lunes, 22 de febrero de 2021

Arturo Pérez Reverte se adentra en la línea de fuego de la Guerra Civil española

 En la última novela, Arturo Pérez Reverte se adentra en territorio comanche una vez más para regalarnos una novela, una más, sobre nuestra Guerra Civil de 1936-1939, aunque en realidad, por lo que vamos a ver a lo largo de esta entrada, no es sólo una novela más de cuantas se han escrito, y son muchas, sobre uno de los periodos más dolorosos de nuestra historia contemporánea. Y es que el escritor de Cartagena, antes de ser novelista, antes de ser académico de nuestra R.A.E., fue un periodista de raza, un reportero de guerra, que cubrió casi todos los conflictos bélicos que se desarrollaron en cualquier parte del mundo durante el último cuarto del siglo XX, desde el Sáhara a las Malvinas, desde Nicaragua o El Salvador hasta Sudán, Mozambique o Angola, desde Chipre y el Golfo Pérsico hasta Eritrea, o los conflictos sucesivos que llevaron a la partición, en la última década de la centuria pasada, de la vieja Yugoslavia. Sobre esta última guerra civil, que tuvo como escenario una parte del continente europeo, sobre su experiencia como reportero de guerra en Serbia, Bosnia y Croacia, escribió uno de sus primeros grandes éxitos novelescos, “Territorio comanche”, una expresión que algunos no conocen del todo, alejados de esa manera de vivir peligrosamente que tienen algunos periodistas de raza, pero que sirve para definir “el lugar donde el instinto te dice que pares el coche y des media vuelta, donde siempre parece a punto de anochecer y caminas pegado a las paredes, hacia los tiros que suenan a lo lejos, mientras escuchas el ruido de tus pasos sobre los cristales rotos.”

     


  
La definición es del propio Pérez Reverte, y está sacada de la novela homónima. No es casual que algunas de las mejores novelas del escritor estén ambientadas en las guerras; en las guerras que conoció como reportero y en las guerras que sólo conoce a través de la historia: la Guerra de la Independencia contra los franceses y la Guerra Civil española de 1936; o en las guerras de Flandes, escenario de su exitosa serie sobre el capitán Alatriste. Sobre la guerra contra el francés escribió “El Húsar, su primera novela en realidad, o “El asedio”, con un paralelismo también en las otras guerras napoleónicas, las que se desarrollaron al otro lado del continente europeo, en Rusia, que sirven como escenario para su relato “La sombra del águila”. Faltaba en su bibliografía una incursión en esta otra guerra, la más cruenta de la historia de España, a la que sí había dedicado diferentes artículos y ensayos, falta que ahora suple con su última novela publicada, “Línea de fuego”.

            Pérez Reverte ha escrito en sus redes sociales que le gustaría que esta última novela suya fuera criticada tanto por las derechas como por las izquierdas, que eso demostraría que el autor ha sido ecuánime con ambos bandos, y eso es lógico para un escritor como el de Cartagena, polemista obstinado desde esas mismas redes y también desde algunos de sus artículos de prensa. Pero más allá de ese enfrentamiento personal suyo contra los postulados ideológicos y políticos, en el interior de todo escritor anida siempre el deseo de que, sobre todo, su obra sea leída por el mayor número de público posible, y que tanto las críticas positivas como las negativas vengan desde la objetividad, que sean desapasionadas, que tanto las críticas como las alabanzas se basen sólo en motivaciones puramente literarias y no meramente ideológicas.

            Desde luego, si el autor sólo deseaba eso, atraer sobre sí las críticas de los políticos y de sus seguidores, que su novela fuera criticada atacada por los dos extremos del espectro ideológico, desde luego lo ha conseguido. Y también, algunas críticas puramente literarias. Mar del Val ha escrito que la obra de Pérez Reverte no es una novela, sino una crónica sobre la Guerra Civil. Héctor González, por su parte, además de regalarle al autor algunos ataques personales que lindan, como mínimo, con el insulto, lo tacha de ignorante, y escribe lo siguiente: “Las visión naif de una guerra entre hermanos que no luchaban por cuestiones políticas es una mentira histórica de proporciones bíblicas a la que le han venido dando pábulo en las últimas décadas quienes tenían un interés político muy claro en que los motivos de la guerra fueran olvidados. Como el señor Pérez-Reverte es un ignorante, desconoce este particular.”

            En la entrada de la semana pasada ya decíamos que éste no quiere ser un blog sobre crítica cinematográfica, y ahora hemos de insistir, una vez más, que tampoco lo quiere ser de crítica literaria. Mis intereses personales cuando leo una novela histórica son en cierto sentido diferentes a cuando escribo sobre esas mismas novelas, y entonces mi único interés ya no estriba en la novela como obra de arte en sí misma, sino en la historia real que hay detrás de esa novela, y en cómo ésta se adecúa bien o mal a esa realidad histórica. Por ello, voy a obviar las críticas literarias que ha recibido la obra de Pérez Reverte, para centrarme sólo en el hecho de si a obra se adecúa o no a la realidad de la Guerra Civil. Porque quizá la verdadera ignorancia histórica se demuestra en el hecho de pensar que la ideología es lo único que mueve el mundo, que todo, absolutamente todo, debe ser visto desde el prisma ideológico. Claro que muchos de los que fueron a la guerra, de un bando y de otro, lo hicieron por sus ideales, e incluso, algunos de los que lograron sobrevivir terminaron por abjurar de aquellos ideales. Véase el caso de algunos de los brigadistas internacionales, que sólo fueron a luchar contra la Alemania nazi cuando se rompió el pacto que habían firmado Viacheslav Mólotov y Ulrich von Ribbentrop; o, sobre todo, véanse algunos de los textos que escribió sobre su experiencia uno de los brigadistas más famosos, el escritor inglés George Orwell. Algunos de los personajes de la novela de Perez Reverte también van a la guerra por esas mismas motivaciones políticas e ideológicas, y es precisamente el olvido que de ello hace el crítico, lo que me hace dudar de que éste ni siquiera haya leído el relato.

