del Carmelo, hasta el punto de que más tarde, durante su estancia en Casas de Benítez, llegó ella misma a atraer la llegada de los frailes carmelitas. Para entonces, la dama catalana había alcanzado ya en toda la comarca una cierta fama de santidad, una fama que habá conseguido atraer a su cueva, donde ella seguía haciendo vida eremítica, a un grupo más o menos numeroso de mujeres, de tal manera que en el lugar se instaló en 1557 una pequeña ermita, que se convirtió en poco tiempo en un lugar de peregrinación. Por todo ello, los frailes carmelitas se decidieron a fundar un nuevo convento de la orden en las cercanías a aquella cueva, y aunque ella no llegó nunca a profesar como monja, siguió durante toda su vida viviendo en aquella cueva, haciendo vida cristiana junto al nuevo convento. Catalina de Cardona falleció el 11 de mayo de 1577, en olor a santidad, tal y como se decía por entonces, después de haber sido alabada por San Pedro de Alcántara y por la propia Santa Teresa de Jesús, siendo enterrada en la capilla de la Virgen del Carmen de su convento carmelita. Su cuerpo seguiría siendo venerado incluso después de su fallecimiento, alcanzando el título de venerable. Su festividad, como tal beata eremítica, es celebrada por la Iglesia el 12 de mayo.

Tres años después, la propia Santa Teresa acudiría a Villanueva de la Jara, no lejos de Casas de Benítez, con el fin de hacer frente a una nueva fundación de sus carmelitas descalzas, de otro de esos “palomarcicos”, de los que la santa habla en muchos de sus escritos. En efecto, en Villanueva de la Jara existía con anterioridad una ermita que estaba dedicada a Santa Ana, en la que desde unos años antes se habían congregado un grupo de mujeres, con el fin de crear allí una comunidad religiosa. Por ese motivo, el sacerdote a cuyo cargo se encontraba la ermita, y el concejo de la villa en pleno, acudieron a finales de la década de los setenta a Santa Teresa de Jesús, con el ánimo de convencerle de que la villa conquense era el lugar en el que la santa debía realizar su siguiente fundación. Y para ello, y en compañía de Ana de San Agustín, la tercera de nuestras protagonistas, viajó la santa escritora hasta allí, con el fin de inspeccionar el lugar, y ver si era conveniente para realizar allí la fundación deseada. A Santa Teresa le gustó tanto aquel sitio, que accedió a la fundación de un nuevo convento, fundación que se llevó a cabo el 21 de febrero de 1580, constituyéndose de esta forma en la decimotercera de sus fundaciones. Aquel nuevo monasterio se dedicó a la misma advocación a la que había estado dedicada la ermita originaria, Santa Ana. La santa permaneció en el convento de Villanueva de la Jara durante algún tiempo, el suficiente incluso para haber sufrido allí un accidente, que le provocó una dolorosa rotura de uno de sus brazos, accidente del que habla en alguno de sus escritos. Y a su marcha, la santa dejó a cargo del convento a la ya citada sor Ana de San Agustín.

Conviene por ello hablar ahora de esta Ana de San Agustín, una de las mayores colaboradoras de Santa Teresa en su última etapa fundacional. Nacida en 1555 en Valladolid, como Ana de Pedruja Rebolledo, ingresó en la rama descalza de las carmelitas en 1575, en el convento de Malagón (Ciudad Real), uno de los primeros que había fundado la santa de Ávila, y en él profesaría tres años más tarde, el 4 de mayo de 1578. A partir de este momento,  ella fue una estrecha colaboradora de la santa, y, tal y como hemos dicho, le acompañó en su visita a Villanueva de la Jara, y allí se quedó después de que la santa abandonara su nuevo convento poco tiempo después, con el fin de continuar con su proceso fundacional. En 1516 fue de Villanueva en compañía de algunas de sus monjas, con el fin de fundar un nuevo convento de la orden dentro de los propios límites territoriales del obispado conquense, en Valera de Abajo, esta vez bajo la advocación de San José. Sin embargo, regresó la monja vallisoletana poco tiempo después hasta su convento de Villanueva de la Jara, del que ya nunca saldría hasta su fallecimiento, acaecido en 1624, siendo enterrada a los pies de la iglesia del convento, junto al coro. Cuatro años después de su muerte se inició su proceso de beatificación, siendo proclamada como venerable en 1776 por el papa Pío V. Habiendo sido sacudida ella también durante su vida por algunas visiones de carácter místico, tanto el padre provincial de su orden, fray José de Jesús María, como más tarde el general de la orden, fray Alonso de Jesús María, le ordenaron que escribiera su biografía, de la que circularon durante su vida algunas copias manuscritas, y que fue impresa después, en 1688, por Francisco Nieto, en una edición que corrió a cargo de Alonso de San Jerónimo.

El convento de Valera de Abajo sería trasladado algún tiempo después a San Clemente, en busca de un lugar más populoso en el que las monjas se pudieran mantener mejor de las limosnas ofrecidas por sus habitantes, y haciendo realidad los deseos de Francisco de Mendoza, miembro uno de los linajes más importantes de la villa manchega, que había intentado ya en octubre de 1598, sin éxito la fundación de un convento de la orden, tal y como ordenaba en uno de los apartados de su testamento.[1] Pero mientras todo ello ocurría, Villanueva de la Jara se había convertido ya en un importante foco de atracción para la orden carmelita, y en concreto, para su rama descalza. En efecto, la existencia en la villa de un convento de monjas de la orden no debió de ser ajena al hecho de que los frailes de Casas de Benítez se decidieran a trasladarse también a esa otra villa manchega algún tiempo más tarde, en 1603. Y a ese lugar trasladaron, también, los restos de la fundadora, Catalina de Cardona, cuyo cadáver enterraron entonces en alguna de las capillas de la iglesia, la actual de la Virgen del Carmen, aunque en la actualidad se ignora en cuál de ellas fue. Y no sólo eso: también se convirtió en origen de nuevas fundaciones carmelitas, pues a la ya citada fundación del convento de Valera, del que ya hemos hablado, hay que añadir también la participación destacada de algunas monjas de Villanueva de la Jara en la fundación del convento de San José y Santa Teresa, en Valencia. En efecto, de la villa manchega salieron en 1588 un grupo de tres monjas que, dirigidas por la hermana María de los Mártires, quien en ese momento era priora del convento de la Jara, y en compañía de seis monjas más procedentes de los conventos carmelitas de Beas de Segura (Jaén), Madrid y Salamanca, se instalaron primero en unas casas cercanas a la actual parroquia de San Juan de la Cruz, entonces de San Andrés, de la ciudad del Turia, mientras se construía el nuevo convento, hoy desaparecido, muy cerca de la muralla y del Portal Nou.