            Y la ignorancia quizá sea también pensar que la Guerra Civil española no fue una guerra entre hermanos, o que muchos otros combatientes fueran a luchar sin saber realmente por qué luchaban. Pues claro que la Guerra Civil fue una guerra entre hermanos. Véase, si no, el caso del propio Franco y de su hermano Ramón. El primero, líder del bando sublevado, hasta el punto de que a su término se convirtió en el caudillo de la nueva España. Al otro lado, su hermano Ramón, fiel al gobierno republicano en un primer momento, al que había servido también en los años anteriores desde la política, a través de partidos de izquierda, como el Partido Republicano Revolucionario o la Esquerra Republicana de Catalunya, aunque más tarde se pasara al bando nacional por razones que nunca han sido bien explicadas; por cierto, Ricardo de la Puente Bahamonde, primo hermano de los Franco, fue otro de del Ejército del Aire que se mantuvo fiel al ejército republicano, lo que pagó con el fusilamiento, firmado por el general Orgaz aunque fue el propio Franco, su primo, quien había dado el consentimiento para la ejecución.  Véase, si no, el caso de los hermanos Machado. Uno, Antonio, al que la guerra le sorprende en Madrid, viéndose obligado, cuando la sublevación amenaza la capital de España, a escapar primero hacia Valencia, y a buscar más tarde el exilio en el sur de Francia, donde murió olvidado de casi todos. El otro, Manuel, al que el conflicto le sorprende en Burgos, donde se encontraba visitando, como hacía todos los años, a su cuñada, que era monja de la orden de las Esclavas del Sagrado Corazón. Nadie le molestó en la ciudad castellana, más allá de un corto periodo de tiempo que permaneció detenido, denunciado por algunos envidiosos, a pesar de que había sido uno de los intelectuales que habían fundado, en 1933, la Asociación de Amigos de la Unión Soviética. Al finalizar el conflicto, el sevillano pudo reincorporarse a su puesto de director de la Hemeroteca y del Museo Municipal de Madrid, donde permaneció hasta su jubilación, poco tiempo después.

            Puede decirse que estos dos son casos extremos, no exentos de un cierto cariz ideológico, y que además en un caso, relacionado la retaguardia y no con la lucha directa. Es cierto, y sin embargo puedo relatar otro caso que afecta directamente a mi propia familia, y por eso lo conozco en primera persona, no a través de la historia. Un hermano de mi abuelo, el más joven de todos, murió precisamente en la misma batalla del Ebro que narra Pérez Reverte en su novela. Sobre el hecho hay dos versiones contrapuestas: que se marchó voluntario a luchar contra los fascistas cuando apenas tenía diecisiete años, o que formaba parte de la tristemente famosa “quinta del biberón”, de esos biberones a los que el cartagenero retrata en una parte de su relato. Lo cierto es que nunca regresó de la batalla, que murió o desapareció en el transcurso de ésta, ahogado, por lo que es de suponer que fue una de las víctimas de las tropas nacionales, cuando éstas abrieron las esclusas de los pantanos de la cabecera del río, provocando que las aguas, desbordadas, se llevaran los cuerpos de miles de soldados republicanos . Su hermano, mi abuelo, para entonces era ya miembro de la Guardia Civil, y se encontraba destinado en Madrid, donde participó al principio de la guerra en el asalto al Cuartel de la Montaña, en el que fue capturado el general Joaquín Fanjul, y en el que fueron asesinados centenares de cadetes de la academia militar a manos de los milicianos, y muchos más habrían muerto, sin duda el propio Fanjul entre ellos, de no haber mediado la defensa de los propios guardias civiles que participaron en el asalto, quienes pusieron orden en la operación. Su situación familiar, con mi abuela embarazada de mi madre, que nacería en 1937, le permitió permanecer en la retaguardia, entre Cuenca y Madrid, durante todo el conflicto. Se diría que los dos hermanos permanecieron en el mismo bando republicano, pero lo cierto es que poco tiempo antes de que estallara la guerra, a mi abuelo le habían ofrecido un nuevo destino en Toledo, destino al que rehusó in extremis. ¿Qué hubiera sucedido si él hubiera aceptado el traslado a la ciudad del Tajo? ¿Qué papel le hubiera tocado vivir en la defensa del Alcázar?

            Otra crítica que ha recibido también el escritor cartagenero es que su novela es “demasiado bélica, muy larga y con poca psicología individual”. Que la novela es muy larga quizá sea cierto, unas setecientas páginas bastante comprimidas, aunque más largo debió resultar sin duda el conflicto a los que participaron en él. Sobre los otros dos aspectos de la crítica yo difiero. Considero que los retratos psicológicos de los protagonistas son más complejos de lo que puede parecer a primera vista, y en todo caso, se trata de una novela de acción más que otra cosa; pero sobre todo, difiero en el hecho de se trata de una novela demasiado bélica. ¿Cómo no va a ser bélica una novela, o una película, que trata de una de las batallas más cruentas de toda la Guerra Civil? Lo contrario sería lo realmente criticable, por alejado de la realidad narrada.

            Cuando escribo sobre la Guerra Civil, me suelo preguntar que fue lo que hizo que la victoria cayera del lado de los sublevados. La razón, como en muchos aspectos de la vida, no es única. Una de las razones, desde luego, fue la enorme superioridad técnica y material del bando nacional, al que se había sumado un mayor número de militares profesionales, mientras que el bando republicano se convertía, sobre todo, en un ejército irregular, cuyos mandos, en muchas ocasiones, no tenían ninguna experiencia bélica previa. Así lo expresa uno de los protagonistas de la novela: “Algunos hubo, sobre todo suboficiales. Yo al principio anduve por Madrid con la columna Del Rosal como asesor militar, y aquello era un desastre: albañiles, fontaneros, oficinistas, ferroviarios, estudiantes con exceso de vida para derrochar… Valientes, pero lo ignoraban todo. No obedecían órdenes, atacaban cantando la Internacional, caían como moscas y salían corriendo por los montes… Al fin se comprendió que hacía falta un ejército de verdad, y en la Escuela Antifascista de Valencia, a los profesionales del Ejército y la Armada, de lo que antes desconfiaban, nos dieron ascensos y mandos.”

            Pero sobre todo, hay que tener en cuenta esa segunda guerra civil interna que surgió también dentro del bando republicano, la que enfrentó a los comunistas contra los anarquistas, los socialistas, e incluso contra otros comunistas, heterodoxos desde el punto de vista del PCUS y de Josef Stalin. La novela también refleja esa otra guerra civil interna, y sobre todo el papel que en todas las unidades jugaron los comisarios políticos, quienes estaban por encima, incluso, de los propios jefes militares de la unidad. La novela también refleja este hecho, en ocasiones con un cierto matiz irónico, como cuando describe la muerte de uno de esos comisarios, “como deben morir los comisarios… de un tiro en la espalda… arengando a los hombres en el asalto.” Y pone en boca de uno de esos comisarios una de las frases más terribles de la novela, terrible porque demuestra hasta qué punto eso era así: “En la 42ª División se fusila poco, Faustino. Os lo vengo diciendo y no me hacéis caso… Se escarmienta y se fusila poco.” Y es que alguien dijo alguna vez, quizá el propio Pérez Reverte, que ni Companys, ni Aguirre, ni todos esos políticos que tanto alentaban desde la comodidad de sus estrados, ni el propio Rafael Alberti, que también alentaba desde sus poemas, hicieron nunca la guerra, la de verdad.

            Para finalizar quiero hace una última reflexión sobre el autor y sobre esta última novela. Nunca es bueno confundir, como a menudo se hace, al autor con sus personajes, aunque en un relato de este tipo es demasiado fácil hacerlo. Y creo que es ahí donde radica la mayor parte de las críticas que se le hacen a la novela. Las ideas, los pensamientos, las reflexiones, las palabras, son todas de los protagonistas de la narración, sólo de ellos; la opinión que el autor tiene sobre la Guerra Civil, ya la ha dado en otras obras anteriores, sobre todo en ensayos y en artículos. Por ello, las tesis ideológicas y personales se contraponen entre sí, hasta el punto de que el lector puede comprender a unos y a otros, al menos si no está revestido de una ideología concreta, o no lo está tanto como para que esa ideología no le ciegue demasiado. Ésta es, también, una de las características de toda Guerra Civil, que si los presupuestos ideológicos, o religiosos, o nacionalistas, no te ciegan demasiado, uno podría quedar a uno u otro lado del tablero de ajedrez, dependiendo de las circunstancias personales, o sociales, que le haya tocado vivir.

 

 


 

viernes, 12 de febrero de 2021

Una excavación arqueológica de película

 

               Tengo que reconocer que no han sido muchas las ocasiones en las que una película de cine o una serie de televisión han sido recogidas por mí en este blog, en forma de entrada; en realidad, esas ocasiones han sido prácticamente inexistentes, más allá de alguna consideración sobre la serie televisiva que, hace algunos meses, puso otra vez de actualidad la olvidada figura de la conquistadora extremeña Inés Suárez, que, en realidad, era más bien una excusa para comentar la novela homónima de Isabel Allende. Las razones de que eso sea así pueden ser varias. Unas internas, relacionadas sobre todo con cuáles han sido siempre mis intereses culturales, más cercanos a la literatura que a la cinematografía; otras externas: considero que para el creador es más fácil sentirse cerca de la historia real cuando escribe una novela que cuando dirige una película, porque mientras la lectura es un acto pausado, en el que el lector se abandona en sí mismo y en la narración, el director de cine se ve muchas veces captado por la necesidad del espectáculo y, siempre, de dotar a la película de una carga emotiva que muchas veces está alejada, o parece estarlo, de la realidad histórica que intenta mostrar al espectador. Y si esto sucede en la historia en general, mucho más sucede cuando la temática de la película está relacionada con la arqueología, un mundo tan opuesto en realidad a esos relatos que, al estilo de las sagas de Indiana Jones o de Tomb Raider, no son en realidad más que relatos épicos sobre búsquedas de tesoros inexistentes o perdidos entre la bruma de la leyenda.