Y también en la capital de la diócesis, como no podía ser de otra forma, se instalaría muy pronto un convento de la orden, bajo la advocación de San José. Fue en 1603, aunque no se trataba tampoco de una fundación nueva, sino que las monjas vinieron a la capital de la diócesis desde Huete, donde había sido fundado ya el convento en 1588, por un grupo de seis monjas que procedían de los conventos de Burgos, Malagón, Salamanca y Toledo. Ya en Cuenca, su primera priora, según Trifón Muñoz y Soliva, lo fue sor Isabel de San José, quien había profesado ya en Huete, el mismo día en el que se hizo la fundación canónica del convento. Ella era hija de Alonso Coello de Ribera y Sandoval, quien a su vez era hijo del primer conde de La Ventosa, Pedro Coello de Ribera y Zapata, y de Juana de Hinestrosa y Guzmán; un hermano suyo, también carmelita, llegaría a ser en dos ocasiones general de la orden. Y en cuanto al convento masculino,  también de la rama descalza, bajo la advocación del Santo Ángel de la Guarda, había sido fundado en 1613 por el obispo de la diócesis, Andrés Pacheco, en una isla del Júcar, aunque desde allí se trasladaron en 1708 a su emplazamiento posterior, en el caso urbano de la ciudad, por la insalubridad del lugar que presentaba ya el lugar en el que se había instalado el convento anterior.



[1] https://historiadelcorregimientodesanclemente.blogspot.com/2016/04/la-malograda-primera-fundacion-del.html. Ignacio de la Rosa Ferrer. Historia del corregimiento de San Clemente. La malograda primera fundación del convento de carmelitas descalzas de San Clemente (1598). Consultado el 30 de enero de 2021.








lunes, 25 de enero de 2021

El infante don Juan Manuel, el marquesado de Villena, y la reina que nació en Castillo de Garcimuñoz

 

            Durante toda la Edad Media, era que las distintas casas nobiliarias, especialmente las más poderosas, entrecruzaran de forma repetida, a través de las generaciones, de tal manera que a los historiadores nos cuesta trabajo seguir muchas veces el entramado de los árboles genealógicos, lo que se complica todavía más cuando tenemos en cuenta, por una parte, los múltiples enfrentamientos y tratados de amistad que solían darse entre los diferentes linajes, y por otra, las relaciones, también disímiles, de estos linajes con la corona, lo que provocaba frecuentes concesiones y enajenaciones de títulos nobiliarios, que además muchas veces se duplicaban. Todo ello dificulta, aún más, hacer una historia genealógica y familiar de la Edad Media castellana.

En la entrada de este blog correspondiente a la semana pasada veíamos la relación existente entre el llamado Enrique de Villena, más conocido como el Nigromante, con la provincia de Cuenca, y especialmente con sus señoríos de Torralba e Iniesta. Y también veíamos las relaciones familiares de su esposa, María de Albornoz, miembro de una de las familias más poderosas de Castilla, con el linaje Manuel, debido a la identidad de su abuela, Constanza Manuel de Villena, quien era nieta, por lo tanto, del llamado infante don Manuel. Y en esta nueva entrada vamos a incidir más en la relación de este poderoso linaje, los Manuel, con la provincia de Cuenca, y especialmente con la villa de Castillo de Garcimuñoz.

            Algo de todo esto sucedió en sus orígenes con el marquesado de Villena, que hasta la definitiva concesión del título, a mediados del siglo XV, en favor del poderoso linaje de los Pacheco, originarios de Belmonte, cuenta con una historia difícil de seguir por aquellos que no están habituados a estos hechos. Así, al título de marqués de Villena, que, tal y como vimos la semana pasada, era ostentado a finales del siglo XV por Alfonso de Aragón el Viejo, conde también de Ribagorza, hay que añadir también la existencia anterior del ducado del mismo nombre, que a partir del homónimo señorío, ostentó por primera vez don Juan Manuel, infante de Castilla y autor de uno de los libros más importantes de las letras castellanas en aquellos años medievales: el “Libro de los enxiemplos del Conde Lucanor et de Patronio”, más conocido como “El Conde Lucanor”; no vamos aquí a entrar en polémicas sobre si éste, uno de los más poderosos de su época; debe o no debe ser tratado con el título de infante, por no tratarse de un hijo del rey de Castilla, sino de un nieto de éste, puesto que, en realidad, el título, justo o no, ha sido asumido por gran parte de la historiografía.


El título fue adoptado por herencia de su padre, el infante don Manuel de Castilla, hijo del rey Fernando III el Santo, y hermano, por lo tanto, de Alfonso X el Sabio, quien había sido dueño de un importante señorío que abarcaba, además de este lugar, otros pueblos de la provincia de Alicante, como los de Crevillente, Elche, Aspe, y muchos otros más en las provincias vecinas de Murcia, Albacete y Valencia, así como algunas posesiones, también importantes, en el sur de la provincia de Cuenca. Éste había nacido en Carrión de los Condes, en la provincia de Palencia, en 1234. Fue en 1252 cuando su padre le entregó este enorme territorio, y más tarde, durante el reinado de su hermano Alfonso, ocupó para él algunos cargos de gran importancia, como los de alférez del rey, entre 1258 y 1277, y mayordomo mayor, entre 1279 y 1282, además de haber ostentado el título de adelantado de Murcia. Representó así mismo a su hermano en la embajada que éste envío a Roma, con el fin de ganarse la voluntad del papa, Alejandro IV, para sus intereses imperiales, a los que podía acceder por su madre, la princesa Beatriz de Suabia, quien era hija del emperador Felipe de Suabia. También ayudó a su hermano en la negociación con los nobles, que se habían revelado contra el monarca entre 1272 y 1273.

No obstante, en 1282, y en el marco de la revuelta protagonizada ahora por el príncipe Sancho, el futuro rey Sancho IV de Castilla, debido a las desavenencias dinásticas entre éste y el infante Alfonso de la Cerda, y de la posterior ejecución del infante don Fadrique, mandada por el monarca en 1277, fue precisamente don Manuel el encargado de pronunciar contra el monarca la sentencia decretada en Valladolid. Y al año siguiente fallecería en Peñafiel, también en la provincia de Valladolid, después de haber encomendado a su hijo, don Juan Manuel, que todavía era un niño, al futuro monarca. Fue enterrado en el monasterio de Uclés, donde también había sido enterrada su primera esposa, Constanza de Aragón, quien era hija del rey Jaime I el Conquistador. Heredó el señorío de Villena, así como también todos sus mayorazgos, el ya citado don Juan Manuel, que había tenido con su segunda esposa, Beatriz de Saboya, hija del conde Amadeo IV, ya que el primogénito, que había tenido con la citada Constanza, había fallecido en vida de su padre, mientras acompañaba a su tío, el rey Alfonso, en un viaje por Europa, en el marco de su campaña electoral por el imperio germánico, siendo enterrado también, como sus padres, en el monasterio uclesino de la orden de Santiago.


La figura del segundo señor de Villena, el “infante” don Juan Manuel, reconocido autor de varios libros, entre ellos el ya citado “Libro del Conde Lucanor” y el “Libro de la Caza”, es demasiado bien conocida como para intentar hacer aquí un breve resumen de su vida. Sí conviene destacar, sin embargo, algunas cosas de su biografía relacionadas con la provincia de Cuenca, unas más conocidas, como la relación que mantuvo con sus señoríos de Belmonte y Castillo de Garcimuñoz, y otras menos conocidas, como sus desavenencias que mantuvo con los vecinos de Alarcón; o, la más curiosa, el hecho de que en otra de sus villas conquenses, El Cañavate, llegó incluso a crear, parece ser, una ceca para la fabricación de moneda propia, lo que le enfrentó tanto contra el rey de Castilla, como contra el Aragón. Sin embargo, se conservan todavía algunas de las monedas fabricadas en aquella ceca, con la inscripción “Santa Orsa” en el anverso” y “A despecta via cons” en el reverso, haciendo así referencia a una de sus hijas, Constanza, de la que más tarde hablaremos, por ser, ella también, otra de las protagonistas de esta entrada.

            Más conocida es su relación con dos importantes pueblos de la Mancha conquense, en los que don Juan Manuel tuvo su casa de morada, porque los dos también formaron parte de sus extensas posesiones: Belmonte y Castillo de Garcimuñoz. En efecto, en Belmonte, en medio del pueblo, ordenó en 1323 la construcción de un palacio, un hermoso edificio señorial que hoy, después de mucho tiempo de haber permanecido en situación de abandono, se ha convertido en un pequeño hotel rural. En este mismo palacio fue donde nació, un siglo más tarde, el primer marqués de Villena de la nueva era, el todopoderoso en tiempos de los Reyes Católicos don Juan Pacheco, el mismo que ordenó más tarde la construcción, extramuros de la localidad, del nuevo castillo. Y algún tiempo después su hijo, el segundo marqués de Villena, Diego Roque López Pacheco, ordenaría también la instalación en el viejo palacio de don Juan Manuel de un convento de religiosas dominicas, que fueron trasladadas hasta allí desde La Alberca, lugar en el que las había fundado el propio don Juan Manuel.

Si Belmonte fue importante en la vida del “infante”, no lo sería menos la villa de Castillo de Garcimuñoz. Fue el propio infante Jua el que, enfrentado como se ha dicho a los vecinos de Alarcón, cabecera de la comarca, consiguió en 1322, durante la minoría de edad del monarca, la carta de villazgo para el lugar de Castillo de Garcimuñoz, separándolo de esta forma de la jurisdicción de Alarcón; en aquel momento, don Juan era regente del reino. Y poco tiempo más tarde, en 1326, él y su esposa, la ya citada Constanza de Aragón, fundaría también en ese pueblo un convento de agustinos. Allí nacieron también algunos de sus hijos, y allí falleció también su esposa, al año siguiente, siendo enterrada en el mismo monasterio agustino que ellos habían fundado algunos años antes. Así pues, el amor que el “infante” don Juan Manuel sintió por su villa de Castillo de Garcimuñoz fue tal, que aquí vivió la mayor parte del tiempo que le permitieron sus múltiples empresas militares y políticas, y a él se retiró también en 1348, cuando, terminadas ya esas empresas, quiso dedicarse sólo a la literatura.

Por ello, gran parte de su obra literaria, que fue relativamente extensa, la escribió en este pueblo manchego, el mismo en el que nacieron, como hemos dicho, gran parte de sus hijos legítimos, según algunas fuentes históricas: Constanza (1316-1345), Beatriz (1325, fallecida a los pocos días de nacer), Manuel (1326, quien también murió joven), que tuvo con su segunda esposa, Constanza de Aragón, pues la primera, Isabel de Mallorca, hija del rey Jaime II de Mallorca, había fallecido a los veintiún años, sin haber podido tener descendencia; Fernando (hacia 1331-1351), quien heredó todos sus señoríos, y Juana (1339-1389), reina consorte de Castilla, por su matrimonio con Enrique de Trastámara, quien se convertiría en rey después de la guerra civil que mantuvo con su hermanastro, Pedro I, que los tuvo con su tercera esposa, Blanca Núñez de Lara. Y don Juan Manuel tuvo también algunos hijos ilegítimos con la dama Inés de Castañeda, como Enrique Manuel de Villena, del que luego hablaremos, y Sancho Manuel de Villena (1320-1347), que fue también adelantado mayor del reino de Murcia y alcaide de Lorca; fue precisamente este Sancho Manuel el padre de la anteriormente citada Constanza, la abuela de nuestra María de Albornoz, la misma de la que hablábamos en la entrada anterior de este blog.

 


Y volviendo a la villa de Castillo de Garcimuñoz, ésta también va a ser importante para los historiadores, para determinar fehacientemente que, pese a que siempre se ha tenido como la fecha de su fallecimiento el 5 de mayo de 1348, hoy podemos saber que el 12 de octubre de ese año, el “infante” todavía estaba vivo, pues en ese día esta fechado un documento que él mismo firmó en su villa manchega, por el que concedía algunas propiedades en favor de cierta doña Elvira, viuda del que había sido alcaide de su villa de Cuéllar, en la provincia de Segovia.

Como hemos dicho, el importante señorío de los Villena sería heredado a su muerte por Fernando, quien falleció a los veinte años, después de haberse casado con Juana de Ampurias, hija del conde Ramón Berenguer de Ampurias, y nieta del rey Jaime II de Aragón, con la que sólo tuvo una única, Blanca Manuel de Villena. Fue Blanca la última del linaje que tuvo la posesión de este enorme señorío, pues a su muerte, el marquesado de Villena pasó a la corona, al haber sido enajenado por el rey Pedro I, quien se lo concedió a su hijo bastardo, Sancho de Castilla, que había tenido con Isabel de Sandoval. Y reclamado legalmente por la propia Blanca, una vez que Enrique II había salido victorioso de la guerra civil, éste se lo concedió en 1367 a Alfonso de Aragón, como recompensa por la ayuda que el aragonés le había prestado en el conflicto con su hermano.

Sin embargo, mientras tanto Castillo de Garcimuñoz seguiría siendo importante para la familia Manuel durante algún tiempo; a modo de ejemplo, fue en un alerón del propio castillo, en donde, en julio de 1351, fue proclamada doña Blanca como nueva propietaria del extenso señorío, con los fastos propios de una ceremonia de homenaje, de las que eran usuales en aquellos tiempos. Sería, muy probablemente, la última vez que Blanca, que entonces tenía apenas tres años de edad, vería el lugar en el que había sido proclamada por sus súbditos; encomendada la administración del señorío a Íñigo López de Orozco, doña Blanca fue conducida poco tiempo después hasta la corte, que entonces se encontraba en Sevilla, en donde fallecería diez años más tarde.

Y aquí es donde tenemos que volver la mirada otra vez hacia la última protagonista de esta entrada: Constanza Manuel de Villena, reina consorte de Castilla siendo niña, por su matrimonio con el rey Alfonso XI, y más tarde heredera consorte también al trono de Portugal, por su matrimonio posterior, en 1340, con el infante Pedro, quien más tarde llegaría a convertirse en el rey Pedro I del país vecino. En efecto, fue en 1325, cuando la niña, que apenas contaba aún con nueve años de edad, había sido desposada por su padre con el rey Alfonso XI de Castilla, quien a la sazón tenía en ese momento sólo catorce años, pero ya acababa de ser reconocida su mayoría de edad para poder acceder al trono, librándose de esta forma de la regencia, que había ostentado el propio don Juan Manuel. Y aunque el matrimonio no llegó a consumarse, debido a la minoría de edad de la novia, las Cortes celebradas en Valladolid sí llegaron a ratificarlo, por lo cual el título de reina de Castilla, que ella utilizó durante un breve periodo de tiempo, tenía total validez. No obstante, el matrimonio no duró demasiado tiempo, pues el monarca estaba entonces más interesado, tanto por razones políticas como por razones más personales, en la infanta María de Portugal, la hija de Alfonso IV, que en la castellana, con la que terminaría casándose en 1328. Un año antes, el rey había repudiado a Constanza, y ordenado su encierro en Toro, en la provincia de Zamora, encierro en el que ella permaneció al cuidado de su aya, siendo reclamada repetidas veces por su padre. Todo ello provocó un arduo enfrentamiento entre éste y el monarca, que no terminaría hasta un año más tarde, cuando el rey permitió, por fin, que Constanza pudiera regresar con su padre, a la villa de Castillo de Garcimuñoz.