               Por ello me ha emocionado tanto una película como “The Dig”, estrenada en España como “La excavación”, una película inglesa que ha sido dirigida por Simon Stone, y que está basada en la novela homónima de John Preston. La película ha sido estrenada hace apenas dos semanas por la plataforma de pago Netflix, y en este escaso tiempo, ha cosechado un enorme éxito, hasta el punto de que ya ha empezado a sonar su título en las quinielas para los Oscar de este año. La película relata de una manera bastante fiel, la excavación que, a finales de los años treinta del siglo pasado, cuando estaba a punto de estallar la Segunda Guerra Mundial, permitió el hallazgo de un importante barco funerario en Sutton Hoo, en el condado de Suffolk, en la costa este de Inglaterra. Se trata de una película, a mi juicio, excelente, pero no es por este motivo, por el que quiero traerla esta semana a este blog. A fin de cuentas, ni este blog trata sobre cine, ni yo soy un crítico cinematográfico. Lo que realmente me interesa aquí es acercar a los lectores una excavación arqueológica poco conocida para el público en general, pero que en su momento constituyó todo un hallazgo, uno de los grandes descubrimientos de la arqueología británica en el periodo de entreguerras, que permitió que los llamados en la historia de Inglaterra “años oscuros”, no fueran ya tan oscuros para los historiadores.

               Veremos primero las circunstancias en la que se realizó aquel importante descubrimiento según nos narra la película, una película que, como he dicho, se acerca bastante a la realidad científica. Estamos en el año 1938, y Europa se prepara para una gran guerra contra el enemigo común, la Alemania de Hitler. En una pequeña granja del condado de Suffolk, una adinerada terrateniente de la comarca, Edith Pretty (interpretada en la película por la actriz Carey Mulligan), heredera de una importante familia dedicada a la industria del gas, y aficionada a la arqueología desde sus viajes juveniles por Grecia y Egipto, contrata los servicios de un arqueólogo independiente, Basil Brown (Ralph Fiennes), para que excave en su hacienda, sobre unas pequeñas colinas que, a todas luces, parecen ser túmulos funerarios del periodo de los vikingos. Pero ya desde un primer momento, Brown piensa que aquellos restos no pueden ser vikingos, sino anteriores, y acepta el trato, lo que le lleva a poder desenterrar en los meses siguientes, con la única ayuda de unos pocos trabajadores de la finca, los primeros restos que parecen ser de un enorme barco funerario. El descubrimiento atrae la atención de los arqueólogos profesionales, primero de los del museo de Ipswich, capital del condado, que para entonces se encontraban atareados con el descubrimiento de los restos de una villa romana, y más tarde de los del propio Museo Británico, y estos últimos se hacen con el control de la excavación, convirtiendo al descubridor de los restos en un simple colaborador de la excavación. Sería ya en 1939, cuando la guerra está a punto de estallar, cuando pudo terminar de excavarse el barco, encontrándose además un importante tesoro que estaba formado por una treintena de monedas de oro, tremises merovingios, y otros muchos objetos de lujo.

Un tesoro en sí mismo, por el valor de los objetos descubiertos, pero mucho más por lo que representaba, al permitir conocer muchas cosas del pasado de Inglaterra en una etapa que hasta entonces era, como se ha dicho, casi completamente desconocida. Y es que el descubrimiento del barco funerario vino a dar la razón a aquel arqueólogo casi aficionado: los restos no pertenecían a la época vikinga, sino que eran a las invasiones de los escandinavos en, al menos, cuatrocientos años. Pertenecían a lo que los historiadores conocen con el nombre de “edad oscura”, es decir, el periodo que va desde la caída del imperio romano de las islas hasta las invasiones vikingas y normandas, una etapa difícil para sobrevivir, caracterizada por las continuas luchas entre las diferentes tribus que habitaban Inglaterra, y especialmente entre los anglos y los sajones. Ambos, procedentes del continente, invadieron casi al mismo tiempo las islas cuando las abandonaron los romanos, sumidos ya en una fuerte crisis que terminaría por hacer desaparecer el imperio, y juntos, al unirse entre sí, terminarían por formar un pueblo nuevo, el anglosajón, germen de los británicos de hoy en día.

Tengo que reconocer que no he leído la novela, pero teniendo en cuenta cómo es la película, puedo comprender que tanto ésta como aquélla reflejan de una manera bastante acertada la realidad en la que se produjo este importante descubrimiento. Desde luego, reflejan fielmente a los dos protagonistas de la historia, la rica terrateniente y el hábil arqueólogo, trabajador incansable, un tanto huraño. Edith Pretty falleció poco tiempo después de producirse el descubrimiento, en diciembre de 1942, después de sufrir un derrame cerebral provocado por esa misma enfermedad que va consumiendo su organismo conforme avanza la película. Y con respecto al científico, Basil Brown, éste había realizado sus estudios de forma autodidacta, y antes de llegar a Sutton Hoo, había realizado ya algunos descubrimientos interesantes en la misma comarca de Suffolk, y trabajaba como arqueólogo externo y colaborador para el museo de Ipswich. El descubrimiento de Sutton Hoo, no le catapultó a la fama; no, al menos, como para dejar de ser considerado como un colaborador externo, menor, del citado museo, pero sí le permitió pasar de algún modo a la historia de la arqueología inglesa. En 1969, ocho años después de haber dejado de colaborar para el museo, sufrió un ataque al corazón en plena excavación, en Broom Hills, donde había hallado restos neolíticos y romanos, que le obligó a poner fin a su carrera como arqueólogo en activo. Falleció en marzo de 1977, y aunque nunca publicó nada sobre sus trabajos científicos, su contribución a la historia de la arqueología inglesa no se puede poner en duda, no ya por el descubrimiento que hizo en Sutton Hoo, sino también por la gran cantidad de material inédito que dejó a su fallecimiento, una gran cantidad de cuadernos manuscritos que incluyen planos, fotografías y dibujos de sus excavaciones.