Pero no había sido el monarca de Castilla el primer destinatario para compartir con la niña Constanza, a pesar de su corta edad, el tálamo nupcial, por la conveniencia política de su padre. Ya incluso antes, éste había realizado algún movimiento similar para unir matrimonialmente a su hija, entonces con Juan de Haro, señor de Vizcaya, y aliado suyo, y había sido precisamente el deseo de romper esa alianza, lo que le había movido al monarca a ofrecer al de Villena este matrimonio de conveniencia, al tiempo que ofrecía también al de Vizcaya la mano de su hermana, la infanta Leonor; un juego de estrategias que, si bien no logró cumplir por completo los deseos de rey de Castilla, al no haber sido aceptado ese segundo matrimonio por Juan de Haro, sí permitió al menos, durante algún tiempo, que la paz se extendiera temporalmente por gran parte del reino. Y tampoco sería ésta la última vez que la niña Constanza se convirtiera en moneda de cambio de los más altos intereses políticos de su entorno; poco tiempo después de su regreso a la villa manchega, una vez desposeída del título de reina de Castilla, la niña Constanza fue ofrecida de nuevo, ahora sin éxito, al infante de Aragón, futuro Pedro IV el Ceremonioso.

Pero don Juan Manuel volvería a intentarlo, ahora con éxito, al ofrecer a su hija como moneda de cambio de una nueva alianza con el reino de Portugal, ofreciendo a Constanza como esposa del príncipe Pedro uno de los hijos del rey Alfonso IV. Era el año 1331, y los futuros contrayentes tenían en ese momento, respectivamente, once y quince años de edad. Sin embargo, el matrimonio entre el rey de Portugal y la niña de Castillo de Garcimuñoz amenazaba la paz en la corona de Castilla, lo que provocó, otra vez, el enfrentamiento con el antiguo esposo, el cual llegó, incluso, a cercar con su ejército el palacio que don Juan tenía en Castillo de Garcimuñoz. Pese a todo, la boda pudo celebrarse en la villa manchega el 28 de marzo de 1326, aunque por poderes, y no sería hasta cuatro años más tarde, el 24 de agosto de 1340, cuando pudo volver a celebrarse, ahora con toda la pompa real, en la ciudad de Lisboa, después de Constanza hubiera podido viajar por fin hasta el país vecino. A la capital portuguesa fue acompañada por uno de sus hermanos, Enrique Manuel, que su padre había tenido también con  Inés de Castañeda.

Sin embargo, en el séquito viajaba también con ella una conocida dama gallega, Inés de Castro, que en los años siguientes sería una de las frecuentes fuentes de preocupación de nuestra protagonista, al convertirse en amante de su marido Por este motivo, los años que Constanza pasó en la corte vecina tampoco estuvieron plenos de felicidad, teniendo que hacer frente a las infidelidades de su esposo, pero también, a las alegrías que le proporcionaba el nacimiento de sus hijos: María, en 1342, convertida después en marquesa de Tortosa, por su matrimonio con el infante Fernando de Aragón; Luis, en 1340, que murió a los ocho años de nacer; y Fernando, futuro rey de Portugal, en 1345. Sin embargo, el complicado parto de este último hijo le causó a Constanza la muerte por puerperio, en Santarém, siendo enterrada unos días más tarde en el convento de San Francisco de esa ciudad del centro de Portugal.  Doce años después, en 1357, fallecería el rey, Alfonso IV, y su esposo, que para entonces ya se había casado en secreto con su antigua amante, sería proclamado nuevo rey de Portugal.

De esta forma Constanza, que no figura en las listas oficiales de las reinas de Castilla porque su matrimonio no llegó a consumarse, tampoco lo hace en las listas de las reinas de ese país vecino, en esta ocasión porque, como ya hemos visto, su esposo no llegaría a ceñirse la corona hasta después de que ella falleciera. Si cuenta, sin embargo, por derecho propio, como madre de reyes, a pesar de los desvelos de su antigua dama, la citada Inés de Castro, de lograr fuera postergado del trono, en beneficio de sus propios hijos. En efecto, Fernando I fue proclamado rey de Portugal el 18 de enero de 1367, pero su fallecimiento, en octubre de 1383, significaría el principio del fin de la dinastía Borgoña en el país vecino. En efecto, aunque fue sucedido en el trono por Beatriz, la hija que el monarca había tenido con Leonor Téllez de Meneses, nieta por lo tanto Constanza, quien por otra parte había sido desposada ese mismo año, cuando apenas tenía diez años de edad, con Juan I de Castilla, el segundo de los Trastámara, la temprana muerte de su padre provocó la consiguiente guerra entre Castilla y los partidarios del maestre Juan de Avis, tío de la nueva reina. La victoria de estos en la batalla de Aljubarrota, el 14 de agosto de 1385, significaría el derrocamiento de Beatriz del trono de Portugal, y la instalación en el país vecino de una nueva dinastía, los Avis. La nieta de nuestra Constanza Manuel fallecería en Castilla en 1420, sin haber podido regresar ya nunca a sus tierras portuguesas.

viernes, 15 de enero de 2021

Enrique de Villena y María de Albornoz, un matrimonio de conveniencia con Torralba al fondo

 


            En la carretera que desde Cuenca conduce hasta la comarca de Priego y la hoz del río Escabas se encuentra Torralba, un pequeño pueblo en las estribaciones de la Alcarria conquense que cuenta, sin embargo, con una gran historia. En efecto, en su término municipal quedan todavía algunos restos arqueológicos que se corresponden con la vía secundaria que en tiempos de los romanos unía las ciudades de Cartago Nova (Cartagena) y Complutum (Alcalá de Henares), y también las ruinas de una villa romana, aún sin excavar de manera sistemática, y de una mima de la lapis specularis, el famoso espejuelo o yeso cristalizado, que en tiempos antiguos era muy apreciado entre las clases más pudientes para cerrar vanos y ventanas, como el cristal de la actualidad, y que permitió el nacimiento y la consolidación como ciudad importante de la cercana Segóbriga. Y coronado al conjunto de la población en su parte más alta, aún permanece así mismo en pie apenas algún escaso muro de su antiguo castillo, completamente derruido en su mayor parte, residencia que fue de sus antiguos señores, entre los cuales figura uno de los personajes más curiosos y extraños de nuestra Edad Media, don Enrique de Villena. Falsamente denominado en algunas fuentes como marqués de Villena, en tanto en cuanto el título no sería concedido, en su segunda etapa, hasta al año 1445, por el rey Juan II, y porque, aunque existe también una primera etapa anterior del título, fue su abuelo, Alfonso de Aragón, el conde Alfonso IV de Ribagorza, el último en ostentarlo, al haberle sido enajenado por ese mismo rey en 1412, fue llamado Enrique el Nigromante o Enrique el Astrólogo, por la curiosa afición que mantuvo durante toda su vida por la astronomía, y por todos estos asuntos que eran considerados en su tiempo actividades relacionadas con lae hechicería.