¿Qué pasó con el resto de los arqueólogos que trabajaron en la excavación? Ellos eran los científicos profesionales, es cierto, pero en realidad la historia apenas ha dejado memoria de ellos; tampoco la historia de la arqueología británica. De Charles W. Phillips (Ken Stott), realmente más un funcionario del Museo Británico que un arqueólogo de verdad, al menos por su manera de comportarse, apenas se conoce ningún otro trabajo suyo de verdadera importancia. Menos aún es lo que se conoce de Stuart Piggott (Ben Chaplin), el arqueólogo narcisista y homosexual, que llega a la excavación en compañía de su esposa. Sólo ésta, Peggy Piggott (Lily James), ha logrado pasar por méritos propios a la historia de la arqueología británica, aunque más con su nombre de soltera: Cecily Margaret Guido. ¿El motivo? La arqueóloga se separó de su marido algún tiempo después, algo que en absoluto le puede parecer extraño al que haya visto la película, de manera que hasta esa trama romántica de la película, la relación amorosa que mantiene con Rory Lomax (Johnny Flynn), el primo de la dueña de las tierras, que trabaja en la excavación como fotógrafo, puede tener también una base real, aunque remota. La auténtica Peggy, por otra parte, terminó por convertirse en una reputada arqueóloga, especialista sobre todo en la prehistoria inglesa, con múltiples estudios y trabajos publicados, unos bajo el nombre de Peggy Piggott, los primeros, y otros bajo el nombre de Margaret Guido, los últimos. Falleció en septiembre de 1994.

La excavación de Sutton Hoo, como hemos dicho, es uno de los más importantes descubrimientos de la arqueología inglesa. Después de unos meses prometedores, pero poco eficaces en cuanto a descubrimientos de verdadero interés, la sorpresa llegaría en 1939, cuando pudo ser excavado en su totalidad uno de los túmulos y se encontró bajo la tierra los restos de un barco de veinticuatro metros de eslora y, junto a las tablas carcomidas,  un tesoro formado por monedas de oro y objetos de plata y otros metales. Los objetos encontrados pudieron documentar algo que en ese momento todavía no se sabía: que los antiguos anglos, cultura a la que pertenecía el barco, conocían el comercio. En efecto, entre esos objetos se encontró un hermoso casco y un escudo que, por el estilo, debieron haber sido construidos en Suecia o, al menos, por un armero sueco. También se encontró una hebilla de cinturón, que procedía probablemente de la Burgundia francesa, y otros elementos demostraban la existencia también de un comercio más lejano, con Bizancio y con Egipto.

En la excavación no se encontraron restos humanos, pero los análisis que en 1961 se hicieron a las tierras en las que se había producido el descubrimiento, y sobre todo la gran cantidad de fosfatos que existen en ellas, demostraron que allí alguna vez había existido un cadáver, muy probablemente humano, que se había descompuesto por completo debido a las condiciones del suelo en el que se hallaba el barco, extremadamente ácidas. Y otra de las preguntas que en aquel momento se hicieron los científicos es la referente al personaje que pudo haber sido enterrado en aquel túmulo funerario, y que con mucha probabilidad, por la riqueza del tesoro encontrado y por la fecha de acuñación de las monedas merovingias, debía corresponder a alguno de los reyes anglos del siglo XII, probablemente Redvaldo o Eorpwald de Estanglia.

Una vez desenterrado por completo el tesoro, se suscitó un importante litigio entre Edith Pretty y el Museo Británico, con el fin de dilucidar a quién debía corresponder la propiedad de todos los objetos encontrados. Las leyes británicas son, en este sentido, muy diferentes a las españolas, y la justicia determinó que la verdadera propietaria de estos debía ser la dueña de los terrenos en los que se había hecho el descubrimiento. Sin embargo, poco tiempo después, Edith Pretty donó todos los objetos al propio Museo Británico, muchos de los cuales forman parte todavía de la colección permanente que se haya expuesta en sus vitrinas, accesibles para el público en general y para su estudio por parte de los especialistas. En reconocimiento de este hecho, la antigua propietaria del tesoro fue condecorada por el primer ministro inglés, Winston Churchill con la Orden del Imperio Británico, que ella, sin embargo, rechazó.



sábado, 6 de febrero de 2021

El conquense que renunció a un condado para ser obispo

 