            Pero, ¿quién fue en realidad este Enrique de Villena, y qué relación llegó a tener con la provincia de Cuenca en general, y con el pueblo de Torralba en particular? Hay que decir, en primer lugar, que no es cierto que este noble hubiera nacido en esta población conquense, como aparece en algunas relaciones biográficas, pero sí que llegó a ser señor de la villa, por el matrimonio que contrajo con María de Albornoz, e incluso, parece ser, que fue en su palacio de Torralba, el hoy derruido castillo, donde escribió algunos de sus tratados de astronomía. En efecto, mal podría haber nacido en Torralba, cuando en realidad se trataba de un caballero de origen aragonés, establecido realmente en Castilla su linaje sólo a raíz de los intereses que su padre tenía en la corte castellana, y cuya verdadera relación con Cuenca no se inició hasta después del matrimonio que contrajo con María de Albornoz, quien a su vez descendía de uno de los linajes conquenses más ilustres de la época. A ambos personajes le dedicaron hace ya algunos años uno de sus libros los escritores Carlos Solano Oropesa y Juan Carlos Solano Herraiz. En ese texto, dicen ambos autores lo siguiente al respecto de su lugar de nacimiento: “Si como pretende algún autor, Enrique de Villena hubiera nacido en Torralba de Cuenca en 1384, éste sería el primer contacto con nuestras tierras. Pero como escribe D.C. Carr, <<tampoco sabemos nada cierto del lugar en que nació don Enrique, pero es probable que aconteciera en alguna parte de Castilla, ya que en su dedicatoria de la traducción de la Eneida hay referencias a la materna lengua castellana>>. Aunque lo más probable es que su nacimiento tuviera lugar en tierras del marquesado de Villena fuera de la provincia de Cuenca.”


            En efecto, aunque aragonés de origen, tal y como hemos dicho, Enrique de Villena pasó gran parte de su vida en el reino de Castilla. Era hijo de Pedro de Villena, o Pedro de Aragón, quien era hijo de Alfonso de Aragón, conde de Ribagorza y duque de García, y que, como infante de Aragón, era uno de los candidatos a la corona aragonesa después de la muerte del rey Martín I el Humano. Pasado al servicio del rey de Castilla, en 1382, el abuelo de nuestro protagonista fue nombrado por Juan I condestable de Castilla, título con el que el monarca pretendía transformar el antiguo de alférez mayor del reino, y en ese servicio al rey de Castilla falleció su hijo primogénito, Pedro, el padre de Enrique de Villena, en 1385, durante la batalla de Aljubarrota, contra las tropas aliadas portuguesas e inglesas, cuando Enrique apenas había cumplido su primer año. Por ese motivo, y contra los deseos de su madre, Juana Enríquez de Castilla, hija ilegítima del rey Enrique II de Castilla y de Elvira Iñiguez, Enrique pasó a la tutoría de su abuelo paterno, trasladándose por ello a vivir a su corte de Gandía. Eran momentos en los que Alfonso se hallaba enemistado con la corte castellana, lo que provocó la obligación a la renuncia del título de condestable, y a la enajenación del marquesado de Villena, poco tiempo después de que éste hubiera obligado a los delegados de todas las villas del marquesado a jurar a su nieto como heredero del título.

Así pues, a partir del fallecimiento de su padre, Enrique de Villena permanecerá durante toda su infancia en Gandía (Valencia), lo que le permitiría obtener una formación que hubiera sido imposible de alcanzar en otras cortes de la península, y que incluía también todos esos aspectos relacionados con la astronomía y otras ciencias consideradas entonces como ocultas. A este respecto, dicen los dos autores citados: “Permanecerá en Gandía a partir de 1387 conociéndose datos interesantes sobre don Enrique de Villena: su ayo se llama Bonfonat de Çelma, su ama Beatriz Fernández y su maestro de primeras letras Berthomeu Martí. Sus años de formación pasan en la corte de Gandía, adquiriendo unos conocimientos quizá sólo posibles en estas fechas en Valencia, teniendo relación con el fraile Francesc Eximaniç, con obras de carácter social y político; es el franciscano más influyente en la vida civil y religiosa del antiguo reino de Aragón en el último tercio del siglo XIV y primer decenio del XV, y fray Antoni Canals, que fue uno de los primeros que tradujo al romance las obras latinas en la península. Al mismo tiempo existía en Valencia en las postrimerías del siglo XIV y albores del XV un buen número de traductores de clásicos, formándose de este modo un joven más tendente a las letras que a la caballería. En este ambiente cultural permanecería don Enrique adquiriendo conocimientos hasta finales del siglo XIV, en que pasaría a la Corte de Castilla, desheredado pero con la esperanza de hacer valer sus derechos porque goza de la amistad y protección del rey don Enrique III, su primo.”

Don Enrique regresó a la corte castellana muy a finales del siglo XIV, hacia los años 1398 o 1399, bajo la protección y amistad de su primo, el rey Enrique III, y muy poco tiempo después, hacia 1400, contrajo matrimonio con María de Albornoz; un matrimonio de conveniencia, sin duda, que había sido planeado por el rey, según algunos autores con el fin de paliar, al menos en parte, la perdida económica a la que la familia había tenido que hacer frente cuando a su abuelo se le había enajenado del marquesado de Villena, y según otros autores, para ocultar los amores pecaminosos que el monarca sentía por la propia María de Albornoz, de quien, por otra parte, también era primo. En ese momento, María de Albornoz debía tener apenas quince o dieciséis años. En definitiva, aunque el matrimonio entre ambos cónyuges no fue el más romántico del mundo, e incluso llegaría a ser anulado algún tiempo más tarde, a pesar de un posterior intento de reconciliación entre ellos, lo cierto es que fue este enlace lo que originaría la posterior relación que nuestro protagonista tuvo a partir de este momento con la provincia de Cuenca.

Y es que esa relación no se limitó sólo a la ostentación de los diversos señoríos, que en realidad pertenecían a su mujer más que a él, y que terminaría perdiendo con la anulación del matrimonio, salvo los de Torralba e Iniesta, que, sobre todo este último, logró mantener durante toda su vida. También visitó la capital de la provincia, y parece ser que entre 1411 y 1412, Enrique de Villena permaneció en Cuenca, acompañando a su primo, Fernando de Antequera, quien había sido regente de Castilla durante la minoría de edad del nuevo rey, Juan II, cuando éste acudió a la ciudad del Júcar con el fin de redactar las nuevas constituciones de su concejo, y que incluso pudo ayudarle a redactar esos estatutos, y que aquí permanecía aún cuando el otro, todavía en la ciudad, recibió la noticia de que había sido proclamado rey de Aragón por el Compromiso de Caspe. Y aunque más tarde acompañó al nevo monarca, ahora Fernando I de durante la gira que se vio obligado a realizar por diversas ciudades de la corona de Aragón con el fin de hacerse jurar como nuevo rey por los representantes de éstas, la temprana muerte de Fernndo en 1416 le obligó a regresar otra vez a Castilla y a sus villas de Cuenca, no sin antes haber permanecido hasta en Valencia hasta el año 1417. Así lo recogen, otra vez, los dos autores citados: “Muerto Fernando de Antequera, en 1416, a la temprana edad de 34 años lo único que le queda a Enrique de Villena es el retorno a la provincia de Cuenca y pasar el resto de sus días entre sus señoríos de Iniesta y Torralba, villas en las que escribió la mayor parte de su obra literaria que ha llegado hasta nosotros, y que posiblemente sólo abandonará en contadas ocasiones: cuando asistió a las cortes en 1419; en el momento en que tomó parte del lado del Infante de Aragón, don Enrique, Maestre de Santiago, en el intento de golpe de mano en Montalbán en 1420, en 1423, que pasó ocho meses en Aragón; y unos meses antes de su muerte, que le  sorprende en Madrid el 15 de diciembre de 1434.” Y una vez fallecido, el rey Juan II de Castilla ordenaría la expurgación de la rica biblioteca que nuestro personaje tenía en su palacio de Iniesta. Cargados todos sus libros, más de cien volúmenes, una cantidad enorme para la época, en dos carretas, estos fueron llevados hasta Madrid, donde fueron quemados bajo la supervisión del entonces obispo de Segovia, y posterior obispo de Cuenca, fray Lope de Barrientos.