En la entrada de este blog correspondiente a la semana anterior, ofrecíamos una información que, si bien en esencia era correcta, en el detalle no era demasiado exacta. En efecto, al hablar sobre el convento carmelita de la ciudad de Cuenca, decíamos que éste había sido fundado en 1603, a partir de una fundación anterior que se había realizado en la ciudad de Huete, trasladada a la capital del Júcar con el fin, seguramente, de poder acceder a donaciones y limosnas más cuantiosas que las que las monjas podían contar en la ciudad alcarreña, y que la primera priora del convento, una vez instalado en la capital conquense fue sor Isabel de San José, quien era nieta del primer conde de La Ventosa, Pedro Coello de Ribera y Zapata. Y aunque la primera parte es totalmente cierta, pues el convento había sido fundado en Huete en 1588, precisamente por Isabel de Ribera Sandoval e Hinestrosa, una dama conquense que pertenecía también a esta ilustre familia, nieta de Per Afán Coello de Ribera y Téllez, sexto señor de Villarejo de la Peñuela, y prima, por lo tanto, del que sería después primer conde de La Ventosa, mal podría ser así, si tenemos en cuenta que las monjas se instalaron en la ciudad hasta el año 1603, y por lo tanto, ya antes de que se hubiera producido el nacimiento de cualquiera de los descendientes del conde. La información nos la ofrece Trifón Muñoz y Soliva, y desde luego, existe en ella algún error de identificación o, en todo caso, de cronología: en efecto, o bien el canónigo conquense se equivoca al mencionar el nombre de la primera persona que dirigió el convento, o bien esa dirección se produjo algún tiempo después, ya avanzado el siglo XVII.

También es posible, como veremos, que el religioso se estuviera refiriendo a la primera priora real del convento, pero no en su etapa capitalina, sino todavía en Huete, y en ese caso, se trataba de algún otro miembro de la misma familia. Y es que ya desde la fundación del convento por una de las mujeres de la familia Ribera, muchos de los miembros del linaje mostraron siempre una cierta predilección por este cenobio carmelita, en el cual llegaron a profesar, como ya hemos visto, algunas de las mujeres de la estirpe. Pero también entre los hombres de la familia había una cierta predilección por la orden carmelita, y en este sentido, María Luisa Vallejo afirma en sus “Glorias conquenses”, la existencia de cierto carmelita nacido precisamente en Villarejo de la Peñuela, con el nombre en religión de fray Alfonso de Jesús María, llegó a ser en dos ocasiones general de la orden. En efecto, se trata en realidad de Alonso de Ribera, hermano de doña Isabel de Ribera Sandoval, como sabemos la fundadora del convento en Huete, quien, por otra parte, figura en las crónicas de la orden, aunque como fray Alonso de Jesús María, autor de diferentes escritos de carácter religioso, quien hacia el año 1615, como general de la orden, participó en diversas fundaciones en la provincia de Guadalajara, principalmente el de Bolarque.  Es autor también de algunos libros de carácter religioso, entre los que cabe destacar el titulado "Carta y tratado de algunos lenguajes que suelen destruir la virtud de la obediencia, y sus remedios", que fue impreso en 1624 en Alcalá de Henares. No cabe duda de que, tal y como hemos dicho, Muñoz y Soliva se está refiriendo a este religioso carmelita, por lo que es probable que también en el asunto referido a la primera priora del convento se estuviera refiriendo a esa primera etapa.

 Sin embargo, en las crónicas del linaje Coello de Ribera consta la existencia de dos hijas del primer conde de La Ventosa, quienes profesaron también como monjas las carmelitas: María, que al entrar en religión recibió el sobrenombre del Espíritu Santo, y Ana Agustina, que se vio obligada a abandonar el convento por motivos de salud. Y aunque en ninguno de los dos casos coincide el nombre con el señalado por Muñoz y Soliva, Isabel, es conocida la costumbre que existía entre las monjas de adoptar en sus profesiones religiosas nombres y apellidos diferentes a los propios del bautismo, como una manera de morir al mundo y nacer a una vida diferente. No obstante, tal y como hemos dicho, ninguna de las dos pudo haber nacido ya antes de 1607, fecha en la que nació hijo primogénito de aquel primer conde, y por lo tanto ambas debieron permanecer en el convento conquense, como pronto, hacia finales del primer tercio de aquella centuria.

Resumiendo todo lo dicho con anterioridad, todo parece indicar que el error del eclesiástico conquense es doble: por un lado, en la identificación de la religiosa que fue priora del convento, que no pudo ser realmente ninguna de las nietas del conde, sino de alguna otra de las mujeres de la familia; y por el otro, que no estamos hablando de la etapa conquense del convento, sino de la etapa anterior, cuando el mismo se encontraba aún en la localidad alcarreña.

 

Y una vez aclarado todo esto, quiero incidir ahora en la figura de otro de los destacados del linaje, Juan Coello de Ribera y Sandoval, éste sí hijo del primer conde, que a pesar de estar destinado por nacimiento a heredar el título, como hijo primogénito que era de Pedro Coello de Ribera, prefirió renunciar a todos sus privilegios de cuna para entrar en religión, llegando, incluso, a alcanzar sucesivamente los obispados de Zamora y de Plasencia. Pese a todo, se trata de un personaje poco conocido entre la bibliografía generalista, incluso también entre la propia historiografía conquense.