María de Albornoz, por su parte, tal y como hemos visto, pertenecía a uno de los linajes más importantes no sólo de la provincia de Cuenca, sino de todo el reino de Castilla. Era hija de Juan de Albornoz, el último descendiente directo del linaje por vía masculina, quien a su vez era nieto del cardenal Gil de Albornoz, y era nieto también de Constanza de Castilla o Constanza Manuel, segunda señora del Infantado, nieta del infante don Juan Manuel y prima, por lo tanto, del rey Juan I. Ella había heredado de su padre los muchos señoríos de que éste disponía por toda la sierra y la Alcarria conquenses, cuando él falleció, en 1389, en Fuente del Maestre, sin haber podido tener ningún hijo varón. En efecto, en el momento en el que se produjo su muerte, su esposa se hallaba encinta de su segunda hija, Beatriz, y Juan de Albornoz había dispuesto en su testamento, como era usual en aquella época, que todos sus mayorazgos fueran heredados por sus descendientes, anteponiendo la primogenitura y la línea masculina. Por este hecho, fue María la que heredó finalmente sus múltiples señoríos.



A la muerte de ésta, el hecho de que su matrimonio con Enrique de Villena se hubiera anulado algún tiempo antes y de que el matrimonio no hubiera tenido tampoco descendencia alguna, permitió que esos señoríos fueran pasados a las manos su única hermana, Beatriz, quien estaba casada con Diego Hurtado de Mendoza, señor de Cañete. Sin embargo, para conseguir la herencia, el matrimonio tuvo que pleitear con uno de los hombres más poderosos de la época, el condestable de Castilla, Álvaro de Luna, debido a una de las cláusulas del testamento de Juan de Albornoz: éste había dispuesto que, en el caso de que sus hijas murieran sin descendencia, todos sus bienes pasarían primeramente a poder de su hermano, Garci Álvarez de Albornoz, y finalmente, en el caso de que éste también muriera sin descendencia, al propio Álvaro de Luna. De esta forma, una parte importante del enorme señorío Albornoz pasó a manos de la familia Hurtado de Mendoza, futuros marqueses de Cañete pro concesión de Carlos I, en 1530, a favor de Diego Hurtado de Mendoza y Silva, recogiendo así un nombramiento anterior que los Reyes Católicos habían efectuado a favor de su abuelo, Juan Hurtado de Mendoza, y que no había llegado a ser efectivo.

El matrimonio entre Enrique de Villena y María de Albornoz, tal y como se ha dicho, no tuvo descendencia. Sin embargo, sí se conoce la existencia de una hija ilegítima de aquél, la monja Isabel de Villena, que había nacido en Valencia hacia el año 1430, con el nombre de Elionor Manuel de Villena. Fue la propia reina María, esposa del monarca Alfonso V el Magnánimo de Aragón, la que se hizo cargo de la niña cuando quedó huérfana, a la temprana edad de cuatro años. Y después, a la edad de quince, ésta decidió entrar por voluntad propia en el convento de clarisas de la capital del Turia, cambiándose entonces el nombre por el de sor Isabel de Villena, y llegando algún tiempo más tarde a ser abadesa de esa comunidad. A pesar de su vocación de monja, quizá heredó de su padre la pasión por la escritura, ya que escribió un libro que, bajo el título de “Vita Christi”, es una narración sobre la vida de Jesucristo que escribió con el propósito de ilustrar sobre ella a las monjas de su convento, y que está enmarcada por algunos especialistas en lo que se llama el protofeminismo español del siglo XV. Falleció en el convento valenciano en 1490.


viernes, 8 de enero de 2021

La herrería de los Chorros: un importante enclave industrial del hierro en la serranía conquense durante los siglos XVIII y XIX

 

            En el norte de la provincia de Cuenca, en la comarca de la sierra alta, en la carretera que desde el pueblo de Tragacete, entre los términos municipales de este último pueblo y el de Huélamo, a través de una parte de la llamada Tierra de Cuenca conduce hasta el puerto del Cubillo y, desde allí, a la provincia limítrofe de Teruel, se encuentran, todavía en pie, las ruinas de lo que hasta finales del siglo XIX había sido la llamada Herrería de los Chorros, un edificio hoy semihundido al pie del arroyo homónimo, también llamado Arroyo Almagrero. Se trata éste de un cauce relativamente importante, aunque no demasiado largo, que nace en el rincón que forman los picos llamados Bodega y Púlpito, a unos mil trescientos metros de altitud, y desemboca en el Júcar, poco después de haber cruzado por debajo de un hermoso puente de origen medieval que recibe también el nombre del propio arroyo.

La herrería en cuestión es, todavía hoy en día, cuando lleva ya más de un siglo abandonada, un edificio de dimensiones considerables, de mampostería, todavía en pie a pesar de su ostensible deterioro. Documentalmente, se conoce su existencia desde al menos los años finales del primer tercio de siglo XVIII; en efecto, en el amojonamiento de Cuenca correspondiente al año 1732, esta herrería constaba ya como uno de los centros sociales y económicos más importantes de la serranía conquense. Y por otra parte, también sabemos por el catastro del Marqués de la Ensenada, fechado en 1752, el nombre de su propietario era un tal Miguel Franco, y que en aquel momento, la herrería contaba además con un martinete para fabricar cobre, y un complejo comercial de cierta importancia, formado por un mesón, varias casonas, y una abacería, en la que se vendían diferentes productos de alimentación por toda la comarca.

Cuenta todavía el edificio, o al menos lo contaba hasta hace muy pocos años, con un escudo heráldico, similar al que existe también en la casa familiar de los Franco, en el pueblo turolense de Orihuela de Tremedal, lo que ha hecho suponer, sin base documental cierta todavía, que este Miguel Franco, propietario de la herrería, estaba de alguna manera relacionado familiarmente con el linaje homónimo turolense, dueño así mismo de la casa aludida. Se trata ésta de una casa solariega, conocida como Casa Franco Pérez de Liria, en referencia a un linaje hidalgo, que tenía importantes intereses ganaderos en la sierra de Albarracín, uno de cuyos principales representantes fue Juan Franco Piqueras, señor de Pajarero, en la provincia de Guadalajara, y miembro destacado de la Mesta, que a finales del siglo XVII ordenó construir en la iglesia de la localidad la capilla de la Purísima Concepción. Cien años más tarde, el señorío de Pajarero se encontraba en manos de uno de sus descendientes, Jacobo Franco y Gregorio, quien además poseía en ese pueblo alcarreño algunas industrias, como un molino harinero, una fábrica de paños, y una fábrica de vidrio, ésta última en régimen de arriendo. Su hermano, José Franco y Gregorio, era así mismo arcediano de la catedral de Puebla de los Ángeles, en México, y miembro de la orden de Carlos III, y ambos eran hijos del anterior señor de Pajarero, Juan Antonio Franco y Pérez de Liria.