Hay que recordar aquí los antecedentes remotos que marcan el origen nobiliario del linaje. Y en este sentido, el señorío de Villarejo de la Peñuela había sido otorgado en 1328 por el rey Alfonso XI a Alonso Martínez de Ribera, un noble de origen gallego que se encontraba al frente, como alcalde, del castillo de Huete, por haberlo defendido valientemente contra el ataque de las tropas del infante don Juan Manuel, cuando éste se encontraba enfrentado con el monarca castellano por el asunto relativo al repudio de su hija, Constanza Manuel, del que se habló también en otra entrada anterior. Y ya en el siglo XV fue cuando el linaje se entroncó también con el de los Coello, una estirpe de origen portuguesa que había llegado a la península en tiempos del rey Ramiro III de León, y que se había asentado en la provincia de Cuenca cuando Enrique III entregó a Egas Coello los señoríos de Montalbo, El Hito y Villar de Cañas. Y por línea materna, el citado conde de La Ventosa era hijo de Constanza de Sandoval y Coello, hija a su vez del cuarto señor de La Ventosa, Gutierre de Sandoval y Coello, de quien heredó el título, y bisnieta del segundo conde de Priego, Pedro Carrillo de Mendoza. De esta forma, ambos linajes quedaron durante algún tiempo entroncados, lo que sirvió para que el padre de nuestro protagonista, Pedro Coello de Ribera y Zapata, fuera recompensado como primer conde de La Ventosa, mediante un real decreto del rey Felipe III, fechado el 1 de mayo de 1617.

 Hijo, como hemos dicho, de Pedro Coello de Ribera y Zapata, primer conde de La Ventosa y séptimo señor de Villarejo de la Peñuela, y poseedor también de otros muchos señoríos repartidos por la provincia y fuera de ella, había nacido en el palacio que la familia mantenía en el pueblo alcarreño, y fue bautizado en su iglesia parroquial el 24 de diciembre de 1607. Muy pronto, nuestro protagonista se vio atraído por la vida religiosa, hasta el punto de que, a pesar de ser el primogénito de la familia, quiso recibir las órdenes religiosas y hacerse sacerdote, algo que en aquella época no era usual, pues solía estar reservado casi siempre a los hijos menores de la familia. De esta forma, siendo todavía muy joven fue ordenado como sacerdote por el obispo de Cuenca, que en ese momento lo era Enrique Pimentel, y muy pronto, en parte quizá por su posición familiar, y también por sus propios méritos, fue adquiriendo cargos y nombramientos dentro de la diócesis, como los de inquisidor apostólico, canónigo del cabildo conquense y arcediano de Alarcón; y también fuera de ella, llegando a ser también inquisidor de Córdoba.

 Aunque, por humildad, nuestro protagonista renunció al obispado de Tortosa cuando fue presentado por el rey Felipe IV, no pudo hacer lo mismo al ser presentado por segunda vez, ahora para el obispado de Zamora. Así pues, el 1 de abril de 1639, seis meses después de su presentación real, fue confirmado por el papa Urbano VII, siendo consagrado el 16 de octubre de ese mismo año, en Madrid, precisamente en el convento de carmelitas descalzas de la villa. Su etapa en la ciudad castellana no estuvo exenta de dificultades, por el enfrentamiento político que entonces existía entre España y Portugal, habiéndose visto obligado incluso a ponerse al frente de sus sacerdotes para defender la ciudad del ataque de los portugueses, en 1642. Durante esta etapa entregó a la villa de Tarazona (Zaragoza), una reliquia de San Atilano, el santo que, nacido en esa ciudad aragonesa a mediados del siglo IX, llegó a convertirse en el primer obispo de Zamora, entre los años 901 y 917.

Para entonces, su padre había fallecido en 1635, en Madrid, en el palacio del conde de Barajas, Diego Zapata de Mendoza, de quien era primo, y en cuya capilla familiar de la parroquia de San Miguel sería enterrado. Por este motivo, nuestro protagonista se había convertido oficialmente en el segundo conde de La Ventosa, y lo seguiría siendo, aunque sin atender realmente de manera directa sus estados, hasta su renuncia al título, en 1644, en beneficio de su hermano, Pedro de Ribera. Y algún tiempo después de su renuncia, en 1652, seria trasladado a la sede episcopal de Plasencia, en la Extremadura castellana, diócesis en la que le daría tiempo todavía, a pesar de su temprano fallecimiento, para celebrar un sínodo diocesano, cuyas constituciones fueron publicadas tres años más tarde, y para ordenar que la diócesis hiciera voto perpetuo de defender el dogma de la Inmaculada Concepción de María. El obispo conquense nació en Jandilla, en la provincia el Cáceres, el 13 de noviembre de 1655.

Tal y como hemos dicho, la renuncia de nuestro protagonista al condado de La Ventosa permitió el acceso al título al segundo de los hijos de don Pedro, Juan de Ribera, caballero de la orden de Santiago, quien había nacido también en Villarejo de la Peñuela. Sin embargo, también este tercer conde falleció poco tiempo después, sin haber podido tener descendencia, por lo que fue sustituido en el título por el tercero de los hermanos, Alonso Coello de Ribera, el único de todos ellos que no nació en el pueblo alcarreño, sino en otro de los palacios de la familia, el de La Ventosa, el 9 de marzo de 1613. Dedicado desde muy joven al servicio de las armas, se destacó en la guerra de Flandes, como capitán de coraceros, cuerpo de élite de la caballería pesada. Fue también mayordomo mayor de don Juan de Austria, el hijo ilegítimo que el rey Felipe IV había tenido con la actriz María Calderón, y gobernador de la ciudad de Portolongo, en el reino de Nápoles, del que su antiguo mentor era virrey. Pero enterado del fallecimiento de su hermano, regresó entonces a la península para hacerse cargo de su títulos y de todas sus posesiones en tierras conquenses.