Una relación familiar que ya podemos constatar, a raíz de la aparición, entre los fondos del Archivo Histórico Provincial de Cuenca, de una escritura de venta de un monte cercano en favor de la herrería de Los Chorros, y de su propietario, Miguel Franco Generés, vecino, dice el documento, de Orihuela, en el partido de Santa María de Albarracín, la actual Orihuela del Tremedal; no sabemos si este Miguel Franco es el mismo que se menciona en el catastro de Ensenada, o algún hijo o heredero suyo, de igual nombre. Sin embargo, sí emos podido conocer, por otras referencias bibliográficas, las relación de parentesco existente entre este Miguel Franco y los Franco de Orihuela del Tremedal: Eduardo Duque y Pindado, en un estudio genealógico de la familia que fue publicado en la revista aragonesa Emblemata, accesible en la red, afirma que fue un tío suyo, llamado Ramón Franco y Generés, en realidad primo hermano de su padre, quien se encargó de justificar la nobleza del ya citado José Franco y Gregorio para poder acceder a la orden de Montesa[1]. Este Ramón Franco Generés era, sin duda, hermano del propietario de la herrería de Los Chorros.

La relación familiar entre ambas ramas del linaje, se constata también comparando ambos escudos, el de la casa de Orihuela y el de la fachada de la herrería. El primero se describe como un escudo partido disimétrico; el lado de la izquierda, más grande que el de la derecha, está a su vez partido en cuatro cuartos iguales por una cruz griega, con una flor de lis en cada uno de los cuartos; el de la derecha, más pequeño, está a su vez partido en dos mitades, con dos leones andantes dispuestos en palo en la parte superior, y dos espadas dispuestas en faja, con las puntas hacia el jefe del escudo; y todo ello coronado por un yelmo, en referencia al carácter de infanzones que tuvieron los miembros del linaje. El escudo conquense, también coronado por un yelmo, aunque en general es diferente, como corresponde al hecho de pertenecer a otra rama de la familia diferente, presenta algunos elementos iguales al de la casa familiar, especialmente en su mitad derecha, que presenta los mismos elementos característicos, aunque las cuatro flores de lis se hallan en disposición diferente, sin la cruz, y pareadas, dos arriba y dos abajo.


Volviendo al documento del archivo conquense, el monte al que se hace referencia en el mismo, estaba formado en realidad por diferentes parajes de la llamada Tierra de Cuenca, una parte importante de la serranía conquense que había sido cedida al ayuntamiento capitalino por el rey Alfonso VIII poco tiempo después de que éste conquistado la ciudad en 1177. El producto de la venta, por otra parte, debía ser utilizado para la fabricación el carbón que era necesario para alimentar la propia herrería. El documento está fechado el 2 de marzo de 1798, ante Pablo Román Ramírez, escribano de número de la ciudad de Cuenca, y la venta había sido otorgada por los ediles del ayuntamiento conquense, a cuya propiedad pertenecía el monte, o los montes, en cuestión. Transcribimos a continuación una parte del citado documento notarial[2]:

“En la Muy Noble y Muy Leal ciudad de Cuenca, cabeza de su provincia y una de las de número de voto en Cortes de estos reinos de Castilla y León, a dos de marzo de mil setecientos noventa y ocho, estando en la sala capitular de ella, celebrando ayuntamiento los señores don Manuel Becerril y Valero, del Consejo de Su Majestad, ministro honorario de la Real Audiencia de Asturias, su corregidor, que lo presidió; don Juan Nicolás Álvarez de Toledo y Borja, conde de Cervera, don Francisco Antelo y Villoria, capitulares; don Francisco Javier López, diputado del común; y don Felipe Real, provisor síndico general, y personero de él, por sí y a nombre de los demás  vocales e individuos que al presente son y en adelante fueren, por quienes prestaron voz y caución de rato manente pacto[3] judicio sixti judicatum solvi[4], del que estarán y pasarán por el contenido de este instrumento, bajo la expresa obligación que hicieron de los propios, bienes y rentas de esta ciudad, dijeron:

Que por Real Orden de Su Majestad, comunicada a esta subdelegación de montes por el señor don Miguel de Mendinueta y Muzquiz, caballero del hábito de Santiago, del Consejo Real de Su Majestad y Supremo de Inquisición, juez conservador y privativo de los montes  de las veinticinco leguas en contorno de la Corte, que se hizo saber a esta ciudad en el Ayuntamiento celebrado en veinte y cuatro  de julio del año próximo anterior, se concedió real permiso a don Miguel Franco y Generés, vecino del lugar de Orihuela de Aragón, para cortar leñas por entresaca en los montes de esta ciudad, y hacer carbón para surtir la fábrica de herrería titulada de Los Chorros, que le pertenece en la jurisdicción de Huélamo, hasta en número de ciento veinte mil trescientos diez pinos, reconocidos por peritos útiles sólo para este efecto, dividiéndolos entres diez u once cuarteles por cada carga de leña, lo que se regulase valer y en que se ajustase, sobre la tasación que hicieron los peritos que reconocieron los montes para las diligencias previas a este real permiso, guardando en la corta las reglas de entresacar, según se contiene en dicho real permiso.

Y por consecuencia de él, habiendo comisionado la ciudad y junta de propios al caballero, diputado del común, don Juan Saiz Peñalver, y provisor síndico general de él, don Francisco de Amaya y Cerezo, para que, previos los informes y noticias conducentes, eligieran y nombraran un perito de integridad, práctico conocimiento y demás circunstancias, para que, junto con el que eligiese la subdelegación de montes y nombrase el comisionado de Marina, procediesen a hacer la división en cuarteles, y a preciar uno de ellos, conforme lo tratado en la junta, regulando los pinos que en él hubiesen de ser cortados, cargas de carbón de su rendimiento, precios de todas y cada una de ellas, graduando éste por distancia, estado y demás. Y con efecto, dichos comisionados hicieron nombramiento de perito en Juan de Mariana, vecino del lugar de Alcalá de la Vega, con el que se confirió la subdelegación, y habiendo pasado a ejecutar el citado reconocimiento, dio su declaración ante el señor corregidor.”

A continuación figura en el documento el permiso real aludido en la escritura, en los términos siguientes: “Conformándose el rey con el dictamen extendido por V.S. en cuatro de abril próximo pasado, sobre la instancia de don Miguel Franco y Generés, vecino de Orihuela de Aragón, en que pide real permiso para cortar leña por entresaca en varios sitios que indica de los montes de la ciudad de Cuenca, y hacer carbón de ella, con el fin de surtir en los sucesivo la fábrica de hacer hierro que posee en la jurisdicción de Huélamo, de la misma provincia de Cuenca, se ha dignado Su Majestad concedérsele para la corta y carboneo de ciento veinte mil trescientos diez pinos, reconocidos por peritos en los sitios de los referidos montes, que por menor se refieren en sus exposiciones, con tal que antes todas cosas se dividan los mencionados pinos en diez u once cuarteles, como propone la junta de propios y el corregidor subdelegado de montes de la ciudad de Cuenca, y apoya el comisionado principal de Marina, entendiéndose el real permiso por tantos años cuantos cuarteles se formen, y que antes de usar de éste, trate Generés con la junta de propios del ajuste de las cargas, sobre los precios a los que, según la situación de las leñas, las valuaran los peritos, y demás pactos que sean convenientes al asunto, y que su producto se ponga en el arca del caudal de los mismos propios, con la debida cuenta y razón, y con la misma se hagan cargo de él las que presenten en la intendencia, y observándose las reglas acostumbradas para la conservación de los montes, y evitar incendios con motivo de la fábrica de carbón...”

Es también interesante la declaración del perito encargado de valorar el producto, Juan de Mariana, referente a la demarcación de los diez cuarteles en los que debía dividirse la demarcación del monte al que se hacía referencia: “En la ciudad de Cuenca, a  veinte y seis de enero de mil setecientos noventa y ocho, ante el señor don Manuel Becerril y Valero, del Consejo de Su Majestad, ministro honorario de la Real Audiencia de Asturias, corregidor y justicia mayor, juez subdelegado de montes y plantíos de esta dicha ciudad y su partido, pareció Juan de Mariana, vecino del lugar de Alcalá de la Vega, jurisdicción de la villa de Moya, perito nombrado por esta Muy Noble y Leal ciudad, y con el que se conformó esta subdelegación para el reconocimiento, formación de cuarteles, y señalamiento de uno de ellos, según se expresará, del cual por ante mí, el escribano, recibió juramento, en forma que hizo como se requiere por Dios nuestro señor, y a una señal de Cruz, bajo del cual dijo:  que en puntual cumplimiento de cuanto se le manda por el anterior despacho, que ha tenido muy a la vista, ha pasado en compañía de Lorenzo Riquelme, delineador de Marina, nombrado al efecto por el caballero comisario principal  de este ramo, a los montes propios de dicha Muy Noble y Leal ciudad y sitios de su sierra, llamados el Molino de Juan Romero, con sus solanas, umbrías e inmediaciones; El Picuerzo, con umbría y solana, y Ardal Monteagudillo y Cabeza Gorda, con sus umbrías y solanas, en los collados de Valdecabras y la inmediación de Tierra Muerta, Barranco de la Soldada, que bajan de los collados a la rambla, con la Umbría de la Muela de Valdecabras y Garci Ligeros, en la Muela de la Madera, con todos sus barrancos y desanches de Las Majadas, Valsalobre, Muela de Pancrudo con Hosquillo, sus umbrías, solanas y barrancos, en cuyos sitios reconocidos, que fueron con el cuidado y escrupulosidad que se requiere, se formaron la división y separación que se dirá en número de diez cuarteles, de la forma siguiente.”

El documento establece de manera detallada, a continuación, el lugar exacto en el que se podían hacer las cortas correspondientes a cada cuartel. Por otra parte, y ya para iniciar la explotación del primero de los cuarteles, correspondiente a ese primer año, el citado perito certifica también que había dejado señalados con tres golpes de hacha al pie de cada uno, dieciséis mil ochocientos diez pinos, todos albares a excepción de unos pocos negrales, pero todos viejos, truncos, ramudos,  torcidos y centellados, y los más con sus cogollas secas, inútiles para madera y sólo a propósito para carbón, y podrán rendir el número de cuarenta mil y seiscientas cargas de esta especie.” A continuación, se valora también el producto, de acuerdo con la distancia entre este cuartel y la propia herrería de Los Chorros, “de tres leguas, antes más que menos, de mala tierra”, a razón de real y cuarto cada una de las mil doscientas cargas de carbón. Finalmente, se da razón también de que el representante de la Marina real, Lorenzo Riquelme, se había reservado en ese mismo cuartel un total de dos mil pinos, marcados con una X, para uso de la propia Real Armada.

No se trata en realidad, como se puede ver, de la venta de los montes propiamente dichos, que siguieron siendo propiedad del ayuntamiento conquense, sino del aprovechamiento maderero, sólo para su conversión en carbón, de una parte importante de sus pinos, pero, en realidad, la parte que, por sus condiciones, no tenía ya otro tipo de aprovechamiento. De esta forma, todos esos montes, todavía reconocibles sus nombres entre las personas que conocen bien la serranía conquense, extendidos por gran parte de la jurisdicción del ayuntamiento de la capital por el conjunto de la serranía, aún importante, fueron divididos así en los mencionados diez cuarteles. De esta forma, Miguel Franco podía utilizar cada año la madera procedente de un número concreto de los pinos existentes uno de los diez cuarteles relacionados, y convertir la madera en el carbón necesario para alimentar la herrería.

A continuación, el 26 de enero se hacía presente en la ciudad Ramón Martínez, mayordomo y apoderado del propio Miguel Franco, con el fin de contraer con su Ayuntamiento el consabido documento de compra, de acuerdo con la peritación que, ya hemos visto, había hecho antes Juan de Mariana. Se incorporaba a la escritura también el consabido poder, que había sido firmado por el propietario de la herrería, el 29 de abril de 1792, en la ciudad de Albarracín, y en favor del ya citado Ramón Martínez Castillo y de Juan Toribio, ambos vecinos de Orihuela. Vuelvo a citar literalmente esta parte de la escritura, pues da información interesante sobre la personalidad y la situación económica de quien otorgaba el poder: “Don Miguel Franco y Generés, vecino del lugar de Orihuela, del partido de la ciudad de Santa María de Albarracín, hermano del Honrado Concejo de la Mesta de Castilla, con mi cabaña de ganados lanares finos trashumantes.”

Más tarde, el 23 de febrero de 1798, el concejo de la capital conquense firmaba el consiguiente decreto de venta de la madera correspondiente a los montes que formaban parte del primer cuartel, venta que iba a tomar forma contractual con el traslado del acuerdo a la oficina de Pablo Román Ramírez, escribano de número de la ciudad, quien además era, en ese momento, el escribano mayor interino del propio Ayuntamiento conquense. Finalmente, cabe decir que el contrato constaba de nueve estipulaciones, cuyo detalle haría demasiado extenso este texto. Si queremos destacar que el precio de la venta de toda esa madera había sido tasado en doscientos veinticinco mil reales, que serían pagados en tres plazos anuales, de setenta y cinco mil reales cada uno.



[1] Duque y Pindado, Eduardo, “Un estudio genealógico revisado: los Franco y sus alianzas”, publicado en Emblemata, revista aragonesa de emblemática, num. 20-21 (2014-2015), pp. 509-534.

[2] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1572.

[3] En el Derecho antiguo se permitió mediante pacto expreso («rato manente pacto»), que autoriza para exigir el principal y la pena conjuntamente y en el caso de pena pactada para el supuesto de retardo en el cumplimiento.

[4] En derecho romano, garantía que debía prestar el demandado para asegurar al actor el cumplimiento de la sentencia.