Y fallecido él también algún tiempo más tarde, sería sustituido al frente del condado por su hijo, José Coello de Ribera y España, caballero de la orden de Alcántara, quien había nacido en Nápoles, en la etapa en la que su padre se encontraba al servicio del virrey. Después de su fallecimiento heredó el título su hijo, Bernardo José Coello de Ribera y Sandoval, quien estaba casado con María Isidora de Sandoval y Pacheco, viuda del marqués de Villabenazar, y marquesa, ella misma, de Caracena del Valle, y señora de Caracenilla. Y fallecido éste último sin haber podido tener herederos directos, se suscitó entonces un largo pleito entre los diferentes mayorazgos de la familia, que tuvo como consecuencia la separación definitiva de las dos casas, de manera que, mientras el señorío de Villarejo de la Peñuela pasó a manos de José Enríquez de Guzmán, quien era descendiente directo del sexto señor de la villa, Pero Afán Coello de Ribera y Téllez, y después de ello a la condesa de Valmediano, el condado de La Ventosa pasó a Jacinto Alonso de Sandoval y Rojas, quien era, por su parte, descendiente directo de Juan de Sandoval, hermano del ya citado Gutierre de Sandoval, padre, como hemos visto, de la que había sido esposa del primer conde.



Para terminar, quiero dedicar algunas palabras sobre el palacio que la familia tenía en Villarejo de la Peñuela, y en el cual, como hemos visto, nacerían algunos de los protagonistas de esta entrada. Se trataba de un hermoso palacio renacentista, en cuya construcción pudo incluso colaborar, según Miguel Jiménez Monteserín, el arquitecto italiano Juan Andrea Rodi, o, en todo caso, Juan de Toca. Ambos habían llegado a la diócesis conquense para realizar sendas obras de importancia, el primero en la capilla del Espíritu Santo de la catedral, patronazgo de los marqueses de Cañete, y el segundo para la construcción de una nave lateral y el baptisterio de la propia iglesia de Villarejo. De esta manera describe el citado Jiménez Monteserín el palacio de los Coello de Ribera:

“No cabe duda de que el hecho más notable de la época de don Fernando de Ribera -se refiere el autor al abuelo de nuestro principal protagonista, Fernando de Ribera y Sánchez de Pisa- es la construcción del palacio o casa señorial, aprovechando seguramente el solar de la antigua morada. Sobre una extensa superficie se levantó el caserón, todo él de sillería, con planta baja y principal, no muy lejos de la iglesia parroquial de Villarejo. Elegante como la portada, que después describo, era el patio central, recuerdo todavía en estas casas castellanas del impluvium de la vivienda romana. En los ángulos de la fachada principal podían verse sendas torretas, donde se situaba, más como signo de poder que como auténtica defensa, la ligera artillería de un par de culebrinas. En otro ángulo interior del edificio estaba la capilla de los señores. Y en el flanco derecho un jardín o solárium, al cual daba acceso desde el palacio un hermoso arco de medio punto…”

Y más tarde, hablando ya de la portada, insiste: “En esta portada se seguían los cánones renacentistas del arte trentino, comenzado como sabemos en Italia, pero que pronto se había hecho universal, arraigando en España, donde sustituyó al frondoso plateresco, siendo llevado hasta sus últimas consecuencias por Juan de Herrera en el monasterio de San Lorenzo del Escorial. Aquí, en Villarejo, se trata de una portada discreta, pero elegante y proporcionada. Dos columnas estriadas de origen dórico flanquean la puerta de medio punto. Sobre la cornisa se abre directamente un amplio ventanal adintelado, como en tantas casas señoriales de la época. Es de ornamentación bien sobria y de gran pureza clasicista. Toda la obra está realizada en piedra del país, hoy ligeramente erosionada en alguna de sus partes. Rompen la sobriedad de líneas y alegran un poco el conjunto los leones rampantes y los castillos que ser alternan en las metopas del cornisamiento. El león rampante simboliza el apellido Coello. Los nobiliarios señalan, en efecto, que las armas de este apellido son un león rampante de gules sobre campo de plata, llevando por orla ocho cruces de Calatrava. El castillo, que también figura en las metopas, tal vez recuerde al lejano entronque de esta familia con los Carrillo de Priego. Coronando todo el edificio, sobre el ventanal de la portada, había un escudo nobiliario de notables proporciones, colocado probablemente en fecha un poco posterior, la de los primeros condes de La Ventosa, donde al lado de los cuarteles que corresponden a Coello y Zapata, pueden apreciarse otros apellidos que representan antiguos entronques de la familia. En fecha no muy lejana a nuestros días este escudo, ya cuando el palacio amenazaba ruina y apenas se utilizaba, fue trasladado a la Venta de Cabrejas, junto a la carretera de Tarancón a Cuenca, enclavada también en los antiguos dominios del señorío. Todavía hoy puede verse en el lugar indicado y admirar su estupenda conservación.”

En situación ruinosa en los últimos años, la fachada del palacio, al menos, pudo salvarse en 1977, cuando fue desmontada y traída piedra a piedra hasta la capital de la provincia, montada de nuevo en la plaza de Ronda con el fin de servir de portada artística para la ampliación del Museo de Arte Abstracto, instalado once años antes en las Casas Colgadas, como es bien sabido, para albergar la colección de pintura moderna del pintor y coleccionista filipino Fernando Zóbel.